Desde que me enteré del reciente hallazgo de un antiguo campamento de Lawrence de Arabia en el desierto de Jordania no dejo de soñar con que el viejo T. E. quizá aún acepta reclutas. Es una tentación grande imaginar que cierras el chiringito y te marchas para allá a que te proporcionen un rifle y un camello y te incorporen a la Rebelión Árabe (más vale tarde que nunca). El campamento, hallado por arqueólogos era una base secreta desde la que Lawrence y los suyos lanzaban ¡hace ya un siglo! sus raids guerrilleros contra las tropas turcas. El lugar estaba intacto y ha aparecido sembrado de cartuchos gastados y botellas de ginebra rotas, testimonios desconcertantes que lo mismo indican una batalla que una fiesta. El viejo campamento fue localizado primero en un archivo, donde un arqueólogo halló un sketch de un mapa realizado de memoria en 1918 por un piloto de la RAF tras un vuelo de reconocimiento sobre el desierto. En una iniciativa que no podemos sino aplaudir, y con mucha confianza, un equipo siguió la pista y dio con la base, un verdadero tesoro para los historiadores modernos. Es una bonita historia para estos días de centenario de la I Guerra Mundial. Uno, que es un romántico irredento, piensa que acaso el viento del desierto ha respetado la impronta del héroe cuando descansaba echado en su campamento de las dunas y que quizá podríamos acostarnos en el mismo sitio e imaginar que el calor de la arena es el del propio cuerpo automortificado -con ayuda del bajá de Deraa- del autor de Los Siete Pilares de la Sabiduría. Un buen sitio para acabar.