Con sentimientos contradictorios he visitado en Londres el épico nuevo monumento consagrado al “sacrificio” de los pilotos y tripulaciones de bombarderos británicos de la II Guerra Mundial –los cariñosamente llamados (no por los alemanes, que pidieron que no se construyese el memorial) Bomber Boys-. Tengo que confesar que me di de bruces con él por casualidad. Era de noche, paseaba alegremente por Picadilly y acaba de dejar atrás el The Cavalry and Guards Club, el fino y exclusivo club de los oficiales de caballería donde un extraño destino ha querido que almorzase en dos ocasiones, siempre por trabajo, una con un coronel de húsares y otra con un capitán de granaderos de la Guardia. Había tratado de espiar los salones dando saltos frente a uno de los ventanales hasta que el portero me llamó la atención, ignorando los lazos que me unen a la venerable institución, sin contar con que una vez en sus salones derrame mi oporto sobre un general.
El nuevo monumento, inaugurado este verano (28 de junio) en el extremo de Green Park, cerca de Hyde Park Corner, y obra de Liam O’Coonor, ha costado la friolera de 5,6 millones de libras –entre los donantes privados figuran Lord Ashcroft, famoso coleccionista de Cruces Victoria, y, poco antes de morir, Robin Gibb, que debió, y perdonen el mal chiste, confundir los Bee Gees con los B-17-. Me impresionó de entrada porque pese a que es eso, nuevo, parece haber estado siempre ahí, una sensación que dice mucho del clasicismo de sus formas. Efectivamente, es el tipo de construcción que hubiera querido el propio duque de Wellington para sus chicos. Los británicos lo han sacado adelante pese a que políticos alemanes como –lógicamente- la alcaldesa de Dresde, Helma Orosz, pidieron al conocer el proyecto que no se lo llevase a cabo, por respeto hacia las víctimas de las bombas. Dresde, recordarán, fue reducida a escombros en febrero de 1945 por el carpet-bombing y algunos elevan la cifra de civiles muertos hasta 250.000. Para muchos alemanes, el monumento a los aviadores británicos es un prodigio de falta de sensibilidad, ofende la memoria de los inocentes masacrados por los bombardeos y su sola idea es de mal gusto. La exaltación del Bomber Command lleva peligrosamente agua al molino de los revisionistas que no han duda tradicionalmente en pedir que se considere los bombardeos aliados también crímenes de guerra. En todo caso, la gran controversia en Gran Bretaña ha sido simplemente acerca de la oportunidad del gasto que ha supuesto la construcción del monumento en estos tiempos de crisis.
Atravesé el pórtico con columnas que da a Picadilly y me encontré ante un alto plinto sobre el que se encuentran las impresionantes y realistas estatuas de bronce de siete aviadores que parecen regresar de una misión particularmente dura, con mucho fuego de antiaéreos y mucha caza nocturna alemana. De tamaño superior al natural, 2,7 metros y estilo Airfix toy-soldiers, para entendernos, las estatuas, obra del reputado Philip Jackson –real escultor de la Reina-, al que le debemos ya el sentido monumento a los gurkhas y otro a Bobby Moore, representan a la tripulación completa de un bombardero, piloto, copiloto, operario de radio, navegador, mecánico y artilleros (los tiradores encargados de la ametralladoras), todos con su equipo de vuelo, chalecos salvavidas, antiparras y máscaras de oxígeno. Incluso me pareció que uno llevaba la insignia del Club Oruga, que distinguía oficiosamente a los que habían saltado de su aparato en paracaídas con éxito (!). Le di varias vueltas al conjunto escultórico que irradia tanto heroísmo y aventura que dan ganas de alistarse en la RAF con efectos retroactivos. A los pies de los aviadores la gente –entre ellos muchos veteranos- ha depositado fotos, mensajes de recuerdo y homenaje, flores, cruces, una gorra e incluso una pequeña reproducción a escala de un Lancaster que estuve tentado de llevarme aunque me contuve al pensar que igual había cámaras ocultas. En el plinto de los aviadores hay grabada una frase de Pericles –que desgraciadamente no pudo contar con una fuerza aérea propia en la guerra del Peloponeso-: “La libertad es una posesión segura solo de aquellos que tienen el coraje de defenderla”.
Sobre el grupo de esculturas una abertura en el techo permite que los aviadores de metal puedan ver el cielo, si es que les quedaron ganas. El techo, por cierto, es de aluminio recuperado del fuselaje de un bombardero Halifax derribado en Bélgica en 1944 y extraído de un pantano en 1997 con tres de los tripulantes aún en sus puestos, aunque en la lamentable condición que puede suponerse. En una pared del monumento, en grandes números dorados, se ofrece el número de miembros del Mando de Bombarderos muertos en la guerra: 55.573. La cifra incluye británicos, canadienses y miembros de otros países de la Commonwealth así como checos, polacos y aliados varios. Añádanse 18.000 más heridos o caídos prisioneros. En los muros exteriores del Memorial, figura el escudo y el contundente lema de los bombarderos: “Strike hard, strike sure”.
Yo la verdad siempre he sido de cazas; encuentro que llegados a la locura de matarse mejor hacerlo en el aire sin molestar a nadie, hombre contra hombre, soldado contra soldado, de tú a tú, vamos. Los bombarderos, por mucho que nos impresionen las hazañas de los Dambusters, los destructores de presas, me parecen una villanía, especialmente cuando se dirigen a objetivos civiles. Es verdad que los chicos del Bomber Command, jóvenes con un promedio de edad de 21 años, lo pasaron fatal -véase, por ejemplo, Men of air, de Kevin Wilson (Phoenix, 2008)-. Las misiones eran una tómbola diabólica. Solo en enero de 1944, se perdieron 2.256 tripulantes. No era únicamente que murieras sino la terrible forma en que lo hacías: alcanzado por proyectiles que llegaban en medio de la oscuridad, cayendo desde las alturas sin paracaídas al desintegrarse tu avión en un fogonazo abrasador, ahogado en el mar, asfixiado por la falta de oxígeno, corrido a guantazos por los civiles alemanes entre los que ibas a parar… Los que lo pasaban peor eran los ametralladores a solas en sus torretas de plexiglás transparente: a menudo los servicios de tierra tenían que usar mangueras para limpiar los claustrofóbicos cubículos en los que se hallaban esparcidos los restos despedazados del artillero. Pero todo era espantoso: las sacudidas de los antiaéreos provocaban que los pesados bombarderos pegasen saltos de 15 metros, ríete tú de las turbulencias. Un piloto recordaba la forma en que un cohete lanzado por un caza decapitó limpiamente (?) a su ingeniero de vuelo. La presión a gran altura provocaba que las heridas sangrasen mucho.
Las posibilidades de supervivencia eran tan pequeñas, escribe poéticamente Wilson “que los tripulantes no eran más que hombres de aire, casi espectros, esperando a desvanecerse esa noche o la siguiente”. El porcentaje de bajas entre los 125.000 hombres de los bombarderos fue del 60%: estadísticamente no hubo ocupación más peligrosa en la II Guerra Mundial a excepción del servicio en los submarinos alemanes y, seguramente, los perros bomba soviéticos. En una operación típica tenías una posibilidad entre 20 de morir, lo que es poco alentador si se piensa que las tripulaciones realizaban una media de 30 misiones antes de dejar de volar. Comparada con la vida de los pilotos de caza, la de los bombarderos era además poco glamurosa –donde se ponga un Spitfire…- y se ligaba menos. Allá arriba te sentías como un pato de feria, rodeado de explosivos y muerto de frío… hasta que ardías.
Había amplio espacio para la cobardía (“el canguelo de los Focke-Wulf”), aunque también para el heroísmo. El sargento Norman Jackson, uno de los 10 tripulantes de Lancaster que ganaron la preciada Cruz Victoria, había seguido volando tras cumplir sus 30 misiones, para no abandonar a sus compañeros –eso sí que es solidaridad ante el ERE de la Parca-. Cuando el 26 de abril de 1944 el ataque de un Focke Wulf 190 provocó el incendio de su aparato, Jackson se puso un paracaídas y salió al exterior caminando por encima del ala con un extintor para apagar las llamas. Su madre dijo luego que era lo único notable que había hecho su hijo “aparte de rodar en una procesión a través de Twickenham sobre la bicicleta más pequeña jamás construida” (signifique eso lo que signifique).
En su nuevo libro La Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor (Pasado y Presente, 2012), detalla los horrores y miserias de servir en los bombarderos de la RAF. Los tripulantes se volvían supersticiosos y volaban con patas de conejo y otros talismanes para conjurar lo que parecía un asunto de buena o mala suerte. Una costumbre era orinar todos a la vez junto a una hélice de su aparato: retratarlos así hubiera quedado curioso en las estatuas. En general no tenían remordimientos aunque tampoco sentían aversión alguna hacia los alemanes que bombardeaban. Apunta Beevor que la mayoría sufrían de estreñimiento a causa de la deplorable comida (nada, imagino, que unas horas de vuelo sobre territorio enemigo no pudiera aliviar). El historiador, sin embargo, recalca, como la mayoría de estudiosos, que los bombardeos no tuvieron efecto a la hora de acortar la guerra, que era la justificación de las autoridades británicas para destruir las ciudades alemanas. La moral de los alemanes resultó precisamente ser tan poco frágil como la de los británicos durante el Blitz. En realidad los bombardeos ordenados y jaleados por el controvertido mariscal del aire Arthur Bomber Harris –capaz de bautizar una misión contra Hamburgo como “Operación Gomorra”-, lo que hicieron fue devastar gratuitamente poblaciones y causar un horror tal que el sufrimiento de las tripulaciones queda muy relativizado (al cabo eran soldados, voluntarios y, en cuanto a las misiones, agresores).
Cuando se recuerdan los resultados en tierra de las operaciones de los Bomber Boys cuesta seguir mirando el monumento de Picadilly de la misma manera. Aunque se tenga en cuenta que la Luftwaffe empezó primero. La guerra de bombarderos –británicos, con sus Lancaster y Halifax a la cabeza, y estadounidenses, con sus B-17 y B-24- mató a cerca de 75.000 niños alemanes menores de 14 años (45.000 niños y 30.000 niñas) e hirió a 116.000 más, según cifra Jörg Friedrich en El incendio (Taurus, 2003). Uno es de la opinión de que la muerte de un solo niño invalida toda justificación estratégica, así que ya me dirán 75.000. Que fueran hijos de los malos es un argumento indigno.
Quisiera ahorrarles el espanto de las descripciones de las consecuencias terrestres de las aventuras de los Bomber Boys pero me parece que es una necesidad contextual para el monumento. En Berlín, tras un ataque con las eficaces bombas incendiarias, un chico salió de un sótano llevando un cubo en la mano que contenía lo que habían sido sus padres. Una de las consecuencias más atroces de los bombardeos es que los cuerpos quemados se encogían hasta una escala imposible y, por ejemplo, en un barreño cabía una familia entera. En realidad una de las pocas maneras de reconocerte era por los empastes. Desde las alturas, los aviadores podían percibir el olor a carne quemada del infierno desatado abajo. Las pérdidas humanas lo son todo en esta historia pero no puedo dejar de señalar que en uno solo de los bombardeos de Múnich la Biblioteca Estatal Bávara perdió medio millón de libros, el 20 % de su fondo. Otra aciaga noche de ataque, la Biblioteca Municipal y Universitaria de Hamburgo vio arder 625.000 volúmenes. De manera quizá un poco tendenciosa, ya que es alemán, Friedrich recalca que nunca se habían quemado tantos libros en la historia de la humanidad como durante la “despiadada” –el adjetivo es de Beevor- campaña aliada de bombardeos.
Antony Beevor, un hombre sensato, cree que es irremediable preguntarse si la campaña del Bomber Command contra la población civil no fue el “equivalente moral” de lo que hizo la propia Luftwaffe. Concluye eufemísticamente que “en términos estadísticos”, la ofensiva aliada resultó “ligeramente menos mortífera” que la actuación de la aviación alemana contra los civiles de toda Europa. No resulta muy consolador. El matiz entre lo que pasó en Dresde o en Gernika, Varsovia o Coventry es muy fino.
En fin, ahí está el monumento, inaugurado con pompa y circunstancia por la propia reina Isabel II en una ceremonia muy británica. Tomó parte en la celebración (hay que ver qué bien hacen estas cosas los británicos) incluso un viejo piloto veterano a los mandos de un Lancaster igual al que pilotaba hace 63 años, cuando tras el ataque de un caza alemán, tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia mientras parte de la tripulación ya había saltado en paracaídas. El aviador, líder de escuadrilla Tony Iveson, de 89 años –el hombre de más edad que ha volado un Lancaster, que ya es récord-, dijo que no recordaba que los controles fueran tan duros. “Una máquina realmente resistente”, manifestó el piloto -que participó en el raid para hundir el Tirpitz-, “una verdadera herramienta de guerra, nada mejor para hacer bien nuestro trabajo”. No dejó de recordar melancólicamente los 350 Lancasters perdidos en la guerra y a los viejos camaradas que no volvieron. El Lancaster de la conmemoración bombardeó la ceremonia y a los cientos de veteranos –alguno con su antiguo traje de vuelo de la RAF- y miles de familiares asistentes con amapolas de papel. Ninguna de ellas, ay, representaba a los niños alemanes muertos.