El correo del Zar

Sobre el blog

Las noticias e historias que cabrían en el portapliegos (sabretache) de Miguel Strogoff - y no olvidemos que además de ser visceral y romántico el correo del zar de la novela de Julio Verne pasa mucho rato ciego -. Aventuras de toda clase y especie, hechos extraños, sucesos extraordinarios, exploraciones, gestas universales e íntimas, grandes y pequeños personajes - valientes y cobardes (más de estos), fieles y traidores-. Arqueología, historia natural, historia militar, obras de teatro, películas, esgrima, rugby, arquería y todo aquello que pueda conmovernos tratado con pasión y algún punto de humor e ironía.

Sobre el autor

Jacinto Antón

es redactor de cultura de El País desde hace 27 años. Ganó en 2009 el primer Premio Nacional de Periodismo Cultural que concede el Ministerio de Cultura. Es autor de Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias (RBA, 2009). Presenta el programa de TVE "El reportero de la Historia".

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Drácula y el Titanic

Por: | 26 de abril de 2012

JACINTO DRACULA TIT 1
¿Drácula y el Titanic? Imagino alzarse más de una ceja.  Ah, pero hay elementos que unen a ambos, al famoso vampiro y al no menos célebre buque hundido. De entrada la coincidencia este año entre el centenario del hundimiento del trasatlántico y el de la muerte del autor de la novela que inmortalizó al transilvano conde de largos colmillos. El Titanic, como saben, se fue a pique el 15 de abril de 1912, y Bram Stoker expiró (con 64 años, seguramente de sífilis) muy poquito después, el 20 de abril, precisamente el día en que empezó la investigación oficial sobre el desastre marítimo. Stoker recibió la sensacional noticia del hundimiento del buque insumergible en su dormitorio el mismo día 15 de boca de su  esposa, Florence Balcombe, una atractiva mujer hija de un teniente coronel  y que había sido cortejada previamente por Oscar Wilde, antes de que este surcara otros mares por así decirlo.

La esposa de Stoker, a la que se recuerda por haber tratado de destruir todas las copias del Nosferatu de Murnau furiosa porque el cineasta no había  pedido permiso para plagiar el argumento de la novela de su marido en su película, irrumpió excitadísima en la habitación del postrado Bram con las (malas) nuevas del Titanic y ambos recordaron la experiencia de la propia Florence con los naufragios.  Efectivamente, la esposa y el hijo de Stoker, entonces de 9 años, estuvieron a punto de perecer cuando el vapor Victoria en el que viajaban junto a otros 120 pasajeros y tripulantes chocó contra unas rocas ocultas por la niebla a la altura del faro de Cap d’Ailly a las tres de la madrugada del  13 de abril de 1887. El farero se había quedado dormido y no encendió la luz. Se ahogaron veinte personas, 14 en el pánico desatado al bajar el primero de los cuatro únicos botes salvavidas, cada uno con capacidad para ocho o nueve personas. Florence y el pequeño Irving Noel consiguieron sitio en el tercero. Un bote entero partió solo con hombres, pues no hubo ninguna orden tipo “mujeres y niños primero”. Lo cual evitó, viéndolo por un lado positivo, los muchos malentendidos del Titanic.

La mujer y el hijo de Stoker pasaron 12 horas en el mar hasta desembarcar en Fécamp, adonde la familia Stoker peregrinó luego muchos veranos para conmemorar el rescate. A Bram Stoker, la noticia del hundimiento del Titanic le hizo recordar a su alter ego en su novela The Man –Harold Han Wolf-, que salva a pasajeros de un barco que se hunde saltando para rescatarlos al agua helada.

     JACINTO DRACULA MAX
Todo esto les puede parecer poca relación. Pero a Stoker le interesaba mucho el mar en su aspecto destructivo y tormentoso, góticamente sublime. Cerca de una cuarta parte de las fuentes identificadas para Drácula  -no me lo invento, lo apunta Barbara Belford en su biografía de Bram Stoker (Knopf, 1996), para mí la mejor- tienen que ver con supersticiones del mar, incluidas Henry Lee’s sea fables explained and Sea Monsters unmasked y Legends and superstitions of the sea and sailors, de Fletcher  (!) S. Bassett.  Uno de los episodios fundamentales de Drácula por supuesto ocurre en el mar y acaba en naufragio: el de la pequeña goleta Demeter procedente de Varna que traslada los ataúdes del conde a Inglaterra y que se estrella contra la arena cerca de la escollera conocida como Tate Hill Pier en Whitby. Recordarán que el capitán del barco, el único a bordo (de los cinco marineros, dos suboficiales y el cocinero, ni rastro, brrrr),  estaba atado muerto a la rueda del timón. Stoker se basó en un naufragio real que investigó a fondo, el de el schooner ruso Dmitry procedente de Narva (sic) embarrancado en el mismo lugar que la ficticia Demeter el 24 de octubre de 1885 (me encantan estas deliciosas relaciones entre barcos reales e imaginarios: Conrad hizo lo mismo con los de sus novelas, empezando por el Patna). 

      JACINTO DRACULA COPOLA
Pero ya les he hecho esperar mucho con estos prolegómenos. Vamos al grano. Efectivamente, hay una relación directa entre el conde Drácula y el Titanic. En la simpática y llena de guiños secuela de Drácula que en 2009 escribió el sobrino bisnieto de Bram Stoker, Dacre Stoker, Dracula the Undead (publicada en España por Roca), Quincey Harker, el hijo del vampiro y Mina Harker (sí, han pasado muchas cosas desde aquella velada en Borgo Pass) sube a un enorme transatlántico que se dispone a partir hacia Nueva York en su viaje inaugural. Viaja en la cubierta B en primera clase y lleva con él dos grandes cajas  que van a parar a la bodega del barco. Por supuesto adivinan el nombre del buque: Titanic.   

      Recordando el pasaje me he puesto en contacto con Dacre –que debe su nombre a un antepasado, Henry Hugh Gordon Dacre Stoker, el valeroso comandante del AE 2 un submarino que en la I Guerra Mundial forzó el paso de los Dardanelos (véase Stoker’s submarine,Harper Collins, 2003) : ¡Drácula y los submarinos, madre mía!- para comentar la jugada. El amable escritor, que en su momento me dedicó su libro con un inquietante “He returns”  y su rúbrica en forma de colmillos, me ha enviado información complementaria sobre el asunto de la relación entre Bram Stoker, Drácula y el Titanic para chuparse los dedos. Vean, vean.

     Bram Stoker escribió un artículo http://bramstokerestate.com/The-Worlds-Greatest-Shipbuilding-Yard-Bram-Stoker2_2.html ¡sobre los mismos astilleros de Belfast en los que años más tarde se construiría el Titanic! “Y qué decir”, añade Dacre, “sobre la coincidencia de que el barco de rescate que salvó a los náufragos del transatlántico se llamara Carpathia”, la región donde se alzan los Cárpatos, los montes de la Transilvania de Drácula. 

      Dacre, como hace unos días en un artículo en este mismo diario el camarada Manuel Rodríguez Rivero (estoy por denominarlo hermano de sangre, visto el tema), reivindica apasionadamente la memoria del autor de Drácula frente a las conmemoraciones del Titanic. “Me parece irónico”, me escribe, “que incluso cien años después la gente siga alborotándose con ese desastre marino, un fracaso en realidad, mientras hay que hacer un gran esfuerzo para que descubran la interesante vida de Bram Stoker”.  Yo he asentido, confiando en que el joven autor no descubra cuántas páginas llevo escritas del barco, incluidas estas.

     Déjenme añadir que la idea de juntar a Drácula y el Titanic me parece tan jugosa que me extraña que no haya sido ya aprovechada por alguien más.

      En la tesitura, como no encontraba nada mejos, pensaba escribirles yo mismo alguna cosa, no sé, un relato en el que Drácula viajase en el Titanic y provocara la extrañísima situación atmosférica en la que parece que se encontró el buque y que provocó que el iceberg pasara desapercibido hasta la colisión. El conde claro iría en primera, saldría solo de noche mezclándose muy elegantemente vestido con los Astor, Straus, Widener o Guggenheim, y se alimentaría de pasajeros de tercera y de alguna dama de alcurnia. ¿Porqué no imaginar que el Titanic lo hundió Van Helsing –pongámoslo también a bordo, ea- para acabar con el vampiro?: si, un poco bestia el remedio, pero el doctor no se anda con chiquitas, pregúntenle a Lucy Westenra-.

Teniendo en cuenta que según la tradición, los vampiros no pueden cruzar por sí mismos  brazos de agua, tan purificadores (recuerdo una película en la que el chupasangres de turno (re) moría al tomar una ducha), debemos suponer que si no consiguió subir a un bote salvavidas, cosa difícil de hacer con un ataúd a cuestas y con tantas mujeres haciendo cola, Drácula, inmortal si no le aplicas los contundentes remedios anti vampíricos tradicionales, debe seguir ahí abajo, en los restos hundidos del Titanic, a los que, a cuatro kilómetros de profundidad no llega ni un rayo de luz. Estará aburrido en su oxidado castillo submarino, chupando anémonas y esperando a algún desprevenido visitante tipo Jonathan Harker. Y entonces, aparece James Cameron… ¡Qué argumento señores!, solo me falta encontrar papel para Bela Lugosi.

     JACINTO DRACULA titanic-hundido
Desgraciadamente, he hallado una novela que junta vampiros y la tragedia del Titanic –nada nuevo bajo el sol (!)-. Se llama precisamente Carpathia, es de este mismo año y la firma Matt Forbeck, autor de The Marvel  Encyclopedia y The complete idiot’s guide to drawing manga, que no serán grandes títulos pero resultan simpáticos. La novela coloca a un grupo de descendientes de los personajes de Drácula a bordo del Titanic, les hace vivir el naufragio y ser rescatados por el Carpathia solo para encontrase que hay vampiros a bordo…

     Para acabar dejen que les recomiende mi novela de vampiros favorita –con permiso de Salem’s Lot de Stephen King,- Sueño del Fevre, del ahora aclamado por su serie Canción de hielo y fuego George R. R. Martin y que ha republicado Gigamesh (la edición original es de la vieja Acervo editorial). Sueño del Fevre, de la que han bebido muchas de las fantasías vampíricas modernas, crepúsculos incluidos, es una preciosa novela de vampiros, terror y amistad, sobre todo de lo último, escrita por un Martin en estado de gracia y que transcurre… en un barco.

Martinfevredream

Muerte y redención en el hielo

Por: | 03 de abril de 2012

  SCOTT
Tal día como hoy más o menos -es imposible estar seguros de la fecha exacta: no sobrevivió nadie para contarlo- moría hace un siglo en su lejana tumba de hielo flanqueado por sus compañeros el capitán Robert Falcon Scott, el gran perdedor del Polo Sur. En estas agitadas jornadas de recién estrenada primavera y rescoldos de huelga, cuando parece que deberíamos concentrarnos en otras cosas, no puedo dejar de pensar obsesivamente en el postrado explorador y en sus últimos momentos. Le imagino agonizante en su ajada tienda azotada por la ventisca de una manera que debía sugerirle -aunque era agnóstico- el batir de las alas de un ángel del destino enviado a recoger su alma desdichada y fría. Nunca lo he sentido tan cerca, a Scott. La semana pasada dejé unas flores y un cubito de hielo como ofrenda bajo su impresionante estatua en Waterloo Place en Londres (cerquita de la de otro héroe congelado, sir John Franklin). Su sepultura en la Antártida me pilla algo lejos.

Desde hace años me había vuelto muy crítico con el capitán, a tono con la moda imperante en los últimos tiempos –yo siempre me acerco al sol que más calienta, y valga el tropo- que consistía bastante unánimemente en echar pestes de él y cantar las excelencias de su colega sir Ernst Shackleton  y de los exploradores noruegos Nansen y Amundsen.  El pasado día 15 de diciembre celebramos –yo en Oslo, enarbolando una bandera y dándole al gin-tonic- la conquista del polo por Amundsen. Era justo, Amundsen fue el primero en llegar allí y lo hizo en una asombrosa demostración de pericia esquiadora, conocimiento del terreno y riesgo calculado, por no hablar del pragmatismo de comerse a sus perros. Vino luego la fecha del 17 de enero, el centenario de la llegada del propio Scott y su grupo al Polo Sur. No parecía que hubiera mucho que celebrar. Alcanzar aquellas latitudes no está al alcance de cualquiera, ni siquiera hoy, pero llegar segundos, ¡y siendo británicos!, ¡bah!  Scott tragó mucha quina (como también lo hizo, desde lejos, Nansen: ambos consideraban que el polo era cosa suya) y emprendió la marcha de regreso después de posar, con sus cuatro compañeros, para la foto más triste y depresiva  de la historia. Tras perder por el camino a dos camaradas, Evans, fallecido tras enloquecer de cansancio, frío y escorbuto (añádase un golpe en la cabeza al caer en una grieta) y Oates, que se dejó morir en la intemperie para dar una posibilidad a los otros, los tres exploradores restantes acabaron metidos en su tienda, incapaces de continuar su ruta de regreso y salvarse.

SCOTT BUENA
La mayoría de los historiadores polares, con Roland Huntford, némesis de Scott, a la cabeza, coinciden hoy en reprochar al jefe de la expedición su mala planificación, su pésimo liderazgo y una tendencia a la melancolía y la autocompasión que contribuyeron a redondear el fracaso y la tragedia. Como lo hizo el pensar que tirar de un trineo era más noble que ir subido. Ya en 1985, Trevor Griffiths, el primer popularizador del paradigma oscuro de Scott, el contra mito, anotó estos defectillos del capitán: convencional, miedoso,  inestable, vacilante, manipulador, malhumorado, irracional, reservado, mal dotado (?), sin carisma…  Y ahora que levante la mano quien no se sienta identificado, ni que sea un poco.  

A Scott se le ha acusado no solo de ser el causante de su muerte y de la de los hombres a su cargo, sino de haber incluso provocado ese desenlace como fórmula de expiación por el fracaso y, aún más grave, como una manera de trascenderlo y sublimarlo en gloria (póstuma). Ya no que no puedes ganar, se habría dicho Scott, mejor no volver y devenir  leyenda heroica por la vía del autosacrificio. El último clavo en el ataúd de nuestro hombre parecía haberlo puesto el propio Huntford al publicar los diarios comparados de Scott y Amundsen (Race for the south pole, Continuum, 2010) y demostrar la ineptitud del primero con sus propias anotaciones.  

En fin, que yo estaba tan tranquilo con mi (mala) opinión de Scott cuando me enfrasqué hace unos días en un vuelo de avión  -ocasión que aprovecho siempre para leer de personajes desdichados- en la biografía del explorador que ha escrito David Crane (autor de la de Trelawny, el aventuro amigo de Byron y Shelley), Scott  of the Antartic, saludada como la definitiva. Cuál  no sería mi sorpresa al encontrarme con un libro pro-Scott, que incluso pone en cuestión que su mujer Kathleen se la pegara a su marido con Nansen, que ya es que te tiren los hombres fríos. Crane afirma que no está probada la consumación del adulterio pese a reconocer que el  noruego y la mujer del capitán se alojaron en la misma habitación en un hotel de Berlín: no sería para jugar al parchís, digo yo.

En cuanto a Scott, el biógrafo nos lo acerca como nunca, deshelándolo, por así decirlo, y restaurando su humanidad. Se abona además a la vieja teoría de que fueron las extremas e impredecibles condiciones climatológicas lo que en última instancia decidió la suerte fatal del grupo. De la vida del explorador antes del polo como la cuenta Crane déjenme destacar que el abuelo del personaje fue capitán de la Royal Navy  y mandó el HMS Erebus (¡toma casualidad!), que su padre era dueño de una fábrica de cerveza –el sueño de un adolescente- y que Scott, como una amiga mía que no es exploradora polar precisamente, no podía ver la sangre, pues le provocaba mareo y náuseas. ¡Vaya héroe!, se dirán.

Scotts-South-Pole-Party

El capítulo más apasionante del libro es el último, claro, se titula elocuentemente Ars moriendi y lo leí en el cielo entre turbulencias, sobrecogido.  Scott era bien consciente de haber metido la pata. Su planificación del ataque y sobre todo de la retirada del Polo Sur se había demostrado no solo errónea sino letal. Él y sus hombres llevaban días consumiendo la mitad de las calorías que necesitaban para empujar el trineo. Lo cual, además, les hacía sentir con más intensidad el frío, aunque uno se pregunta cómo se puede sentir con más intensidad los cuarenta grados bajo cero. El parte de daños era cada día más escalofriante: a Evans se le congeló la nariz, a Oates, un pie, a Wilson le torturaban los ojos.  Edgard Evans colapsó el primero.  Enloqueció. Pérdida de peso, deshidratación, falta de vitaminas, hipotermia, primeros estadios de escorbuto… Cuando murió, el 16 de febrero de 1912, la partida llevaba 110 días de viaje en medio de los parajes más terribles y desoladores de la Tierra. No consta qué hicieron sus compañeros con el cuerpo, sin duda le dieron cristiana sepultura pero la tumba no se ha hallado.  

Tras otras jornadas indecibles, el siguiente en caer fue Oates. A mediados de marzo –el 15 o el 16-, consciente de que estaba al final de sus fuerzas y para no ser una carga, abandonó la tienda en plena ventisca y sin abrigo despidiéndose con su famoso “I am just going outside and may be some time”, frase que tiene su miga cuando no te vas a pasear por Picadilly precisamente. Como el de Evans, el congelado cuerpo de Oates no ha sido encontrado (aunque sí los calcetines): quién sabe si aparecerá algún día, al igual que apareció el de Mallory en el Everest. Una muerte de gentleman, sin duda, pero no por ello menos muerte. A los tres restantes no les iba a ir mejor. Pocos días después, siendo incapaces ya de avanzar más, se encerraron en la tienda en el que resultó ser su campamento para la eternidad. Scott tenía el pie tan mal que solo podía esperar una amputación. Decidieron, según consta en el diario del capitán, que morirían por causas naturales y no se suicidarían.

“El final está muy cerca”,  escribe Scott el día 12 o 13. El 29 de marzo, apunta que están cada vez más débiles y: “Es una pena, pero no creo que pueda escribir más”.  La última entrada no está datada: “Por Dios, cuidad de los nuestros”.  Así que la muerte debió producirse uno de los dos últimos días de marzo o en los primeros de abril.

SCOTT nposter
Los tres, Scott, Wilson y Bowers escribieron cartas de despedida. Podemos imaginar que el ambiente en la tienda era más bien fúnebre, pero también tenía algo de sublime: tres hombres en el helado patíbulo polar mirando  a la muerte a los ojos. Scott miraba también a la posteridad. David Crane recalca el especial coraje del capitán, que como agnóstico no podía encontrar el consuelo religioso de sus dos compañeros. La separación de su mujer y su hijo de dos años sería para siempre.

Pese a la desesperación, el frío, el dolor y el hambre –que el capitán describe someramente : “Estamos en un estado desesperado, pies helados, etcétera” (¡lo que cabe en un etcétera!)-, Scott escribió cosas admirables, en un registro que va de lo tierno a lo heroico y que alcanza alturas shakespearianas. Esos escritos no se yo si lo exoneran pero vive Dios que lo presentan como alguien ejemplar en el morir, y con buena pluma. A Kathleen: “No he sido un muy buen marido, espero ser un buen recuerdo”. “Debes saber que el peor aspecto de esta situación es el pensamiento de no volver a verte”.  “Haz que el chico se interese en la historia natural si puedes, es mejor que los deportes” (lo consiguió: Peter Scott  fue un gran naturalista e incluso bautizó científicamente al monstruo del lago Ness, para delicia de los criptozoólogos).  A su amigo John Barrie, el creador de Peter Pan: “Estamos demostrando que los ingleses aún pueden morir con espíritu audaz, luchando hasta el final”. A su madre: “Encuentra consuelo en que he muerto en paz con el mundo”. “No tengo miedo”. “Desearía poder recordar que he sido un mejor hijo, pero pienso que sabrás que has estado siempre en mi corazón”. “Por mí mismo no soy infeliz. Pero por Kathleen, por ti y el resto de mi familia mi corazón está muy dolorido”.

 En su mensaje dirigido al  público británico, Scott escribió: “De haber vivido, hubiera tenido una historia que contar de la osadía, resistencia y coraje de mis compañeros que habría  conmovido el corazón de todo inglés. Estas pobres notas y nuestros cuerpos muertos pueden relatarla”.

SCOTT GROUPE
No los encontraron hasta noviembre, ocho meses después. La tienda estaba cubierta de nieve. Yacían en sus sacos de dormir, Scott en medio. El frío había vuelto sus pieles amarillas y vítreas. Los rostros presentaban severas congelaciones. Según un miembro de la partida de búsqueda, Wilson y Bowers exhibían semblantes plácidos, como si hubieran muerto durmiendo, pero Scott, que se cree fue el último en fallecer (¡qué solo debió sentirse!), parecía haber luchado duramente en el momento del traspaso, signifique eso lo que macabramente signifique. Tras retirar los diarios, cartas y varios objetos que luego se han vendido como preciadas reliquias (la última galleta hallada junto al cuerpo de Scott la adqurió por 4.000 libras el explorador y biógrafo del capitán Sir Ranulph Fiennes), se decidió abatir la tienda y cubrirla como improvisado mausoleo, coronado por una cruz hecha con dos esquís.  Más tarde se colocó una cruz encima del montículo.  

Se ha calculado que con la deriva de la Plataforma de Hielo de Ross, donde está la tienda con los cuerpos, la improvisada tumba se encuentra hoy a 48 kilómetros del punto original (y bajo 23 metros de hielo). Dentro de 275 años llegará al mar de Ross y quizá el mausoleo  acabe flotando encastado en un iceberg.  

Por un lado es triste pensar que Scott se aleja del Polo Sur. Por otro es excitante imaginar que de alguna manera se junta con la leyenda del Titanic (!). No hay que olvidar que ambas tragedias, la del explorador y la del barco, que se hundió el 15 de abril de 1912, apenas un par de semanas después de la muerte de Scott, sucedieron muy próximas en el tiempo (aunque la noticia del deceso del capitán no llego a Gran Bretaña hasta meses después). De hecho, la ceremonia fúnebre por los ahogados del Titanic y por los exploradores se celebró en el mismo lugar en Londres, la catedral de San Pablo, e incluso cantó el mismo coro: eso si que es rentabilizar.

Dejemos ahí, junto a un recuerdo por Scott, la extravagante imagen de un barco chocando en un futuro contra el iceberg que porta en su blanco seno el cuerpo congelado del explorador.

Por mi parte, mis profundos respetos, capitán. Quién pudiera decir que ha redimido sus limitaciones, sus pecados y sus errores de tan noble manera.

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