Por JESÚS RUIZ MANTILLA
El padre Antonio Soler escribió música para Dios. El sumo hacedor no se puede quejar de su rendimiento. Se le cuentan 188 piezas litúrgicas y 118 religiosas entre misas, responsos, motetes, vísperas, villancicos, su Requiem, su stabat mater... También creó para regocijo de los hombres con sus composiciones para teatro, sus sonatas, su música de cámara. Pero también se dejó llevar por el sonido de las tabernas y dejó un famoso fandango de 15 minutos que haría las delicias del demonio.
Antes no era como ahora. En un viaje que, pongamos por caso, le llevara de Olot –donde nació en 1720-, o del monasterio de Montserrat, donde estudió, a Madrid bien podía parar a comer o a dormir en varios antros. “Entonces no había televisión y lo que se escuchaba por aquellos sitios era eso, fandangos y cosas así”, comenta ese pozo de sabiduría musical que responde al nombre de Andrés Ruiz Tarazona.
Con un pie en el barroco y otro en el naciente clasicismo, la música del padre Soler anda brillantemente a medio camino entre dos épocas, dos estilos. Su permanente curiosidad y la buena disposición que tuvieron las autoridades y mecenas con él, le hicieron desarrollar una obra variada, rica, atenta a los ecos europeos, pero muy digna de la tradición también.
Y a inventar. De hecho, los quintetos que escribió para piano y cuarteto de cuerda son los primeros de ese género de los que se tiene noticia. Con ellos abrió un camino que posteriormente ha dado varias obras maestras a manos de Schubert –La trucha, por ejemplo-, pero que también fue explorado por Brahms, Schumann, Dvorak o Shostakovich.
Aunque sólo fuera por eso, la recuperación de dicho patrimonio ya estaba tardando. Hasta que la pianista Torres-Pardo y el cuarteto Bretón decidieron grabar los seis que se conocen, trabajo que han hecho para el sello Columna Música con el patrocinio de la Fundación BBVA.
“Un diálogo instrumental, una conversación”, son estas piezas, según la pianista. Un sonido que puede transportarnos a la casita del príncipe de El Escorial, el monasterio donde ingresó en 1752 y desde donde se trasladaba a estudiar música a Madrid en contacto con Domenico Scarlatti y Antonio de Nebra.
En el retiro de la corte era habitual que el padre Soler interpretara estas y otras piezas junto a Boccherini, el entonces duque de Alba, don José Álvarez de Toledo, un melómano y músico virtuoso a quien Goya retrató con una partitura de Haydn en la mano, y el infante don Gabriel, alumno del fraile e hijo de Carlos III, ese rey que por muy ilustrado que fuera tenía un oído enfrente del otro.
Ilustrado también se podía considerar a Soler. Avanzado en sus propuestas musicales también. “No se atenía a las reglas. Se preguntaba por qué había que articular la música en tonos y semitonos…”, comenta Tarazona. También inventó instrumentos como el templante, que mostraba la división de un tono en nueve partes, como le comenta en su correspondencia al padre Martini, presidente de la Academia Filarmónica de Bolonia.
La conexión de Soler con el mundo se aprecia en la música de estos quintetos. “Hay una afinidad a las corrientes más modernas de la época, como la escuela de Mannheim”, asegura el crítico. Sin dejar de lado la vieja escuela española barroca y renacentista y un interés por el tratamiento virtuoso de los instrumentos para los que compone. Pero ese virtuosismo resulta un juego fascinante a manos de los músicos que han recuperado ahora esta obra. Una deuda bien saldada con el mejor patrimonio musical español injustamente olvidado.