31 enero de 2020
Texto: Ali Salem Iselmu. Cuadro pintura del artista saharaui Fadel Jalifa Ali
Cuando la vi aquella tarde sus ojos me parecieron grandes al igual que su sonrisa. Me invitó a entrar al patio de su casa. Había una pequeña manta tendida encima de una estera con varios cojines. Allí me senté apoyándome en mi túnica azul.
̶ De dónde vienes, a quién buscas ̶ me preguntó.
̶ Ésta es la casa de los Sid Eluafi ̶ le contesté.
̶ La misma, no ha cambiado de lugar, soy de la cuarta generación que ha heredado estás paredes ̶ me respondió.
̶ Eres nieta del maestro Abubakar ̶ insistí fijando mis ojos en su cara.
̶ Soy bisnieta del monje sufí Abubakar, el santo cuya tumba está cerca de las montañas del norte.
Me trajo un cuenco de madera lleno de leche fermentada acompañado de un plato de dátiles negros. Luego vino con un brasero y me preguntó si tenía tiempo para tomar té.
Yo estaba absorto mirando el tamaño de la casa de adobe, sus enormes paredes y el pozo lleno de agua se veía al fondo. Dos vacas rumiaban en el interior de un establo.
Cuando el sol se ocultó, la luz de la linterna empezó a alumbrar la bandeja de té. Ella movía sus manos una y otra vez, mientras yo seguía observando la luz de las primeras estrellas.
Empecé a preguntarle sobre los manuscritos de Abubakar, le hablé de varios lugares que había leído en algún libro que aparecen descritos por su tatarabuelo.
Sonrió de forma leve y me dijo que ella sabía de memoria varios poemas que lloran a la tierra y al paisaje. Me sirvió el primer té. Miré el cielo, bebí el líquido cubierto de espuma y me acordé de un poema de Abubakar en el que describe como dos estrellas se van moviendo toda la noche hasta desaparecer.
Aquella joven llevaba una ropa de color azul intenso y olía a perfume mezclado con incienso. Caminaba despacio encima de la tierra y sonreía cada vez que se alejaba.
Salió de la puerta de la casa al patio con una linterna que alumbraba sus pasos, yo la observaba una y otra vez. Volvió a sentarse cerca del brasero y luego me dijo:
̶ Éste manuscrito es de Abubakar es de hace doscientos años.
Lo miré detenidamente, estaba cubierto de cuero curtido, las letras negras enormes parecían grandes dibujos. Aparecían imágenes de montañas, animales y hombres. Lo seguí hojeando hasta que ella me miró y me dio el segundo té.
Observé sus suaves labios, sus pómulos. La luz de la noche impactaba sobre su cara y en el fondo se oía el mugido de las vacas.
Seguía pasando las páginas del manuscrito, tenía miedo que se deshicieran las hojas entre mis dedos. Cuando llegué a la mitad, observé el dibujo de una mujer con un rosario y debajo un poema que decía:
«bella es la noche
en la que naciste,
flor de las piedras
agua de los manantiales
amante de la vida,
dueña del oasis
después de ti
mí corazón
se hizo soledad,
mi camino
despareció en el interior de la noche».
Cerré el manuscrito, ella seguía moviendo el té con la acrobacia de sus manos. Le pregunté entonces sobre el poema de Abubakar y ella me dijo que estaba dedicado a su tatarabuela Mariama.
̶ Me dejas el manuscrito solo esta noche ̶ le dije.
Ella se marchó en silencio y yo me quedé solo, bajo la luz de la noche, tumbado sobre aquella estera.
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