El Charco

Sobre el blog

El Charco. 1- Superficie de agua poco profunda que de no ser por los visitantes podría pasar totalmente desapercibido. 2- Coloq. Arg. Océano que separa el continente americano y el europeo.

Sobre el autor

Santiago Solari

Santiago Solari nació en Rosario, Argentina, en 1976. Jugó al fútbol en River Plate, Atlético de Madrid, Real Madrid, Inter de Milán, San Lorenzo de Almagro, Atlante y Peñarol.

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Un silencio que no es salud

Por: | 12 de febrero de 2012

M

El viernes pasado, mientras veía el partido inaugural del Clausura argentino en el bar de la esquina, me llamó la atención el silencio. Primero, lo atribuí a que era el primer encuentro de la primera fecha. Luego, lo justifiqué porque todavía es época de vacaciones para muchos. Por último, pensé si ese aparente desinterés no sería una manera de medir la calidad de un torneo de fútbol. Pensé: ¿Cómo medir, de forma objetiva, cuál es el nivel del torneo argentino actual?

Para empezar, debemos intentar dejar el sentimentalismo patriótico al margen. Cuestión difícil estos días en los que el fútbol se ha convertido en algo así como el último depósito de la identidad nacional de los países. Un ejemplo de ello es el nombre del nuevo torneo Clausura: Crucero General Belgrano, en referencia al buque hundido en la guerra de las Malvinas. Cualquier homenaje es pequeño para esos soldados heroicos que, víctimas de la locura de poder de un Gobierno de facto, fueron enviados a morir en una guerra absurda. Lo que produce incomodidad es la sospecha de que esa memoria dolorosa pueda estar siendo canalizada intencionadamente para aglutinar y aflorar la idea de patria a través de las emociones latentes que habitan en el fútbol.

El Clausura puede poner el cierre a la tradición de torneos cortos que se disputan desde hace 22 años en Argentina. Torneos que por su duración y su adrenalina abrieron la posibilidad de ser campeón a más equipos, pero a la vez introdujeron cierta dosis de inestabilidad en los clubes. Esta inestabilidad se acentuó los últimos dos años cuando solo en la Primera División hubo 110 entrenadores designados. Una auténtica catarata si lo comparamos con las ocho destituciones de la temporada 2010-2011 en la Liga española o las cinco de la <i>Premier</i> en el mismo periodo.

Es evidente que la duración de los torneos no explica, por sí sola, ese ritmo de destrucción del empleo. Algo que sería difícil de digerir para cualquier Liga lo es más para un fútbol que basa buena parte de su supervivencia en las exportaciones. La balanza comercial del fútbol argentino no tiene parangón en el mundo. Ha superado incluso a Brasil, un país con el quíntuple de población, como mayor exportador de América: más de 2.200 jugadores en la última década.

Renovar recursos con la misma calidad a esa velocidad sería imposible incluso si buena parte de las utilidades obtenidas por las exportaciones se dedicaran al desarrollo de profesionales, infraestructuras y proyectos deportivos a largo plazo para las divisiones inferiores, algo que solo sucede en contados casos.

Esta transferencia de recursos, que produce un evidente deterioro en la calidad del torneo local, vuela a ligas del resto del mundo. En mayo de 2011, según un estudio publicado en el blog TicEsport, había 1.599 futbolistas argentinos militando fuera del país en equipos de diferentes divisiones de todas las confederaciones. Unos 145 equipos de fútbol completos jugando lejos de casa.

La cantidad de gente que consume fútbol local o la cantidad de goles que se marcan cada año también nos hablan de esa fuga de talento. Los goles se van y la gente los sigue. En 2010 se consumió en Argentina un 68% más de fútbol español, italiano e inglés respecto a 2009 y el año pasado las cifras aumentaron nuevamente. Datos que no extrañan cuando miramos el paulatino descenso en el promedio de goles hasta ubicarse en uno de los más pobres que se recuerdan en el último Apertura: 1,97 por partido, por debajo de las medias de Francia (2,52), Italia (2,53), España (2,62), Inglaterra (2,82) y Alemania (2,83).

Tampoco ayudan a que el público devuelva su mirada hacia el fútbol local las ausencias en la Primera División de equipos históricos y de convocatoria masiva como River Plate, Rosario Central, Gimnasia de La Plata o Huracán, que, encima, nos dejan una competición casi sin clásicos, o que otros, como San Lorenzo o Newell’s, luchen por escapar de la promoción.

Sin embargo, quizá el dato más contundente de la merma de calidad no se encuentre en todos esos números y estadísticas, sino en los bares. Históricos centros de debate futboleros que hoy, lejos del bullicio, se parecen más bien a pinturas de Edward Hopper.

Alegato por el fútbol

Por: | 06 de febrero de 2012

FUT


El fútbol permite que gente de todas las edades, de todas las razas y culturas, de todos los niveles educativos y clases sociales, se siente alrededor de su hoguera
. Para verlo solo se necesita encender la tele, caminar hasta la plaza de la esquina o entrar en algún patio de colegio. Para entenderlo solo hace falta elegir un equipo y desear que gane. Para jugarlo solo se requieren un poco de ganas y cualquier objeto que pueda desplazarse con un puntapié.

El fútbol es tan democrático que permite que todos podamos hablar de él y nunca nos cansemos de hacerlo. No digo hablar como hablamos de política, de economía, de regatas o de arte contemporáneo, esas charlas de café en las que hablamos porque el aire es gratis, pero, en el fondo, salvo que seamos expertos en ello, reconocemos que no tenemos ni idea de lo que estamos diciendo.

Lo que quiero decir es que el fútbol no discrimina: todos podemos tener razón; no hacen falta grados, postgrados, doctorados ni masters. El profesional más estudioso puede estar equivocado y el amateur menos informado tener toda la razón y salir el domingo por la tarde a celebrar su sagacidad en Twitter.

El problema del fútbol, al ser tan amplio, tan abierto y plural, es que se torna incapaz de filtrar los conflictos que se generan a su alrededor. Con tanta y tan variada convocatoria y esa poderosa atracción, no solo está condenado a vivir con la carga de nuestras pasiones, que muchas veces exceden límites que no nos atreveríamos a cruzar en nuestra vida cotidiana, sino también con nuestras miserias.

Como en un muestrario condensado de cada población, dentro del fútbol y alrededor de él convive todo lo bueno, pero, lamentablemente, también todo lo malo: desde los políticos que lo utilizan para la autopromoción o para la distracción hasta los aficionados que lo usan como escupidera para vomitar sus frustraciones pasando por los manipuladores, los patrioteros, los ladrones, los exaltados, los violentos... Lo que un pueblo es a nivel emocional, ético, moral, cultural y educativo se ve reflejado en el ámbito de su fútbol: cómo se comporta y se expresa su gente; cómo se respeta entre sí, su respeto por las reglas; cómo se desenvuelven las fuerzas del orden; cómo actúan los representantes de los clubes; cómo funcionan sus leyes y su justicia; cómo funciona su política y sus políticos; cómo retransmiten e informan los medios... En definitiva, con excepción de dos o tres lugares donde no es un deporte popular y prefieren las carreras de caracoles o el Lacrosse, la manera en la que se vive el fútbol como acontecimiento de masas en un país es un termómetro que nos orienta sobre la salud de su sociedad y de su República o Estado.

Cada vez que un acto de violencia ocurre en un estadio de fútbol escuchamos el mismo falso cliché: "La violencia en el fútbol" o "el fútbol promueve la violencia". Culpar al fútbol de promover la violencia es como culpar al fósforo de generar incendios. Son las personas las que determinan, con su grado de civismo, lo que sucede en un estadio o en la calle o en el Congreso de los Diputados.

El fútbol no hace más que abrir sus puertas. ¿Qué culpa tiene si algunos consideran que a las puertas del estadio se termina el contrato social? ¿Y si una horda manipulada elige sus campos para ajustar cuentas pendientes? ¿Qué responsabilidad tiene el fútbol sobre una sociedad disfuncional? ¿Cuál sobre una seguridad ineficiente o cómplice? ¿Cuál sobre una justicia indiferente? ¿Cuál sobre una política corrupta?

El miércoles pasado, en Port Said (Egipto), 75 personas murieron asesinadas, linchadas o aplastadas y más de 1.000 resultaron heridas en uno de los sucesos más tristes que se recuerdan en un estadio de fútbol. Fuimos testigos del comportamiento del ser humano en su estado más salvaje y primitivo, posible consecuencia de la precaria convivencia entre el odio, el rencor y la venganza de un viejo poder que no acepta su derrota y quiere borrar ese esbozo de Estado que intenta hoy Egipto, en una democracia que todavía puja por nacer.

Una vez más, el fútbol es la víctima, no el culpable.

Los clásicos a campo abierto

Por: | 30 de enero de 2012

FUT


Hacía tiempo que no veíamos un clásico como el del miércoles
. Desde principios del año pasado, el Madrid se ha enfrentado a este Barcelona fabuloso utilizando diferentes acercamientos. Las variantes, desarrolladas con mayor o menor éxito, procuraban, entre otras cosas, evitar o minimizar los riesgos en la salida y la gestión del balón y comprimir los espacios rivales. Si bien esos elementos son prioridades en el Madrid actual, el equipo extremó esos conceptos en sus encuentros con el Barça después de aquellos cinco goles en el Camp Nou. Aquel partido, quizá con la excepción del enfrentamiento por la Supercopa, condicionó la estrategia blanca para los siguientes.

¿Cuál es la influencia que el desarrollo de un partido aislado puede tener en el futuro de un equipo? Según las circunstancias, el abanico de respuestas es amplio. Las circunstancias de los clásicos de hoy son especiales. Habiendo acentuado la ventaja de su posición dominante en la Liga y sacando cada año más ventaja a sus perseguidores, cada clásico de hoy desborda el resultado del propio partido. Sin vislumbrar tampoco, por ahora, otros equipos europeos a la altura de este duelo, cada partido trasciende también su frontera y se transforma en un combate por la supremacía futbolística mundial.

La histórica rivalidad se acerca a una instancia que, cada vez más, se asemeja a los deportes individuales, en los que los componentes anímicos y psicológicos juegan un papel fundamental, mucho más directo que en los deportes colectivos. Como en el tenis, como en el boxeo, como en el ajedrez, cada acierto incrementa la propia confianza y multiplica su valor porque, al mismo tiempo, inserta dudas nuevas en el otro.

A pesar de la eliminación, el Madrid del miércoles pasado disipó dudas que lo atenazaban y las volvió certezas. La más importante, probablemente, fue la de demostrarse que es capaz de competir y dominar en un clásico a campo abierto. Otra fue la de ver que no necesita renunciar a virtudes ya afianzadas en su sistema para asumir un mayor control del juego desde el balón, restando tiempo de posesión al Barça y obligándolo a esfuerzos mayores de los que acostumbra. Esta mejora quedó demostrada en la posesión final mientras sus virtudes habituales se vieron claramente en la velocidad y contundencia con que, tras sendas recuperaciones, se desarrollaron las jugadas de ambos goles.

Parte del precio que paga el Madrid con este planteamiento es el de otorgar más espacios a Messi. Esto, es sabido, puede tener un coste altísimo y las consecuencias se observaron en la jugada previa al gol de Pedro, pero se transforma en un riesgo necesario cuando a cambio se obtiene la posibilidad de disputar la iniciativa en el partido desde el balón y la posibilidad de recuperar para la causa a jugadores como Özil y Kaká, o la chance de arrastrar al Barça a su propio campo, un terreno donde no se siente cómodo defendiéndose.

El Barcelona se arrima a la Copa del Rey. El Madrid domina la Liga y es probable que el duelo se reedite en la Champions. Uno intenta mantener la supremacía de los últimos años y el otro no cesará de competir hasta relevarlo. Dos planteles extraordinarios, dos estilos distintos, una sola corona. Como Karpov y Kasparov, como Ali y Frazier, como Nadal y Federer, partidos como el del miércoles son un lujo para el fútbol español y una delicia para el espectador. ¡Que se repitan!

Los escollos de la especialización

Por: | 23 de enero de 2012

Fut


Este Madrid es una máquina especializada
y la actividad concreta en la que ha elegido centrarse es la verticalidad. Con los conocimientos tácticos arraigados en el último año y medio y una plantilla superpoblada de excelencia, la profundización de esas capacidades le alcanzan para caminar primero en la Liga y clasificarse al trote para los octavos de final de la Champions. Sin embargo, al enfrentarse al Barcelona, una máquina especializada en la posesión del balón y la elaboración, sus virtudes se diluyen, sus defectos se acentúan y se convierten en problemas serios situaciones que en otros partidos pasarían inadvertidas.

Perder la pelota no trae mayores consecuencias cuando el equipo que está enfrente, más temprano que tarde, la cede nuevamente. Contra el Barcelona, en cambio, cada pérdida del balón se paga con un maratón. Esto acarrea obvias consecuencias físicas, pero, más preocupante todavía, afecta al equipo a la hora de tomar sus decisiones.

El Madrid está acostumbrado a recuperar el balón y atacar con continuidad, pero contra el Barcelona esas recuperaciones se espacian y así, cuando las logra, se acelera, se deja llevar por la ansiedad y se obsesiona por marcar los goles antes de que empiecen las jugadas. No ayudan, en este punto, su afición por el vértigo y su recelo por la elaboración.

Apresurado por exprimir sus entrenados atributos, al equipo le cuesta aceptar que no todas las recuperaciones generan posiciones de contragolpe. Sucede, por ejemplo, cuando intenta explotar, con decisiones apuradas, espacios que no existen. O cuando la transición es tan veloz que se transforma en una cabalgata individual, sin posibilidad de encontrar apoyos.

Otras veces, cuando se percata de que en determinadas jugadas no tiene sentido la verticalización inmediata, se detiene. Ahí genera su propio desconcierto: pasa de ser un equipo expeditivo y seguro de sí mismo, capaz de tejer los mejores contragolpes del planeta, a ser uno tímido, aprensivo, que se muestra impotente a la hora de encontrar recursos para gestionar aquellos balones que no tienen oportunidad de volar directamente al área contraria.

En el último clásico, los síntomas se agudizaron. El Madrid, que, dentro de su especialización, ya probó distintas fórmulas, eligió encerrarse en su campo e iniciar la presión ligeramente por delante de la mitad de la cancha. En los primeros compases, el esquema parecía una copia exacta de la final de Copa de 2011 con Cristiano Ronaldo en el sitio de Di María y Pepe (desplazado Xabi Alonso a la derecha) en el centro de la línea de volantes. Las similitudes solo se reflejaron en el esquema inicial y en la posesión final del balón: 29% / 71%.

Pero para lograr equiparar, desde la presión y el posterior aprovechamiento de los espacios, toda la sustancia que genera este Barcelona a través de su descomunal volumen de juego hace falta un nivel de concentración y de agresividad extraordinarios. El Madrid, supermotivado, lo logró en aquellos 45 minutos iniciales de la final de Copa y, de todas maneras, sufrió ese inmenso desgaste en la segunda parte. El miércoles tampoco le preocupó discutir la posesión. Sirvan como síntoma el saque de inicio de la segunda parte, cuando el balón le duró cuatro segundos, o la cantidad de pelotas que Casillas, utilizado de apoyo, devolvió directamente al rival.

Pero, esta vez, el equipo tampoco logró la misma intensidad ni concentración que en la final de la Copa y eso se reflejó en los goles. En el primero, Pepe ocupó su zona como si su sola presencia bastara, sin mirar el movimiento de un posible cabeceador. En el segundo, la distracción es colectiva: tras un saque lateral, Altintop, Pepe y Cristiano, hipnotizados con el balón, basculan y se olvidan completamente de Abidal, que, en vez de regresar a su posición, decidió quedarse allí al ver el sorprendente espacio que le regalaban.

A este Madrid, tan especializado, no le haría daño ampliar su mirada y encarar el juego con una visión más general e integradora. Hacer eso sin quitar el foco de sus otras virtudes no es tarea sencilla. Restar al Barcelona tiempo de posesión no cediendo el balón cuando no hay posibilidades de verticalizar puede ser un comienzo. Quizá así el próximo miércoles no veamos a un Madrid hipocondriaco.

El origen

Por: | 16 de enero de 2012

Fut


La semana pasada, después de la entrega del Balón de Oro, leía las crónicas en Internet cuando, inesperadamente, me encontré con un foro de fans; cientos de comentarios se sucedían sin formar un diálogo. Uno de ellos, que discutía sobre la insuficiencia de los adjetivos, traía este enlace: https://mimesis/24.6.87/tempus.est.quaedam.pars.aeterniatem/#!/. Al abrirlo, después de unas imágenes, apareció un escrito. Lo reproduzco textualmente.

—¿No cree que el fútbol se ha vuelto más previsible, más estructurado? Temo que, en el futuro, defraude las expectativas..., que la gente deserte por el tedio.

—Entiendo tu desasosiego, solo hay una cosa más desalentadora que el aburrimiento: la anticipación del aburrimiento.

—Quizá los responsables sean los entrenadores... Siempre especulando. Han perfeccionado tanto el método para repeler ataques que algún día los resultados se van a saber antes de que comiencen los partidos.

—¡Ah, sí! Los expertos en la mecanización. Conozco algunos, están empeñados en evitar lo inevitable. Repiten, porque creen que la repetición los hace libres, que de esa forma escapan de los designios del azar. Ignoran que la razón por la que existe este juego fue la de introducir, simbólicamente, la arbitrariedad. Para que se apasionen, que rían y lloren, que aviven esperanzas y sufran desilusiones, que recorran todas las emociones humanas y que, a la vez, les sirva de espejo.

—Pero si los entrenadores siguen avanzando, si todo el tiempo se repiten y perfeccionan los mismos mecanismos y un día logran desentrañar los valores absolutos de todas las variables, regirá el orden. Nos quedaríamos sin esa parábola, tendríamos que inventar otra.

—Eso no sucederá nunca. Siempre habrá victorias del más débil, derrotas del más fuerte e injustos empates sobre la hora. Siempre habrá goles imposibles, mágicos e inmerecidos y otros, justos y válidos, serán anulados. Recuerda que el pestañeo de un juez de línea en Corea puede desatar un huracán en España.

—Sí... pero... mientras tanto, caminan convencidos en su cruzada contra lo indeterminado, resueltos en poner orden a la incertidumbre. De lograrlo, alguien podría comparar la precisa organización de los sistemas con el movimiento perfecto de los astros. Se podría preguntar: “Si un entrenador es capaz de conocer todas las leyes naturales que gobiernan un 4-4-2 sería capaz de prever todas las eventualidades... ¿Cómo afirmar luego que una inteligencia divina rige un orden superior en el universo?”. Su existencia sería superflua.

—Quizá tengas razón, pero no por todo eso que dices, quizá se necesite un cambio para que no se me aburra el personal... La introducción de un factor de desequilibrio, por ejemplo. Un elemento de distorsión que convierta a los mejores estrategas en ajedrecistas sin dama; una pieza que represente lo inasible, que sea el error de cálculo del atrevido y, a la vez, el macetazo en la cabeza del prudente. En fin, algo que vuelva a humanizarlos...

—¡Un futbolista!

—¿Otro? ¿Y qué pasó con el último que pediste? Recuerdo haberle dado el don de la gracia y la plasticidad, para que fuera único... y después, claro, esa gambeta...

—Sí, lo sé, estuviste inspirado pero acaba de delatar públicamente tu ayuda, la mano de Dios, dijo. Además, la habilidad y la plasticidad no serán suficientes... En veinte años necesitaremos algo diferente. El fútbol está cambiando demasiado y todo será cada vez más físico, más rápido.

—¿Más físico y más rápido dices...? Deja que me ponga creativo... A ver, cada vez que este jugador toque el balón el tiempo atenuará su flujo. El universo sucederá ligeramente más despacio, excepto para él, que se moverá dentro del tiempo como si este tuviera propiedades elásticas. Sus segundos serán más largos que los segundos del resto o, mejor dicho, contará con mayor tiempo dentro de un segundo que lo que dura ese mismo segundo para los demás mortales. ¡Nos divertiremos mucho! ¿Has entendido?

—Bueno, más o menos... ¿Y el nombre? ¿Cómo se llamará?

—No sé, de eso encárgate tú. Pero que nazca en Argentina, así no levanta sospechas.

Un mesías de Argentina, ok, algo se me va a ocurrir. Ya mismo me encargo.

Argentina y El Cholo

Por: | 08 de enero de 2012

  M

Resultaría complicado ver una casa terminada si cada dos o tres meses despidiéramos al arquitecto y llamásemos a otro para que derribase todo lo planificado para empezar de nuevo.

El año que recién nos deja se llevó consigo muchos proyectos futbolísticos en Argentina. Estudiantes de La Plata y Newell’s Old Boys, con cinco cambios cada uno si incluimos los interinatos, encabezaron la tabla de reemplazos. Hubo en total 50 entrenadores designados en los equipos de la Primera División y algunos de ellos lo hicieron en dos cuadros diferentes. A estos debemos sumar la salida de Sergio Batista, que fue despedido de la selección una vez finalizada la Copa América tras apenas ocho meses en el cargo.

De esta forma, no debe extrañar a nadie la coronación del último campeón. Boca Juniors fue el que más y mejor se reforzó, no vendió jugadores clave y respetó la continuidad de su entrenador tras un primer semestre dudoso. Consolidó un equipo sólido, unido y ordenado y llegó holgado a la meta. Unas bases que parecen sencillas, pero que pasaron a ser un lujo en el fútbol argentino actual y que alcanzaron a Boca para sacar 12 puntos de ventaja al segundo y terminar invicto con solo cuatro goles en contra en el semestre.

A pesar de la inestabilidad crónica, las vertiginosas cuentas de 2011 resultan optimistas si las comparamos con las de 2010, cuando hubo 60 entrenadores designados en los distintos equipos de Primera.

Las calles del fútbol argentino lucen un perpetuo cartel de en construcción, solo reemplazado eventualmente por otro que alerta sobre las demoliciones. Enemistados con la continuidad, se hace complicado para los equipos arraigar un estilo, base esencial para encontrar componentes funcionales y estéticos colectivos en el juego. Así, salvo que cuenten con valor afectivo, resulta cada vez más difícil interpretar y disfrutar el desarrollo de los partidos. Casi tan difícil como pretender discutir el estilo de un ambiente sin paredes.

Es cierto que la comparación inicial es torpe e incompleta y que a nadie se le ocurriría quitar y vender una columna o una viga de un edificio en plena construcción. En cambio, la construcción de un equipo de fútbol es un proceso vivo, en el que los elementos estructurales son también objeto de intercambio. En Argentina, exportadora, se ha acelerado cada vez más ese proceso. Los futbolistas emigran cada vez más jóvenes y en mayor número, muchos de ellos incluso sin haber jugado un solo partido en Primera, y los entrenadores afrontan la desproporcionada tarea de intentar construir una estructura que se sostenga por sí misma en un estrecho lapso de tiempo y con recursos cada vez más escasos.

Diego Simeone formó parte de esta larga lista de recambios y el sábado debutó con un empate al mando de su querido Atlético de Madrid, probablemente el club más argentino de los españoles no solo por la intensa forma en que sus hinchas viven los partidos y la extravertida manera de expresar esas pasiones, sino también por los 49 cambios de entrenador que los colchoneros realizaron desde 1987 hasta la fecha.

Compartí con Simeone partidos en la selección y lo tuve luego como entrenador en San Lorenzo, en el que pude confirmar que dirige con las mismas prioridades con las que jugaba: pasión por el fútbol, intachable compromiso y responsabilidad. Premisas que exige a sus dirigidos y que dejó claras en el Calderón desde el principio con un mensaje que lo define: “El esfuerzo no se negocia”.

Ojalá Simeone y el Atlético, arquitecto y propiedad, se otorguen el tiempo necesario para armar una estructura sólida que devuelva a los rojiblancos a pelear donde les corresponde, en la parte alta de la tabla.

Dominar, ganar y disfrutar

Por: | 18 de diciembre de 2011

Desde la primera final que vi, en 1985, la Copa Intercontinental me fascinó. Tenía apenas nueve años y la posibilidad de ver a equipos de distintos continentes, enfrentándose en un país tan lejano y tan exótico, despertaba en mí diferentes fantasías. Por un lado, me permitía viajar, ya que entonces no había Internet ni televisión por suscripción, y el partido era una ventana abierta al mundo: aquel estadio tan moderno, esos jugadores de nombres raros, el hecho de ver en vivo un partido que se jugaba en pleno día cuando de este lado del mundo todavía era de noche.
Por otro lado, el encuentro me permitía vivir, a través de esos jugadores, el sueño del niño que ama el juego. Me parecía increíble que aquellos señores fueran los mejores del mundo jugando a la pelota y que, una vez terminado el partido, se llevaran a su casa esa copa, tan hermosa, coronada con una pelota dorada y brillante. Me parecía que no podía haber nada en todo el Universo más importante que eso.
Cada año esperaba diciembre con más ansias por ver el partido que por ver a Papá Noel. Una vez llegado el día, organizaba el ritual: daba cuerda a la campanilla del despertador y dejaba sintonizado el canal del televisor. Luego, procuraba no hacer ruido, para no despertar a nadie, y me sentaba solo en el salón de casa. Así, en silencio, supe que existía una ciudad llamada Bucarest y un club de nombre Estrella Roja. Así descubrí a Laudrup, a Platini, a Romario, a Rijkaard o a Papin. En silencio grité un gol de Alzamendi tras una picardía de Alonso y conocí al Milan de Sacchi o disfruté del São Paulo de Rai.
Pasaron los años y nunca perdí mi amor por esa copa. Vi la final cada vez que pude, estuviera solo o en familia, con amigos o rogando al camarero de un bar para que encontrara la señal de ese partido lejano.
El destino se encargó luego de superar cualquier expectativa. La primera vez que pisé Tokio fue en diciembre de 1996 con el plantel de un River histórico. Perdimos contra el Juventus de Zidane por un gol de Del Piero y pensé que mi oportunidad había pasado, que ya nunca regresaría allí. Volví con el Madrid en 2000 y otra vez en 2002, cuando la sede cambió a Yokohama. La última vez fue hace apenas dos años, con el Atlante, a disputar esta versión más democrática en el actual formato de Mundial de Clubes en Abu Dabi.
Tengo esos viajes asociados a las emociones de disputar una final mundial, a la novedad constante que despierta un país con una cultura tan distinta y al sueño. Un profundo sueño diurno que, llegada la noche, se transforma en un desvelo interminable. Nada describe mejor la sensación que la película Lost in translation, esa oda al insomnio dirigida por Sofia Coppola.
El jet-lag no pareció afectar ayer al Barcelona, que no salió dormido contra el Santos. Dominó, disfrutó y se llevó la copa de la mano de Messi, un futbolista descomunal. Vi el partido solo, en un bar, como en los viejos tiempos.
No tengo en casa esa moderna copa que levantó Puyol. La mía es la vieja, la de las cuatro columnas coronadas con un balón antiguo, dorado y brillante. Cada vez que la veo no me viene a la mente aquel partido que me permitió ganarla. No pienso en los goles, ni en los festejos ni en la entrega de premios. Mi memoria no me lleva al momento preciso en que la realidad sustituyó al sueño, sino que me lleva al sueño en sí.
Cuando la veo recuerdo a Platini, a Laudrup, a Alonso, a Raí. Lo que recuerdo es mi emoción de niño, la ilusión desmesurada, el corazón acelerado. El sueño de algún día poder jugar a la pelota y, quién sabe, quizá también poder ganar esa copa, como ellos.

Como un espejismo

Por: | 11 de diciembre de 2011

Fut

Quizá a nadie en el Madrid se le había ocurrido un inicio tan perfecto. Quizá en ningún imaginario, ni siquiera en el más fanático comienzo del guion más optimista, existía la posibilidad de comenzar así. El Madrid, cuyo plan era apretar y robar alto para llegar rápidamente al gol, presionó el saque de inicio del Barça y, en su primera recuperación, marcó.

Iban 21 segundos del primer tiempo y el Madrid tenía al Barca justamente donde lo necesitaba: lejos en la tabla, debajo en el tanteador y en manos de un entrenador con un amplio registro a la hora de defenderse para contragolpear.

Quizá esa misma rareza, la anomalía de marcar un gol cuando las nalgas todavía no calientan las plateas, produjo el desconcierto. El tramo siguiente del partido se vivió como una obra de teatro surrealista en la que el público observa a unos actores escenificar la misma obra aunque les hayan cambiado la escenografía.

Así, fuese por perplejidad ante la inmediatez, por convencimiento sobre las posibilidades del planteo original, por exceso de confianza o por alguna otra razón que nos evade, el Madrid no pareció valorar la posibilidad de un cambio estratégico tras el gol. No cuentan como síntoma un par de salidas tímidas en corto de Casillas, que llego a distribuir Xabi, ni los dos o tres desmarques de Özil.

El Madrid, en ventaja, no intentó aumentar su control sobre el balón con el objetivo de juntar sus líneas y restar posesión al Barca. Tampoco optó por agruparse y resguardarse para poder presionar con menor desgaste desde posiciones defensivas e intentar reventar el encuentro al contragolpe.

Así, el partido continuó como si el gol hubiese sido un espejismo. El Barça seguía intentando encontrarse con el balón y para ello asumía cualquier riesgo desde atrás. El Madrid seguía vaciando el tanque en las estudiadas presiones altas, cada vez más largas, y en las aprendidas transiciones rápidas, cada vez más cortas.

Mientras el público intentaba descifrar el contenido, mientras algunos masticaban pipas, otros se masticaban las uñas y otros se recostaban sobre viejos laureles, Guardiola echó un vaso de agua en la cara del partido. Movió a Alexis, que había caído a la derecha, y despejó el carril para Alves. La rotación de posiciones se extendió así hasta la defensa y Busquets podía ser dos cosas según la situación, igual que Iniesta y Cesc.

Con los nuevos espacios listos para usarse, el Barca se preparó para cambiar el circuito, pero antes de eso Messi fabricó su espacio propio. Recibió, avanzó, se coló por una curvatura del espacio-tiempo y asistió la diagonal de Alexis, que definió cruzado con precisión.

El primer tiempo, parejo, se fue acompañado de un sentimiento sordo y profundo: que el Madrid había perdonado al Barca y que perdonar, en el fútbol, siempre tiene sus consecuencias.

Las consecuencias vinieron todas en el segundo tiempo. El Madrid, ya sin las fuerzas de los primeros 30 minutos, tardó cada vez más en recuperar el balón y, cuando lo hizo, se atropelló por volar al arco contrario. En ese intento de correr más rápido que las propias piernas, perdía precisión y cedía el balón cada vez más deprisa. Una secuencia que se repitió una y otra vez, se dobló sobre sí misma y ajustó su propio nudo.

El Barca, que había tenido un comienzo dudoso, recorrió el camino inverso. Se buscó a sí mismo hasta que se encontró con el balón, aumentó la posesión y con ella la precisión y la confianza. Y este Barca, con confianza, es capaz incluso de convocar a la suerte. Si bien es cierto que esta se alió con los azulgrana para el gol de Xavi, también lo es que no tuvo nada que ver con la magnífica jugada que tejieron Messi, Alves y Cesc para cerrar el marcador o con la facilidad con la que Iniesta se colocó la pelota en el bolsillo para salir a correr por la banda.

El Madrid sigue siendo un gran equipo y sus oportunidades de coronarse están intactas. Sin embargo, contra el Barça, en el afán por evitar posibles errores en las zonas delicadas, acelera demasiado el tránsito del balón y lo cede. Con él cede también la iniciativa.

Quizá cuando cese en ese empeño por mover las piezas negras siempre, incluso cuando lleva las blancas, la historia sea distinta.

La sencilla vida del futbolista

Por: | 04 de diciembre de 2011

La vida del futbolista profesional es bastante fácil. No me refiero a eso de correr hasta vaciar toda la energía de cada músculo del cuerpo dos o tres veces por semana en la competición. Tampoco a las largas pretemporadas, a las sesiones diarias de entrenamiento o a no disponer nunca de días libres, fiestas y puentes. Es fácil, a pesar de que los viernes por la tarde, cuando la mayoría está armando su plan para el fin de semana, él se encuentre preparando su bolsito para ir a la concentración igual que, cuando, años atrás los amigos de la adolescencia se preparaban para salir de fiesta, él se ponía el pijama y se acostaba temprano.

La vida del futbolista profesional es bastante fácil más allá de que nunca disponga de sus propios tiempos, de que estos varíen según cada situación y nunca esté seguro de a qué hora se entrenará mañana o pasado o el día siguiente y que cada día de cada semana de cada año deba estar pendiente del impredecible horario de los viajes, las concentraciones, los partidos, las charlas tácticas, las charlas psicológicas, las comidas, la hora en que debe dormirse y la hora a la que debe despertarse.

La vida del futbolista es fácil aunque siempre se pierda el cumpleaños de sus hijos o las obritas de graduación del preescolar y aunque nunca pueda planear un asado de domingo en familia. Es fácil, a pesar de no poder elegir cuándo comenzar o parar de correr y lo es también más allá de que, cuando se despierta por la mañana, los tobillos, las rodillas y la columna vertebral le hagan ruidos extraños y le lleve cinco minutos llegar desde la cama hasta el baño.

La vida del futbolista es fácil más allá del tamiz, casi impermeable, que debió superar para estar donde está y de la brutal competencia a la que se enfrenta cada día para mantener su puesto de trabajo. Lo es a pesar de la sensación de imprevisión que genera que su oficio dependa de la integridad física y de que su carrera pueda terminarse de un minuto a otro en cualquier partido o en cualquier entrenamiento.

El privilegio del futbolista profesional no radica solo en que pueda ganarse la vida con aquello que le gusta o que el fruto de su esfuerzo y su talento pueda levantar las más grandes pasiones. Es un privilegiado porque solo debe ocuparse de su propio rendimiento. Todo lo que está montado a su alrededor, desde las botas lustradas cuando llega hasta la toalla limpia cuando se va, depende de otros.

El lunes pasado comenzó, en el predio de la Real Federación Española de Fútbol, el cuarto curso de entrenador para exjugadores profesionales españoles que organiza la Escuela Nacional de Entrenadores. Como hijo y sobrino de entrenadores, conozco, por observación directa, algunas de las dificultades que acarrea el trabajo del entrenador, pero debo confesar que ignoraba otras muchas y que otras, ensimismado en mi rutina de futbolista, las había olvidado.

Apenas llevamos una semana de clases y los profesores nos han abierto otra dimensión en la que aquello que ocurre dentro del campo es solo una pequeña porción de las responsabilidades que acarrea el cargo. Nos hicieron asomar a un mundo de responsabilidades en el que, si queremos ser capaces de entrenar a un equipo, debemos abrir la mente y estar preparados para poder ver todo aquello que no veíamos y todo aquello que no queríamos mirar.

La vida del futbolista era muy fácil. Nada de Anatomía, Fisiología, Psicología, Sociología o Legislación. Nada de Teorías del Entrenamiento, Dirección de Equipos ni Metodología de la Enseñanza. Entrenadores, directores técnicos, preparadores físicos, médicos, psicólogos, fisioterapeutas, delegados… Ellos pensaban cada detalle de cada día del año para que a mí, futbolista, no me faltara nada y para que dedicara toda mi atención a cumplir con el objetivo final: que tirara bien los centros y, si podía, de vez en cuando, marcara algún gol.

La cuadratura del círculo

Por: | 27 de noviembre de 2011

Fut


Si uno no hubiera visto el derbi y solo se fijara en el resultado (4-1), podría justificarlo incluso sin tener en cuenta esa montaña de 12 años sin victorias que pesa en las espaldas rojiblancas. Bastaría con hacer foco en la diferencia emocional del presente de cada cual para entender una distancia de tres goles entre este Atlético zigzagueante y este Madrid cinético. Pero lo que sucedió en el Bernabéu fue diferente.

Un Atlético decidido, con ímpetu y bien organizado, encaró el partido con las ideas claras: agresividad, dinámica y salida orientada. Se dedicó a cerrar espacios, esforzando a su principal creativo para entorpecer las circulaciones de Alonso, y a canalizar las salidas evitando el embudo central. Con el balón en su poder, el Atlético soltaba a Diego y este lanzaba a Turan, a Salvio o a Adrián, que cumplieron con obediencia la misión de explotar los costados y evitar pérdidas peligrosas por el centro, allí donde el Madrid se luce y dibuja sus mejores contragolpes.

Con dominio parcial del partido, un buen plan, actitud y el bonito gol de Adrián, todo era demasiado perfecto para el Atlético en los primeros 20 minutos. La fatalidad rojiblanca llegó en el minuto 22 con el penalti y la expulsión de Courtois. El mano a mano sigue siendo una pesadilla para algunos porteros, que, sin importar la cantidad de tiempo que lleva modificado el reglamento, tienden a cometer instintivamente el mismo error. Un penalti y una tarjeta roja son, salvo circunstancias especiales, un castigo más grande que un gol en contra.

Manzano eligió sentar a Diego para mantener el orden y poner a alguien bajo los palos. La expulsión y el empate de Cristiano no doblegaron la moral atlética, pero el partido ya no pudo ser igual. Los de Manzano debían cometer cada vez más faltas para cubrir los mismos espacios con un hombre menos y el Madrid, muy seguro de sí mismo y de su capacidad de resolución, se daba el lujo de no tener que pensar en forma creativa. Mourinho no necesitó hacer cambios ni implementar soluciones tácticas para aprovechar mejor la superioridad numérica.

Sin variantes, tras el descanso marcó Di María después del enésimo desborde de Cristiano. El Madrid mantuvo el dibujo, los nombres y el esquema hasta la entrada de Higuaín, que, a los pocos minutos de ingresar, luchó por una pelota donde otros no lo harían y forzó el error de Godín para marcar el tercero. El cuarto, de Cristiano, clavó una diferencia de tres goles que, esta vez, no fue anímica. El Atlético plantó cara y batalló con orgullo hasta donde pudo hacerlo.

El Madrid, constante en sus muchas virtudes e impiadoso con los errores ajenos, exprimió al máximo una semana favorable en el calendario que, a la larga, puede resultar crucial. El partido con el Dinamo de Zagreb en casa le permitió cuidar fuerzas desde el miércoles para el derbi del sábado. Mientras tanto, el Barça, que jugó un día después, derrochaba toda su energía para batir al Milan en San Siro y continuaba su periplo hasta Madrid para enfrentarse al Getafe.

Sabedor de las dificultades que le esperaban tras el esfuerzo físico y mental del viaje a Italia, Guardiola advirtió a su tropa y los aficionados. De nada sirvió: el Barça controló la pelota y las acciones, pero, ausente Iniesta y fatigado Messi, adoleció de falta de penetración. Un problema para el estilo del Barca cuando los encargados de desequilibrar bajan un punto la intensidad.

Pase lo que pase estos días, el Madrid llegará con ventaja al clásico en el Bernabéu. Esta vez no será el cazador, sino la presa, otra ventaja para un equipo que no muestra problemas para ser profundo a la hora de atacar, pero que se siente especialmente poderoso esperando el error ajeno.

La Liga es muy larga todavía y, aunque en noviembre no se den trofeos, hoy se perciben en el Barça síntomas de fatiga allí donde el Madrid se reafirma. Un Madrid con hambre de gloria, que no mira el menú y, por ahora, devora cualquier cosa que le pongan delante.

El País

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