Afuera (II)
Texto e ilustración: Noor M. Dleimi
En un pedregal
No queda sitio para esconderse, tan solo las ropas pardas cubren sus espaldas mientras se acurrucan en el pedregal. Sus espaldas y las de las más de cuatrocientas personas que esperan inmóviles que el zumbido se acerque, tozudo y cada vez más sordo. Aguardan que pase de largo con su panza llena de napalm. Como ayer, como antes de ayer. Esperan. Mientras, Mariem desea ser una piedra más del desierto, una grande a poder ser, pues aunque se sabe que las piedras son inmortales, el viento es más duro y al final las acaba deshaciendo. Empieza por las más pequeñas. También piensa que le bastaría ser unos cuantos puñados de arena que campen a sus anchas, al menos se libraría de aquello que está sintiendo ahora, ayer, antes de ayer. Antes.
Antes no hubiera imaginado estar sin su pequeño Bushraya, sin su Abba, que aún es pequeño pero se empeña en dejar de serlo, sin su Fatma, que ya casi es una mujer o siempre lo ha sido o esa impresión le da ahora. Los ha dejado junto a unos vecinos bajo un pequeño grupo de acacias, más adelante aunque no muy lejos, quizás a día y medio a pie. Mariem ha tenido que regresar a por su madre. Les ha dejado. Sus niños. Lo hizo en un coche que se dirigía a evacuar a los saharauis que se apelotonan en unos campamentos improvisados a las afueras de Smara. Esperaba encontrar allí a su madre. Las tropas marroquíes habían ocupado casi toda la ciudad y habían comenzado los enfrentamientos. Pero hubo suerte y Mariem encontró a su madre. El mismo coche les ha traído de vuelta hasta Mahbés, un punto intermedio entre Smara y la frontera argelina. Eso sucedió tres días atrás. Cada noche llegan coches para trasladarlos hasta Argelia. Hoy, por fin, les toca subirse en uno pero ella no quiere ir hasta allí, Mariem pretende convencer al conductor para que se desvíe a recoger a sus pequeños o al menos la deje cerca.
O eso piensa, pero deja de pensar en el futuro porque tal vez nunca lo haya. El ruido de los aviones engulle cualquier oración que se esfuerce en repetir como un enorme enjambre de langostas lo haría con una minúscula hoja. El ruido. Ese ruido le perfora. No puede ser más punzante, no puede apretarle más la mandíbula. Se equivoca. Puede ser más punzante y sí, puede apretar más la mandíbula porque los músculos de su cuello y de sus hombros se tensan y tiran de Mariem hacia arriba. Sus dientes a punto de estallar. Todo su cuerpo retumba como una olla de agua hirviendo. Desea que lleguen ya y todo se acabe o que pasen ya de largo, como ayer, como antes de ayer. Pero no llegan, jamás llegan, tan solo continúan acercándose.
Sucede entonces un momento. Solo es un momento, uno en que se nos olvida lo que está a punto de pasar, uno en el que Mariem ve sus caras, uno en el que cruza un pensamiento, no, una certeza: están bien, uno en el que te da tiempo a soñar con sus rostros adultos: Abba es igual que su padre. Pero el momento ya se ha esfumado. Bah. Su padre ya es piedra. Quizás la que toca con su mano, con la otra toca la cara de su madre, acaricia su mejilla y palpa sus lágrimas, les envuelve el silencio estridente de los motores que ya están sobre sus cabezas, la penumbra del que no tiene más remedio que aguardar inmóvil lo que está por llegar. Todo está quieto, como una piedra, como la arena. Quizás no pase, quizás no sea hoy. Fatma, Abba, Bushraya, Fatma, Abba, Bushraya, Fatma, Abba, Bushra
Pero ya es piedra, y las piedras no pueden hablar.
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