Texto: Limam Boicha. Ilustración de Fadel Jalifa
II parte
La fiebre de la trufa silvestre
Mientras pensaba en la desconocida fiebre que asolaba Zuerat, descubrí que en Boir Tiguisit también había una fiebre: la de la trufa silvestre, la trufa blanca. Por la tarde empezaron a llegar los recolectores. Salían en coches muy temprano y se pasaban la mañana buscando por todas partes. A veces sabían dónde estaba, otras veces buscaban al azar. Peinaban los cauces verdes o resecos en busca de cualquier pista.
A partir de las cuatro o cinco de la tarde pasaban por la tienda con su cosecha y se la vendían a los dueños del local. El hijo pesaba los kilos de la trufa en la balanza como si se tratara de pepitas de oro. Les pagaba el dinero. Casi todos le compraban algo de mercancía y todos iban contentos.
Pero la fiebre de la trufa no abarca solo a Boir Tiguisit, sino a todos los territorios liberados, los campamentos de refugiados, Tinduf y parte de Argelia. El kilo de la trufa se paga muy bien. Allí todo el mundo hablaba de Terfas y preguntaba dónde se podía encontrar. Conocer un lugar donde había trufa era como un secreto de estado.
Por fin, sobre las ocho de la noche, llegó el coche que esperaba. Se le había pinchado una rueda en el camino. Llegó el último de los cuatro vehículos que habían salido del Rabuni aquella misma mañana. Hablé con el conductor, me presenté y, efectivamente, me confirmó que mi plaza estaba asegurada.
Mientras los viajeros se disponían a encender el carbón en el infiernillo y a preparar su comida, pasta con carne de camello, yo me alejé del barullo. A pocos metros todo estaba oscuro, pero el cielo del Sahara estaba plagado de estrelladas, enormes y brillantes. ¡Qué hermoso es nuestro cielo! De noche y de día. En él no hay trufas, pero hay otros tesoros mucho mejores.
Dormimos en el beit sobre una alfombra sucia y llena de polvo. Cada uno sacó sus mantas y se durmió. En el otro beit, al lado, un grupo de chavales no paraba de reírse y contar anécdotas. Una hora después, se montaron en su Land Rover y se perdieron en la negrura de la noche.
Boir Tiguisit se cubrió, por fin, de silencio y pude dormir. Pero no por mucho tiempo, porque a las cuatro y media de la madrugada nos despertó el conductor. Me levanté sobresaltado, sin saber dónde estaba. Doblé rápidamente mis dos mantas y las metí en el macuto que llevaba. Recogí mi maleta. Calcé mis zapatos, até los cordones malamente, me puse el turbante y salí tambaleándome.
En el coche ya estaban montados los pasajeros. Todos menos un chico con gafas, que ayudaba al conductor. Este último me riñó, dijo que me había llamado dos o tres veces. Le di el macuto de las mantas, mi maleta, y me quedé con mi mochila donde llevaba agua, galletas y algunos frutos secos. También me quedé con una botella de cinco litros de leche de camella que mi suegra me entregó para hacer llegar a mi madre.
—Esta leche puede estar una semana y estará bien, mientras no le haga daño el sol—me había advertido—.Así que protégela del sol y no le pasará nada.
Estuve toda la mañana pendiente de que aquella garrafa de oro blanco no le tocara ni un rayo de sol. La iba cambiando, de pared en pared, de sombra en sombra. La llevaba conmigo como si fuera un bebé. La leche de camella es un regalo muy apreciado y lo es más por una persona enferma. Por eso, me daba igual perder la maleta con mi ropa, los turrones, perfumes, aceite virgen extra y la miel que traía de Madrid. Lo importante era la leche de camella. Pero el conductor, lanzó su mirada aguileña sobre mi mochila y la garrafa, y me advirtió:
—Eso no te va a caber dentro. No hay sitio.
No tenía alternativa. No podía fallar a la suegra y mucho menos a mi madre. Así que respiré hondo, agarré la mochila y abracé a mi bebé de cinco litros de leche de camella.
Mientras, el conductor ponía la red encima de nuestro equipaje. Contemplé el panorama. En el asiento del copiloto ya estaban sentadas dos mujeres. Y en los asientos de atrás también estaban bien acomodadas otras dos. Apenas quedaba medio trocito de asiento ¡para dos! El chico y yo. Casi me da un infarto al pensar en el viaje que nos esperaba, alrededor de cuatrocientos kilómetros por los duros caminos del desierto en aquel pequeñísimo espacio. Y para más inri, debajo de los asientos vi que había una botella de aceite de tres litros y como cinco o seis botellas pequeñas de agua.
Al ver el agua cruzó por mi mente el refrán saharaui: El agua no pesa; sí, el agua no pesa, pensé, pero incordia a las piernas.
En aquél momento, se me ocurrió una idea, por puro egoísmo, y se la comenté al conductor, para ver si mi propuesta colaba.
—Eso tienes que hablarlo con las mujeres—contestó escuetamente.
— ¿No les parece que es más adecuado y cómodo para ustedes ir atrás, las cuatro juntas, y que el chico y yo nos pusiéramos en el sitio del copiloto? —propuse al público femenino.
Las dos mujeres que estaban sentadas en el asiento delantero, dijeron que por nada del mundo iban a cambiar de lugar. Que ya iban incómodas y no iban a cambiar para estar peor.
No tuve más remedio que resignarme a la situación. Así que subí con mi mochila y mi garrafa. Colocarnos en los asientos fue, simple y llanamente, imposible. Yo estaba aplastado contra la puerta y el cristal de la ventana, con una pierna encima de las botellas y la otra en la manilla, en una posición acrobática imposible. Entre mis piernas estaba el bebé-garrafa de los cinco litros de leche de camella y la mochila colgando del asiento delantero. El chico no podía sentarse más que de lado, como una cuartilla dentro de un sobre.
El conductor arrancó sin prestar atención a aquella situación dantesca y que ya conocía tan bien de otros viajes. Pisó el acelerador y salió literalmente volando, mientras los cuatro de atrás luchábamos con las piernas, los objetos, los cuerpos y los brazos para ganar un poquito de espacio.
—Esto no puede ser— dijo el chico a mi lado. Y pidió a las dos mujeres, que se apretaran un poco más.
Una de las mujeres sentadas delante se quejó de que algún “hierro” se le estaba clavando en la pierna, y de que era injusto tener que pagar tanto dinero para ir de esa manera. Que si no van cuatro, al menos tienen que ir cinco, pero no los seis pasajeros que éramos.
—Más vale pagar entre los cinco un poco más e ir todos más cómodos.
—No tenéis que imitar a los mauritanos—dijo otra de las mujeres. Ellos pueden llevar hasta siete en un coche, pero lo hacen en sus ciudades y a distancias cortas. No se puede ir así setecientos kilómetros.
Mientras escuchaba el debate yo estaba peleándome por colocar en algún sitio mi mochila, y ya me arrepentí de no haberla guardado con el resto del equipaje. Y tenía ganas de lanzar la maldita garrafa de la leche por la ventanilla. Pero, incluso haciendo eso, seguiría con la pierna casi en el cristal.
—¿Sabes cuánta gente comparte lo que dices?—dijo el conductor—. Todos, pero de ese todos sabes cuántos estarían dispuestos a pagar un poco más. Solo el cinco por ciento. Ojalá. Es más cómodo para todos.
Mientras, esquivaba baches en su alocada carrera por los oscuros caminos.
Pasada una hora, el chico que estaba a mi lado propuso a la mujer que estaba al otro lado de la ventana cambiar de sitio. Así estaríamos tanto él como yo, en las esquinas. Según él así ganaríamos en espacio. La mujer del otro lado no aceptó la propuesta. Se negó siquiera a hablar del tema. Dijo que ella, cuando reservó su plaza, puso una condición: no sentarse al lado de ningún hombre. Y que si no había una mujer a su lado no viajaría.
—¿Y tú crees que yo quiero estar pegada a este hombre que no conozco de nada? —le respondió la mujer que estaba junto al chaval.
—A mí me da igual. Puse esa condición y el responsable de las reservas me lo aseguró. ¿A que te lo ha dicho? —preguntó la mujer del otro lado al conductor.
—Algo de eso me han dicho—reconoció él tímidamente.
Una de las mujeres que se sentaba en el asiento delantero le soltó:
—Si tú piensas así, pues quédate en tu jaima y espera a que te lleve tu marido.
—No necesito mi marido para viajar. Pero no quiero sentarme al lado de un hombre, sino es mi hermano o hermano de leche.
La discusión se alargó durante varios minutos, sin solución alguna. De los cuatro pasajeros que íbamos atrás, ella era la única que estaba razonablemente satisfecha y estaba dispuesta a defender su territorio costara lo que costara. La tensión podía hacer estallar los cristales del coche.
No intervine en la discusión, hacía rato que estaba peleando por despertar a mi pierna izquierda, que se me había entumecido. Es una sensación terrible. Estuve un buen rato moviéndola, golpeando las botellas de agua, y la alfombrilla del coche, hasta que logré que la sangre volviera a circular por mi pierna.
Cada media hora pedía al conductor que parara para estirar las piernas. Él no le hacía ascos a la idea, porque era un fumador empedernido y aprovechaba cada ocasión para fumarse un cigarrillo.
En el camino se nos pincharon dos ruedas y en parte me alegré por poder descansar y estirar las piernas, y en parte sabía que era alargar más la tortura del viaje.
Llegamos a Zuerat al mediodía con otra rueda pinchada. Y con ella pinchada recorrimos los tres últimos kilómetros del viaje, hasta que entramos en Itihadía, el local del gremio de transportistas.
Zuerat
En Zuerat encontré a mi madre mejor de lo que me imaginaba. La garrafa llegó en buenas condiciones y fue lo primero que le di. Le pareció un regalo del cielo. Me aseguró que necesitaba tomar leche fresca de camella para recuperarse de las fiebres. Y por fin pude averiguar qué fiebre era aquella que había asolado la ciudad.
Era, nada más y nada menos, que el dengue.
¿Quién iba a imaginar que en medio del desierto podía haber una fiebre tan característica de los países tropicales?
Constaté que Zuerat seguía siendo la misma. Solo que cada vez más poblada, creciendo hacia todas las direcciones. Con más calles asfaltadas. Hasta habían instalado algunos semáforos, algo impensable hace pocos años.
La vida en la ciudad mauritana seguía su curso como en años anteriores. Los trabajadores iban en sus coches o en autobuses a las minas. Los sermones de los viernes seguían clamando contra todo tipo de males. Los vendedores ofreciendo sus mercancías. El mercado de los viernes seguía rebosante de gente, de pescado y de moscas. Y la basura como decorado, una de las señas de la ciudad.
Sí, era la estampa de siempre. A pesar de la fiebre tropical.
Además del dengue había otra fiebre. De esa se hablaba más que de cualquier otra, y la ciudad sí que estaba poseída por ella: la fiebre del oro. En Zuerat cada día se agolpaba delante de una de las oficinas del ayuntamiento una multitud de aventureros dispuestos a ir a más de cuatrocientos kilómetros a buscar el preciado mineral. Pero, al contrario de la fiebre de California del siglo XX, el gobierno mauritano obligó a los nuevos aventureros a pagar unos cinco mil ouguías (10 euros más o menos) como impuesto. Para desplazarse al lugar solo podían ir en camiones, y una vez en el lugar se les asignaba -en grupos- una parcela para trabajar, y si encontraban oro, una parte se entregaba al estado. A pesar de las leoninas condiciones eran muchos los que cada mañana se presentaban delante de la oficina para matricularse e ir en busca del sueño dorado.
Estuve pocos días, y me alegré mucho por la recuperación de mi madre. Me protegí todo lo que pude de los mosquitos, porque, como se sabe, el dengue se trasmite a través de la picadura del mosquito.
Regreso
Mi viaje tocaba a su fin, y mientras deshacía el camino no podía dejar de pensar en tantas y tantas fiebres. Fiebres reales o fiebres de sueños, que asolan nuestro rico y desgraciado continente. Desde el norte al sur y desde el sur al norte.
¿Qué es lo que nos empuja a perdernos en tantas locuras colectivas, contagios e infortunios? ¿Cómo salir del atascadero? me preguntaba. Está claro que solos no podemos. Sin la solidaridad, es imposible.
Los saharauis, en particular, tenemos que volver a repensarnos y a reinventarnos para seguir siendo lo que somos. El enemigo busca acabar con nuestro espíritu de resistencia, con nuestra esencia, y en estos tiempos tan convulsos, pretende hacerlo de mil maneras y sin disparar un tiro. Debemos dejar de perseguir quimeras, olvidar las fiebres, y volver a ser el pueblo recto y limpio que siempre fuimos.
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