Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración del artista saharaui Fadel Jalifa
Estaban solos encima de una duna descansando, alejados del ruido del mundo, buscando su propia libertad en aquel interminable paisaje. Querían abrazarse con mucha fuerza sobre la fina arena, y mezclarse con ella. Sentir su propia soledad, derrumbarse sobre sus cuerpos.
No querían unirse a ningún grupo. Querían caminar, correr, y dibujar sus huellas en aquel lugar virgen. Convertir sus voces en los ecos del viento.
Cuando el imponente sol empezó a ocultarse, sus sombras se hacían más largas. Podían ver desde lejos, los movimientos de sus manos, el tamaño de sus cabezas. Caminaban descalzos y despacio, mientras sus ojos despedían el último rayo de luz.
La noche irrumpió con sus majestuosas estrellas, la oscuridad era total. A lo lejos se veía la luz de una linterna, la única señal a muchos kilómetros.
Ellos se adentraron en aquella cueva, cuyas paredes estaban cubiertas por figuras de extraños animales, animales tan antiguos que hoy serían difíciles de encontrar. Por el otro lado, vieron figuras de hombres largos y delegados, que cazaban en la sabana.
Con la luz de la linterna fueron mirando, todo lo que les rodeaba. Sentían miedo y a la vez felicidad. Eran los únicos humanos, los primeros conquistadores de un territorio de lagartos negros y escarabajos.
Abrieron sus dos bultos. Primero tendieron una manta de color verde, sobre la superficie de la cueva. Desde el lugar donde colocaron sus cojines, sábanas y sacos de dormir. Podían ver las estrellas, contemplar el silencio de la noche.
Tenían ganas de besarse, de fundir sus labios y volver al origen del mundo. Caminar por aquel valle de árboles verdes, invadido por pequeñas dunas que han ido avanzando con el paso de los años.
Decidieron entonces dar un paseo en medio de aquella oscura noche, dejando en el lugar donde iban a dormir, la luz de una vela. Agarrados de la mano y acompañados de la luz de una linterna, atravesaron la escasa vegetación, mientras tenían la sensación de ser observados, de ser vigilados. El cielo era su mejor aliado, las estrellas rompían la oscuridad, indicaban el camino y le daban un color extraño a las montañas. Los árboles parecían fantasmas, dispuestos a hablar, a interrumpir la soledad de aquellas palabras.
Todo era tan bonito, tan salvaje, tan primitivo en aquel valle que los dos decidieron vencer sus miedos, besándose intensamente. Dejándose caer sobre aquella duna, cerca del tronco de un árbol. Se desnudaron y juntos experimentaron el temblor de sus cuerpos, La inseguridad de aquella naturaleza virgen.
Volvieron sobre sus pasos. La luz de la vela era la única señal que les podía devolver al interior de aquel abrigo, en el que se dice que los diablos dibujaron las pinturas rupestres para asustar a los hombres.
Antes de cerrar sus ojos, vieron una luz atravesar el cielo, fueron solo unos instantes. En aquel momento, el sonido de algún pájaro de hábitos nocturnos se oía en el interior de la cueva. Ellos estaban tan cansados que abrazaron un dulce sueño, lleno a veces de extraños fantasmas.
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