Texto e ilustración: Noor M. Dleimi
En memoria de Hadía y Fah.
A mi gran familia saharaui.
Debajo de unas ramas
—El buen hombre dejó atados sus camellos junto a los demás, se quitó las sandalias y entró en la jaima. Anochecía. Eran días abrasadores y vacíos en los que solo se había cruzado con el infortunio. Había ido a parar a Leyuad, las montañas que susurran, así que dio gracias a Dios, alhamdeluláh. Tomaría el té acompañado.
—Fatma ¿Por qué iba solo? ¿No dices que no se debe ir nunca solo por el desierto? —protesta Abba.
—Sí. Pues no sé, Abba, iba solo. Y ya veréis qué le pasó. Si es que queréis saberlo. Me habéis pedido que os cuente historias sobre los yin, mamá no estaría de acuerdo ¿Estáis seguros? ¿Queréis oírlas?
—¡Sí, sí! —dice el pequeño Bushraya con la impaciencia de quien va a cometer una travesura.
—Está bien, luego no vengáis con que tenéis miedo —advierte Fatma con impostada severidad—. Ya lo sabéis, los yin habitan en el desierto desde antes que nosotros. Los hay buenos pero otros te comen el alma. Los hay que dan suerte y te protegen y también aquellos que atraen con su hedor desgracias. Pero todos se distinguen por su voz, están cerca pero se oyen lejos ¿Continúo? —Ambos niños guardan silencio—. Continúo:
»“Buenas noches ¿Cómo está? ¿Cómo está la familia? ¿Cómo está la salud?”, dijo el buen hombre mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra de la jaima.
»“Todo bien, alhamdeluláh. Entre, entre, estoy preparando el té ¿Le apetece?”, dijo la mujer que estaba sentada en un rincón. Su rostro iba y venía según lo hacían las pequeñas llamas que rodeaban la tetera.
» “¡Alhamdeluláh, tabarac aláh! Sí, por favor ¿Le importa que me siente cerca de la frenna? Se me acaba de meter el frío en el cuerpo”, dijo el buen hombre mientras se frotaba las manos para entrar en calor. Pero él no sabía nada de las montañas mágicas de Leyuad. Vosotros sí que lo sabéis, ¿verdad? —Los niños asienten con la cabeza, aunque no con los ojos—. Allí, según dicen, se oyen lamentos de gente del pasado que advierten a los viajeros que no se adentren entre sus rocas. Sus paredes sudan agua. Lágrimas, dicen. Y en ella hay escritos mensajes de los que nunca salieron de allí. —Fatma observa las caras de los niños, espera no haberles causado demasiado miedo, pero ambos se esfuerzan en contener una risita maliciosa —. Continúo:
»“ Acérquese y tome una manta. Afuera las montañas nos vigilan y la oscuridad siempre trae frío”, dijo la mujer.
—Pero ¿qué hacía una mujer sola en Leyuad? ¿Y los demás? —interrumpe Bushraya.
—Bushraya, ya os lo he dicho, no había nadie más y no se puede preguntar eso a alguien que no conoces y te da su hospitalidad. Es como una ley del desierto.
—¿Pasarán los aviones hoy? Ayer se oyeron cerca —pregunta Abba confiando que su hermana lo sepa.
—Espero que no, alhamdeluláh. Si no me dejáis contar a historia no acabaré nunca. –dice Fatma exagerando su molestia. Llevan tres días esperando a su madre y ya no se le ocurre como distraer a sus hermanos pequeños, aunque Abba ya no es tan pequeño.
—¡Ay! Me estoy pinchando con las ramas, ¿por qué estamos escondidos todo el día? No se oye nada, tenemos tiempo de escondernos en cuanto oigamos sus motores —protesta.
—Es lo que ha dicho mamá, debemos estar escondidos durante el día, ya por la noche podemos salir. Ella volverá pronto, no se tarda mucho desde Smara. No os preocupéis, seguro que el ejército marroquí no llegado aún a casa. Continúo.
»“Tome”, la mujer le acercó al buen hombre una pequeña bandeja ovalada con un vaso de té. Era el primero, amargo como la vida.
»“Kazar jairkum. —Shrbrr— está muy bueno ¿Le ha puesto menta?”, preguntó.
»“Hierba buena. Me la trajeron de Mauritania”, dijo la mujer, o eso le pareció oír a él de lejos.
»“Ah ¿Algún viajero?”
»“Sí, justo anoche pasó una familia que llevaba camellos a unos pastos cercanos ¿No se ha cruzado con ellos?”
»“No. De hecho, no he visto a nadie en tres días”, contestó despreocupado el buen hombre.
»“Tome otro vaso”, la mujer le acercó la bandeja con el segundo té, que es dulce como el amor.
»“Shrbrr.”
—¡Fatma! ¡Nadie hace tanto ruido al beber té! —se queja Bushraya.
—El hombre del cuento sí ¡No tenía dientes! —comenta Fatma y ambos se echan a reír.
—Schhh —manda callar Abba— ¡Ya vienen! Voy a ver.
—¡Abba, no salgas, quédate debajo de las ramas! ¡Mamá dice que… —Fatma trata de agarrar a su hermano.
—¡Pero aquí no veo nada! —Abba se zafa.
—Si ven a alguien, tirarán bombas ¡No te vayas! —grita Fatma. Pero Abba se quita la manta y las ramas que les cubrían, dejando a sus hermanos al descubierto. Da un par de zancadas y mira al cielo mientras se da sombra con la mano.
—Aún están lejos, quiero ver por dónde vienen —insiste ya desde fuera.
—¡Qué más da! ¡Vienen de Marruecos! ¿De dónde van a venir? —grita. Pero él ya se ha echado a correr—. Bushraya, quédate aquí, voy a por Abba.
—No salgas, por favor. Tu melhfa es roja, seguro que te ven —suplica Bushraya.
Abba se aleja demasiado y su hermana no tiene más remedio que cubrirse de nuevo con las ramas. Se hiere. El zumbido insiste. Espera que los vea de una vez y vuelva enseguida. Pero no lo hace. “Inshalah se esconda a tiempo, inshalah lo haga con la otra familia que aguarda con nosotros” piensa, o más bien desea. Pero no es esa la idea de Abba.
Él busca los huecos que dejan los árboles, se para y mira hacia arriba en todas las direcciones. Los oye, cada vez más cerca, pero las ramas no le dejan ver. Quiere ver un avión, nunca lo ha hecho. Tendrá que salir de allí. Ya está casi en la linde del pequeño bosque de acacias y matorrales donde se esconden cuando algo le agarra del tobillo.
—¡Ven aquí, niño! —una voz ronca dice desde abajo.
—¿Dónde? ¡Ahhh! ¡Me pincho! —grita Abba más fuerte que los aviones.
—Agáchate y cúbrete con esta manta. Nos van a matar a todos, como a los que estaban en Oum Dreiga. —Un anciano que nunca había visto aparece tras un matorral y hace agacharse al muchacho.
—¡Pero si es ciego! ¿Cómo me ha visto?
—No te he visto ¿Quieres leche de camella?
—¿Qué pasó en Oum Dreiga? ¿Por qué tiene leche de camella? ¿De dónde la ha sacado? ¡Aquí no hay camellos, aquí no hay nadie, aquí estamos solos! ¿Sabe algo de Mahbés? Los que salieron después de nosotros seguro que están allí. Mi madre, mi abuela…
—Poco sé —le interrumpe el anciano—. Fue hace siete días. Muchos han muerto en Oum Dreiga. Casi todos. Están intentando evacuar a los de Mahbés por las noches. Luego vendrán a por nosotros. Solo nos queda esperar ¿Vas con los otros dos niños?
—¿Qué? ¡No le oigo! ¡No me agarre tan fuerte! –Abba grita pero ni tan si quiera se oye a sí mismo. El anciano lo tiene cogido de un brazo y tira de él hacia el suelo. Le hace daño. Solo afloja cuando el suelo deja de vibrar.
Fatma vuelve a respirar, Bushraya se queja “¡No me estrujes!”. Ella no se ha dado cuenta de lo fuerte que abraza a su hermano, tampoco de su cara bañada en lágrimas. Afloja y se seca. “Está bien —se dice—, hoy ya han pasado”.
—Perdona Bushraya —dice mientras le acaricia el pelo— ¿Sigo con el cuento? —El niño asiente con un “Hak”.
»“Voy a por más carbón para preparar la cena”, dijo la mujer después de hacer el tercer té, el último, el que es suave como la muerte. Entonces se levantó. Estaba ya oscuro, pero aun así el buen hombre pudo ver cómo por debajo de su melhfa se asomaban unos tobillos peludos seguidos de unas pezuñas tan negras como el ébano ¡Tenía patas de burra!
—¡Ah, un yin! —exclama el pequeño Bushraya con los ojos como platos.
—Si, Bushraya, era un yin —admite su hermana.
—¿Y qué pasó luego?
—El buen hombre salió corriendo por la otra puerta de la jaima y fue a buscar su camello, lo montó y huyó todo lo rápido que pudo del yin y de sus montañas.
—¿Y sus sandalias?
Hay 1 Comentarios
Conozco el relato entero y es maravilloso. A quienes apenas sabemos de Sahara, nos abre los ojos narrando estas historias en clave literaria, mostrándonos el sufrimiento y el miedo a través de la ternura. Espero y deseo más de quien lo ha escrito, porque en todos los aspectos, esa persona merece muchísimo la pena.
Publicado por: José M Castón de los Santos | 06/03/2020 0:00:23