El Charco

Sobre el blog

El Charco. 1- Superficie de agua poco profunda que de no ser por los visitantes podría pasar totalmente desapercibido. 2- Coloq. Arg. Océano que separa el continente americano y el europeo.

Sobre el autor

Santiago Solari

Santiago Solari nació en Rosario, Argentina, en 1976. Jugó al fútbol en River Plate, Atlético de Madrid, Real Madrid, Inter de Milán, San Lorenzo de Almagro, Atlante y Peñarol.

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Dominar, ganar y disfrutar

Por: | 18 de diciembre de 2011

Desde la primera final que vi, en 1985, la Copa Intercontinental me fascinó. Tenía apenas nueve años y la posibilidad de ver a equipos de distintos continentes, enfrentándose en un país tan lejano y tan exótico, despertaba en mí diferentes fantasías. Por un lado, me permitía viajar, ya que entonces no había Internet ni televisión por suscripción, y el partido era una ventana abierta al mundo: aquel estadio tan moderno, esos jugadores de nombres raros, el hecho de ver en vivo un partido que se jugaba en pleno día cuando de este lado del mundo todavía era de noche.
Por otro lado, el encuentro me permitía vivir, a través de esos jugadores, el sueño del niño que ama el juego. Me parecía increíble que aquellos señores fueran los mejores del mundo jugando a la pelota y que, una vez terminado el partido, se llevaran a su casa esa copa, tan hermosa, coronada con una pelota dorada y brillante. Me parecía que no podía haber nada en todo el Universo más importante que eso.
Cada año esperaba diciembre con más ansias por ver el partido que por ver a Papá Noel. Una vez llegado el día, organizaba el ritual: daba cuerda a la campanilla del despertador y dejaba sintonizado el canal del televisor. Luego, procuraba no hacer ruido, para no despertar a nadie, y me sentaba solo en el salón de casa. Así, en silencio, supe que existía una ciudad llamada Bucarest y un club de nombre Estrella Roja. Así descubrí a Laudrup, a Platini, a Romario, a Rijkaard o a Papin. En silencio grité un gol de Alzamendi tras una picardía de Alonso y conocí al Milan de Sacchi o disfruté del São Paulo de Rai.
Pasaron los años y nunca perdí mi amor por esa copa. Vi la final cada vez que pude, estuviera solo o en familia, con amigos o rogando al camarero de un bar para que encontrara la señal de ese partido lejano.
El destino se encargó luego de superar cualquier expectativa. La primera vez que pisé Tokio fue en diciembre de 1996 con el plantel de un River histórico. Perdimos contra el Juventus de Zidane por un gol de Del Piero y pensé que mi oportunidad había pasado, que ya nunca regresaría allí. Volví con el Madrid en 2000 y otra vez en 2002, cuando la sede cambió a Yokohama. La última vez fue hace apenas dos años, con el Atlante, a disputar esta versión más democrática en el actual formato de Mundial de Clubes en Abu Dabi.
Tengo esos viajes asociados a las emociones de disputar una final mundial, a la novedad constante que despierta un país con una cultura tan distinta y al sueño. Un profundo sueño diurno que, llegada la noche, se transforma en un desvelo interminable. Nada describe mejor la sensación que la película Lost in translation, esa oda al insomnio dirigida por Sofia Coppola.
El jet-lag no pareció afectar ayer al Barcelona, que no salió dormido contra el Santos. Dominó, disfrutó y se llevó la copa de la mano de Messi, un futbolista descomunal. Vi el partido solo, en un bar, como en los viejos tiempos.
No tengo en casa esa moderna copa que levantó Puyol. La mía es la vieja, la de las cuatro columnas coronadas con un balón antiguo, dorado y brillante. Cada vez que la veo no me viene a la mente aquel partido que me permitió ganarla. No pienso en los goles, ni en los festejos ni en la entrega de premios. Mi memoria no me lleva al momento preciso en que la realidad sustituyó al sueño, sino que me lleva al sueño en sí.
Cuando la veo recuerdo a Platini, a Laudrup, a Alonso, a Raí. Lo que recuerdo es mi emoción de niño, la ilusión desmesurada, el corazón acelerado. El sueño de algún día poder jugar a la pelota y, quién sabe, quizá también poder ganar esa copa, como ellos.

Como un espejismo

Por: | 11 de diciembre de 2011

Fut

Quizá a nadie en el Madrid se le había ocurrido un inicio tan perfecto. Quizá en ningún imaginario, ni siquiera en el más fanático comienzo del guion más optimista, existía la posibilidad de comenzar así. El Madrid, cuyo plan era apretar y robar alto para llegar rápidamente al gol, presionó el saque de inicio del Barça y, en su primera recuperación, marcó.

Iban 21 segundos del primer tiempo y el Madrid tenía al Barca justamente donde lo necesitaba: lejos en la tabla, debajo en el tanteador y en manos de un entrenador con un amplio registro a la hora de defenderse para contragolpear.

Quizá esa misma rareza, la anomalía de marcar un gol cuando las nalgas todavía no calientan las plateas, produjo el desconcierto. El tramo siguiente del partido se vivió como una obra de teatro surrealista en la que el público observa a unos actores escenificar la misma obra aunque les hayan cambiado la escenografía.

Así, fuese por perplejidad ante la inmediatez, por convencimiento sobre las posibilidades del planteo original, por exceso de confianza o por alguna otra razón que nos evade, el Madrid no pareció valorar la posibilidad de un cambio estratégico tras el gol. No cuentan como síntoma un par de salidas tímidas en corto de Casillas, que llego a distribuir Xabi, ni los dos o tres desmarques de Özil.

El Madrid, en ventaja, no intentó aumentar su control sobre el balón con el objetivo de juntar sus líneas y restar posesión al Barca. Tampoco optó por agruparse y resguardarse para poder presionar con menor desgaste desde posiciones defensivas e intentar reventar el encuentro al contragolpe.

Así, el partido continuó como si el gol hubiese sido un espejismo. El Barça seguía intentando encontrarse con el balón y para ello asumía cualquier riesgo desde atrás. El Madrid seguía vaciando el tanque en las estudiadas presiones altas, cada vez más largas, y en las aprendidas transiciones rápidas, cada vez más cortas.

Mientras el público intentaba descifrar el contenido, mientras algunos masticaban pipas, otros se masticaban las uñas y otros se recostaban sobre viejos laureles, Guardiola echó un vaso de agua en la cara del partido. Movió a Alexis, que había caído a la derecha, y despejó el carril para Alves. La rotación de posiciones se extendió así hasta la defensa y Busquets podía ser dos cosas según la situación, igual que Iniesta y Cesc.

Con los nuevos espacios listos para usarse, el Barca se preparó para cambiar el circuito, pero antes de eso Messi fabricó su espacio propio. Recibió, avanzó, se coló por una curvatura del espacio-tiempo y asistió la diagonal de Alexis, que definió cruzado con precisión.

El primer tiempo, parejo, se fue acompañado de un sentimiento sordo y profundo: que el Madrid había perdonado al Barca y que perdonar, en el fútbol, siempre tiene sus consecuencias.

Las consecuencias vinieron todas en el segundo tiempo. El Madrid, ya sin las fuerzas de los primeros 30 minutos, tardó cada vez más en recuperar el balón y, cuando lo hizo, se atropelló por volar al arco contrario. En ese intento de correr más rápido que las propias piernas, perdía precisión y cedía el balón cada vez más deprisa. Una secuencia que se repitió una y otra vez, se dobló sobre sí misma y ajustó su propio nudo.

El Barca, que había tenido un comienzo dudoso, recorrió el camino inverso. Se buscó a sí mismo hasta que se encontró con el balón, aumentó la posesión y con ella la precisión y la confianza. Y este Barca, con confianza, es capaz incluso de convocar a la suerte. Si bien es cierto que esta se alió con los azulgrana para el gol de Xavi, también lo es que no tuvo nada que ver con la magnífica jugada que tejieron Messi, Alves y Cesc para cerrar el marcador o con la facilidad con la que Iniesta se colocó la pelota en el bolsillo para salir a correr por la banda.

El Madrid sigue siendo un gran equipo y sus oportunidades de coronarse están intactas. Sin embargo, contra el Barça, en el afán por evitar posibles errores en las zonas delicadas, acelera demasiado el tránsito del balón y lo cede. Con él cede también la iniciativa.

Quizá cuando cese en ese empeño por mover las piezas negras siempre, incluso cuando lleva las blancas, la historia sea distinta.

La sencilla vida del futbolista

Por: | 04 de diciembre de 2011

La vida del futbolista profesional es bastante fácil. No me refiero a eso de correr hasta vaciar toda la energía de cada músculo del cuerpo dos o tres veces por semana en la competición. Tampoco a las largas pretemporadas, a las sesiones diarias de entrenamiento o a no disponer nunca de días libres, fiestas y puentes. Es fácil, a pesar de que los viernes por la tarde, cuando la mayoría está armando su plan para el fin de semana, él se encuentre preparando su bolsito para ir a la concentración igual que, cuando, años atrás los amigos de la adolescencia se preparaban para salir de fiesta, él se ponía el pijama y se acostaba temprano.

La vida del futbolista profesional es bastante fácil más allá de que nunca disponga de sus propios tiempos, de que estos varíen según cada situación y nunca esté seguro de a qué hora se entrenará mañana o pasado o el día siguiente y que cada día de cada semana de cada año deba estar pendiente del impredecible horario de los viajes, las concentraciones, los partidos, las charlas tácticas, las charlas psicológicas, las comidas, la hora en que debe dormirse y la hora a la que debe despertarse.

La vida del futbolista es fácil aunque siempre se pierda el cumpleaños de sus hijos o las obritas de graduación del preescolar y aunque nunca pueda planear un asado de domingo en familia. Es fácil, a pesar de no poder elegir cuándo comenzar o parar de correr y lo es también más allá de que, cuando se despierta por la mañana, los tobillos, las rodillas y la columna vertebral le hagan ruidos extraños y le lleve cinco minutos llegar desde la cama hasta el baño.

La vida del futbolista es fácil más allá del tamiz, casi impermeable, que debió superar para estar donde está y de la brutal competencia a la que se enfrenta cada día para mantener su puesto de trabajo. Lo es a pesar de la sensación de imprevisión que genera que su oficio dependa de la integridad física y de que su carrera pueda terminarse de un minuto a otro en cualquier partido o en cualquier entrenamiento.

El privilegio del futbolista profesional no radica solo en que pueda ganarse la vida con aquello que le gusta o que el fruto de su esfuerzo y su talento pueda levantar las más grandes pasiones. Es un privilegiado porque solo debe ocuparse de su propio rendimiento. Todo lo que está montado a su alrededor, desde las botas lustradas cuando llega hasta la toalla limpia cuando se va, depende de otros.

El lunes pasado comenzó, en el predio de la Real Federación Española de Fútbol, el cuarto curso de entrenador para exjugadores profesionales españoles que organiza la Escuela Nacional de Entrenadores. Como hijo y sobrino de entrenadores, conozco, por observación directa, algunas de las dificultades que acarrea el trabajo del entrenador, pero debo confesar que ignoraba otras muchas y que otras, ensimismado en mi rutina de futbolista, las había olvidado.

Apenas llevamos una semana de clases y los profesores nos han abierto otra dimensión en la que aquello que ocurre dentro del campo es solo una pequeña porción de las responsabilidades que acarrea el cargo. Nos hicieron asomar a un mundo de responsabilidades en el que, si queremos ser capaces de entrenar a un equipo, debemos abrir la mente y estar preparados para poder ver todo aquello que no veíamos y todo aquello que no queríamos mirar.

La vida del futbolista era muy fácil. Nada de Anatomía, Fisiología, Psicología, Sociología o Legislación. Nada de Teorías del Entrenamiento, Dirección de Equipos ni Metodología de la Enseñanza. Entrenadores, directores técnicos, preparadores físicos, médicos, psicólogos, fisioterapeutas, delegados… Ellos pensaban cada detalle de cada día del año para que a mí, futbolista, no me faltara nada y para que dedicara toda mi atención a cumplir con el objetivo final: que tirara bien los centros y, si podía, de vez en cuando, marcara algún gol.

El País

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