Argentina y El Cholo

Por: | 08 de enero de 2012

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Resultaría complicado ver una casa terminada si cada dos o tres meses despidiéramos al arquitecto y llamásemos a otro para que derribase todo lo planificado para empezar de nuevo.

El año que recién nos deja se llevó consigo muchos proyectos futbolísticos en Argentina. Estudiantes de La Plata y Newell’s Old Boys, con cinco cambios cada uno si incluimos los interinatos, encabezaron la tabla de reemplazos. Hubo en total 50 entrenadores designados en los equipos de la Primera División y algunos de ellos lo hicieron en dos cuadros diferentes. A estos debemos sumar la salida de Sergio Batista, que fue despedido de la selección una vez finalizada la Copa América tras apenas ocho meses en el cargo.

De esta forma, no debe extrañar a nadie la coronación del último campeón. Boca Juniors fue el que más y mejor se reforzó, no vendió jugadores clave y respetó la continuidad de su entrenador tras un primer semestre dudoso. Consolidó un equipo sólido, unido y ordenado y llegó holgado a la meta. Unas bases que parecen sencillas, pero que pasaron a ser un lujo en el fútbol argentino actual y que alcanzaron a Boca para sacar 12 puntos de ventaja al segundo y terminar invicto con solo cuatro goles en contra en el semestre.

A pesar de la inestabilidad crónica, las vertiginosas cuentas de 2011 resultan optimistas si las comparamos con las de 2010, cuando hubo 60 entrenadores designados en los distintos equipos de Primera.

Las calles del fútbol argentino lucen un perpetuo cartel de en construcción, solo reemplazado eventualmente por otro que alerta sobre las demoliciones. Enemistados con la continuidad, se hace complicado para los equipos arraigar un estilo, base esencial para encontrar componentes funcionales y estéticos colectivos en el juego. Así, salvo que cuenten con valor afectivo, resulta cada vez más difícil interpretar y disfrutar el desarrollo de los partidos. Casi tan difícil como pretender discutir el estilo de un ambiente sin paredes.

Es cierto que la comparación inicial es torpe e incompleta y que a nadie se le ocurriría quitar y vender una columna o una viga de un edificio en plena construcción. En cambio, la construcción de un equipo de fútbol es un proceso vivo, en el que los elementos estructurales son también objeto de intercambio. En Argentina, exportadora, se ha acelerado cada vez más ese proceso. Los futbolistas emigran cada vez más jóvenes y en mayor número, muchos de ellos incluso sin haber jugado un solo partido en Primera, y los entrenadores afrontan la desproporcionada tarea de intentar construir una estructura que se sostenga por sí misma en un estrecho lapso de tiempo y con recursos cada vez más escasos.

Diego Simeone formó parte de esta larga lista de recambios y el sábado debutó con un empate al mando de su querido Atlético de Madrid, probablemente el club más argentino de los españoles no solo por la intensa forma en que sus hinchas viven los partidos y la extravertida manera de expresar esas pasiones, sino también por los 49 cambios de entrenador que los colchoneros realizaron desde 1987 hasta la fecha.

Compartí con Simeone partidos en la selección y lo tuve luego como entrenador en San Lorenzo, en el que pude confirmar que dirige con las mismas prioridades con las que jugaba: pasión por el fútbol, intachable compromiso y responsabilidad. Premisas que exige a sus dirigidos y que dejó claras en el Calderón desde el principio con un mensaje que lo define: “El esfuerzo no se negocia”.

Ojalá Simeone y el Atlético, arquitecto y propiedad, se otorguen el tiempo necesario para armar una estructura sólida que devuelva a los rojiblancos a pelear donde les corresponde, en la parte alta de la tabla.

Dominar, ganar y disfrutar

Por: | 18 de diciembre de 2011

Desde la primera final que vi, en 1985, la Copa Intercontinental me fascinó. Tenía apenas nueve años y la posibilidad de ver a equipos de distintos continentes, enfrentándose en un país tan lejano y tan exótico, despertaba en mí diferentes fantasías. Por un lado, me permitía viajar, ya que entonces no había Internet ni televisión por suscripción, y el partido era una ventana abierta al mundo: aquel estadio tan moderno, esos jugadores de nombres raros, el hecho de ver en vivo un partido que se jugaba en pleno día cuando de este lado del mundo todavía era de noche.
Por otro lado, el encuentro me permitía vivir, a través de esos jugadores, el sueño del niño que ama el juego. Me parecía increíble que aquellos señores fueran los mejores del mundo jugando a la pelota y que, una vez terminado el partido, se llevaran a su casa esa copa, tan hermosa, coronada con una pelota dorada y brillante. Me parecía que no podía haber nada en todo el Universo más importante que eso.
Cada año esperaba diciembre con más ansias por ver el partido que por ver a Papá Noel. Una vez llegado el día, organizaba el ritual: daba cuerda a la campanilla del despertador y dejaba sintonizado el canal del televisor. Luego, procuraba no hacer ruido, para no despertar a nadie, y me sentaba solo en el salón de casa. Así, en silencio, supe que existía una ciudad llamada Bucarest y un club de nombre Estrella Roja. Así descubrí a Laudrup, a Platini, a Romario, a Rijkaard o a Papin. En silencio grité un gol de Alzamendi tras una picardía de Alonso y conocí al Milan de Sacchi o disfruté del São Paulo de Rai.
Pasaron los años y nunca perdí mi amor por esa copa. Vi la final cada vez que pude, estuviera solo o en familia, con amigos o rogando al camarero de un bar para que encontrara la señal de ese partido lejano.
El destino se encargó luego de superar cualquier expectativa. La primera vez que pisé Tokio fue en diciembre de 1996 con el plantel de un River histórico. Perdimos contra el Juventus de Zidane por un gol de Del Piero y pensé que mi oportunidad había pasado, que ya nunca regresaría allí. Volví con el Madrid en 2000 y otra vez en 2002, cuando la sede cambió a Yokohama. La última vez fue hace apenas dos años, con el Atlante, a disputar esta versión más democrática en el actual formato de Mundial de Clubes en Abu Dabi.
Tengo esos viajes asociados a las emociones de disputar una final mundial, a la novedad constante que despierta un país con una cultura tan distinta y al sueño. Un profundo sueño diurno que, llegada la noche, se transforma en un desvelo interminable. Nada describe mejor la sensación que la película Lost in translation, esa oda al insomnio dirigida por Sofia Coppola.
El jet-lag no pareció afectar ayer al Barcelona, que no salió dormido contra el Santos. Dominó, disfrutó y se llevó la copa de la mano de Messi, un futbolista descomunal. Vi el partido solo, en un bar, como en los viejos tiempos.
No tengo en casa esa moderna copa que levantó Puyol. La mía es la vieja, la de las cuatro columnas coronadas con un balón antiguo, dorado y brillante. Cada vez que la veo no me viene a la mente aquel partido que me permitió ganarla. No pienso en los goles, ni en los festejos ni en la entrega de premios. Mi memoria no me lleva al momento preciso en que la realidad sustituyó al sueño, sino que me lleva al sueño en sí.
Cuando la veo recuerdo a Platini, a Laudrup, a Alonso, a Raí. Lo que recuerdo es mi emoción de niño, la ilusión desmesurada, el corazón acelerado. El sueño de algún día poder jugar a la pelota y, quién sabe, quizá también poder ganar esa copa, como ellos.

Como un espejismo

Por: | 11 de diciembre de 2011

Fut

Quizá a nadie en el Madrid se le había ocurrido un inicio tan perfecto. Quizá en ningún imaginario, ni siquiera en el más fanático comienzo del guion más optimista, existía la posibilidad de comenzar así. El Madrid, cuyo plan era apretar y robar alto para llegar rápidamente al gol, presionó el saque de inicio del Barça y, en su primera recuperación, marcó.

Iban 21 segundos del primer tiempo y el Madrid tenía al Barca justamente donde lo necesitaba: lejos en la tabla, debajo en el tanteador y en manos de un entrenador con un amplio registro a la hora de defenderse para contragolpear.

Quizá esa misma rareza, la anomalía de marcar un gol cuando las nalgas todavía no calientan las plateas, produjo el desconcierto. El tramo siguiente del partido se vivió como una obra de teatro surrealista en la que el público observa a unos actores escenificar la misma obra aunque les hayan cambiado la escenografía.

Así, fuese por perplejidad ante la inmediatez, por convencimiento sobre las posibilidades del planteo original, por exceso de confianza o por alguna otra razón que nos evade, el Madrid no pareció valorar la posibilidad de un cambio estratégico tras el gol. No cuentan como síntoma un par de salidas tímidas en corto de Casillas, que llego a distribuir Xabi, ni los dos o tres desmarques de Özil.

El Madrid, en ventaja, no intentó aumentar su control sobre el balón con el objetivo de juntar sus líneas y restar posesión al Barca. Tampoco optó por agruparse y resguardarse para poder presionar con menor desgaste desde posiciones defensivas e intentar reventar el encuentro al contragolpe.

Así, el partido continuó como si el gol hubiese sido un espejismo. El Barça seguía intentando encontrarse con el balón y para ello asumía cualquier riesgo desde atrás. El Madrid seguía vaciando el tanque en las estudiadas presiones altas, cada vez más largas, y en las aprendidas transiciones rápidas, cada vez más cortas.

Mientras el público intentaba descifrar el contenido, mientras algunos masticaban pipas, otros se masticaban las uñas y otros se recostaban sobre viejos laureles, Guardiola echó un vaso de agua en la cara del partido. Movió a Alexis, que había caído a la derecha, y despejó el carril para Alves. La rotación de posiciones se extendió así hasta la defensa y Busquets podía ser dos cosas según la situación, igual que Iniesta y Cesc.

Con los nuevos espacios listos para usarse, el Barca se preparó para cambiar el circuito, pero antes de eso Messi fabricó su espacio propio. Recibió, avanzó, se coló por una curvatura del espacio-tiempo y asistió la diagonal de Alexis, que definió cruzado con precisión.

El primer tiempo, parejo, se fue acompañado de un sentimiento sordo y profundo: que el Madrid había perdonado al Barca y que perdonar, en el fútbol, siempre tiene sus consecuencias.

Las consecuencias vinieron todas en el segundo tiempo. El Madrid, ya sin las fuerzas de los primeros 30 minutos, tardó cada vez más en recuperar el balón y, cuando lo hizo, se atropelló por volar al arco contrario. En ese intento de correr más rápido que las propias piernas, perdía precisión y cedía el balón cada vez más deprisa. Una secuencia que se repitió una y otra vez, se dobló sobre sí misma y ajustó su propio nudo.

El Barca, que había tenido un comienzo dudoso, recorrió el camino inverso. Se buscó a sí mismo hasta que se encontró con el balón, aumentó la posesión y con ella la precisión y la confianza. Y este Barca, con confianza, es capaz incluso de convocar a la suerte. Si bien es cierto que esta se alió con los azulgrana para el gol de Xavi, también lo es que no tuvo nada que ver con la magnífica jugada que tejieron Messi, Alves y Cesc para cerrar el marcador o con la facilidad con la que Iniesta se colocó la pelota en el bolsillo para salir a correr por la banda.

El Madrid sigue siendo un gran equipo y sus oportunidades de coronarse están intactas. Sin embargo, contra el Barça, en el afán por evitar posibles errores en las zonas delicadas, acelera demasiado el tránsito del balón y lo cede. Con él cede también la iniciativa.

Quizá cuando cese en ese empeño por mover las piezas negras siempre, incluso cuando lleva las blancas, la historia sea distinta.

La sencilla vida del futbolista

Por: | 04 de diciembre de 2011

La vida del futbolista profesional es bastante fácil. No me refiero a eso de correr hasta vaciar toda la energía de cada músculo del cuerpo dos o tres veces por semana en la competición. Tampoco a las largas pretemporadas, a las sesiones diarias de entrenamiento o a no disponer nunca de días libres, fiestas y puentes. Es fácil, a pesar de que los viernes por la tarde, cuando la mayoría está armando su plan para el fin de semana, él se encuentre preparando su bolsito para ir a la concentración igual que, cuando, años atrás los amigos de la adolescencia se preparaban para salir de fiesta, él se ponía el pijama y se acostaba temprano.

La vida del futbolista profesional es bastante fácil más allá de que nunca disponga de sus propios tiempos, de que estos varíen según cada situación y nunca esté seguro de a qué hora se entrenará mañana o pasado o el día siguiente y que cada día de cada semana de cada año deba estar pendiente del impredecible horario de los viajes, las concentraciones, los partidos, las charlas tácticas, las charlas psicológicas, las comidas, la hora en que debe dormirse y la hora a la que debe despertarse.

La vida del futbolista es fácil aunque siempre se pierda el cumpleaños de sus hijos o las obritas de graduación del preescolar y aunque nunca pueda planear un asado de domingo en familia. Es fácil, a pesar de no poder elegir cuándo comenzar o parar de correr y lo es también más allá de que, cuando se despierta por la mañana, los tobillos, las rodillas y la columna vertebral le hagan ruidos extraños y le lleve cinco minutos llegar desde la cama hasta el baño.

La vida del futbolista es fácil más allá del tamiz, casi impermeable, que debió superar para estar donde está y de la brutal competencia a la que se enfrenta cada día para mantener su puesto de trabajo. Lo es a pesar de la sensación de imprevisión que genera que su oficio dependa de la integridad física y de que su carrera pueda terminarse de un minuto a otro en cualquier partido o en cualquier entrenamiento.

El privilegio del futbolista profesional no radica solo en que pueda ganarse la vida con aquello que le gusta o que el fruto de su esfuerzo y su talento pueda levantar las más grandes pasiones. Es un privilegiado porque solo debe ocuparse de su propio rendimiento. Todo lo que está montado a su alrededor, desde las botas lustradas cuando llega hasta la toalla limpia cuando se va, depende de otros.

El lunes pasado comenzó, en el predio de la Real Federación Española de Fútbol, el cuarto curso de entrenador para exjugadores profesionales españoles que organiza la Escuela Nacional de Entrenadores. Como hijo y sobrino de entrenadores, conozco, por observación directa, algunas de las dificultades que acarrea el trabajo del entrenador, pero debo confesar que ignoraba otras muchas y que otras, ensimismado en mi rutina de futbolista, las había olvidado.

Apenas llevamos una semana de clases y los profesores nos han abierto otra dimensión en la que aquello que ocurre dentro del campo es solo una pequeña porción de las responsabilidades que acarrea el cargo. Nos hicieron asomar a un mundo de responsabilidades en el que, si queremos ser capaces de entrenar a un equipo, debemos abrir la mente y estar preparados para poder ver todo aquello que no veíamos y todo aquello que no queríamos mirar.

La vida del futbolista era muy fácil. Nada de Anatomía, Fisiología, Psicología, Sociología o Legislación. Nada de Teorías del Entrenamiento, Dirección de Equipos ni Metodología de la Enseñanza. Entrenadores, directores técnicos, preparadores físicos, médicos, psicólogos, fisioterapeutas, delegados… Ellos pensaban cada detalle de cada día del año para que a mí, futbolista, no me faltara nada y para que dedicara toda mi atención a cumplir con el objetivo final: que tirara bien los centros y, si podía, de vez en cuando, marcara algún gol.

La cuadratura del círculo

Por: | 27 de noviembre de 2011

Fut


Si uno no hubiera visto el derbi y solo se fijara en el resultado (4-1), podría justificarlo incluso sin tener en cuenta esa montaña de 12 años sin victorias que pesa en las espaldas rojiblancas. Bastaría con hacer foco en la diferencia emocional del presente de cada cual para entender una distancia de tres goles entre este Atlético zigzagueante y este Madrid cinético. Pero lo que sucedió en el Bernabéu fue diferente.

Un Atlético decidido, con ímpetu y bien organizado, encaró el partido con las ideas claras: agresividad, dinámica y salida orientada. Se dedicó a cerrar espacios, esforzando a su principal creativo para entorpecer las circulaciones de Alonso, y a canalizar las salidas evitando el embudo central. Con el balón en su poder, el Atlético soltaba a Diego y este lanzaba a Turan, a Salvio o a Adrián, que cumplieron con obediencia la misión de explotar los costados y evitar pérdidas peligrosas por el centro, allí donde el Madrid se luce y dibuja sus mejores contragolpes.

Con dominio parcial del partido, un buen plan, actitud y el bonito gol de Adrián, todo era demasiado perfecto para el Atlético en los primeros 20 minutos. La fatalidad rojiblanca llegó en el minuto 22 con el penalti y la expulsión de Courtois. El mano a mano sigue siendo una pesadilla para algunos porteros, que, sin importar la cantidad de tiempo que lleva modificado el reglamento, tienden a cometer instintivamente el mismo error. Un penalti y una tarjeta roja son, salvo circunstancias especiales, un castigo más grande que un gol en contra.

Manzano eligió sentar a Diego para mantener el orden y poner a alguien bajo los palos. La expulsión y el empate de Cristiano no doblegaron la moral atlética, pero el partido ya no pudo ser igual. Los de Manzano debían cometer cada vez más faltas para cubrir los mismos espacios con un hombre menos y el Madrid, muy seguro de sí mismo y de su capacidad de resolución, se daba el lujo de no tener que pensar en forma creativa. Mourinho no necesitó hacer cambios ni implementar soluciones tácticas para aprovechar mejor la superioridad numérica.

Sin variantes, tras el descanso marcó Di María después del enésimo desborde de Cristiano. El Madrid mantuvo el dibujo, los nombres y el esquema hasta la entrada de Higuaín, que, a los pocos minutos de ingresar, luchó por una pelota donde otros no lo harían y forzó el error de Godín para marcar el tercero. El cuarto, de Cristiano, clavó una diferencia de tres goles que, esta vez, no fue anímica. El Atlético plantó cara y batalló con orgullo hasta donde pudo hacerlo.

El Madrid, constante en sus muchas virtudes e impiadoso con los errores ajenos, exprimió al máximo una semana favorable en el calendario que, a la larga, puede resultar crucial. El partido con el Dinamo de Zagreb en casa le permitió cuidar fuerzas desde el miércoles para el derbi del sábado. Mientras tanto, el Barça, que jugó un día después, derrochaba toda su energía para batir al Milan en San Siro y continuaba su periplo hasta Madrid para enfrentarse al Getafe.

Sabedor de las dificultades que le esperaban tras el esfuerzo físico y mental del viaje a Italia, Guardiola advirtió a su tropa y los aficionados. De nada sirvió: el Barça controló la pelota y las acciones, pero, ausente Iniesta y fatigado Messi, adoleció de falta de penetración. Un problema para el estilo del Barca cuando los encargados de desequilibrar bajan un punto la intensidad.

Pase lo que pase estos días, el Madrid llegará con ventaja al clásico en el Bernabéu. Esta vez no será el cazador, sino la presa, otra ventaja para un equipo que no muestra problemas para ser profundo a la hora de atacar, pero que se siente especialmente poderoso esperando el error ajeno.

La Liga es muy larga todavía y, aunque en noviembre no se den trofeos, hoy se perciben en el Barça síntomas de fatiga allí donde el Madrid se reafirma. Un Madrid con hambre de gloria, que no mira el menú y, por ahora, devora cualquier cosa que le pongan delante.

Enemigos íntimos

Por: | 20 de noviembre de 2011

El futbolista ve en el periodista a un extranjero. Un intruso con camisa y zapatos limpios que pretende pisar con su librito de teoría bajo el brazo su lodoso territorio de la práctica. Un charlatán sospechoso que, solo por hablar, puede influir sobre su futuro. Ve a alguien que juzga sin hacer, que no corre, no suda, no siente cansancio o dolor, no escucha los silbidos del público ni los saludos afectuosos a su puta madre pero que, concluido el partido, con una tacita de té de tilo a mano y el aire acondicionado encendido, dice todo aquello que debió haberse hecho y no se hizo y todo aquello que se debería hacer para corregirlo.
Para el periodista deportivo, en cambio, el jugador es otro objeto de estudio. Un tipo con una habilidad puntual. Un poco consentido y caprichoso, sensible a los pequeños cambios de rutina. Ve un ser que lleva una existencia monótona en su sencillo mundo verde, rectangular y perfecto. Lo mira, quizá, hasta con condescendencia; sabedor de una verdad que el futbolista, en el trajín de su rutina, ignora: que el fútbol se termina y la vida sigue, sin autógrafos ni flashes.
El análisis de un partido de fútbol es siempre incompleto y discutible. No puede ser de otra manera, ya que, por mucha capacidad de observación que tenga, el periodista no puede conocer todos los detalles. No ayuda a complementar la opinión especializada el hermetismo actual, donde la entrada a los entrenamientos se cierra y el acceso al futbolista es menor. Esto, que parece un contrasentido en un mundo híper conectado, no solo se debe a una supuesta paranoia de los entrenadores o a intentos por evitar que se filtre información que le pueda ser útil al rival. También es una forma de aislar a los jugadores de cualquier distracción y de la presión y el desgaste de atender constantemente a la prensa. Sobre todo en equipos grandes, donde a diario se amontona una gran cantidad de medios y periodistas, no todos especializados.
Cuanto mayor información tenga un buen periodista, menos subjetivo debería resultar su análisis. Al limitar la información, de manera justificada o no, los entrenadores se convierten involuntariamente en promotores de especulaciones. Sin pretenderlo generan mayor subjetividad, aunque nada justifica el periodismo creativo, en el que se inventa algo que no sucedió solo para rellenar un espacio.
El abismo que se abre entre el futbolista y el periodista no se debe solo al recelo tangible entre aquel que realiza una tarea y aquel que la juzga. Hay también cierta falta de empatía. No parece importar que el fútbol produzca un material que los medios chupan y potencian para armar un producto cada vez más grande, que realimenta a los propios protagonistas. Esta es una simbiosis que no evita los recelos. Una parte de la prensa, que no se dedica al estudio y la crítica sino al exabrupto fácil y sin fundamento es culpable, en parte, de la visión prejuiciosa que muchos deportistas se han forjado del periodismo deportivo en general. También aquellos sospechosos de favoritismos. Subir o bajar el pulgar a un futbolista solo afecta al interesado y no hay, como en otras ramas del periodismo, una exigencia social de compromiso con la realidad. Al fin y al cabo solo se trata de fútbol.
Sin embargo, muchos buenos periodistas no solo sufren injustamente este prejuicio, sino que deben convivir con otros. No importa cuan respetuoso o justo sea un comentario, al igual que el árbitro, el periodista siempre puede ser acusado de no ser objetivo, de responder a intereses editoriales e incluso de ser hincha de un.
En un mundo donde las identidades se definen por el apego emocional a unos colores, la búsqueda de la objetividad no garantiza seguidores. Al contrario, a muchos aficionados y protagonistas les disgusta la realidad, prefieren mantener intacta su propia fantasía y consideran un conspirador a aquel que no diga lo que quieren escuchar. Escribir aquí, no con las habilidades de un periodista sino con las armas romas de un exfutbolista, me ha enseñado una lección importante: que diga lo que diga, uno queda totalmente expuesto, desnudo en su literalidad y que no solo las posibles carencias propias, a la hora de expresar una opinión, pueden generar confusiones. Es igual de importante saber leer. Aceptar y entender el tono, el enfoque, el criterio y ¿por qué no? los deseos de quien escribe. Leer lo que hay y no rellenar con prejuicios las páginas de otros.
Jugadores y periodistas deportivos, enemigos íntimos que, tal como los conocemos, no podrían existir los unos sin los otros.

¿Oíd el ruido de rotas cadenas?

Por: | 14 de noviembre de 2011

Argentina transitó por el partido del viernes [contra Bolivia (1-1)] como si fuera el reflejo de su gente en el estadio. Una tarde callada con más huecos que ilusiones.

La selección albiceleste encaró con buenas intenciones el previsible panorama. Ante un rival nada preocupado por la posesión del balón y muy aplicado en la marca, salió dispuesta a dar velocidad a la pelota y profundidad a las acciones. Elementos que se hicieron evidentes en los pases verticales a los volantes ofensivos y en la búsqueda rápida de los delanteros.

Higuaín se encargó de ampliar su zona de influencia y empujar a la defensa para luego dejarse caer repetidamente detrás del lateral izquierdo, Gago gestionó la circulación apuntalado por Mascherano y Messi buscó sus espacios secundado por Pastore. Las proyecciones más claras llegaban por la decisión de Clemente Rodríguez en la izquierda. A pesar de la lamentada ausencia de Agüero, a quien más extrañó el equipo fue a Di María. Son cada vez más escasos los futbolistas capaces de recorrer la banda con ese despliegue y conservar a la vez la capacidad de romper por los costados. Parecía el principio de una tarde apacible cuando, tras una aceleración en el minuto 20, Messi soltó el pase para Higuaín un segundo antes de que lo derribaran. El Pipita definió junto al palo, pero el árbitro aplicó perfectamente la ley de la desventaja. Insólitamente, anuló el gol y señaló la falta anterior sobre La Pulga.

Después de un tiro de Messi que atrapó Arias, un penalti reclamado por Higuaín y un zurdazo al palo de Pastore, el primer tiempo se esfumó. Con él se fue también la mejor versión de Argentina y algunas de sus buenas intenciones. En la segunda parte marcó Martins para Bolivia y empató rápidamente Lavezzi en su primera aparición. A partir de ahí, el público ya solo tuvo fuerza para silbar a Demichelis por su fallo en el gol visitante y se resignó a observar, con menos pasión que indiferencia, los voluntariosos pero espesos intentos de Messi y compañía. Argentina mereció ganar a pesar de su partido viscoso. Cargada con incertidumbre, deberá afrontar mañana sus dudas, el calor, la humedad y a Colombia en Barranquilla.

La adaptación al nuevo sistema de Alejandro Sabella, el acoplamiento a otra metodología de trabajo, la falta de tiempo, la asimilación de conceptos, los cambios de esquema... Todas estas son excusas reales, pero que se repiten sin cesar cuando se cambian cuatro entrenadores en cinco años. No es extraño que nos toque vivir un Día de la Marmota futbolístico, en el que, tras cada partido, se escucha una y otra vez la misma canción como un mal sueño.

El problema de Argentina no es que un defensa se equivoque y le roben la pelota. El problema no es que los volantes defensivos de Bolivia superen, solo con buen manejo de la posición y despliegue físico, a volantes ofensivos de categoría como Pastore y Álvarez. El problema no es que Messi no consiga jugar de la misma forma que en el Barça o que llegue un momento en que se deje dominar por la impotencia. Tampoco es que falten Agüero y Di María o que los laterales no desborden. Ni siquiera es un problema no poder doblegar a Bolivia en Buenos Aires tras caer por primera vez ante Venezuela. El problema de la selección es saber realmente hacia dónde quiere ir. Es entender que una idea para desarrollarse necesita tiempo, pero que, ante todo, necesita la existencia de la idea. Es permitir a un conductor que desarrolle su trabajo y, en todo caso, ser capaz de cambiar de conductor sin modificar la ruta.

El problema es cómo hacer para recuperar el respeto perdido cuando mantener el poder político se convierte en un fin en sí mismo. Un fin más importante que promover cualquier jerarquía futbolística. El problema no es solamente de entender lo que nos pasa, sino que nos interese corregirlo.

El voto de oro

Por: | 07 de noviembre de 2011

Fut


"Esto son goles, no votos"
. Esa fue la breve explicación que ofreció Cristiano Ronaldo cuando le instaron a pronunciarse sobre las diferencias entre la Bota de Oro, que recibió como máximo goleador europeo, y el Balón de Oro. Su reflexión me pareció irrefutable.

No hay nada que discutir cuando lo que medimos son cantidades. La razón numérica impera a la hora de probar quién fue más eficaz agujereando redes siempre que no tengamos en cuenta el coeficiente de cálculo que se aplica a Ligas consideradas menores, en las que por alguna razón se presupone que es más fácil marcar como si al disminuir el nivel de los defensores no lo hiciera también el de los propios compañeros.

Pero, al hacer una valoración cualitativa, todo ingresa en el terreno de lo subjetivo. La historia está llena de ejemplos sobre errores e injusticias consagradas por las mayorías o en nombre de ellas, aunque es sabido que las mayorías suelen pensar, convenientemente, que las mayorías nunca se equivocan.

Ya están definidos los 23 jugadores que optarán a llevarse el Balón de Oro en enero. Desde su creación, en 1956, el ganador fue elegido entre futbolistas europeos a través del voto de periodistas especializados. Recién en 1995 pudieron optar al premio futbolistas no europeos que jugaran en Europa. Una decisión tardía que dejó fuera del trono a un indiscutible como Maradona. A partir de 2010 se fusionó con el Premio FIFA para elegir al mejor del mundo y ya no son solo periodistas quienes definen al ganador. Se han sumado entrenadores y jugadores para garantizar una decisión más plural, no corporativista.

Pero no importa cuál sea el formato de la votación ni quiénes sean los electores. A la hora de medir una suma de cualidades, siempre hay polémica.

¿Qué se debe valorar más: el talento individual o la manera en que ese talento influye en los éxitos del equipo? ¿Influye más un gran futbolista en el juego de un gran equipo o un gran equipo en el juego de un gran futbolista? ¿Es mejor un futbolista que marcó 50 goles que no alcanzaron para lograr un título o uno que no marcó, pero es el eje del juego de un equipo campeón? ¿Cómo comparamos a Messi con Casillas? ¿Es más importante una asistencia o un achique? ¿Un pase o un quite? ¿Un goleador o un organizador? ¿Cómo medir con exactitud el nivel de influencia de cada jugador respecto al nivel de juego de su equipo? ¿Influye más Cristiano en el Madrid, Rooney en el Manchester o Xavi en el Barça?

La historia nos cuenta que, más allá de quien vote, la tendencia ha sido a valorar a los jugadores creativos y que solo un portero y tres defensores resultaron premiados. Incluso en el fútbol moderno, en el que cambió radicalmente la forma de defenderse, el foco se sigue colocando en los futbolistas capaces de emocionar con su creatividad.

El debate no cesa ni siquiera en estos tiempos en que para regocijo de los futboleros, ha aparecido una figura fulgurante como Messi. Un talento tan poco común que, como esos cometas de largo periodo orbital, a veces debemos esperar décadas para volverlo a ver.

Quizá para satisfacer a todos deberíamos pensar en un sistema de premiación más abarcativo, que emule al del cine. Unos Oscar del fútbol en los que no solo condecoremos al actor principal, sino también al de reparto. Premiar al que tiró el centro, al que arrastró la marca, al que se tiró al piso, al que devolvió la pared... Incluso podríamos crear unos premios alternativos, al estilo del Festival de Sundance, para incluir a los talentos emergentes.

Pero, en tanto exista Messi y sea capaz de mantener su nivel actual, podemos cancelar todo lo demás y, sin miedo a equivocarnos, dedicarnos a fabricar balones de oro con su nombre.

La pasión

Por: | 30 de octubre de 2011

Los argentinos somos pasionales o, al menos, esa es la forma en la que nos gusta vernos. Asociamos la pasión al ruido, a los gritos, a los gestos ampulosos. En la cancha es ese mantra futbolero del “huevo, huevo, huevo”. No nos entretenemos demasiado en tratar de entender nuestras pasiones y tendemos a medirlas de acuerdo con el nivel de exaltación exhibido. En el fútbol nos consideramos los más apasionados. Quizá porque saltamos sin parar, nos abrazamos, colgamos muchas banderas por todas partes, llenamos los estadios con cantos y papelitos de colores y necesitamos en cada partido más policías que aficionados.
No pensamos en todo esto como formas más o menos pintorescas o más o menos legales de expresarnos sino como una forma superior de sentir, que nos define como argentinos y nos diferencia del resto.
¿En qué momento nos adjudicamos el título de campeones mundiales de la pasión? ¿Cuándo decidimos que lo que definía nuestro compromiso con algo era la forma de mostrarnos y no su contenido? ¿Acaso no es apasionado un filósofo? ¿No lo era Brahms por haber nacido en la fría Hamburgo y no haberse colgado nunca de un paravalanchas? ¿No se vive con pasión un partido de fútbol en el Allianz Arena, el Calderón o el Bernabéu?
Nos resulta difícil percibir la pasión expresada de una forma más callada y profunda. En Argentina alguien que se pasa 10 años dando forma, meticulosamente, a un bonsái, difícilmente sea catalogado como un apasionado. Aquel que en el fútbol disfruta o sufre con su equipo pero es, a la vez, capaz de reconocer el talento o la valentía del rival es visto más bien como un desapasionado, un “pecho frío” o un traidor, a secas. Gente sin pasión, sin alma. Gente sin swing. Descorazonados que no entienden el mundo de los sentimientos, que “no sienten los colores” y que jamás comprenderían lo que significa ser “verdaderamente argentino”, “entender al pueblo”, “ser un hincha de verdad”, un auténtico miembro de La 12 o un borracho del tablón.
Esta tergiversada interpretación sobre las pasiones la aprovechan los violentos. Es una de las tantas razones para que las barras bravas, que son solo una expresión de un problema social más extenso y profundo, sigan camuflando su presencia en el fútbol. Son la sinrazón disfrazada de pasión. La utilizan como valor superior que todo lo explica y todo lo excusa. Dicen: “Lo hacemos por los colores”, “nos dejamos el alma”, “defendemos lo que queremos”, “lo nuestro”. Frases como cáscaras que los aíslan en un mundo sin matices, donde todo da lo mismo porque depende de cómo lo siente cada cual. Un recurso poco original para no tener que reflexionar y para desacreditar a cualquiera que lo intente. La mejor excusa de los intolerantes para justificarse a sí mismos.
Así es como algunos hinchas de San Lorenzo insultan a sus jugadores porque estos “no sienten la camiseta”. Y un jugador reacciona y hace gestos a la hinchada. Y los barrabravas saltan la seguridad en un entrenamiento, amenazan al plantel y golpean a ese jugador para explicarle bien, detalladamente, cómo se deben sentir los sentimientos. Lo golpean para instruirlo sobre la pasión. Le cuentan con los puños cómo ellos transpiran en la tribuna, llueve o truene, incondicionalmente, domingo tras domingo, la camiseta.
Y que cada día la quieren más, porque es un sentimiento que no pueden parar y olé olé olé; olé olé olé olaaá...

El Madrid se redimensiona

Por: | 23 de octubre de 2011

Bastos2

El Lyon llegó a Madrid a encerrarse en el último tercio o el último cuarto de la cancha y convertir en lateral a un centrocampista y en centrocampista a un delantero cuando no dispusiera del balón. El planteamiento, más cercano al terror que a la cautela, buscaba evitar ceder espacios a los ya famosos contragolpes blancos. Luego, esperar que en esa verticalidad se produjeran los huecos necesarios para la salida.

Desde el primer minuto se percibió que el Madrid conocía esas intenciones. Respondió al hacinamiento con 700 pases, circulación horizontal, gran movilidad y una dosis de paciencia a la que no nos tiene acostumbrados. A esto agregó la habitual atención de la defensa, muy alta, y la agresividad de Arbeloa y Marcelo a la hora de mantener cercanas las líneas y frenar cualquier intento de salida por los costados. La cadencia del Madrid con el balón dejó pasmados a los jugadores del conjunto francés, que, al igual que esos estudiantes que solo leyeron la sinopsis del libro, no supieron articular una respuesta ante un planteamiento inesperado.

Si bien la pasividad de los rivales a la hora de presionar para recuperar (no importa en qué parte del campo un equipo decida esperar, en algún sitio la presión debe comenzar) facilitó el trámite, sería una reducción pensar que el Madrid se permitió desplegar ese juego por debilidad del adversario o por su planteamiento. La táctica sugestionada del Lyon fue producto del temor por la fase más destructiva del juego blanco. Los cuatro goles y las eficaces variantes en su juego fueron méritos propios.

En Málaga un muy mejorado Kaká hizo de Özil e Higuaín volvió al equipo de entrada. El cuadro local, al revés que el Lyon, salió a presionar alto y con ímpetu, pero se perdió rápidamente en ese laberinto de variantes que fue el Madrid la última semana. En apenas 37 minutos desfondó el partido con un juego tan sólido y agresivo en la fase de recuperación del balón y tan variado y eficaz en la fase ofensiva que daba la impresión de estar mirando una edición o un resumen con jugadas de partidos diferentes. Basta con repasar los cuatro goles del sábado, que fueron un compendio de aptitudes, para darnos cuenta de la amplitud del registro que recorrió el Madrid en Málaga.

A los 10 minutos lució su versión vertical. En solo 15 segundos un anticipo de Pepe lo transformó Xabi Alonso en una pelota de ataque para que una precisa y rápida combinación entre los cuatro de arriba culminara en el primer gol.

Para el segundo combinó el juego horizontal con velocidad en corto y en largo. La pelota se movió sin pausa de derecha a izquierda utilizando todo el ancho del campo para luego volver a cruzar hasta llegar a Di María con un lanzamiento tendido de Kaká. Dos giros horizontales completos y un centro a pierna cambiada que conectó Cristiano para el mejor gol del partido.

Hambre, coordinación colectiva y talento individual se combinaron para el tercer gol. Presión altísima del Madrid que recuperó el balón tres veces en menos de 30 segundos en los tres cuartos de cancha. Demasiado para cualquiera. Más aún si tras el robo recibe y gira Cristiano en la medialuna. Más aún si Kaká cruza y le arrastra la marca para limpiarle el camino.

El cuarto gol corrobora el trabajo ofensivo a balón parado. Si contra el Lyon Cristiano atacó el primer palo y Benzema agrandó el arco con Ramos, el sábado Pepe arrastró marcas y el resto buscó el segundo palo. Cristiano, liberado, marcó por el centro.

Si las premisas en el plan de ataque no son invariables y el equipo acierta al elegir cuándo conviene la velocidad y cuándo la paciencia, el compendio de soluciones se amplía. La capacidad para entender los partidos y responder con un juego más plástico o más vertical según los momentos o las intenciones del rival o para lograr combinarlos en un mismo partido representa un salto cualitativo al alcance de pocos. El juego del equipo cobra una nueva dimensión.

La última semana, el Madrid subió un escalón y se superó a sí mismo. Reafirmó la alegría por su presente y multiplicó la ilusión por su futuro.

El Charco

Sobre el blog

El Charco. 1- Superficie de agua poco profunda que de no ser por los visitantes podría pasar totalmente desapercibido. 2- Coloq. Arg. Océano que separa el continente americano y el europeo.

Sobre el autor

Santiago Solari

Santiago Solari nació en Rosario, Argentina, en 1976. Jugó al fútbol en River Plate, Atlético de Madrid, Real Madrid, Inter de Milán, San Lorenzo de Almagro, Atlante y Peñarol.

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