Hace 4.000 años, a orillas del Nilo, unos jóvenes se divierten lanzándose unos a otros la pelota y un artesano los inmortaliza en el muro sur de un templo en Beni Hassan. Quinientos años después, en Mesoamérica, los olmecas intentan acertar en un aro de piedra pasándose entre sí una bola de chicle con las nalgas. En el siglo XII a. C., la princesa Nausicaa y sus doncellas juegan a la pelota en una playa imaginada por Homero. En los albores de la era cristiana, el historiador griego Plutarco compara a las personas de voluntad generosa con los jugadores que reciben la pelota y no la retienen ni se la pasan a quienes no saben jugar, sino solo a aquellos que son capaces de devolverla.
Desde que el hombre tiene recursos para registrar su entorno tenemos vestigios de personas pasándose un balón por diversión. Desde que el hombre registra su historia, nadie había visto a un equipo de fútbol pasarse la pelota como lo hace el Barcelona. El sábado, mientras volvía a casa para ver la final de la Champions, me detuve un momento a observar a un grupo de niños que jugaba al fútbol en la plaza. El único arco lo formaban un par de zapatillas y el tronco doblado de un jacarandá. Entre gritos y risas, los veía divertirse pateando el balón por puro placer.
El objetivo final del entrenador o el futbolista profesional no es la diversión, sino la victoria, y todas las formas de encararlo son válidas en tanto sean reglamentarias. Hay una multitud de recursos que, de acuerdo a las ideas y los gustos de cada quien, pintan el colorido paisaje de propuestas que nos ofrece el fútbol contemporáneo. Pero la esencia del juego con pelota, su naturaleza inicial, es el diálogo que se da entre quien la pasa y quien se la devuelve. La diversión que produce el juego en sí.
Los futbolistas del Barcelona destruyen a sus rivales con su estilo a la vez que se divierten. Sin embargo, lo que hacen está lejos de ser simplemente un juego. Precisamente porque dominan su oficio a la perfección es por lo que pueden darse el lujo de jugar como si se tratara de un entretenimiento.
El dominio del Barcelona actual es fruto de años de trabajo para afianzar un concepto y de buscar y formar los entrenadores y futbolistas idóneos para interpretarlo. En el fútbol de hoy, en el que los técnicos duran tres partidos y las instituciones zigzaguean según el soplido del viento, el Barça ha nadado contra la corriente. Ha logrado culminar un proceso en el que hace falta un gran convencimiento para lograr una identificación cultural que abarque a todos los estamentos de la institución. Para ello, es fundamental la continuidad de una idea y que esta se ubique por encima de las personas que ocupan eventualmente sus cargos.
La idea y no las personas como hilo conductor. Una fórmula basada en conceptos requiere mucho más tiempo para desarrollarse y evolucionar que una basada en personas. Es en ese punto donde se puede decir que el camino a recorrer está por encima de los resultados ocasionales.
Cualquier camino elegido, cualquier idea, es válida. Pero, a su vez, nuestras elecciones nos definen. Desconozco las razones culturales por las cuales el Barcelona decidió un día que su leit-motiv sería apoderarse del control del balón. Pero estoy convencido de que cualquier tarea es menos ardua cuando se realiza con alegría y que, igual que un niño, un futbolista profesional es feliz cuando tiene el balón en su poder.
El Barcelona consiguió en la final de la Champions contra el Manchester United hacerme sentir como si
estuviera mirando a los niños de la plaza. Logró, a través de la arcaica invención de pasarse la pelota, fundir diversión y victoria. La esencia y el objetivo final de este fabuloso espectáculo que llamamos fútbol.