Fotograma de 'Amor', dirigida por Haneke.
Por Jesús Ruiz Mantilla
Durante algún tiempo, Michael Haneke acarició el
sueño de ser músico. De haberlo cumplido, habríamos perdido al que pasa por ser
hoy uno de los cineastas más interesantes del mundo. Estos días se encuentra en
Madrid preparando el montaje de Così fan tutte, la ópera de Mozart con
libreto de Lorenzo da Ponte que aborda un curioso y arriesgado cambio de
parejas, sobre el que Haneke nos ofrecerá alguna de sus malévolas conjeturas acerca
de la conducta humana y sus sombras.
Pero de aquellos sueños de juventud, a Haneke,
además de Mozart, le quedó otra obsesión más que recurrente en sus películas:
Franz Schubert. Si en la banda sonora de La pianista, una de sus películas
más devastadoras, basada en la novela de Elfriede Jelinek, sonaba obsesivamente
el Winterreise, esa serie de canciones sobre el frío que deja el abandono, en Amor, la obra que acaba de estrenar y que ganó la Palma de Oro en Cannes,
Haneke recurre a los Impromptus.
Es muy consecuente la devoción de Haneke por
Schubert. Pocos compositores como el romántico vienés, muerto a los 31 años,
han desgranado la tristeza y la desolación del alma como él. Pocos cineastas
también han estado a la altura de su música. En Amor, ese retrato del
compromiso llevado hasta las últimas consecuencias en los emocionantes rostros
de Jean-Louis Trintignant y Emmanuel Riva, Haneke nada entre la crudeza, la
ternura y el barranco de la decrepitud. Con la contundencia y el respeto de su
cámara, el cineasta nos hace asistir al fin de los días de una pareja cuyo
escaso respiro final se dulcifica al cobijo de alguna que otra comida solitaria
junto a la ventana de la cocina y la visita de un alumno de piano –Alexandre Tharaud-
que les regala en agradecimiento a lo que han hecho por él una grabación de sus Impromptus.
Si en ese ensayo permanente de piezas musicales
basadas en la improvisación se encuentra una clave perfectamente coherente con
los imprevistos constantes que sufren sus protagonistas en su enfrentamiento a
la muerte, el Viaje de invierno que nos muestra Haneke en La pianista
adquiere también ese mordiente de metáfora sobre el dolor.
No es condescendiente Haneke con su materia
dramática. Como tampoco lo fue Schubert. No es contemplativo, ni alienta la más
mínima esperanza. En su cine, tanto como en la música de Schubert, se adivinan
paisajes de negruras tapadas por la nieve blanca de la muerte como una de las
esencias del sentido trágico vienés que ambos intima y profundamente comparten.
Pero en La pianista, aparte de la constante
variación obsesiva sobre el Viaje de invierno, Isabelle Huppert, esa
castrante profesora envarada hacia el sadomasoquismo incapaz de aceptar que
cualquiera de sus alumnos comprenda a Schubert en mayores magnitudes que ella,
suenan también otros ecos. Por ejemplo, la imponente Sonata 959 del mismo
compositor, pasajes del Clave bien temperado, de Bach, la Fantasía en fa
menor, de Chopin así como algún acorde de la Sonata número 3 de Beethoven o
un Preludio de Rachmaninov, entre otras piezas.
Todas dan fe de la exquisita sabiduría musical de un
cineasta capaz de hacer confluir su discurso fílmico con las notas más
pertinentes para hilvanar sus historias. La expectación ante lo que haga en el
Teatro Real de Madrid con su visión de Così fan tutte está más que
justificada.