El viernes pasado, mientras veía el partido inaugural del Clausura argentino en el bar de la esquina, me llamó la atención el silencio. Primero, lo atribuí a que era el primer encuentro de la primera fecha. Luego, lo justifiqué porque todavía es época de vacaciones para muchos. Por último, pensé si ese aparente desinterés no sería una manera de medir la calidad de un torneo de fútbol. Pensé: ¿Cómo medir, de forma objetiva, cuál es el nivel del torneo argentino actual?
Para empezar, debemos intentar dejar el sentimentalismo patriótico al margen. Cuestión difícil estos días en los que el fútbol se ha convertido en algo así como el último depósito de la identidad nacional de los países. Un ejemplo de ello es el nombre del nuevo torneo Clausura: Crucero General Belgrano, en referencia al buque hundido en la guerra de las Malvinas. Cualquier homenaje es pequeño para esos soldados heroicos que, víctimas de la locura de poder de un Gobierno de facto, fueron enviados a morir en una guerra absurda. Lo que produce incomodidad es la sospecha de que esa memoria dolorosa pueda estar siendo canalizada intencionadamente para aglutinar y aflorar la idea de patria a través de las emociones latentes que habitan en el fútbol.
El Clausura puede poner el cierre a la tradición de torneos cortos que se disputan desde hace 22 años en Argentina. Torneos que por su duración y su adrenalina abrieron la posibilidad de ser campeón a más equipos, pero a la vez introdujeron cierta dosis de inestabilidad en los clubes. Esta inestabilidad se acentuó los últimos dos años cuando solo en la Primera División hubo 110 entrenadores designados. Una auténtica catarata si lo comparamos con las ocho destituciones de la temporada 2010-2011 en la Liga española o las cinco de la <i>Premier</i> en el mismo periodo.
Es evidente que la duración de los torneos no explica, por sí sola, ese ritmo de destrucción del empleo. Algo que sería difícil de digerir para cualquier Liga lo es más para un fútbol que basa buena parte de su supervivencia en las exportaciones. La balanza comercial del fútbol argentino no tiene parangón en el mundo. Ha superado incluso a Brasil, un país con el quíntuple de población, como mayor exportador de América: más de 2.200 jugadores en la última década.
Renovar recursos con la misma calidad a esa velocidad sería imposible incluso si buena parte de las utilidades obtenidas por las exportaciones se dedicaran al desarrollo de profesionales, infraestructuras y proyectos deportivos a largo plazo para las divisiones inferiores, algo que solo sucede en contados casos.
Esta transferencia de recursos, que produce un evidente deterioro en la calidad del torneo local, vuela a ligas del resto del mundo. En mayo de 2011, según un estudio publicado en el blog TicEsport, había 1.599 futbolistas argentinos militando fuera del país en equipos de diferentes divisiones de todas las confederaciones. Unos 145 equipos de fútbol completos jugando lejos de casa.
La cantidad de gente que consume fútbol local o la cantidad de goles que se marcan cada año también nos hablan de esa fuga de talento. Los goles se van y la gente los sigue. En 2010 se consumió en Argentina un 68% más de fútbol español, italiano e inglés respecto a 2009 y el año pasado las cifras aumentaron nuevamente. Datos que no extrañan cuando miramos el paulatino descenso en el promedio de goles hasta ubicarse en uno de los más pobres que se recuerdan en el último Apertura: 1,97 por partido, por debajo de las medias de Francia (2,52), Italia (2,53), España (2,62), Inglaterra (2,82) y Alemania (2,83).
Tampoco ayudan a que el público devuelva su mirada hacia el fútbol local las ausencias en la Primera División de equipos históricos y de convocatoria masiva como River Plate, Rosario Central, Gimnasia de La Plata o Huracán, que, encima, nos dejan una competición casi sin clásicos, o que otros, como San Lorenzo o Newell’s, luchen por escapar de la promoción.
Sin embargo, quizá el dato más contundente de la merma de calidad no se encuentre en todos esos números y estadísticas, sino en los bares. Históricos centros de debate futboleros que hoy, lejos del bullicio, se parecen más bien a pinturas de Edward Hopper.