Si uno no hubiera visto el derbi y solo se fijara en el resultado (4-1), podría justificarlo incluso sin tener en cuenta esa montaña de 12 años sin victorias que pesa en las espaldas rojiblancas. Bastaría con hacer foco en la diferencia emocional del presente de cada cual para entender una distancia de tres goles entre este Atlético zigzagueante y este Madrid cinético. Pero lo que sucedió en el Bernabéu fue diferente.
Un Atlético decidido, con ímpetu y bien organizado, encaró el partido con las ideas claras: agresividad, dinámica y salida orientada. Se dedicó a cerrar espacios, esforzando a su principal creativo para entorpecer las circulaciones de Alonso, y a canalizar las salidas evitando el embudo central. Con el balón en su poder, el Atlético soltaba a Diego y este lanzaba a Turan, a Salvio o a Adrián, que cumplieron con obediencia la misión de explotar los costados y evitar pérdidas peligrosas por el centro, allí donde el Madrid se luce y dibuja sus mejores contragolpes.
Con dominio parcial del partido, un buen plan, actitud y el bonito gol de Adrián, todo era demasiado perfecto para el Atlético en los primeros 20 minutos. La fatalidad rojiblanca llegó en el minuto 22 con el penalti y la expulsión de Courtois. El mano a mano sigue siendo una pesadilla para algunos porteros, que, sin importar la cantidad de tiempo que lleva modificado el reglamento, tienden a cometer instintivamente el mismo error. Un penalti y una tarjeta roja son, salvo circunstancias especiales, un castigo más grande que un gol en contra.
Manzano eligió sentar a Diego para mantener el orden y poner a alguien bajo los palos. La expulsión y el empate de Cristiano no doblegaron la moral atlética, pero el partido ya no pudo ser igual. Los de Manzano debían cometer cada vez más faltas para cubrir los mismos espacios con un hombre menos y el Madrid, muy seguro de sí mismo y de su capacidad de resolución, se daba el lujo de no tener que pensar en forma creativa. Mourinho no necesitó hacer cambios ni implementar soluciones tácticas para aprovechar mejor la superioridad numérica.
Sin variantes, tras el descanso marcó Di María después del enésimo desborde de Cristiano. El Madrid mantuvo el dibujo, los nombres y el esquema hasta la entrada de Higuaín, que, a los pocos minutos de ingresar, luchó por una pelota donde otros no lo harían y forzó el error de Godín para marcar el tercero. El cuarto, de Cristiano, clavó una diferencia de tres goles que, esta vez, no fue anímica. El Atlético plantó cara y batalló con orgullo hasta donde pudo hacerlo.
El Madrid, constante en sus muchas virtudes e impiadoso con los errores ajenos, exprimió al máximo una semana favorable en el calendario que, a la larga, puede resultar crucial. El partido con el Dinamo de Zagreb en casa le permitió cuidar fuerzas desde el miércoles para el derbi del sábado. Mientras tanto, el Barça, que jugó un día después, derrochaba toda su energía para batir al Milan en San Siro y continuaba su periplo hasta Madrid para enfrentarse al Getafe.
Sabedor de las dificultades que le esperaban tras el esfuerzo físico y mental del viaje a Italia, Guardiola advirtió a su tropa y los aficionados. De nada sirvió: el Barça controló la pelota y las acciones, pero, ausente Iniesta y fatigado Messi, adoleció de falta de penetración. Un problema para el estilo del Barca cuando los encargados de desequilibrar bajan un punto la intensidad.
Pase lo que pase estos días, el Madrid llegará con ventaja al clásico en el Bernabéu. Esta vez no será el cazador, sino la presa, otra ventaja para un equipo que no muestra problemas para ser profundo a la hora de atacar, pero que se siente especialmente poderoso esperando el error ajeno.
La Liga es muy larga todavía y, aunque en noviembre no se den trofeos, hoy se perciben en el Barça síntomas de fatiga allí donde el Madrid se reafirma. Un Madrid con hambre de gloria, que no mira el menú y, por ahora, devora cualquier cosa que le pongan delante.