El Charco

Sobre el blog

El Charco. 1- Superficie de agua poco profunda que de no ser por los visitantes podría pasar totalmente desapercibido. 2- Coloq. Arg. Océano que separa el continente americano y el europeo.

Sobre el autor

Santiago Solari

Santiago Solari nació en Rosario, Argentina, en 1976. Jugó al fútbol en River Plate, Atlético de Madrid, Real Madrid, Inter de Milán, San Lorenzo de Almagro, Atlante y Peñarol.

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Los dueños de la pelota

Por: | 31 de mayo de 2011

Messi 
Hace 4.000 años, a orillas del Nilo, unos jóvenes se divierten lanzándose unos a otros la pelota y un artesano los inmortaliza en el muro sur de un templo en Beni Hassan. Quinientos años después, en Mesoamérica, los olmecas intentan acertar en un aro de piedra pasándose entre sí una bola de chicle con las nalgas. En el siglo XII a. C., la princesa Nausicaa y sus doncellas juegan a la pelota en una playa imaginada por Homero. En los albores de la era cristiana, el historiador griego Plutarco compara a las personas de voluntad generosa con los jugadores que reciben la pelota y no la retienen ni se la pasan a quienes no saben jugar, sino solo a aquellos que son capaces de devolverla.

Desde que el hombre tiene recursos para registrar su entorno tenemos vestigios de personas pasándose un balón por diversión. Desde que el hombre registra su historia, nadie había visto a un equipo de fútbol pasarse la pelota como lo hace el Barcelona. El sábado, mientras volvía a casa para ver la final de la Champions, me detuve un momento a observar a un grupo de niños que jugaba al fútbol en la plaza. El único arco lo formaban un par de zapatillas y el tronco doblado de un jacarandá. Entre gritos y risas, los veía divertirse pateando el balón por puro placer.

El objetivo final del entrenador o el futbolista profesional no es la diversión, sino la victoria, y todas las formas de encararlo son válidas en tanto sean reglamentarias. Hay una multitud de recursos que, de acuerdo a las ideas y los gustos de cada quien, pintan el colorido paisaje de propuestas que nos ofrece el fútbol contemporáneo. Pero la esencia del juego con pelota, su naturaleza inicial, es el diálogo que se da entre quien la pasa y quien se la devuelve. La diversión que produce el juego en sí.

Los futbolistas del Barcelona destruyen a sus rivales con su estilo a la vez que se divierten. Sin embargo, lo que hacen está lejos de ser simplemente un juego. Precisamente porque dominan su oficio a la perfección es por lo que pueden darse el lujo de jugar como si se tratara de un entretenimiento.

El dominio del Barcelona actual es fruto de años de trabajo para afianzar un concepto y de buscar y formar los entrenadores y futbolistas idóneos para interpretarlo. En el fútbol de hoy, en el que los técnicos duran tres partidos y las instituciones zigzaguean según el soplido del viento, el Barça ha nadado contra la corriente. Ha logrado culminar un proceso en el que hace falta un gran convencimiento para lograr una identificación cultural que abarque a todos los estamentos de la institución. Para ello, es fundamental la continuidad de una idea y que esta se ubique por encima de las personas que ocupan eventualmente sus cargos.

La idea y no las personas como hilo conductor. Una fórmula basada en conceptos requiere mucho más tiempo para desarrollarse y evolucionar que una basada en personas. Es en ese punto donde se puede decir que el camino a recorrer está por encima de los resultados ocasionales.

Cualquier camino elegido, cualquier idea, es válida. Pero, a su vez, nuestras elecciones nos definen. Desconozco las razones culturales por las cuales el Barcelona decidió un día que su leit-motiv sería apoderarse del control del balón. Pero estoy convencido de que cualquier tarea es menos ardua cuando se realiza con alegría y que, igual que un niño, un futbolista profesional es feliz cuando tiene el balón en su poder.

El Barcelona consiguió en la final de la Champions contra el Manchester United hacerme sentir como si 
estuviera mirando a los niños de la plaza. Logró, a través de la arcaica invención de pasarse la pelota, fundir diversión y victoria. La esencia y el objetivo final de este fabuloso espectáculo que llamamos fútbol.

El partido de las palabras

Por: | 22 de mayo de 2011

Campook 
 
 

Penales no cobrados, goles anulados, offsides omitidos, amarillas generosas, expulsiones  express. Equipos pequeños sometidos por el sistema y equipos grandes sometidos por el antisistema. Acusaciones, insinuaciones, fabulaciones. Blatteratos, villaratos, grondonatos. Centrales lecheras, centrales patrioteras. Asociaciones agitadoras del show. Verdades propias y mentiras ajenas. Todas revueltas en un confuso pero gigantesco monumento de la desinformación.

El fútbol actual foguea estas discusiones periféricas a la vez que se alimenta de ellas. La parafernalia de lo extradeportivo abre las puertas a mucha gente a la que le aburre profundamente el juego en sí, pero le enciende el corazón el deporte nacional del cotilleo y el chisme. En el momento en que los protagonistas reconocieron la posibilidad de utilizar los medios como vehículo para instalar su verdad, los partidos dejaron de disputarse en la cancha y durar 90 minutos. Como cuando lanzamos una piedra en una inalterada lámina de agua, todo debate ajeno al partido introduce un elemento de distorsión. Un prejuicio. Otra forma de tomar la iniciativa sin necesidad de tocar el balón.

La queja pública no es una actividad novedosa en el fútbol. Pero hay una delgada línea divisoria entre exponer el reclamo de lo que uno cree justo y la escenificación premeditada, con el fin de sacar alguna ventaja.

Está de moda la queja organizada. Utilizada de manera estudiada y repetitiva, requiere de los funcionarios del balompié un compromiso complementario de sus dotes atléticas o tácticas: empeñarse también como guerrilleros vociferantes para condicionar la mirada ajena. Un método eficaz para conseguir, de un solo disparo, presionar y prevenir.  La presión se logra al dirigir consistentemente la mirada del público sobre aquello que me conviene que se vea y silenciar cuidadosamente aquello que no, colocándome en el papel de la víctima. La prevención se logra desviando el foco hacia algún sitio alejado de la propia responsabilidad. Construyendo una coartada eficaz ante el posible fracaso.

Los partidos comienzan así en cualquier punto anterior al pitido inicial del árbitro y se extienden indefinidamente. Las reglas del juego de las palabras fuerzan a muchos a ponderar el uso de una práctica de la que reniegan. Aquel que, por principios, no quiere utilizar las armas dialécticas, está despreciando un arma poderosa. El inescrupuloso, con más margen para moverse, puede monopolizar el instrumento.  Las conveniencias de un discurso parcial se basan, también, en la identificación de la gente con sus colores. La objetividad, en un ambiente fanatizado, genera menos adeptos que la radicalización.

Esta semana Daniel Passarella, presidente de River, con varias razones para estar enfadado, discutió con Julio Grondona, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), sobre el arbitraje del superclásico (Boca contra River). El altercado se convirtió en noticia de todos los periódicos. Después de esto, los hinchas de River se movilizaron para protestar en las puertas de la AFA. “Los medios, Twitter e Internet producen los hechos. Estas cosas no hay que tenerlas en cuenta”, señaló el dirigente. En San Lorenzo, siguiente rival de River, percibieron que el partido había comenzado y salieron al cruce: “Es imposible que nos piten un penal a favor este domingo”, declaró uno de sus futbolistas. Solo un día después, un jugador del humilde Godoy Cruz exclamó: “Hay que salir a llorar para ganar los partidos. No le viene bien a nadie que salgamos campeones”.

La conciencia de los protagonistas sobre los efectos de sus propias palabras resulta esclarecedora. Varios pasos más allá fueron este año Real Madrid y Barcelona disputando dos campeonatos paralelos. Uno en la cancha, el otro en los despachos y en la prensa. Este último, según Guardiola, lo ganó Mourinho. Otro claro ejemplo del conocimiento de los propios actores sobre la importancia del parloteado torneo paralelo.

¿Con qué nivel de contaminación llega al estadio el aficionado luego de ser bombardeado, a través de los medios, por el discurso oblicuo de futbolistas, entrenadores y dirigentes? ¿Qué niveles de polución futbolera deben soportar los árbitros antes de dirigir un partido? Si el árbitro no hace un trabajo deliberado de asepsia, es inevitable que llegue al partido condicionado. Si el hincha, intoxicado, no le da posibilidades a la realidad de penetrar y, a partir de allí, elaborar su propio veredicto, el fútbol empieza a sufrir una derrota significativa. Mientras más nos abrimos a discutir lo exterior, más cerramos los ojos a lo que pasa en la cancha. En fútbol lo esencial sucede cuando está rodando la pelota.

El bombo del superclásico

Por: | 16 de mayo de 2011

Fut 

Me acuerdo del entorno de mi primer clásico en La Bombonera de manera borrosa y general. Entre la responsabilidad, los nervios y esa inocencia juvenil acerca de la condición fugaz del tiempo, pasé por el momento sin sublimarlo. Concentrado solo en el partido.

Fuera del penal al palo de Diego, los goles de Caniggia y las acciones importantes, recuerdo detalles. Algún pensamiento aislado, como observar a Maradona y Francescolli y no entender muy bien por qué yo estaba allí. Alguna anécdota pintoresca, como la precisión milimétrica con la que los hinchas de Boca calculaban la expectoración de sus mucosidades para cruzarlas exactamente en mi camino mientras me preparaba en el callejón de los palcos.

Al envoltorio del partido, lo que tanto destaca a este enfrentamiento sobre el resto de derbis en el mundo, lo recuerdo como un vago ruido rítmico de fondo: el tronar del bombo y las banderas agitadas. Quince años después, el superclásico palpita con idéntico folclore y una actualidad deportiva devaluada.

River llega al partido con la mirada fija en la tabla porcentual, que es la que determina los descensos. Los promedios, instaurados en los años ochenta, se calculan con la suma de los puntos de las últimas tres temporadas divididos por la cantidad de partidos jugados. Un artilugio creado para la estabilidad que ahora pasa factura a las reiteradas gestiones deficientes de algunos clubes grandes.

Boca, el club que más gastó en fichajes, llega en un aletargado decimotercer puesto. Acarrea también la necesidad de sumar puntos para no padecer el año próximo dolencias similares a las de su máximo rival.

Una diferencia entre el presente de River y el de Boca es que los millonarios ya han asumido su papel de lucha. Su nuevo presidente, Passarella, inició un plan de austeridad para intentar enderezar el club. Su hinchada, concienciada ante el abismo, empuja al equipo sin reparar en gustos. Saben que son épocas de McDonalds y que para el caviar deberán esperar tiempos mejores.

Boca, en cambio, sin problemas tan angustiantes de descenso, todavía no se reconoce en su situación actual. Se piensa a sí mismo apenas en una coyuntura. En realidad la meseta de Boca se extiende mas allá de lo que muchos aficionados y algunos protagonistas están dispuestos a reconocer.

Entre estas tristezas del presente se habló poco de fútbol los días previos al derbi. No fueron noticia ni el discurso de los entrenadores, ni las hipotéticas formaciones, ni el compendio de récords de Palermo, ni la vigencia y el liderazgo de Almeyda ni el futuro europeo de Lamela. Tampoco interesó a la prensa sumergirse en los insondables sentimientos de Riquelme, que, traducidos al balón, pueden, como una canción de Portishead, enriquecernos la existencia desde la melancolía.

Fue noticia la posibilidad de que el Gobierno de la Ciudad prohibiera, por motivos de seguridad, la entrada al estadio de bombos y banderas. Esta medida provocó tal agitación popular que se terminó por desistir de la misma. Un síntoma de que el packaging del superclásico superó definitivamente a sus protagonistas.

Yo escribo y es domingo. El clásico está por empezar. Usted lee y es lunes. Como dijo William Gibson: “El futuro ya esta aquí”. Ojalá que en el clásico de ayer alguna jugada, alguna gambeta o algún gol hayan opacado por un rato el retumbar de los bombos y el temblor de las gargantas y de las banderas. Querrá decir que todavía hay fútbol en medio de toda esa pasión. Querrá decir que el superclásico no solo es un envase colorido y que todavía vale la pena el contenido.

Atocha-Sants, ida y vuelta

Por: | 08 de mayo de 2011

                A 

Un tren me lleva a 270 kilómetros por hora y parte el paisaje de una cuchillada. En la ventanilla: túneles, montes seccionados, dos encinares donde antes había uno, la roca horadada. Vestigios del atajo. En el Camp Nou la noche fue apacible para el Barça. La gente estaba inquieta porque el fútbol inquieta el corazón del hincha, pero casi nada alteró el ritmo cardiaco del observador neutral. Pudo ser diferente la segunda parte de subir al marcador el gol de Higuaín. Un claro error del árbitro que añade gasolina al fuego de las acusaciones.

El Real Madrid salió a la cancha como lo esperaba el hincha, con dos jugadores más ofensivos con respecto al partido de la ida. Una formación más natural y reconocible a la hora de la foto y los saludos. Ya en el partido, con las líneas 20 metros más adelantadas respecto al Bernabéu, los jugadores blancos se exigieron para competir de igual a igual, tratando de reducir con dignidad las distancias que aún les lleva el Barca a la hora de manejar la pelota.

El ejercicio desnudó las dificultades que supone ensayar una nueva partitura con instrumentos aún desafinados. Ni la falta de ritmo competitivo de Kaká ni la reciente recuperación de Higuaín excusan, mínimamente, carencias más profundas a la hora de cambiar el razonamiento e intentar mover el balón para jugar.

Este final de año, el Madrid profundizó sus esfuerzos en afinar los instrumentos para la percusión. Útiles, sin duda, en el plan de destrucción y golpe rápido, pero insuficientes cuando el libreto exige una producción sinfónica. Los futbolistas, al igual que los músicos, pulen su performance con la repetición.

El Barcelona, regulando el control de la pelota, colapsa el tiempo de posesión del Madrid hasta cifras imposibles, incluso para su descomunal contundencia. Los seis goles al Valencia y los seis goles al Sevilla que enmarcan el último clásico nos muestran claramente la brutal capacidad de percusión del Madrid. Capacidad que solo el Barça logra diluir al mínimo con sus interminables posesiones.

El año próximo, el Madrid deberá decidir, desde el comienzo, dónde pondrá el énfasis para enfrentarse al Barcelona. Las soluciones pasan por repensar su juego y moderarlo, con la intención de aumentar su volumen de juego a través del balón, o por reafirmarse en el plan de la final de la Copa del Rey.

Este año, el Madrid no se concedió el lujo del tiempo. Intentó alcanzar sus objetivos perfeccionando al máximo un juego directo y efectivo. La idea se radicalizó en los clásicos. Se convirtió en un corte de camino que deja un paisaje dividido. Hay posturas a favor de profundizar y otras a favor de moderar el discurso futbolístico y el extrafutbolístico.

Los atajos son senderos peliagudos. Es normal, al transitarlos, intervenir el entorno, dividir el terreno, dejar algunas rocas sueltas. Contra el Barça, el sesgo promovió ganar en efectividad a costa de horadar la idiosincrasia. Un atajo justifica su razón de ser solo si nos lleva al destino a tiempo. El tren de vuelta me dejó en Atocha en el minuto exacto que lo había prometido.

Jugando con Haydeé Lange

Por: | 01 de mayo de 2011

Fut 

Crucé el charco emocionado con la promesa de un partido histórico. Cuando llegué al Bernabéu, el bullicio se mezclaba con viejas imágenes de gambetas y de goles. Melancolía: volver a ver la conocida hierba y no poder pisarla. Constatar que el tiempo pasa y los dos hemos crecido.

Creo recordar que el tedio comenzó, más o menos, después del cuarto lanzamiento largo hacia Cristiano Ronaldo. En el demorado recorrido de otro pelotazo me sorprendió un recuerdo fugaz: en una conversación soñada de Borges con Haydée Lange, ella repetía cosas ya dichas que él ya sabía y le contestaba de manera mecánica. Después, antes de despertar, recordé que ella era un fantasma.

El Madrid decidió que sus posibilidades de ganar pasaban por lograr una réplica exacta del plan de Mestalla: otra exaltación de compromiso emocional y táctico para cubrir espacios y cabalgar a la contra. El Barcelona, esta vez, jugó a un juego diferente. Los contragolpes sufridos en la final todavía le dolían al equipo catalán, que, con un principio de cautela y algunas ausencias, propuso un partido más paciente y contenido.

El Barça tejió sin apuros utilizando solo recorridos seguros. Alves rara vez se atrevió a llegar a los tres cuartos de cancha. Con Puyol en el otro lateral y Keita en lugar de Iniesta, su juego fue, sin salir de su estilo, más estático y menos agresivo que el habitual. Alejado de las rotaciones posicionales de Rinus Michels.

El Madrid, en guardia constante, se cubría así de su propia sombra mientras los centrales del Barça se pasaban la pelota. Cuando tenía el balón en su poder, exploraba larguísimos trazos a espacios imaginados que luego no eran tales porque el rival no se había desplegado. O se atropellaba en el afán por desprenderse rápido de la pelota, como si le quemara en los pies.

Encerrado en su esquema, alejado de su idiosincrasia, con un plan inalterado y con cada jugador pendiente de su sitio, el Madrid parecía conversar con un fantasma. Ya era menos que el Barça cuando Pepe dejó el campo con una entrada evitable, entre la tarjeta roja y la amarilla. La razón que inclinó al colegiado fue la historia. El pasado de Pepe. Su costumbre de jugar en el filo, el recuerdo fresco del pisotón a Messi o del corte de mangas en la final de la Copa en Valencia.

A partir de ahí es historia conocida. Messi justifica mi viaje, el aforo y la existencia del fútbol. También explica, en parte, los temores en el punto de vista del entrenador del Madrid -ya de por sí proclive a jugar con gran seguridad defensiva- y por qué eligió en estos partidos cerrarse como un puño. Messi inventa en cualquier pequeño espacio una nueva dimensión. Otorga al armónico juego del Barça una llave maestra. Inyecta de sentido su sistema.

Los últimos clásicos nos dejaron dos lecciones importantes. Una es que se puede ser eficaz renunciando a la pelota. La otra, que para lograrlo un equipo no depende de sí mismo, sino de que el rival genere las condiciones idóneas.

Cuando se juega desde el control del balón, se obtiene la iniciativa. Sin el balón, uno se limita a dar respuestas al discurso de otro. La renuncia al balón es útil como recurso específico y circunstancial, como lo demostró el Madrid en el primer tiempo de la Copa, pero pierde sorpresa cuando se convierte en sistema.

Vimos también los límites de las adaptaciones. Le resulta viable a un equipo como el Barça, acostumbrado a desplegarse y tocar para atacar, pasar a defenderse. Incluso puede defenderse desde la posesión del balón. Más difícil es para un equipo habituado a estar siempre cerrado, para defenderse, abrirse y tocar para llegar al gol.

El último round nos deja otras preguntas. ¿Qué hará el Madrid? ¿Jugará con un delantero por delante de Cristiano y entrará un volante creativo por uno defensivo? ¿O se limitará a cubrir los cambios obligados? A esta altura del partido, al Madrid le toca vivir su propia paradoja. A su pragmatismo solo lo puede salvar un idealismo: morir o vivir es lo superficial, lo importante es hacerlo con las botas puestas.

El País

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