Por Jesús Ruiz Mantilla
Entre las buenas noticias de este apocalíptico y
repugnante 2012 podemos rescatar una: Maxim Vengerov ha vuelto. En estos
momentos de escasa fe era necesario ser testigo. Y el domingo pasado, en el Auditorio
Nacional, quienes estuvimos dentro del ciclo Juventudes Musicales, lo
certificamos. Allí apareció el gran Maxim, con su Stradivarius en la mano y al cuello
de regreso a la fantasía compartida con que su música nos vuelve a contagiar.
Nunca dijo que fuera definitivo. Pero desde 2007
no había vuelto al circuito como violinista. No fue solamente culpa de aquella
lesión que le afectó al brazo después de una caída en el baño. La verdadera razón:
estaba harto. Se cansó del circuito y sus demandas, pero también se había
agotado a sí mismo, de avión en avión, de hotel en hotel, consciente en cada
escala de que el mundo podía ofrecerle más que una vida acelerada sin tregua ni
raíces.
Pronto dejó las suyas. De Siberia (Novosibirsk,
1974), donde sus primeros maestros y su padre oboísta certificaron el prodigio
de un niño que interpretaba a Schubert con seis años, se mudó pronto a aprender
las leyes de la perfección en cuerda a manos de profesores como Galina
Turtschaninova y Zakhar Bron. Aunque él siempre ha reconocido que su principal guía
espiritual ha sido Rostropovich.
Ganando concursos y asombrando a los grandes
directores, orquestas y auditorios del mundo, Vengerov era el más rápido, el
más virtuoso, el más voraz. Su energía daba para eso y más. Para el arte y el
altruismo como primer músico embajador de Unicef, entre Sarajevo y Uganda, pero
también para embarcarse en conciertos de rock o pop fascinado por uno de sus
grandes referentes, Michael Jackson, así como para montar un espectáculo con
otra de sus grandes pasiones: el tango.
Pero dijo basta. Críticos como el británico Norman
Lebrecht en alguna entrevista, ante el ritmo desenfrenado que mostraba su
carrera, le preguntó: ¿No tiene miedo de hartarse? Le contestó que no, que se
sentía joven. Pero poco después anunciaba su adiós. Provisional. Aunque largo.
Cinco años ha durado.
Suficientes eso sí para que haya aprovechado la
vida también en la música, se haya casado y haya tenido una niña. Madurez,
sosiego buscaba y, a juzgar por lo que nos mostró el domingo, lo ha hallado. La
retirada del violín le ha servido para centrarse en la dirección de orquesta y
en la enseñanza. Así que, en su regreso a Madrid, lo que hemos podido comprobar,
es algo parecido a un compendio de tres Vengerov en uno. Dentro caben el
solista, el maestro y el líder carismático.
Primero saltó al escenario solo para ejecutar de
manera perfecta una Partita –la número 2 en Re menor- de Bach. Después, junto a
un grupo de 16 jóvenes músicos pertenecientes a la International Menuhin Music
Academy, dirigió e interpretó con su instrumento piezas también de Bach, de
Mendelssohn y de Chaikovski.
¿Qué nos encontramos? A un Vengerov en plena
forma. A un Vengerov riguroso, serio e irónico a la vez cuando tocaba, como fue
el caso, los scherzos de Chaikovski o el Allegro Molto del Concierto en Re
Menor para violín, piano y cuerdas de Mendelssohn. En todo momento mostró un dominio
de las tonalidades y los estilos magistral, una riquísima expresividad, honda
pero nunca afectada ni atormentada, una presencia y una energía contagiosas. Ganas
de perdurar y asentarse con fuerza renovada fue lo que saltaba de sus cuerdas
tras la sorprendente retirada, a lo José Tomás, de los ruedos. Ha sido para
bien, para mejor y así lo pudimos certificar. Que dure.