Resultaría complicado ver una casa terminada si cada dos o tres meses despidiéramos al arquitecto y llamásemos a otro para que derribase todo lo planificado para empezar de nuevo.
El año que recién nos deja se llevó consigo muchos proyectos futbolísticos en Argentina. Estudiantes de La Plata y Newell’s Old Boys, con cinco cambios cada uno si incluimos los interinatos, encabezaron la tabla de reemplazos. Hubo en total 50 entrenadores designados en los equipos de la Primera División y algunos de ellos lo hicieron en dos cuadros diferentes. A estos debemos sumar la salida de Sergio Batista, que fue despedido de la selección una vez finalizada la Copa América tras apenas ocho meses en el cargo.
De esta forma, no debe extrañar a nadie la coronación del último campeón. Boca Juniors fue el que más y mejor se reforzó, no vendió jugadores clave y respetó la continuidad de su entrenador tras un primer semestre dudoso. Consolidó un equipo sólido, unido y ordenado y llegó holgado a la meta. Unas bases que parecen sencillas, pero que pasaron a ser un lujo en el fútbol argentino actual y que alcanzaron a Boca para sacar 12 puntos de ventaja al segundo y terminar invicto con solo cuatro goles en contra en el semestre.
A pesar de la inestabilidad crónica, las vertiginosas cuentas de 2011 resultan optimistas si las comparamos con las de 2010, cuando hubo 60 entrenadores designados en los distintos equipos de Primera.
Las calles del fútbol argentino lucen un perpetuo cartel de en construcción, solo reemplazado eventualmente por otro que alerta sobre las demoliciones. Enemistados con la continuidad, se hace complicado para los equipos arraigar un estilo, base esencial para encontrar componentes funcionales y estéticos colectivos en el juego. Así, salvo que cuenten con valor afectivo, resulta cada vez más difícil interpretar y disfrutar el desarrollo de los partidos. Casi tan difícil como pretender discutir el estilo de un ambiente sin paredes.
Es cierto que la comparación inicial es torpe e incompleta y que a nadie se le ocurriría quitar y vender una columna o una viga de un edificio en plena construcción. En cambio, la construcción de un equipo de fútbol es un proceso vivo, en el que los elementos estructurales son también objeto de intercambio. En Argentina, exportadora, se ha acelerado cada vez más ese proceso. Los futbolistas emigran cada vez más jóvenes y en mayor número, muchos de ellos incluso sin haber jugado un solo partido en Primera, y los entrenadores afrontan la desproporcionada tarea de intentar construir una estructura que se sostenga por sí misma en un estrecho lapso de tiempo y con recursos cada vez más escasos.
Diego Simeone formó parte de esta larga lista de recambios y el sábado debutó con un empate al mando de su querido Atlético de Madrid, probablemente el club más argentino de los españoles no solo por la intensa forma en que sus hinchas viven los partidos y la extravertida manera de expresar esas pasiones, sino también por los 49 cambios de entrenador que los colchoneros realizaron desde 1987 hasta la fecha.
Compartí con Simeone partidos en la selección y lo tuve luego como entrenador en San Lorenzo, en el que pude confirmar que dirige con las mismas prioridades con las que jugaba: pasión por el fútbol, intachable compromiso y responsabilidad. Premisas que exige a sus dirigidos y que dejó claras en el Calderón desde el principio con un mensaje que lo define: “El esfuerzo no se negocia”.
Ojalá Simeone y el Atlético, arquitecto y propiedad, se otorguen el tiempo necesario para armar una estructura sólida que devuelva a los rojiblancos a pelear donde les corresponde, en la parte alta de la tabla.