10 de abril de 2020
Texto e ilustración: Noor M. Dleimi
En un coche
—Kamal, enciende las luces —ordena Mahfud.
—Pero los…
—Ya no sobrevuelan a estas horas, sus tropas están demasiado lejos. No hay peligro.
Kamal gira la rueda a la izquierda del salpicadero. Click. Otro ruido más dentro del todoterreno, ese y los miles de chasquidos y protestas que amortiguadores, muelles y neumáticos emiten de forma tan monótona que ha dejado de percibir, como a un niño que no deja de sollozar. Mahfud solo se ve interrumpido por los golpes arbitrarios de las piedras en el chasis. “Ve más despacio, Kamal”, piensa, pero no llega a pronunciarlo, el chaval lo hace bien, llevan 5 días, más bien noches, recorriendo el mismo camino y además está ansioso por llegar a Mahbés, les están esperando.
Cuatro coches y un pequeño camión con la parte de atrás descubierta, allí es donde pueden llevar a más personas. Ahora va lleno de gasoil para el regreso, comida y agua para los que dejarán. Aún queda mucha gente por trasladar, solo unos 50 por viaje. Hay que elegir, primero enfermos o heridos, niños, ancianos. Cuando llegan, los que aguardan en Mahbés ya lo han decidido. Los demás tendrán que esperar.
Esperar.
Quién vive, quién no, o quizás o tal vez. Ya se verá, es cuestión de suerte.
La suerte
Pero la suerte no está para estas cosas. Cuando la buscas, la suerte ya te ha dejado. Ahora todo depende de decisiones. Decides ir por un camino o por otro, decides qué hijo sube primero al camión con la esperanza de volver a verlo, decides salir de tu casa sabiendo que no vas a volver y lo haces sin llevarte nada, quizás una manta o un abrigo. ¿Cómo elegir? ¿Acaso importa? Quizás sí, pero eso aún no lo sabes. Puedes quedarte, Havanah lo ha hecho, espera que otro no decida utilizar la ametralladora en su puerta. Quizá piensas que no hay otra elección, pero es que hay decisiones que ya se han tomado por ti. Lo han decidido personas que no pertenecen a tu mundo, de unas conoces sus nombres, de otras aún no. Están lejos y se sientan en sillones mullidos, o eso imaginas, y esas personas han decidido que eres propiedad de otros, que simplemente formas parte de una transacción, algo a cambio de algo, lo habrán escrito en alguna parte, quizás lo han hecho en una sala con tapices y muebles antiguos que han conseguido en una transacción anterior, así funciona esto, porque los muebles antiguos hacen que las decisiones sean más solemnes, más de verdad ¿Más justas? Así, el ejército español se va de su provincia, la 53, y muchos no quieren, la mayoría. Así entra, dicen, la marcha verde, gente pacífica que convivirá contigo. Y también así lo hace el ejército marroquí, con sus tanques, sus bombas, su muerte. Entonces solo puedes decidir sobre cosas pequeñas. O no. Pero, ¿qué puede hacer una sola persona? ¿Qué pueden hacer solo diez? ¿Qué…
Clack
Mahfud se abalanza hacia delante. Suerte que sus manos aterrizan en el terciopelo con motas negras del salpicadero antes que su pecho.
—¿Qué ha pasado, Kamal? —No quiere gritar pero lo hace.
—No sé.
Clack, clack, clack, clack. Unos metros y el coche se para.
El frío que antes solo entraba por los resquicios de las puertas ahora golpea sus caras y aturde sus manos.
—Es la rueda. Tardaremos un rato en cambiarla. —Se oye mascullar a Mahfud.
Kamal entra de nuevo y toca el claxon tres veces. Para. Lo toca otras tres veces. Para. Lo toca cuatro, cinco, seis veces. Lo deja. Los pequeños puntos rojos se hacen más pequeños, se diluyen. Demasiado tarde, los coches han partido y ya solo se puede imaginar por dónde lo han hecho. Tendrán que seguir sus huellas, o recordar el camino, o intentarlo. Aún faltan más de 150 Km. hasta Mahbés.
Casi es de noche, solo queda un poco de luz en dirección a donde fueron los otros. No hay demasiado tiempo que perder, así que sacan el gato y la rueda de repuesto. Mahfud se encarga, mientras Kamal enciende una pequeña hoguera, hay que reservar las pilas, tampoco queda demasiado carbón. Nunca se sabe.
Kamal atiza las pequeñas llamas hasta que prende el carbón, luego se oye como saca todos los bártulos para hacer el té. Los coloca uno a uno en la bandeja que se sostiene algo inclinada en sus tres pequeñas patas. El recipiente del azúcar, el recipiente del té, cuatro pequeños vasos de cristal y la pequeña tetera de hojalata azul. También la botella de agua y dos trapos con los que quita la arena y el polvo a los vasos. Llena la tetera con agua, medio vasito de té y casi dos de azúcar. Demasiado. Va a estar demasiado dulce. Ahora hay más luz, las llamas bullen y Mahfud ya ha terminado con las tuercas, saca la rueda que está rajada y se concentra en poner la de repuesto. Pesa mucho, pero no se queja porque nunca lo ha hecho.
—Ajlás, la rueda ya está. —Mahfud se gira hacia Kamal y limpia sus manos en las perneras.
El tercer té espera en dos pequeños vasos, será el más suave. “Como la muerte”, piensa. Kamal ya ha enjuagado la tetera y tiene casi todo preparado para guardarlo. Le ofrece uno mientras se levanta.
—¡Quieto! ¿Qué haces? ¡No pases por encima de las brasas! —grita nervioso Mahfud.
—¿Qué? —Kamal frena, se echa atrás y pone un pie encima de un pedrusco, lo que le desequilibra un poco. Todo eso lo hace muy lentamente pero aun así no puede evitar derramar parte del té en su mano. Se ha debido quemar pero sigue asiendo los vasos con el índice y el pulgar
—¿Es que crees en los yin? —Kamal sonríe, es buen chico. Las brasas se avivan por un momento.
—No, pero no me hace falta ver ninguno esta noche.
Las luces largas solo avisan de las piedras que están esparcidas delante y que van tragando, algunas las escupen las ruedas, otras siguen hiriendo los bajos. “Kamal reduce, no tenemos más ruedas” —piensa Mahfud en voz alta—. Su vista está clavada en los cinco o seis metros que les preceden, una cinta transportadora de piedras que los absorbe. A ras de suelo no sucede nada nuevo, algún pequeño socavón o desnivel solitario en esta planicie inmensa que continúa hasta el mar. El mismo mar que antes le rodeaba. Su mar era Havanah. Su vista vuelve a la luz y a las piedras y a los matojos como un insecto que revolotea alrededor de un lumigás. Esa piedra la ha visto antes, también ese matojo que ya no tiene raíces o quizás no y es otro que se repite. Una colina debería haber aparecido a la derecha, hace ya un rato, han podido desviarse mucho, confía en que no. Confía ¿Confía en qué? Colina-árboles-pedregal-dunas-Sur. Las escasas referencias que se ha esforzado en recordar, no las palabras sino sus formas, su posición. Él era de ciudad. Él era de libros. Él era de Havanah. Una colina que quedaba a la derecha, unos cuantos árboles a pocos kilómetros una vez la dejábamos a nuestras espaldas, un pedregal que había que bordear dejándolo a la izquierda, un conjunto de dunas que ejercían de pequeña barrera, aunque de las dunas no te puedes fiar, y ya estarían cerca de ellos. Los que han venido de Smara y también de Bucraá les esperan. Hoy no hay luna, pero el desierto nunca la ha necesitado. Debió haber estudiado más las estrellas, pero decidió estudiar derecho en Canarias. También la posición de los lunares que recorren el universo que es el rostro de Havanah.
Eso fue antes, hace poco, pero ya fue. Abre la ventana y traga polvo. Ya la ve, la colina que ayer dejaron a la derecha ahora aparece a la izquierda, lejos, demasiado lejos.
—Gira a la izquierda, hay que superar esa colina —dice al fin Mahfud.
—¿Qué colina? —Sus ojos se han acostumbrado a los faros y no ve más allá.
—Allí, esa pequeña colina —Kamal gira suavemente hasta tenerla de frente y vuelve a fijar sus ojos en el suelo y en la luz y Mahfud en la colina y en el mar que ha dejado.
Kamal tiene 19 años, no se le puede pedir más.
—¡Alhamdeluláh! —levanta la voz Kamal.
—¿Qué pasa?
—¡Un hombre! ¡Allí! —Su dedo señala justo en el marco entre la luna y la ventanilla, Mahfud se acerca al salpicadero de pelo moteado para verlo. El hombre no está lejos, de pie y con la mano alzada. Abre la ventanilla. Frío.
—¡Salam aleikum! —grita, y el hombre balancea su largo brazo como un aspa de molino que solo hiciera una parte de su recorrido.
—Pero, ¿de dónde ha salido? —pregunta nervioso a Kamal— ¿Qué hace ahí? ¡Ahí no hay nada!
Lo que era una figura alargada se va convirtiendo en un hombre mayor con un ya-badur de fieltro oscuro. Mientras los faros le iluminan y el coche se aproxima, distinguen su barba cana y puntiaguda del color de su turbante. Dejan el motor en marcha y bajan los dos.
—Buenas noches ¿Cómo está? ¿Cómo está la familia? ¿Cómo está la salud? —dice el hombre sin moverse.
—Buenas noches ¿Cómo está? —La voz de Mahfud suena apresurada, la del hombre no lo ha sido.
—Buenas noches ¿Cómo está? Bien, gracias ¿Cómo está su familia? ¿Cómo está la salud? ¡Alhamdeluláh, le hemos encontrado! ¿Está solo? ¿De dónde viene? —Mahfud toca el brazo a Kamal y este para de preguntar.
Mientras caminan hacia el hombre, pueden ver cómo se forma su rostro, se vuelve delgado como si su nariz estuviera tirando de él hacia delante y sus ojos se hubieran quedado atrás, escondidos, al fondo.
—Hay niños y una familia un poco más adelante, os esperan. Había salido a buscaros. —El ruido del motor amortigua sus palabras.
—Vamos a Mahbés, pero primero recogeremos a estas personas, venga con nosotros, suba. —Decide Mahfud, y el hombre les sigue. Esta vez le toca conducir a él. Kamal ofrece al hombre el asiento delantero, junto a la ventanilla
—Siéntese aquí, así nos guía.
Pero el hombre no parece oírle, abre la puerta de atrás y entra. Mahfud, por su parte, saca la cantimplora que está a los pies del copiloto y coge los dátiles que reservan envueltos en un paño en el asiento delantero que queda libre entre Kamal y él. Se los da sin atreverse a mirar su rostro aunque sí observa sus manos huesudas y frías.
—Kazar jairkum. —Agradece el hombre.
—Bien ¿Por dónde vamos?
—Gira a la derecha y deja atrás la colina, tardaremos un poco. Hay un pequeño grupo de acacias donde se esconden los niños, os iré guiando si os desviáis del camino.
“¡Como si hubiera un camino!”, piensa Mahfud que no deja de observar al hombre mientras conduce. El espejo del retrovisor le muestra su turbante y su barba, que de vez en cuando se mueve al rumiar algún dátil. Su tez es oscura o simplemente no está. Kamal intenta darle conversación. Le hace demasiadas preguntas, que de dónde viene, si la noche es fría, que como ha llegado hasta allí, a lo que el hombre contesta con chasquidos y algún que otro sonido gutural, así que acaba contándole su historia. No lo había hecho hasta ahora.
Kamal viene de Smara, la ciudad Santa, la ciudad de los oasis. Hasta hace unos días, su familia tenía una tienda y él se encargaba junto a su padre de comprar mercancía en Mauritania, por eso, aunque es joven, tiene destreza para conducir. De hecho este es su coche. El abandono del ejército español y la siguiente invasión de las tropas marroquíes les sorprendió de regreso de Nouakchott con el coche repleto de fardos de ropas, abalorios y utensilios. Habían logrado sortear al ejército marroquí evitando ciudades y carreteras. Por el camino se encontraron a gente huyendo a pie, así que abandonaron su mercancía y transportaron a los que pudieron a los campamentos que se habían formado a las afueras de Smara. Pero la ciudad estaba ocupada. No habían podido tan siquiera llegar a su casa. Tuvieron suerte, su madre y hermana estaban en esos campamentos, un familiar les avisó y pudieron salir antes de que el ejército llegara a la ciudad. Luego fue imposible entrar. Ya nada era suyo. Huyeron junto a otros hacia la frontera argelina. Y lo que sigue a partir de ahí es lo mismo que está haciendo ahora.
—Gira a la izquierda ¡Allí! —Hace tiempo que no se oye la voz del anciano y sobresalta a Mahfud. Habla muy flojo pero lo siente profundo.
—¡Allí están las hogueras! ¡Les hemos encontrado! —exclama Kamal. Mahfud siente alivio, no estaba seguro de hacia dónde les dirigía aquel extraño hombre. Durante las dos últimas horas se ha esforzado en memorizar el camino para deshacerlo en cualquier momento. La aguja del depósito aún marca algo más de la mitad pero no ha podido evitar mirarla cada 5 minutos. Ha desconfiado de él desde que lo vieron. Es poco habitual encontrar a una persona sola en mitad del desierto, en mitad de la noche, pero al fin y al cabo nada lo es desde hace unas semanas.
—¡Alhamdeluláh! Menos mal que nos ha guiado, que le hemos encontra… —Mahfud mira por el retrovisor, hace un rato que no lo hacía ¡El anciano no está! Frena en seco para girarse, el aire no entra en su cuerpo, tampoco sale, dos segundos desde que pisa el freno hasta que el coche para y se puede girar. No son dos, son tres, cuatro, se ahoga.
—¡Kamal! ¡El hombre! ¡No está! ¡El hombre! ¡El hombre! —grita, pero no se oye. Las palabras no le salen, las palabras tampoco las puede pensar—. ¡El hombre! ¡El hombre!
Kamal le mira. No sabe por qué se ha parado, aún están un poco lejos de las hogueras. No ha oído sus palabras.
—¡El hombre! ¡No era hombre! ¡Era un yin! —dice, pero sigue sin oírse. Está paralizado. Su cuello pétreo. Sus ojos fijos en el retrovisor que le debería estar mostrando una barba blanca rumiando. Espera. Pero no lo hace. No se ve nada. No sabe si quiere que lo haga. No sabe si quiere algo. Quiere a Havanah pero no la verá más. Entonces ya no quiere nada.
Afuera
Gritos. “¡Aquí! ¡Estamos aquí!”. Se oyen no muy lejos. De detrás de unos arbustos salen varias personas. Kamal baja del coche y deja la puerta abierta. Mira a Mahfud y espera a que salga. Pero no lo hace. Así que le deja aferrado al volante y corre hacia esas personas mientras grita “¡Salam aleikum! “.
—¡Aleikum salam! ¡Alhamdelulláh! Nos han venido a buscar ¡Alhamdelulláh! —dice la mujer de la melhfa roja. Es joven, casi una niña. Se gira —. ¡Bushraya, Abba, salid! ¡Nos han encontrado!
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Todo pasó, tal vez no así, pero pasó.
Muchos siguen afuera y los que quedaron, también.
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