Texto: Ali Salem Iselmu. Fotos: Festival Cabudanne, Isla de Cerdeña, Italia
Cuando el avión atravesó el cielo poblado de nubes y la ciudad de Bilbao iba convirtiéndose en un pequeño punto rodeado de montañas verdes. El inmenso océano mostraba sus olas envueltas en espuma, los barcos flotaban buscando el viento del norte. Nuestro avión mantenía su equilibrio en el cielo en busca de la ciudad de Paris. Teníamos la mirada tensa, estábamos separados como marca el protocolo del Covid-19. Un aparato nos apuntaba a la cara, a las manos para detectar nuestra temperatura corporal. Yo sentía una fiebre de poemas por dentro, quería llegar al festival «Cabudanne de sos poetas 2020», quería llevar la voz de la poesía saharaui. Contar mi experiencia de niño refugiado, de hombre exiliado que sigue recordando aquel día en que mi madre me vistió con un pantalón de tirantes y una chaqueta verde, cerró la puerta de la casa y se marchó. Ese momento sigue vivo a pesar de los años, al igual que la ciudad de Dajla y la ría que separa la pequeña península de la ciudad de Argub.
El avión aterrizó en el aeropuerto Charles de Gualle, el cielo estaba despejado y el sol de septiembre iluminaba nuestras caras. Subimos en el autobús en dirección a la terminal aérea. Cada uno estaba en su asiento con la mascarilla puesta, sentados en asientos separados e intentando mantener la distancia. En ese momento me vino a la memoria aquel viaje que hice a Miami cuando atravesamos el atlántico, entonces no había mascarillas, ni distancias de seguridad. La azafata se esmeraba en venderte comida, bebida y cigarrillos. En esta ocasión los cigarrillos electrónicos estaban prohibidos.
Llegué a la zona del transbordo, busqué mi vuelo hacia el aeropuerto de Roma, tenía una hora y media de espera. Me senté y saqué un bocadillo que había comprado en la cafetería. Para mi sorpresa aparecieron dos pájaros pequeños en aquella enorme sala de espera. Picoteaban pequeños trozos de pan que estaban en el suelo. Les ofrecí parte del pan que estaba comiendo. Comieron varios trozos debajo de la silla vacía que estaba a mi lado. En ese momento sentí que los pájaros eran los únicos poetas de aquella mañana. No llevaban mascarillas, tampoco respetaban la distancia de seguridad e iban por cada trozo de pan de forma decidida.
Dejé el aeropuerto Charles de Gualle y cogí el avión hacia Roma, durante el trayecto contemplé las cumbres de los Alpes. Estaban cubiertas de una nieve que absorbía los rayos del sol. Pensé en ese momento en las montañas del Tiris y Tagant muchos más pequeñas, rodeadas de arena. La arena y la nieve siempre han penetrado en mi cuerpo, en mis huellas. Marcan en cierta medida el exilio de mis versos y me devuelven la nostalgia de cada tierra que he conocido.
Cuando anunciaron la llegada al aeropuerto de Roma, la azafata del vuelo empezó a repartir un formulario de preguntas sobre el Covid-19 que exigían las autoridades italianas para acceder a su país. El cuestionario estaba en italiano e inglés, había que rellenarlo con los datos personales y firmarlo, en caso de un error o alguna información errónea se advertía de sus consecuencias. Yo rellené, la parte que estaba en inglés con la ayuda de un pequeño traductor que llevaba en el teléfono. Mi única patología en ese momento era la fiebre de versos que llevaba en mi interior. Mi enfermedad era el largo exilio que me llevaba de un lugar a otro. Yo era asintomático, no tenía ninguna enfermedad. El aparato que estaba en todos los aeropuertos en busca de las altas temperaturas, se le escapaba el tema del exilio, la perdida de forma dolorosa de una ciudad y de una tierra.
Llegamos al aeropuerto de Roma, entregué el formulario en la puerta de entrada y me dirigí a recoger mi maleta. Me desinfecté las manos con gel hidroalcohólico que había comprado un día antes de irme. En todo momento mantenía la distancia de seguridad, sabía que el Covid-19 tenía a todos los países en estado de alerta. El Covid-19 es un enemigo invisible, un virus que no se pueden detectar en los ojos ni el rostro de una persona. Escapa y desafía a toda tecnología humana.
Seguía pensando en la fiebre. Mi próximo aeropuerto era Caligari en Cerdeña. Tenía que llegar a la localidad de Seneghe que estaba en el centro de la isla a más de cien kilómetros del aeropuerto. Cuando llegamos a la puerta de embarque del avión, teníamos que rellenar otro formulario donde se preguntaba el motivo de la estancia y el lugar que íbamos a visitar.
Yo estaba decidido a llevar la poesía saharaui, hablar de sus orígenes arabo-bereberes de su relación con el desierto y dejar claro el origen de la lengua hasania. Tenía que desafiar la temperatura de mi cuerpo, la posible cuarentena y los rebrotes del virus.
Cuando llegué a Caligari volví a enfrentarme a la prueba de la fiebre. La poesía, los versos y las palabras seguían ardiendo en mi interior. Mi cuerpo mostraba una temperatura de treinta y seis grados. Estaba feliz había vencido al detector de la fiebre en el último control antes de llegar a mi destino.
Salí, un aire suave del mar y una temperatura agradable penetró en mi cara. Allí estaba Angelo, el hombre que me esperaba.
Me dijo:
̶ Ciao en italiano.
Yo contesté ̶ hola en español.
Seguimos hablando en el interior del coche mientras avanzaba por aquella carretera hacia Seneghe. Un poeta de Milán venía al evento. Empezó a hablarme de Petrarca. Yo le hablé de Dante Alighieri, de Giovanni Boccaccio, del Quijote y de los poetas saharauis que habían cantado a los lugares de acampada.
Llegamos a Seneghe, la noche estaba limpia, llena de luces. Entramos a la casa de la poesía, nos recibió Andrea con una enorme sonrisa. En el patio de la casa había varias mesas y la gente comía y charlaba manteniendo las medidas de seguridad.
Me senté solo en una mesa, oía a la gente hablar en francés, italiano y sardo. Un cocinero se acerco entonces y me dijo que tenía de menú varios platos.
De todos lo que probé esa noche, hay uno que me dejó un especial recuerdo. Era un plato de cuchara, una especie de sopa-caldo que se llama en italiano «Fregula con bordo di pecora i cremi di pecorino», estaba hecho de caldo de cordero, pasta en forma de esfera y queso. Productos típicos de Cerdeña.
Aquella cena me dio la fuerza y la energía que necesitaba para vencer a la Covid-19 y mantener los poemas vivos en mi interior.
Después recorrí la pequeña población, construida en su mayoría con piedra de origen volcánico y estrechas calles. Me sentí perdido en busca de iglesias, arcos y casas antiguas.
Hablé con el profesor Nicola Melis sobre el encuentro y la charla que íbamos a tener en el festival de poesía en la plaza San Antonio.
Él me presentó. Hizo una breve exposición sobre la historia del Sáhara Occidental. Habló del refugio, la ocupación y el exilio.
Yo fui contestando sus preguntas siempre con poemas, pequeñas historias sobre la vida nómada, el origen de la lengua hasania, de los Sanhaya, de los Beni Hasan y de Kitab Elbadia, el libro del nomadeo de Chej Mohamed Elmami.
Al final cerré mis versos con poemas en hasania y castellano. Desnudé el origen de cada palabra que había aprendido y terminé con un poema del exilio:
Dicen que estamos perdidos
en una noche de verano
una noche de astros y estrellas.
Nos hemos perdido detrás de aquella luz
en busca del límite del cielo,
dicen que estamos cegados
por una utopía,
cuando dijimos
no a las cadenas
no a la fortaleza inexpugnable
no a la agonía de cada sonrisa.
Hemos vencido
en la ciudad de paredes blancas
donde la arena susurra
el agua se evapora
las mujeres gritan.
Estamos perdidos
en los ojos de la noche,
vivimos libres
en busca de un cielo intangible
en busca de un cielo perenne.
Nota: del editor Bahia MH Awah. La prensa sarda como el rotativo La Union Sadra, sorprendida por la exposición cultural en español sobre el Sahara Occidental, hizo eco en sus reportajes y en sus primeras portadas para destacar lo que ha vertido el escritor e intelectual saharaui Ali Salem Iselmu. Como se puede observar en estas imágenes de sus portadas.
Hay 0 Comentarios