El correo del Zar

Sobre el blog

Las noticias e historias que cabrían en el portapliegos (sabretache) de Miguel Strogoff - y no olvidemos que además de ser visceral y romántico el correo del zar de la novela de Julio Verne pasa mucho rato ciego -. Aventuras de toda clase y especie, hechos extraños, sucesos extraordinarios, exploraciones, gestas universales e íntimas, grandes y pequeños personajes - valientes y cobardes (más de estos), fieles y traidores-. Arqueología, historia natural, historia militar, obras de teatro, películas, esgrima, rugby, arquería y todo aquello que pueda conmovernos tratado con pasión y algún punto de humor e ironía.

Sobre el autor

Jacinto Antón

es redactor de cultura de El País desde hace 27 años. Ganó en 2009 el primer Premio Nacional de Periodismo Cultural que concede el Ministerio de Cultura. Es autor de Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias (RBA, 2009). Presenta el programa de TVE "El reportero de la Historia".

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El último campamento

Por: | 23 de mayo de 2014

Desde que me enteré del reciente hallazgo de un antiguo campamento de Lawrence de Arabia en el desierto de Jordania no dejo de soñar con que el viejo T. E. quizá aún acepta reclutas. Es una tentación grande imaginar que cierras el chiringito y te marchas para allá a que te proporcionen un rifle y un camello y te incorporen a la Rebelión Árabe (más vale tarde que nunca). El campamento, hallado por arqueólogos era una base secreta desde la que Lawrence y los suyos lanzaban ¡hace ya un siglo! sus raids guerrilleros contra las tropas turcas. El lugar estaba intacto y ha aparecido sembrado de cartuchos gastados y botellas de ginebra rotas, testimonios desconcertantes que lo mismo indican una batalla que una fiesta. El viejo campamento fue localizado primero en un archivo, donde un arqueólogo halló un sketch de un mapa realizado de memoria en 1918 por un piloto de la RAF tras un vuelo de reconocimiento sobre el desierto. En una iniciativa que no podemos sino aplaudir, y con mucha confianza, un equipo siguió la pista y dio con la base, un verdadero tesoro para los historiadores modernos. Es una bonita historia para estos días de centenario de la I Guerra Mundial. Uno, que es un romántico irredento, piensa que acaso el viento del desierto ha respetado la impronta del héroe cuando descansaba echado en su campamento de las dunas y que quizá podríamos acostarnos en el mismo sitio e imaginar que el calor de la arena es el del propio cuerpo automortificado -con ayuda del bajá de Deraa- del autor de Los Siete Pilares de la Sabiduría.  Un buen sitio para acabar.

Sirenas y exploradores

Por: | 23 de abril de 2014

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Sirenas encantadoras de navegantes desprevenidos, exploradores del techo del mundo, de una meseta en Indochina o de un metro de bosque, viajeros en el Congo, Sudán o Irlanda —y uno que se rastrea a sí mismo—, y un retorno a la isla del tesoro. Y para redondear, en el eco del centenario y los disparos de la Gran Guerra, la voz   de un teniente en las trincheras y el depredador ronroneo de un triplano rojo cerniéndose sobre sus presas.

Todo eso dan de sí las novedades de viajes y aventuras (en sentido amplio) que traemos aquí este día de Sant Jordi para elevar un monumento de libros a la más febril imaginación, la que nos lleva a lugares y empresas que nos recuerdan que en la vida vale la pena vivir, y sobre todo leer.

Empecemos por el principio, y no lo hay más trascendental que las primeras lecturas, así que, ¡qué diablos!, volvamos  a la isla del tesoro. Lo hace espléndidamente una novela arrebatadora (Regreso a la isla del tesoro, Tusquets) que yo no voy a decir lo que dice de ella The Times, que ¡supera el original! (¡¡anatema!!) pero sí que es verdad que es magnífica y que vuelve a henchir de viento nuestras velas. En la nueva historia, Jim, maduro, ha abierto su propia posada (¡La Hispaniola!) y su hijo (“nunca fui un niño travieso ni mal hijo, pero eso no evitó que decepcionara a mi padre”: solo por esa línea ya vale la pena todo el libro) juega con la idea de atar cabos de la vieja aventura de su progenitor, pues parte del tesoro de Flint quedó en la isla... Solo avanzarles que Jim Jr. viaja a la isla ¡junto a la hija de Long John Silver!, y que las páginas en las que aparece el viejo pirata (y su loro disecado) son de lo mejor que he leído últimamente. Una gozada de novela.

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Seguimos pertinentemente con los cantos de las sirenas: a ellas consagra un libro maravilloso (Sirenas. Seducciones y metamorfosis, Turner) nuestro  gran especialista en clásicos y mitos Carlos García Gual. Siempre había soñado con un libro así: la evolución de las sirenas, desde las de Ulises a las pintadas por Waterhouse, pasando por la sirenita de Andersen, las monstruosas y las bellas, las literarias y populares. Un fascinante viaje de descubrimiento y reivindicación por el mar de las leyendas.

Cuatro viajeros de hoy mismo nos ofrecen sus ricas experiencias en sendos libros: la grandísima periodistas especialista en África Lieve Joris nos lleva en La danza del leopardo (Altaïr) a la República Democrática del Congo, Paco Nadal al Sudán en El cuerno del elefante (La Línea del horizonte), Javier Reverte a la mucho más tranquila Irlanda (Plaza & Janés) y Gabi Martínez a la búsqueda de sí mismo (!) en su valiente novela autobiográfica Voy (Alfaguara). En cierta manera padre putativo de todos ellos, el desmesurado Francis Younghusband (del que se cumple su 150 aniversario), explorador y soldado, agente del Gran Juego y místico —lo que no fue óbice para que comandara la invasión británica del Tíbet—, narra en Por el Himalaya (la línea del horizonte) dos de sus expediciones históricas.  que le granjearon la Medalla de Oro de la Royal Geographic Society. En el otro extremo, asombroso explorador de lo pequeño, David George Haskell relata en En un metro de bosque (Turner) la extraordinaria aventura científica y espiritual (al estilo del recientemente desaparecido Peter Matthiessen) de pasarse un año mirando el mismo trozo de terreno, en el que ocurre, por cierto, de todo (se encuentra desde una oruga a un coyote). Un gran personaje  cuya vida y realizaciones prácticamente nos descubre Patrick Deville en su novela  Peste & cólera (Anagrama), hermosamente literaria e iluminadora,  y con las alforjas abarrotadas de excitantes referencias aventureras, es el médico y explorador Alexander Yersin, discípulo y colaborador de Pasteur que tanto te descubría el bacilo de la peste en Hong Kong como se adentraba conradianamente en la selva de Indochina con un winchester, dos elefantes y mucho valor. Peste & cólera es una novela en la que todo lo que se cuenta prácticamente es real, hermosamente literaria e iluminadora y con las alforjas abarrotadas de excitantes referencias aventureras (salen Livingstone, Rimbaud, Mayrena y sus sedangs, Loti, Mermoz...).

Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, sintetiza lo que más tuvo de aventura la I Guerra Mundial: la aviación. Se publican ahora sus memorias El avión rojo de combate (Macadán), que lo muestran más allá de su pericia y su caballerosidad como un verdadero depredador del aire. En tierra, Ernst Jünger le daba la réplica en versión tropas de asalto. El teniente Sturm (Tusquets)narra sus vivencias en forma de novela. Y se define así: “Era valiente en el combate, no por un exceso de entusiasmo o de convicción, sino por un sutil sentimiento del honor que rechazaba como algo sucio el menor asomo de cobardía”. Hombre de acero, uno de ellos.

Lawrence de Arabia, las fuentes del Nilo, los libros...

Por: | 19 de abril de 2013

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“Aférrate a tu sentido del humor, lo necesitarás todos los días”. Es uno de los consejos de T. E. Lawrence, Lawrence de Arabia, a los que pretendan inflitrarse como él entre los beduinos (aunque nos vale a todos). Aurens añade: “Si vistes prendas árabes ponte las mejores”.Y, en una especie de If de las dunas: “No seas demasiado cercano, demasiado arrogante o demasiado ecuánime”. Las recomendaciones forman parte de un librito evocador que es novedad y una buena opción para este Día del Libro, Camino de Ákaba (editado por Playa de Ákaba), una pequeña selección de textos breves del rey sin corona de Arabia, sobre todo cartas, fechados entre enero y agosto de 1917, que nos presentan a un Lawrence algo distinto del de Los siete pilares de la sabiduría, su magna obra sobre la revuelta en el desierto. Como bien dice en el prólogo Lorenzo Silva, que ha seleccionado y traducido los escritos, las cartas de Lawrence ofrecen más autenticidad e inmediatez y revelan con extraordinaria viveza al hombre, menos sobreactuado.

      Livingstone

 

En un cambio radical de escenario, del desierto a las espesuras africanas, otro libro reciente, En busca de las fuentes del Nilo (Crítica) vuelve a contarnos, con nuevas aportaciones —como el papel poco reconocido de los traficantes de esclavos en la ayuda a las expediciones— y un tono muy ameno, la odisea de la pugna por descubrir ese elusivo grial geográfico que obsesionó a los grandes aventureros de la edad de oro de la exploración. El autor, Tim Jeal, tiene un buenísimo pulso narrativo y le interesa mucho el factor humano: señala que Livingstone sufría enormemente de hemorroides sangrantes (lo que ha de ser un fastidio en la selva) y su mala dentadura hacía tan poca mella en el maiz verde y la carne de elefante de su dieta que el estómago le tenía que trabajar demasiado, produciéndole una acidez constante. Con cosas así se te pasa el deseo de explorar.

Cañones


Un viaje de menor envergadura (80 kilómetros) pero de gran carga poética, que atraviesa el espacio y el tiempo y supone un canto a la mediterraneidad, es el de José Carlos Llop en Solsticio  (RBA). Es el relato de sus vacaciones de verano infantiles, de los 5 a los 12 años, de 1961 a 1968, en el pabellón de mandos de una batería costera en Mallorca (su padre era teniente coronel de artillería). A ese apartado lugar en Betlem, en la bahía de Alcúdia, que parecería más de Los cañones de Navarone (en la foto) que de Retono a Brideshead pero que para Llop devino su Arcadia personal, se desplazaba la familia cada estío en un viaje que tenía carácter iniciático para el niño (alucinante la visión del almez del que cuelgan alimañas ahorcadas o la del guardabosques de los March, y maravillosa la descripción de los abejarucos como húsares alados). Por las páginas pasean el archiduque Luis Salvador, Robert Graves, Lawrence Durrell y el Leonard Cohen instalado en Hydra.Un libro que es un himno a la memoria y cuyas imágenes y belleza literaria perduran largamente tras la lectura.

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Otro viaje precioso aunque tampoco nos saca de suelo cercano, es el de Europa en el parabrisas (editado por Confluencias),de Robert Byron —sí, el autor de Viaje a Oxiana (1937), el maestro de la literatura de viajes, el inspirador de Paddy Leigh Fermor, Bruce Chatwin o Colin Thubron-. Antes de los viajes que le dieron fama, Byron (a la izquierda en la foto, con un amigo) realizó en 1925 un periplo en automóvil, un Sunbeam descapotable bautizado Diana, con dos amigos, por la Alemania de la República de Weimar, Austria, Italia y Grecia. El delicioso viaje, de Wandervögel ricos, está marcado por la sofisticada curiosidad y el interés por la arquitectura que caracterizarán siempre a Byron hasta su desgraciado encuentro con un submarino alemán en 1941.


Coraje y camaradería en Afganistán

Por: | 13 de febrero de 2013

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Del consejo de Kipling de que te volases los sesos si quedabas herido en el polvoriento Afganistán y las mujeres venían a por ti a cortarte lo peor, hasta Homeland hay un largo trecho que no dejo de recorrer adelante y atrás estos días. Es  curioso como a veces todo parece relacionarse.  Zero dark Thirty, No easy day, el principito deslenguado, el francotirador Chris Kyle aka The Devil of Ramadi  –por cierto, el récord moderno lo tiene un británico que mató a dos talibanes a ¡2,4 kilómetros de distancia!, el muy valiente, aunque nadie comparable al sniper finlandés Simo Häyhä, “la muerte blanca”: 505 víctimas (rusos) en la Guerra de Invierno (1939-1940)-…  

Estoy leyendo Kandak, fighting with afghans (Allen Lane, 2012), el nuevo libro de Patrick Hennessey, el joven (1982) capitán de los Grenadiers Guards al que conocí cuando publicó El club de lectura de los oficiales novatos (Los libros del lince, 2011).  Era entonces, y no habrá cambiado mucho, un chico apuesto, culto, de buenas maneras, que no tenía reparo en explicarte lo que se sentía al disparar sobre alguien. Y que te ponía los pelos de punta relatándote la entrada con su pelotón en Sangin, el sangriento pueblo de la provincia de Helmand, mientras los talibanes hacían señas para el combate en las azoteas desplegando ropa en los tendederos en una versión afgana de las señales de humo de los pieles rojas.

 Kandak es la palabra afgana para batallón y el libro de Hennessey trata de los soldados del Ejército Nacional Afgano (ENA) que luchan codo con codo (bien, a veces metiéndoles el codo en el ojo) con las Fuerzas de la Coalición contra los talibanes. El ejército afgano moderno no tiene muy buena prensa pero sí una larga tradición. Se formó oficialmente en la década de 1880 tras la turbulenta época de la Segunda Guerra Afgana que tantos disgustos supuso para los ingleses, incluida la deplorable pérdida de cañones en Maiwand. Patrick Hennessey reivindica a los combatientes del ENA con los que sirvió, el primer batallón de la tercera brigada del 205 cuerpo del Ejército Nacional Afgano. Durante todo un verano, el oficial británico vivió y combatió junto a los askar, guerreros, de esa unidad: el feroz Qiam Udin, el mesurado teniente Mujib Ullah, “con su retorcido sentido del humor e irónico coraje”, el bigotudo y flashmanesco (por el simpático canalla victoriano Flashman de George MacDonald Fraser, autor al que Hennessey idolatra) Sharaf Udin, que cargaba un rifle de francotirador vintage, el mayor Hazrat, el azote de Sangin, o el sargento Meraj, ese gran profesional…

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‘Bomber Boys’, ¿héroes o villanos?

Por: | 23 de octubre de 2012

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Con sentimientos contradictorios he visitado en Londres el épico nuevo monumento consagrado al “sacrificio” de  los pilotos y tripulaciones de bombarderos británicos de la II Guerra Mundial –los cariñosamente llamados (no por los alemanes, que pidieron que no se construyese el memorial) Bomber Boys-. Tengo que confesar que me di de bruces con él por casualidad. Era de noche, paseaba alegremente por Picadilly y acaba de dejar atrás el The Cavalry and Guards Club, el fino y exclusivo club de los oficiales de caballería donde un extraño destino ha querido que almorzase en dos ocasiones, siempre por trabajo, una con un coronel de húsares y otra con un capitán de granaderos de la Guardia. Había tratado de espiar los salones dando saltos frente a uno de los ventanales hasta que el portero me llamó la atención, ignorando los lazos que me unen a la venerable institución, sin contar con que una vez en sus salones derrame mi oporto sobre un general. 

El nuevo monumento, inaugurado este verano (28 de junio) en el extremo de Green Park, cerca de Hyde Park Corner, y obra de Liam O’Coonor, ha costado la friolera de 5,6 millones de libras –entre los donantes privados figuran Lord Ashcroft, famoso coleccionista de Cruces Victoria, y, poco antes de morir, Robin Gibb, que debió, y perdonen el mal chiste, confundir los Bee Gees con los B-17-.  Me impresionó de entrada porque pese a que es eso, nuevo, parece haber estado siempre ahí, una sensación que dice mucho del clasicismo de sus formas. Efectivamente, es el tipo de construcción que hubiera querido el propio duque de Wellington para sus chicos. Los británicos lo han sacado adelante pese a que políticos alemanes como –lógicamente- la alcaldesa de Dresde, Helma Orosz, pidieron al conocer el proyecto que no se lo llevase a cabo, por respeto hacia las víctimas de las bombas.  Dresde, recordarán, fue reducida a escombros en febrero de 1945 por el carpet-bombing y algunos elevan la cifra de civiles muertos hasta 250.000. Para muchos alemanes, el monumento a los aviadores británicos es un prodigio de falta de sensibilidad, ofende la memoria de los inocentes masacrados por los bombardeos y su sola idea es de mal gusto. La exaltación del Bomber Command lleva peligrosamente agua al molino de los revisionistas que no han duda tradicionalmente en pedir que se considere los bombardeos aliados también crímenes de guerra. En todo caso, la gran controversia en Gran Bretaña ha sido simplemente acerca de la oportunidad del gasto que ha supuesto la construcción del monumento en estos tiempos de crisis.

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Atravesé el pórtico con columnas que da a Picadilly y me encontré ante un alto plinto sobre el que se encuentran las impresionantes y realistas estatuas de bronce de siete aviadores que parecen regresar de una misión particularmente dura, con mucho fuego de antiaéreos y mucha caza nocturna alemana. De tamaño superior al natural, 2,7 metros y estilo Airfix toy-soldiers, para entendernos, las estatuas, obra del reputado Philip Jackson –real escultor de la Reina-, al que le debemos ya el sentido monumento a los gurkhas y otro a Bobby Moore, representan a la tripulación completa de un bombardero, piloto, copiloto, operario de radio, navegador, mecánico y artilleros (los tiradores encargados de la ametralladoras), todos con su equipo de vuelo, chalecos salvavidas, antiparras y máscaras de oxígeno. Incluso me pareció que uno llevaba la insignia del Club Oruga, que distinguía oficiosamente a los que habían saltado de su aparato en paracaídas con éxito (!).  Le di varias vueltas al conjunto escultórico que irradia tanto heroísmo y aventura que dan ganas de alistarse en la RAF con efectos retroactivos. A los pies de los aviadores la gente –entre ellos muchos veteranos- ha depositado fotos, mensajes de recuerdo y homenaje, flores, cruces, una gorra e incluso una pequeña reproducción a escala de un Lancaster que estuve tentado de llevarme aunque me contuve al pensar que igual había cámaras ocultas. En el plinto de los aviadores hay grabada una frase de Pericles –que desgraciadamente no pudo contar con una fuerza aérea propia en la guerra del Peloponeso-: “La libertad es una posesión segura solo de aquellos que tienen el coraje de defenderla”.  

Sobre el grupo de esculturas una abertura en el techo permite que los aviadores de metal puedan ver el cielo, si es que les quedaron ganas. El techo, por cierto, es de aluminio recuperado del fuselaje de un bombardero Halifax derribado en Bélgica en 1944 y extraído de un pantano en 1997 con tres de los tripulantes aún en sus puestos, aunque en la lamentable condición que puede suponerse. En una pared del monumento, en grandes números dorados, se ofrece el número de miembros del Mando de Bombarderos muertos en la guerra: 55.573. La cifra incluye británicos, canadienses y miembros de otros países de la Commonwealth así como checos, polacos y aliados varios. Añádanse 18.000 más heridos o caídos prisioneros. En los muros exteriores del Memorial, figura el escudo y el contundente lema de los bombarderos: “Strike hard, strike sure”.  

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Yo la verdad siempre he sido de cazas; encuentro que llegados a la locura de matarse mejor hacerlo en el aire sin molestar a nadie, hombre contra hombre, soldado contra soldado, de tú a tú, vamos. Los bombarderos, por mucho que nos impresionen las hazañas de los Dambusters, los destructores de presas, me parecen una villanía, especialmente cuando se dirigen a objetivos civiles. Es verdad que los chicos del Bomber Command, jóvenes con un promedio de edad de 21 años, lo pasaron fatal -véase, por ejemplo, Men of air, de Kevin  Wilson (Phoenix, 2008)-. Las misiones eran una tómbola diabólica. Solo en enero de 1944, se perdieron 2.256 tripulantes. No era únicamente que murieras sino la terrible forma en que lo hacías: alcanzado por proyectiles que llegaban en medio de la oscuridad, cayendo desde las alturas sin paracaídas al desintegrarse tu avión en un fogonazo abrasador, ahogado en el mar, asfixiado por la falta de oxígeno, corrido a guantazos por los civiles alemanes entre los que ibas a parar…  Los que lo pasaban peor eran los ametralladores a solas en sus torretas de plexiglás transparente: a menudo los servicios de tierra tenían que usar mangueras para limpiar los claustrofóbicos cubículos en los que se hallaban esparcidos los restos despedazados del artillero. Pero todo era espantoso: las sacudidas de los antiaéreos provocaban que los pesados bombarderos pegasen saltos de 15 metros, ríete tú de las turbulencias. Un piloto recordaba la forma en que un cohete lanzado por un caza decapitó limpiamente (?) a su ingeniero de vuelo. La presión a gran altura provocaba que las heridas sangrasen mucho.

Las posibilidades de supervivencia eran tan pequeñas, escribe poéticamente Wilson “que los tripulantes no eran más que hombres de aire, casi espectros, esperando a desvanecerse esa noche o la siguiente”. El porcentaje de bajas entre los 125.000 hombres de los bombarderos fue del 60%: estadísticamente no hubo ocupación más peligrosa en la II Guerra Mundial a excepción del servicio en los submarinos alemanes y, seguramente, los perros bomba soviéticos. En una operación típica tenías una posibilidad entre 20 de morir, lo que es poco alentador si se piensa que las tripulaciones realizaban una media de 30 misiones antes de dejar de volar.  Comparada con la vida de los pilotos de caza, la de los bombarderos era además poco glamurosa –donde se ponga un Spitfire…- y se ligaba menos. Allá arriba te sentías como un pato de feria, rodeado de explosivos y muerto de frío… hasta que ardías.  

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Había amplio espacio para la cobardía (“el canguelo de los Focke-Wulf”), aunque también para el heroísmo. El sargento Norman Jackson, uno de los 10 tripulantes de Lancaster que ganaron la preciada Cruz Victoria, había seguido volando tras cumplir sus 30 misiones, para no abandonar  a sus compañeros –eso sí que es solidaridad ante el ERE de la Parca-. Cuando el 26 de abril de 1944 el ataque de un Focke Wulf 190 provocó el incendio de su aparato, Jackson se puso un paracaídas y salió al exterior caminando por encima del ala con un extintor para apagar las llamas. Su madre dijo luego que era lo único notable que había hecho su hijo “aparte de rodar en una procesión a través de Twickenham sobre la bicicleta más pequeña jamás construida” (signifique eso lo que signifique).

En su nuevo libro La Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor (Pasado y Presente, 2012), detalla los horrores y miserias de servir en los bombarderos de la RAF. Los tripulantes se volvían supersticiosos y volaban con patas de conejo y otros talismanes para conjurar lo que parecía un asunto de buena o mala suerte. Una costumbre era orinar todos a la vez junto a una hélice de su aparato: retratarlos así hubiera quedado curioso en las estatuas. En general no tenían remordimientos aunque tampoco sentían aversión alguna hacia los alemanes que bombardeaban. Apunta Beevor que la mayoría sufrían de estreñimiento a causa de la deplorable comida (nada, imagino, que unas horas de vuelo sobre territorio enemigo no pudiera aliviar). El historiador, sin embargo, recalca, como la mayoría de estudiosos, que los bombardeos no tuvieron efecto a la hora de acortar la guerra, que era la justificación de las autoridades británicas para destruir las ciudades alemanas. La moral de los alemanes resultó precisamente ser tan poco frágil como la de los británicos durante el Blitz. En realidad los bombardeos ordenados y jaleados por el controvertido mariscal del aire Arthur Bomber Harris –capaz de bautizar una misión contra Hamburgo como “Operación Gomorra”-, lo que hicieron fue devastar gratuitamente poblaciones y causar un horror tal que el sufrimiento de las tripulaciones queda muy relativizado (al cabo eran soldados, voluntarios y, en cuanto a las misiones, agresores).

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Cuando se recuerdan los resultados en tierra de las operaciones de los Bomber Boys cuesta seguir mirando el monumento de Picadilly de la misma manera. Aunque se tenga en cuenta que la Luftwaffe empezó primero. La guerra de bombarderos –británicos, con sus Lancaster y Halifax a la cabeza, y estadounidenses, con sus B-17 y B-24- mató a cerca de 75.000 niños alemanes menores de 14 años (45.000 niños y 30.000 niñas) e hirió a 116.000 más, según cifra Jörg Friedrich en El incendio (Taurus, 2003). Uno es de la opinión de que la muerte de un solo niño invalida toda justificación estratégica, así que ya me dirán 75.000. Que fueran hijos de los malos es un argumento indigno.

Quisiera ahorrarles el espanto de las descripciones de las consecuencias terrestres de las aventuras de los Bomber Boys pero me parece que es una necesidad contextual para el monumento. En Berlín, tras un ataque con las eficaces bombas incendiarias, un chico salió de un sótano llevando un cubo en la mano que contenía lo que habían sido sus padres. Una de las consecuencias más atroces de los bombardeos es que los cuerpos quemados se encogían hasta una escala imposible y, por ejemplo, en un barreño cabía una familia entera. En realidad una de las pocas maneras de reconocerte era por los empastes. Desde las alturas, los aviadores podían percibir el olor a carne quemada del infierno desatado abajo. Las pérdidas humanas lo son todo en esta historia pero no puedo dejar de señalar que en uno solo de los bombardeos de Múnich la Biblioteca Estatal Bávara perdió medio millón de libros, el 20 % de su fondo.  Otra aciaga noche de ataque, la Biblioteca Municipal y Universitaria de Hamburgo vio arder 625.000 volúmenes. De manera quizá un poco tendenciosa, ya que es alemán, Friedrich recalca que nunca se habían quemado tantos libros en la historia de la humanidad como durante la “despiadada” –el adjetivo es de Beevor- campaña aliada de bombardeos.  

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Antony Beevor, un hombre sensato,  cree que es irremediable preguntarse si la campaña del Bomber Command contra la población civil no fue el “equivalente moral” de lo que hizo la propia Luftwaffe. Concluye eufemísticamente que “en términos estadísticos”, la ofensiva aliada resultó “ligeramente menos mortífera” que la actuación de la aviación alemana contra los civiles de toda Europa. No resulta muy consolador. El matiz entre lo que pasó en Dresde o en Gernika, Varsovia o Coventry es muy fino.

En fin, ahí está el monumento, inaugurado con pompa y circunstancia por la propia reina Isabel II en una ceremonia muy británica. Tomó parte en la celebración (hay que ver qué bien hacen estas cosas los británicos) incluso un viejo piloto veterano a los mandos de un Lancaster igual al que pilotaba hace 63 años, cuando tras el ataque de un caza alemán, tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia mientras parte de la tripulación ya había saltado en paracaídas.  El aviador, líder de escuadrilla Tony Iveson, de 89 años –el hombre de más edad que ha volado un Lancaster, que ya es récord-, dijo que no recordaba que los controles fueran tan duros. “Una máquina realmente resistente”, manifestó el piloto -que participó en el raid para hundir el Tirpitz-, “una verdadera herramienta de guerra, nada mejor para hacer bien nuestro trabajo”. No dejó de recordar melancólicamente los 350 Lancasters perdidos en la guerra y a los viejos camaradas que no volvieron.  El Lancaster de la conmemoración bombardeó la ceremonia y a los cientos de veteranos –alguno con su antiguo traje de vuelo de la RAF- y miles de familiares asistentes con amapolas de papel.  Ninguna de ellas, ay, representaba a los niños alemanes muertos.

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Retorno a Tree Tops

Por: | 31 de mayo de 2012

TREETOPS


Cada uno vive el Jubileo de Diamante de la reina de Inglaterra a su manera. A mí me están conmoviendo enormemente los desfiles de las abigarradas e históricas tropas de la soberana que se desarrollan día sí día no y que sigo como puedo por televisión e internet http://www.bbc.co.uk/news/uk-18132607  y http://www.bbc.co.uk/news/uk-18112625 : son impresionantes aunque echo a faltar de momento a los lanceros de Bengala y a los Guías de la frontera con sus efluvios de Peshawar. El acto central de las celebraciones  desde mi punto de vista va a ser este domingo el Thames Diamond Jubilee Pageant (!), que es como un solemne paseo en barca que reunirá la mayor flotilla británica jamás vista desde Dunkerque, pero con fines menos angustiosos y mucho más festivos, y sin Stukas. Un millar de embarcaciones de todo tipo -ciertamente no se esperan muchos dhows árabes-, seguirán a la barca real (el crucero para turistas The spirit of Chartwell ataviado para la ocasión) por el Támesis cruzando bajo los 13 puentes del centro de Londres, de Battersea Bridge a Tower Bridge, en una pinturera comitiva. La singladura será  amenizada por la música de diferentes formaciones flotantes, incluida la banda de los Royal Marines, que por supuesto no dejarán de interpretar, aparte de Rule Britannia, hits acuáticos como Gibraltar, Jolly Roger, Piratas del Caribe y la insoslayable Water music de Haendel. Según el programa, que no tiene desperdicio, al pasar frente al Memorial de la RAF tocarán The Dambusters y al hacerlo ante el edificio del MI5 música de las películas de James Bond. Sin embargo parece que aunque estamos en el centenario nadie interpretará la banda sonora de Titanic… 

Se calcula que a bordo de las embarcaciones, que incluyen 265 a remo, viajarán 20.000 personas y serán muchísimas más las que contemplarán el magno espectáculo en el que no faltarán algunos barcos y barcas históricos con gente disfrazada. Yo no podré estar ahí y mira que me encantaría figurar como ambiguo remero de Cambridge  con Blunt, Philby y los otros chicos, o de marinero del Exeter cosido a cañonazos del Graf Spee. En fin como les decía, cada uno celebra el Jubileo según sus posibilidades y yo lo hago recordando el papel que jugó en la entronización de Isabel II uno de mis personajes favoritos, el matador de fieras Jim Corbett.  Fue el suyo un papel pequeño pero tan entrañable y valeroso que para mí vale tanto o más que los desfiles de las tropas o la boga de tanto bote.

TREETOPS Jim Corbett portrait
Corbett (Naini Tal, India, 1875-Nyeri, Kenia, 1955), recordarán, era un británico de la India que con su certero rifle libró al mundo de animales tan desagradables como el tigre de Champawat y el leopardo de Panar, que entre los dos se comieron a 836 personas, que se sepa. Fue por supuesto el hombre que cazó al evasivo y peligroso leopardo de Rudraprayag , que mató a 150  personas y cuyo alarmante caso llegó desde las boscosas colinas del norte de la india hasta el parlamento británico. En los relatos de sus peligrosas  cacerías de esos y otros monstruos listados o moteados semejantes, Corbett nos ha dejado algunas de las páginas más emocionantes, terribles y hermosas de aventuras en la naturaleza, de la que era un gran amante y conocedor. Yo he devorado sus libros con la misma fruición con que masticaba huesos el demonio manchado del Garwhal: Man-eaters of Kumaon, The temple tiger, The leopard of Rudraprayag, Jungle Lore,  My India (de varios de ellos hay traducción en castellano)Y en coincidencia con la ocasión del Jubileo he conseguido por fin tras varios años de búsqueda el librito que escribió (el último) acerca de aquella memorable ocasión en que coincidió, en febrero de 1952, con la princesa e inmediatamente futura reina.  

TREETOPS PORTADA

Se trata de Tree Tops, apenas 25 páginas (aunque muy ilustradas con encantadores dibujos a plumilla), con otras 11 de sentido prólogo de Lord Hailey, amigo de Corbett, que fue gobernador del Punjab de 1924 a 1928 y realizó luego misiones de supervisión en Kenia en las que advirtió que lo del Mau-Mau pintaba mal. Precisamente fueron los insurgentes keniatas los que propiciaron, por así decirlo, el contacto entre Corbett e Isabel. El cazador y mayor del Ejército Indio, que contaba a la sazón 77 años y estaba retirado en Nyeri, Kenia, tras abandonar su hogar de Kaladhungi después de la partición de la India en 1947, se enteró de la visita principesca al famoso hotel arbóreo Tree Tops, construido sobre  una gigantesca higuera mugumu, y como se encontraba cerca decidió poner su rifle y su conocimiento del terreno al servicio de la seguridad de Isabel en aquellos tiempos turbulentos. No en balde, además de liquidar felinos atroces, había adiestrado a las tropas británicas para la lucha en la jungla durante la II Guerra Mundial. Fue durante la noche de la estancia en el singular edificio cuando falleció en Inglaterra el padre de Isabel, Jorge VI, así que bien pudo decirse que la chica subió princesa al árbol y bajó reina, que ya es rareza. Entretanto, Jim Corbett vigilaba.

Corbett era un buen tipo, aparte de un excelente rastreador y un fine shot, como dicen los anglosajones,  de aquí te espero. Un hombre tranquilo  que nunca molestaba a nadie excepto a los devoradores de hombres. Tenía un miedo irracional a las serpientes, vivía con sus dos devotas hermanas  y no se casó nunca. A su último tigre asesino, el de Thak, lo cazó ¡a los 63 años!

Su relato de los acontecimientos de Tree Tops se abre cuando instalado en la alta plataforma del hotel, adonde le ha conducido la invitación principesca y donde aguarda a la comitiva, observa 47 elefantes y cae en la cuenta de que Isabel y su marido el duque de Edimburgo han de llegar andando por un camino que los conduce directamente hacia la manada, varios de cuyos machos están en el violento celo conocido como musth. “Mi ansiedad iba creciendo”, escribe Corbett, que luego expresa sus muy británicos orgullo y admiración al ver aparecer a la princesa caminando tan tranquila con su bolso (!) y su cámara hasta llegar al pie de la larga escalera de mano que sube hasta Tree Tops.

El viejo cazador describe cómo Isabel se pasa las horas fotografiando animales –algo que a él también le encanta- y tomando té, ofrecido por la señora de la casa, Lady Bettie Walker, para la que el mayor Eric Sherbrooke Walker, propietario de tierras en los alrededores, hizo construir la curiosa y aérea mansión, la apoteosis del sueño infantil de una casa en un árbol. Asiduo del hotel, del que era "cazador residente", Corbett le señala cariñosamente a la princesa a Karra, el babuino al que le falta el labio superior, perdido en una riña; juntos observan un combate a muerte entre dos antílopes. Con el duque de Edimburgo sostienen una conversación sobre el abominable hombre de las nieves a propósito de Eric Shipton, el notable alpinista que siguió sus pasos. El cazador se sorprende de la cantidad de animales que se acercan esas horas a Tree Tops, como atraídos, escribe, por la presencia de la princesa.

Hubo momentos de intimidad: mientras retratan facoceros, Corbett e Isabel hablan apenados de la enfermedad del rey –al que por cierto le encantaba la caza, aunque no tuvo que pedir perdón nunca por ello, claro que eran otros tiempos-, y nuestro hombre señala que la joven nunca imaginó que no volvería  a ver a su padre vivo. Durante la estancia se produce un ominoso incidente al volcar una lámpara de petróleo y pegar fuego a un mantel. Un joven sirviente africano resuelve la situación. Corbett anota cómo apenas dos años después los Mau-Mau pillarán e incendiarán Tree Tops arrasándolo completamente, “y es una conjetura si el joven boy huyó con ellos para convertirse en terrorista o sus huesos se blanquean en algún lugar ignoto de la jungla”. También es verdad que entonces el hotel con tan buenas vistas servía de observatorio a los King's African Rifles en su lucha contra la guerrilla...

Corbett explica con modestia y quitándole importancia cómo pasó la noche de la estancia de la princesa instalado en la escalera vigilando. “He pasado muchas veladas en la rama de un árbol o en un machan para que eso me incomodara, y de hecho fue un placer. Un placer sentir que tenía el honor de guardar por una noche la vida de una encantadora mujer que, con la gracia de Dios, se sentaría en el trono de Inglaterra”. El cazador detecta una vibración en la escalera que achaca a un leopardo, reseña la presencia de hienas y de tres hyrax, un pequeño mamífero insectívoro. Al amanecer, Corbett se lava y afeita y acude al encuentro de la princesa como si nada. 

TREETOPS CORBETT

 

Tras otra jornada de observación y fotos, la comitiva se marcha. Han permanecido en Tree Tops desde las 14 horas del día 5 de febrero a las 10 de la mañana del 6. No es sino al llegar al lodge de Sagana que Isabel se entera de la muerte de su padre, fallecido durante el sueño la noche previa, y de que es de facto reina. Corbett conservará celosamente el recuerdo de aquel tiempo con la princesa hasta su muerte dos años después. Y anotará en el registro de visitantes de Tree Tops las famosas líneas: “Por vez primera en la historia del mundo una joven subió a un árbol un día como princesa y tras haber pasado la que describió como su experiencia más emocionante descendió al día siguiente convertida en Reina. Dios la bendiga”. 

Del relativamente modesto acomodo arbóreo con solo dos habitaciones que encendió mi imaginación infantil en las páginas de un viejo libro de curiosidades y en el que se alojaron Chaplin, lord Mounbatten o Joan Crawford, hoy no queda casi nada. Con su nombre se ha construido en la vecindad un enorme edificio que es el nuevo Tree Tops pero que carece completamente de su poesía. Al final de su librito, que fecha en Nyeri el 6 de abril de 1955, pocos días antes de su muerte, Jim Corbett escribe: “Todo lo queda del árbol y la casa honrados por la princesa Isabel y el Duque de Edimburgo y visitada durante un cuarto de siglo por millares de personas es un tocón muerto y ennegrecido que se alza en un lecho de cenizas. De esas cenizas un día se alzará otro Tree  Tops. Pero para aquellos de nosotros que conocimos el gran árbol viejo y la amistosa casa, Tree Tops se ha ido para siempre”. 

 

Drácula y el Titanic

Por: | 26 de abril de 2012

JACINTO DRACULA TIT 1
¿Drácula y el Titanic? Imagino alzarse más de una ceja.  Ah, pero hay elementos que unen a ambos, al famoso vampiro y al no menos célebre buque hundido. De entrada la coincidencia este año entre el centenario del hundimiento del trasatlántico y el de la muerte del autor de la novela que inmortalizó al transilvano conde de largos colmillos. El Titanic, como saben, se fue a pique el 15 de abril de 1912, y Bram Stoker expiró (con 64 años, seguramente de sífilis) muy poquito después, el 20 de abril, precisamente el día en que empezó la investigación oficial sobre el desastre marítimo. Stoker recibió la sensacional noticia del hundimiento del buque insumergible en su dormitorio el mismo día 15 de boca de su  esposa, Florence Balcombe, una atractiva mujer hija de un teniente coronel  y que había sido cortejada previamente por Oscar Wilde, antes de que este surcara otros mares por así decirlo.

La esposa de Stoker, a la que se recuerda por haber tratado de destruir todas las copias del Nosferatu de Murnau furiosa porque el cineasta no había  pedido permiso para plagiar el argumento de la novela de su marido en su película, irrumpió excitadísima en la habitación del postrado Bram con las (malas) nuevas del Titanic y ambos recordaron la experiencia de la propia Florence con los naufragios.  Efectivamente, la esposa y el hijo de Stoker, entonces de 9 años, estuvieron a punto de perecer cuando el vapor Victoria en el que viajaban junto a otros 120 pasajeros y tripulantes chocó contra unas rocas ocultas por la niebla a la altura del faro de Cap d’Ailly a las tres de la madrugada del  13 de abril de 1887. El farero se había quedado dormido y no encendió la luz. Se ahogaron veinte personas, 14 en el pánico desatado al bajar el primero de los cuatro únicos botes salvavidas, cada uno con capacidad para ocho o nueve personas. Florence y el pequeño Irving Noel consiguieron sitio en el tercero. Un bote entero partió solo con hombres, pues no hubo ninguna orden tipo “mujeres y niños primero”. Lo cual evitó, viéndolo por un lado positivo, los muchos malentendidos del Titanic.

La mujer y el hijo de Stoker pasaron 12 horas en el mar hasta desembarcar en Fécamp, adonde la familia Stoker peregrinó luego muchos veranos para conmemorar el rescate. A Bram Stoker, la noticia del hundimiento del Titanic le hizo recordar a su alter ego en su novela The Man –Harold Han Wolf-, que salva a pasajeros de un barco que se hunde saltando para rescatarlos al agua helada.

     JACINTO DRACULA MAX
Todo esto les puede parecer poca relación. Pero a Stoker le interesaba mucho el mar en su aspecto destructivo y tormentoso, góticamente sublime. Cerca de una cuarta parte de las fuentes identificadas para Drácula  -no me lo invento, lo apunta Barbara Belford en su biografía de Bram Stoker (Knopf, 1996), para mí la mejor- tienen que ver con supersticiones del mar, incluidas Henry Lee’s sea fables explained and Sea Monsters unmasked y Legends and superstitions of the sea and sailors, de Fletcher  (!) S. Bassett.  Uno de los episodios fundamentales de Drácula por supuesto ocurre en el mar y acaba en naufragio: el de la pequeña goleta Demeter procedente de Varna que traslada los ataúdes del conde a Inglaterra y que se estrella contra la arena cerca de la escollera conocida como Tate Hill Pier en Whitby. Recordarán que el capitán del barco, el único a bordo (de los cinco marineros, dos suboficiales y el cocinero, ni rastro, brrrr),  estaba atado muerto a la rueda del timón. Stoker se basó en un naufragio real que investigó a fondo, el de el schooner ruso Dmitry procedente de Narva (sic) embarrancado en el mismo lugar que la ficticia Demeter el 24 de octubre de 1885 (me encantan estas deliciosas relaciones entre barcos reales e imaginarios: Conrad hizo lo mismo con los de sus novelas, empezando por el Patna). 

      JACINTO DRACULA COPOLA
Pero ya les he hecho esperar mucho con estos prolegómenos. Vamos al grano. Efectivamente, hay una relación directa entre el conde Drácula y el Titanic. En la simpática y llena de guiños secuela de Drácula que en 2009 escribió el sobrino bisnieto de Bram Stoker, Dacre Stoker, Dracula the Undead (publicada en España por Roca), Quincey Harker, el hijo del vampiro y Mina Harker (sí, han pasado muchas cosas desde aquella velada en Borgo Pass) sube a un enorme transatlántico que se dispone a partir hacia Nueva York en su viaje inaugural. Viaja en la cubierta B en primera clase y lleva con él dos grandes cajas  que van a parar a la bodega del barco. Por supuesto adivinan el nombre del buque: Titanic.   

      Recordando el pasaje me he puesto en contacto con Dacre –que debe su nombre a un antepasado, Henry Hugh Gordon Dacre Stoker, el valeroso comandante del AE 2 un submarino que en la I Guerra Mundial forzó el paso de los Dardanelos (véase Stoker’s submarine,Harper Collins, 2003) : ¡Drácula y los submarinos, madre mía!- para comentar la jugada. El amable escritor, que en su momento me dedicó su libro con un inquietante “He returns”  y su rúbrica en forma de colmillos, me ha enviado información complementaria sobre el asunto de la relación entre Bram Stoker, Drácula y el Titanic para chuparse los dedos. Vean, vean.

     Bram Stoker escribió un artículo http://bramstokerestate.com/The-Worlds-Greatest-Shipbuilding-Yard-Bram-Stoker2_2.html ¡sobre los mismos astilleros de Belfast en los que años más tarde se construiría el Titanic! “Y qué decir”, añade Dacre, “sobre la coincidencia de que el barco de rescate que salvó a los náufragos del transatlántico se llamara Carpathia”, la región donde se alzan los Cárpatos, los montes de la Transilvania de Drácula. 

      Dacre, como hace unos días en un artículo en este mismo diario el camarada Manuel Rodríguez Rivero (estoy por denominarlo hermano de sangre, visto el tema), reivindica apasionadamente la memoria del autor de Drácula frente a las conmemoraciones del Titanic. “Me parece irónico”, me escribe, “que incluso cien años después la gente siga alborotándose con ese desastre marino, un fracaso en realidad, mientras hay que hacer un gran esfuerzo para que descubran la interesante vida de Bram Stoker”.  Yo he asentido, confiando en que el joven autor no descubra cuántas páginas llevo escritas del barco, incluidas estas.

     Déjenme añadir que la idea de juntar a Drácula y el Titanic me parece tan jugosa que me extraña que no haya sido ya aprovechada por alguien más.

      En la tesitura, como no encontraba nada mejos, pensaba escribirles yo mismo alguna cosa, no sé, un relato en el que Drácula viajase en el Titanic y provocara la extrañísima situación atmosférica en la que parece que se encontró el buque y que provocó que el iceberg pasara desapercibido hasta la colisión. El conde claro iría en primera, saldría solo de noche mezclándose muy elegantemente vestido con los Astor, Straus, Widener o Guggenheim, y se alimentaría de pasajeros de tercera y de alguna dama de alcurnia. ¿Porqué no imaginar que el Titanic lo hundió Van Helsing –pongámoslo también a bordo, ea- para acabar con el vampiro?: si, un poco bestia el remedio, pero el doctor no se anda con chiquitas, pregúntenle a Lucy Westenra-.

Teniendo en cuenta que según la tradición, los vampiros no pueden cruzar por sí mismos  brazos de agua, tan purificadores (recuerdo una película en la que el chupasangres de turno (re) moría al tomar una ducha), debemos suponer que si no consiguió subir a un bote salvavidas, cosa difícil de hacer con un ataúd a cuestas y con tantas mujeres haciendo cola, Drácula, inmortal si no le aplicas los contundentes remedios anti vampíricos tradicionales, debe seguir ahí abajo, en los restos hundidos del Titanic, a los que, a cuatro kilómetros de profundidad no llega ni un rayo de luz. Estará aburrido en su oxidado castillo submarino, chupando anémonas y esperando a algún desprevenido visitante tipo Jonathan Harker. Y entonces, aparece James Cameron… ¡Qué argumento señores!, solo me falta encontrar papel para Bela Lugosi.

     JACINTO DRACULA titanic-hundido
Desgraciadamente, he hallado una novela que junta vampiros y la tragedia del Titanic –nada nuevo bajo el sol (!)-. Se llama precisamente Carpathia, es de este mismo año y la firma Matt Forbeck, autor de The Marvel  Encyclopedia y The complete idiot’s guide to drawing manga, que no serán grandes títulos pero resultan simpáticos. La novela coloca a un grupo de descendientes de los personajes de Drácula a bordo del Titanic, les hace vivir el naufragio y ser rescatados por el Carpathia solo para encontrase que hay vampiros a bordo…

     Para acabar dejen que les recomiende mi novela de vampiros favorita –con permiso de Salem’s Lot de Stephen King,- Sueño del Fevre, del ahora aclamado por su serie Canción de hielo y fuego George R. R. Martin y que ha republicado Gigamesh (la edición original es de la vieja Acervo editorial). Sueño del Fevre, de la que han bebido muchas de las fantasías vampíricas modernas, crepúsculos incluidos, es una preciosa novela de vampiros, terror y amistad, sobre todo de lo último, escrita por un Martin en estado de gracia y que transcurre… en un barco.

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Muerte y redención en el hielo

Por: | 03 de abril de 2012

  SCOTT
Tal día como hoy más o menos -es imposible estar seguros de la fecha exacta: no sobrevivió nadie para contarlo- moría hace un siglo en su lejana tumba de hielo flanqueado por sus compañeros el capitán Robert Falcon Scott, el gran perdedor del Polo Sur. En estas agitadas jornadas de recién estrenada primavera y rescoldos de huelga, cuando parece que deberíamos concentrarnos en otras cosas, no puedo dejar de pensar obsesivamente en el postrado explorador y en sus últimos momentos. Le imagino agonizante en su ajada tienda azotada por la ventisca de una manera que debía sugerirle -aunque era agnóstico- el batir de las alas de un ángel del destino enviado a recoger su alma desdichada y fría. Nunca lo he sentido tan cerca, a Scott. La semana pasada dejé unas flores y un cubito de hielo como ofrenda bajo su impresionante estatua en Waterloo Place en Londres (cerquita de la de otro héroe congelado, sir John Franklin). Su sepultura en la Antártida me pilla algo lejos.

Desde hace años me había vuelto muy crítico con el capitán, a tono con la moda imperante en los últimos tiempos –yo siempre me acerco al sol que más calienta, y valga el tropo- que consistía bastante unánimemente en echar pestes de él y cantar las excelencias de su colega sir Ernst Shackleton  y de los exploradores noruegos Nansen y Amundsen.  El pasado día 15 de diciembre celebramos –yo en Oslo, enarbolando una bandera y dándole al gin-tonic- la conquista del polo por Amundsen. Era justo, Amundsen fue el primero en llegar allí y lo hizo en una asombrosa demostración de pericia esquiadora, conocimiento del terreno y riesgo calculado, por no hablar del pragmatismo de comerse a sus perros. Vino luego la fecha del 17 de enero, el centenario de la llegada del propio Scott y su grupo al Polo Sur. No parecía que hubiera mucho que celebrar. Alcanzar aquellas latitudes no está al alcance de cualquiera, ni siquiera hoy, pero llegar segundos, ¡y siendo británicos!, ¡bah!  Scott tragó mucha quina (como también lo hizo, desde lejos, Nansen: ambos consideraban que el polo era cosa suya) y emprendió la marcha de regreso después de posar, con sus cuatro compañeros, para la foto más triste y depresiva  de la historia. Tras perder por el camino a dos camaradas, Evans, fallecido tras enloquecer de cansancio, frío y escorbuto (añádase un golpe en la cabeza al caer en una grieta) y Oates, que se dejó morir en la intemperie para dar una posibilidad a los otros, los tres exploradores restantes acabaron metidos en su tienda, incapaces de continuar su ruta de regreso y salvarse.

SCOTT BUENA
La mayoría de los historiadores polares, con Roland Huntford, némesis de Scott, a la cabeza, coinciden hoy en reprochar al jefe de la expedición su mala planificación, su pésimo liderazgo y una tendencia a la melancolía y la autocompasión que contribuyeron a redondear el fracaso y la tragedia. Como lo hizo el pensar que tirar de un trineo era más noble que ir subido. Ya en 1985, Trevor Griffiths, el primer popularizador del paradigma oscuro de Scott, el contra mito, anotó estos defectillos del capitán: convencional, miedoso,  inestable, vacilante, manipulador, malhumorado, irracional, reservado, mal dotado (?), sin carisma…  Y ahora que levante la mano quien no se sienta identificado, ni que sea un poco.  

A Scott se le ha acusado no solo de ser el causante de su muerte y de la de los hombres a su cargo, sino de haber incluso provocado ese desenlace como fórmula de expiación por el fracaso y, aún más grave, como una manera de trascenderlo y sublimarlo en gloria (póstuma). Ya no que no puedes ganar, se habría dicho Scott, mejor no volver y devenir  leyenda heroica por la vía del autosacrificio. El último clavo en el ataúd de nuestro hombre parecía haberlo puesto el propio Huntford al publicar los diarios comparados de Scott y Amundsen (Race for the south pole, Continuum, 2010) y demostrar la ineptitud del primero con sus propias anotaciones.  

En fin, que yo estaba tan tranquilo con mi (mala) opinión de Scott cuando me enfrasqué hace unos días en un vuelo de avión  -ocasión que aprovecho siempre para leer de personajes desdichados- en la biografía del explorador que ha escrito David Crane (autor de la de Trelawny, el aventuro amigo de Byron y Shelley), Scott  of the Antartic, saludada como la definitiva. Cuál  no sería mi sorpresa al encontrarme con un libro pro-Scott, que incluso pone en cuestión que su mujer Kathleen se la pegara a su marido con Nansen, que ya es que te tiren los hombres fríos. Crane afirma que no está probada la consumación del adulterio pese a reconocer que el  noruego y la mujer del capitán se alojaron en la misma habitación en un hotel de Berlín: no sería para jugar al parchís, digo yo.

En cuanto a Scott, el biógrafo nos lo acerca como nunca, deshelándolo, por así decirlo, y restaurando su humanidad. Se abona además a la vieja teoría de que fueron las extremas e impredecibles condiciones climatológicas lo que en última instancia decidió la suerte fatal del grupo. De la vida del explorador antes del polo como la cuenta Crane déjenme destacar que el abuelo del personaje fue capitán de la Royal Navy  y mandó el HMS Erebus (¡toma casualidad!), que su padre era dueño de una fábrica de cerveza –el sueño de un adolescente- y que Scott, como una amiga mía que no es exploradora polar precisamente, no podía ver la sangre, pues le provocaba mareo y náuseas. ¡Vaya héroe!, se dirán.

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El capítulo más apasionante del libro es el último, claro, se titula elocuentemente Ars moriendi y lo leí en el cielo entre turbulencias, sobrecogido.  Scott era bien consciente de haber metido la pata. Su planificación del ataque y sobre todo de la retirada del Polo Sur se había demostrado no solo errónea sino letal. Él y sus hombres llevaban días consumiendo la mitad de las calorías que necesitaban para empujar el trineo. Lo cual, además, les hacía sentir con más intensidad el frío, aunque uno se pregunta cómo se puede sentir con más intensidad los cuarenta grados bajo cero. El parte de daños era cada día más escalofriante: a Evans se le congeló la nariz, a Oates, un pie, a Wilson le torturaban los ojos.  Edgard Evans colapsó el primero.  Enloqueció. Pérdida de peso, deshidratación, falta de vitaminas, hipotermia, primeros estadios de escorbuto… Cuando murió, el 16 de febrero de 1912, la partida llevaba 110 días de viaje en medio de los parajes más terribles y desoladores de la Tierra. No consta qué hicieron sus compañeros con el cuerpo, sin duda le dieron cristiana sepultura pero la tumba no se ha hallado.  

Tras otras jornadas indecibles, el siguiente en caer fue Oates. A mediados de marzo –el 15 o el 16-, consciente de que estaba al final de sus fuerzas y para no ser una carga, abandonó la tienda en plena ventisca y sin abrigo despidiéndose con su famoso “I am just going outside and may be some time”, frase que tiene su miga cuando no te vas a pasear por Picadilly precisamente. Como el de Evans, el congelado cuerpo de Oates no ha sido encontrado (aunque sí los calcetines): quién sabe si aparecerá algún día, al igual que apareció el de Mallory en el Everest. Una muerte de gentleman, sin duda, pero no por ello menos muerte. A los tres restantes no les iba a ir mejor. Pocos días después, siendo incapaces ya de avanzar más, se encerraron en la tienda en el que resultó ser su campamento para la eternidad. Scott tenía el pie tan mal que solo podía esperar una amputación. Decidieron, según consta en el diario del capitán, que morirían por causas naturales y no se suicidarían.

“El final está muy cerca”,  escribe Scott el día 12 o 13. El 29 de marzo, apunta que están cada vez más débiles y: “Es una pena, pero no creo que pueda escribir más”.  La última entrada no está datada: “Por Dios, cuidad de los nuestros”.  Así que la muerte debió producirse uno de los dos últimos días de marzo o en los primeros de abril.

SCOTT nposter
Los tres, Scott, Wilson y Bowers escribieron cartas de despedida. Podemos imaginar que el ambiente en la tienda era más bien fúnebre, pero también tenía algo de sublime: tres hombres en el helado patíbulo polar mirando  a la muerte a los ojos. Scott miraba también a la posteridad. David Crane recalca el especial coraje del capitán, que como agnóstico no podía encontrar el consuelo religioso de sus dos compañeros. La separación de su mujer y su hijo de dos años sería para siempre.

Pese a la desesperación, el frío, el dolor y el hambre –que el capitán describe someramente : “Estamos en un estado desesperado, pies helados, etcétera” (¡lo que cabe en un etcétera!)-, Scott escribió cosas admirables, en un registro que va de lo tierno a lo heroico y que alcanza alturas shakespearianas. Esos escritos no se yo si lo exoneran pero vive Dios que lo presentan como alguien ejemplar en el morir, y con buena pluma. A Kathleen: “No he sido un muy buen marido, espero ser un buen recuerdo”. “Debes saber que el peor aspecto de esta situación es el pensamiento de no volver a verte”.  “Haz que el chico se interese en la historia natural si puedes, es mejor que los deportes” (lo consiguió: Peter Scott  fue un gran naturalista e incluso bautizó científicamente al monstruo del lago Ness, para delicia de los criptozoólogos).  A su amigo John Barrie, el creador de Peter Pan: “Estamos demostrando que los ingleses aún pueden morir con espíritu audaz, luchando hasta el final”. A su madre: “Encuentra consuelo en que he muerto en paz con el mundo”. “No tengo miedo”. “Desearía poder recordar que he sido un mejor hijo, pero pienso que sabrás que has estado siempre en mi corazón”. “Por mí mismo no soy infeliz. Pero por Kathleen, por ti y el resto de mi familia mi corazón está muy dolorido”.

 En su mensaje dirigido al  público británico, Scott escribió: “De haber vivido, hubiera tenido una historia que contar de la osadía, resistencia y coraje de mis compañeros que habría  conmovido el corazón de todo inglés. Estas pobres notas y nuestros cuerpos muertos pueden relatarla”.

SCOTT GROUPE
No los encontraron hasta noviembre, ocho meses después. La tienda estaba cubierta de nieve. Yacían en sus sacos de dormir, Scott en medio. El frío había vuelto sus pieles amarillas y vítreas. Los rostros presentaban severas congelaciones. Según un miembro de la partida de búsqueda, Wilson y Bowers exhibían semblantes plácidos, como si hubieran muerto durmiendo, pero Scott, que se cree fue el último en fallecer (¡qué solo debió sentirse!), parecía haber luchado duramente en el momento del traspaso, signifique eso lo que macabramente signifique. Tras retirar los diarios, cartas y varios objetos que luego se han vendido como preciadas reliquias (la última galleta hallada junto al cuerpo de Scott la adqurió por 4.000 libras el explorador y biógrafo del capitán Sir Ranulph Fiennes), se decidió abatir la tienda y cubrirla como improvisado mausoleo, coronado por una cruz hecha con dos esquís.  Más tarde se colocó una cruz encima del montículo.  

Se ha calculado que con la deriva de la Plataforma de Hielo de Ross, donde está la tienda con los cuerpos, la improvisada tumba se encuentra hoy a 48 kilómetros del punto original (y bajo 23 metros de hielo). Dentro de 275 años llegará al mar de Ross y quizá el mausoleo  acabe flotando encastado en un iceberg.  

Por un lado es triste pensar que Scott se aleja del Polo Sur. Por otro es excitante imaginar que de alguna manera se junta con la leyenda del Titanic (!). No hay que olvidar que ambas tragedias, la del explorador y la del barco, que se hundió el 15 de abril de 1912, apenas un par de semanas después de la muerte de Scott, sucedieron muy próximas en el tiempo (aunque la noticia del deceso del capitán no llego a Gran Bretaña hasta meses después). De hecho, la ceremonia fúnebre por los ahogados del Titanic y por los exploradores se celebró en el mismo lugar en Londres, la catedral de San Pablo, e incluso cantó el mismo coro: eso si que es rentabilizar.

Dejemos ahí, junto a un recuerdo por Scott, la extravagante imagen de un barco chocando en un futuro contra el iceberg que porta en su blanco seno el cuerpo congelado del explorador.

Por mi parte, mis profundos respetos, capitán. Quién pudiera decir que ha redimido sus limitaciones, sus pecados y sus errores de tan noble manera.

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Algo pasa con Heydrich

Por: | 02 de marzo de 2012


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Cuesta imaginar a alguien que fuera peor persona que el Obergruppenführer de las SS Reinhard Heydrich (1904-1942). Incluso para ser un nazi, y de los gordos, destacaba por su maldad -miren esa expresión reconcentradamente cruel de su rostro-. Para que Hitler lo bautizara como "el hombre con el corazón de hierro"...  Así que es curioso que de repente sea tan popular: ¡hasta tres novelas recientes lo tienen como personaje central!: la literaria y exitosa HHhH, de Laurent Binet (Seix Barral, 2011, ya va por la novena edición); Prague fatale, de Philip Kerr, la estupenda nueva aventura del detective Bernie Gunther (Quercus, 2011: la publicará próximamente en España RBA), y la interesante ucronía The man with the iron heart, un thriller bélico, de Harry Turtledove (Ballantine, 2010).

Pero es que además, Heydrich y su asesinato, del que se cumplen este 27 de mayo 70 años, aniversario que será ampliamente celebrado, sobre todo por los checos que tanto sufrieron al tenebroso representante de Hitler (oficialmente Reichprotektor de Bohemia y Moravia), son el tema de una obra de arte contemporáneo, una vídeo instalación del documentarista Jan Kaplan titulada 10:35 -la hora del atentado-, y que se exhibe en el DOX Centre for Contemporany Art en Praga. La instalación está basada en el filme del propio Kaplan SS-3 (la matrícula del coche oficial, un Mercedes 320, en el que circulaba Heydrich al ser atacado), una reconstrucción pormenorizada del atentado -vean abajo una imagen- que se proyectará en la Wiener Library de Londres con motivo del aniversario, junto al clásico The silent village, una película de 1943 que recrea la salvaje destrucción del pueblo de Lidice por los nazis en venganza por la muerte del gerifalte nazi. 

Heydrch Assassination-Kaplan Productions

Conocido como "el carnicero de Praga", "el verdugo favorito de Hitler" y "la bestia rubia", que ya son apelativos, Heydrich, general de la policía y las SS, la araña en el centro de la gran red de los servicios de seguridad del III Reich, fue el eficiente responsable de diseñar organizativamente la Solución Final, el exterminio de los judíos. Mano derecha de Himmler, Heydrich organizó e hizo de anfitrión de la Conferencia de Wannsee, en la que se pespunteó, por así decirlo, el Holocausto, y el el responsable administrativo de los Einsatzgruppen y su carrera de muerte en el Este. En una muestra de que en el mundo a veces hay justicia, el siniestro individuo fue asesinado como queda dicho en 1942 en Praga, donde ejercía arrogantemente y con extrema brutalidad de virrey de Hitler, por un comando de paracaidistas checoslovacos libres instruidos por los servicios secretos británicos.

 

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La operación, denominada Antropoide, fue planeada cuidadosamente y ejecutada, como suele pasar, con una buena cantidad de chapuza y mala suerte que incluyó que al encargado de rociar el automóvil (y a Heydrich) de balas se le atascara la metralleteta Sten, por lo demás siempre tan fiable. Heydrich, que falleció en un hospital el 4 de junio a resultas de las heridas que le produjo la bomba que le arrojaron como segunda opción los paracaidistas, tiene el dudoso honor de haber sido el único jerarca nazi al que se consiguió matar durante la guerra. Ello sin embargo tuvo un coste terrible para los checoslovacos pues los alemanes en represalia asesinaron a millares de ellos, aparte de cometer atrocidades sin cuento como presentarle a uno de los cómplices del atentado la cabeza de su madre en una pecera.

"Tener de protagonista al verdugo es interesante", me dijo Laurent Binet cuando le pregunté porqué escribir una novela sobre un depredador como Heydrich. Su aproximación es curiosa por premeditadamente naif: se relata a sí mismo como autor novel, alguien sobrepasado por la dimensión de su propósito, embarcado en la compleja tesitura de lograr una forma de escribir sobre el nazi. Seguimos sus avances y retrocesos, sus dudas, sus investigaciones y descubrimientos. Su introducción en la historia es a través de los dos principales miembros del comando que mató a la fiera nazi, Gabcik y Kubis, pero ahí están en el recorrido todos los elementos que despiertan en tantos de nosotros la fascinación por Heydrich, tan parecida a la que provoca una serpiente especialmente venenosa."Heydrich impresiona", apunta Binet.

Y es que Heydrich, a diferencia de otros nazis que no pasaban de groseros mamporreros tiene además de sus pecados una biografía de villano literario casi perfecto: atractivo (si te gustan los ideales arios), violinista -"como Sherlock Holmes"- , esgrimista, marino (estimulado por Von Luckner, Der Seeteufel, el diablo de los mares), piloto de caza, enredado en espionaje, mujeriego, acomplejado por su tono de voz chillón. Algunos episodios de su biografía parecen incluso demasiado buenos para ser verdad: el envenenamiento reversible de su subordinado Schellenberg por sospechar que era amante de su mujer, su obsesión por borrar las huellas de un supuesto pasado judío, su rivalidad con el almirante Canaris, la creación del salón Kitty, el burdel regentado por las SS ... 



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Binet habla del "turismo de la historia" en relación a eso que hemos hecho muchos como él, seguir en Praga el "itinerario Heydrich": visitar la calle donde fue emboscado, el museo donde se recuerda el atentado y se exhibe el coche, la cripta en la que se escondieron los comandos y se suicidaron tras aguantar un asedio épico, el bar U parasutistu (Los paracaidistas)...  El escritor ha conjurado el problema de hacer de Heydrich alguien demasiado atractivo, malignamente atractivo, mostrando su lado grotesco y echándole ironía a la novela. Y es que ¡ojo con Heydrich!, el único jerarca nazi de hechuras homologables a los ideales del partido y las SS, el único desparecido en pleno apogeo del III Reich, el único enterrado por su pares con grandilocuencia wagneriana y el único que no hubo de enfrentarse a la derrota y/o a los tribunales. No tuvo como los otros pares de Hitler tiempo de ser desleal. "Es un icono de los neonazis por todo eso", recuerda Binet. "Y era el único rubio". Compárenlo con su jefe Himmler, al que Binet describe muy elocuentemente como "hámster con gafitas", y perdonen los hámsters.

Con Binet pasé un buen rato hablando de la bibliografía y de las películas sobre Heydrich, al que han dado vida -solo relativa gracias a Dios, Kenneth Branagh y John Carradine-. Como yo, Binet se compró, por la enorme documentación que aporta, los dos siniestros volúmenes ilustrados de la biografía muy pormenorizada pero de tufillo hagiográfico de Max Williams (Ulric Publishing). Mi ensayo favorito sobre el atentado sigue siendo The killing of Reinhard Heydrich, de Callum MacDonald (Da Capo, 1998).

Si HHhH (por la frase corriente en las SS "Himmlers Hirn heisst Heydrich", "el cerebro de Himmler se llama Heydrich") es una aproximación metaliteraria y metahistórica a nuestro personaje, Prague fatale, de Philip Kerr es una novela mucho más convencional, lo que no quiere decir menos interesante. Me siento incapaz de no anotar aquí la profunda antipatía que sienten ambos, Binet y Kerr, no por Heydrich (que también, claro) sino por un colega que, por cierto, hace aparecer asimismo al Reichprotektor en su novela Las benévolas: Jonathan Littell.

Prague fatale, octava entrega de la serie protagonizada por el comisario Bernie Gunther, es un magistral ejercicio de virtuosismo de Kerr: una novela de crímenes a lo Agatha Christie (parda) ambientada en el castillo de Praga en el que tiene su cuartel general Heydrich y en el que se encuentran circunstancialmente reunidos algunos de los peores jefes de las SS. Si en los relatos canónicos de la gran dama el sospechoso es el mayordomo aquí lo es el Oberscharführer SS. La trasposición, respetando todos los códigos del g,enero, resulta enormemente entretenida, más aún porque en el centro de la trama está, con toda su maléfica estatura, Heydrich, y porque el encargado de investigar el asesinato en el castillo es el bueno de Bernie.

Llamado a Praga por el Reichprotektor, que es verdad que era un fan de las novelas de detectives, para que le haga de guardaespaldas y asesor policial -la alternativa para Bernie es volver a una unidad cazapartisanos en Ucrania-, nuestro detective es puesto a investigar el asesinato de un capitán de las SD en un escenario clásico de crimen de habitación cerrada y en el que que todos los mandos de las SS (¡eso sí que son diez negritos!) resultan sospechosos. Gunther los interroga uno a uno no sin dejar de pensar lo absurdo de tratar de esclarecer quién mató al Hauptsurmführer entre semejante caterva de criminales, todos culpables de cosas muchísimo peores. Como además el propio asesinado era miembro de un Einsatzgruppen dedicado a exterminar judíos, pues la pesquisa no parece tener demasiado sentido: por lo de hacer justicia, vamos.  "Investigar un asesinato en otoño de 1941 era como arrestar a un hombre por vagancia durante la Gran Depresión". El llamado síndrome de La noche de los generales, que digo yo.

Paralelamente, Gunther se ve inmerso en la lucha de los servicios secretos nazis por desactivar una célula de la resistencia checa, en conspiraciones internas y en las redes del maquiavélico y mefistofélico Heydrich ansioso de corromperlo. "Haremos tí un buen nazi, Bertie". El choque entre las inteligencias de ambos, moral una, inmoral la otra, es de lo mejor de la novela. Por supuesto, hay una chica en medio. Se nota que Kerr, como Binet, está preocupado porque Heydrich, con su raciocinio y su cinismo, algo holmesianos, pueda llegar a caernos simpático. Conjura muy bien el riesgo: el repulsivo criminal siempre está ahí. Miren esta descripción de Bernie: "Yo prefería el perfil de Heydrich, cuando estaba de perfil significaba que no estaba mirándote. Cuando te miraba te sentías como la indefensa presa de algún animal mortífero. Era una cara sin expresión bajo la cual maquinaba un cálculo brutal". Parece que describa un tiburón.

Como siempre, la ambientación de la novela es perfecta. Desde el hedor de la transpiración de los berlineses por falta de productos de higiene en el cénit de la II Guerra Mundial que obliga a viajar en tranvía con una naranja pegada a la nariz hasta la paranoia con la omnipresente Gestapo. Kerr por supuesto aprovecha la oportunidad de visitar la Praga de Heydrich para hablar del atentado (la novela arranca con la llegada de los restos del Reichprotektor a Berlín y luego discurre hacia atrás en flash back). Bernie no deja de observar que la arrogancia de Heydrich, que, confiado a su omnímodo poder y a la amenaza de las terribles represalias que provocaría su muerte viaja en coche descubierto y sin escolta, le va a acabar dando un disgusto. Para los que saben mucho del tema y conocen la controversia sobre la identidad exacta del vehículo, apuntar que el novelista se apunta a la tesis de que el automóvil lucía la matrícula SS-4 y no SS-3 como sostienen otros; ahí queda el dato.

La descripción y los interrogatorios de los sospechosos de las SS, todos personajes auténticos y una tremenda colección de individuos atroces, es digna de un extraordinario historiador por su minuciosidad y atención al detalle. Alabar como siempre la profunda dimensión humana del carácter de Bernie y su insumergible sentido del humor. Le parece bien que Heydrich pilote aviones, así, señala, a lo mejor vuela también a Escocia, como Hess. Perdonémosle el exceso de chistes a propósito de la defenestración de Praga y que se burle de la pasión por la esgrima de Heydrich y describa sus asaltos matutinos de sable como "ese absurdo deporte".


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Y por último, déjenme hablarles de The man with the iron heart, que no es una novela tan fina como las anteriores pero que juega con una premisa sensacional -Turtledove es un especialista en ucronías y el rey de la historia alternativa-: Heydrich se salva del atentado de aquel día de mayo en Praga. Su Mercedes (SS-3) no se detiene al sufrir el atentado -fue la autoconfianza lo que mató al Reichprotektor tanto como la metralla: quiso enfrentarse a sus atacantes-, sino que el conductor, el Oberscharführer Klein, pisa a fondo y ambos salen ilesos. Lo que permite que, posteriormente, Hitler y Himmler encarguen a Heydrich organizar la defensa de Alemania ante la eventualidad de la invasión del territorio por los aliados. El Reichprotektor -y valga entonces el apelativo- se convierte en jefe de la legendaria guerrilla Werewolf, poniendo en jaque a los estadounidenses y rusos desde un reducto alpino secreto mientras le dan caza en túneles y cuevas como si fuera un Bin Laden avant la lettre.


El regreso de la Kon-Tiki

Por: | 08 de febrero de 2012

KON TIKI 1

Por fin nos llega de la mar salada una buena noticia: la película sobre la Kon-Tiki ya está casi concluida y se estrenará en agosto. Entre tantas tragedias y hundimientos -del Costa Concordia a la Nuestra Señora de la Merced  pasando por el Titanic-, en el amplio horizonte del inmenso océano despunta el sol detrás de una vela. Es la arrebatadora primera imagen del trailer del filme (http://www.youtube.com/watch?v=dQjpzU-drJ8) sobre la gran aventura de Thor Heyerdahl y sus compañeros de tripulación (seis hombres y un loro hembra, la única chica a bordo, descontando a la cucaracha Lise), que en 1947 atravesaron el Pacífico en una balsa cuya fragilidad espantaba nada más verla.  

     Kon-Tiki -no hacen falta más palabras- es el título de esta producción noruega, la más cara jamás acometida por el país escandinavo (88 millones de coronas noruegas, NOK), presupuesto que ha incluido realizar una copia exacta y navegable de la balsa. Rodada en diferentes localizaciones, el último escenario ha sido las Maldivas, paraje, hay que convenir, mucho más acogedor que el arrecife de las Tuamotu al que llegaron los escandinavos el 7 de agosto de 1947 tras partir del puerto peruano de Callao y recorrer en 101 días 8.000 kilómetros -casi como de Chicago a Moscú- de húmeda nada.

     Que se hacía una nueva película sobre la balsa de todas las balsas lo supe en el lugar más apropiado para ello: junto a la propia Kon-Tiki original en el museo de Oslo dedicado a la legendaria almadía y a su creador y a las otras embarcaciones que siguieron, las Ra y Tigris. Soy un asiduo de ese centro, donde ya me conocen por mis suspiros, mis largas horas de éxtasis aventurero junto la balsa en exhibición y el intento una vez, en un arrebato fetichista, de subir a bordo (como diría sandro Giacobbe: no lo volveré a hacer más).    

     Digo la nueva película porque, claro, de la Kont-Tiki ya hay una: el extraordinario documental que filmaron los propios navegantes y que en 1951 obtuvo incluso un Oscar de Hollywood, que se expone en el mismo museo (donde también se proyecta cada día la filmación). Lo que se ha hecho ahora es otra cosa. Kon-Tiki, el filme, es una dramatización de la aventura y sus prolegómenos en la que los seis escandinavos (cinco noruegos y un sueco) son interpretados por actores. Lógico porque todos los tripulantes han muerto ya, Heyerdahl en 2002. El pájaro también es otro: el loro original, Lorita, arrastrado por una ola durante la travesía el 28 de junio, cayó al mar siendo pasto de los tiburones. Fue la única baja que hubo de lamentar la expedición, aunque Torstein Raaby tuvo un susto tremendo al precipitarse desde la balsa cuando trataba de recuperar un saco de dormir. En unos segundos ya había quedado muy atrás. Dado que la balsa no podía virar, Herman Watzinger se lanzó al agua con un salvavidas atado a una cuerda y llegó hasta él justo cuando Torstein desfallecía y aparecían cerca raudas y amenazadoras aletas...

     Que Torstein hubiera muerto así habría sido curioso: durante la II Guerra Mundial había afrontado grandes peligros (no hay tiburones comparables a la Gestapo) como operador de radio de la resistencia contra los nazis, en la que fue clave en la localización y hundimiento de otra embarcación, tan oscura y siniestra como radiante y vital era la Kon-Tiki: el acorazado Tirpiz, el gemelo del Bismarck y terror de los convoyes emboscado en su cubil de los fiordos. Y ya que estamos en la guerra, hay que recordar que uno de los tripulantes de la balsa (y el último que ha muerto, en 2009) era, claro, Knut Haugland, uno de los héroes de Telemark que habían saboteado las instalaciones de agua pesada de la planta Vemork Nosk Hydro, impidiendo el desarrollo de una bomba atómica alemana.

     Heyerahl explica en sus memorias que él mismo militó en las fuerzas noruegas libres contra los nazis y fue infiltrado desde Gran Bretaña en su país ocupado. Yo nunca había dudado de Thor, faltaría más, uno de mis grandes ídolos desde niño (concretamente desde la lectura en los inmortales libros amarillos de Juventud de La expedición de la Kon-Tiki, ese best seller de la aventura traducido a 70 idiomas y del que se han vendido 50 millones de copias). Pero la vida se obstina en erosionar a nuestros héroes de la misma manera que desgasta nuestros sueños. Así, no solo hemos sabido que las teorías de Thor no eran correctas -Polinesia fue poblada desde Asia y no desde América del Sur- y que algunas de ellas además no desentonarían en El retorno de los brujos, sino que hay ciertas sospechas, mucho más tenebrosas, sobre sus ideas.

     En su biografía del personaje, Mannen og myten, El hombre y el mito, un historiador noruego, Ragnar Kvam Jr., señala que nuestro Heyerdahl no fue en realidad el oposito al nazismo que se desprende de sus memorias. Al contrario apunta que es notable su falta de crítica al regimen de Hitler, al menos antes de la invasión alemana de Noruega. Dice que en febrero de 1938, Thor, que había buscado ya en Alemania ayuda para sus viajes de investigación, recaló en Berlín donde se entrevistó con el profesor Hans Günther, al que le habría hecho el obsequio de un cráneo de un nativo de las islas Marquesas que llevaba consigo como si fuera lo más natural. Después del encuentro, Heyerdahl habría escrito a su madre una carta en la que describía elogiosamente a Günther como uno de los hombres más destacados del nuevo Reich. Ay, Thor...

    Unas palabras sobre el tal Günther -no confundur con su aún más siniestro homónimo Hans Günther sturmbannführer SS, delegado de Eichmann-: era un teórico racial y eugenista que fue conocido con el elocuente apodo digno de una película de Indiana Jones ("¡odio a los nazis!") como Raza Günther (Rassengünther). En 1931 ocupó la recién creada nueva cátedra de Teoría racial en Jena. Era miembro del partido nazi y un entusiasta del nordicismo al que poco menos que le ponían los escandinavos por sus rasgos.  De hecho se casó con una noruega. Esto puede parecer inocuo, dependiendo de la noruega, pero no lo es su implicación con Alfred Rosenberg y el Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía, que en el III Reich no era precisamente un asunto teórico. El tipo sobrevivió a la guerra, pero no crean que se arrepentió, qué va. Siguió defendiendo la eugenesia y hasta su muerte negó la existencia del Holocausto. Una joya vamos.  Entre sus discípulos encontramos a un viejo conocido, Bruno Beger, uno de los miembros de la célebre expedición de las SS al Tíbet.

     A mí, sinceramente, me cuesta creer que Heyerdahl fuera filonazi o algo parecido en cualquier momento de su vida. Me extrañaría que hombres como Haugland y Raaby se hubieran embarcado sino con él. De haber expresado tonterías raciales lo hubieran tirado por la borda a la altura de Samoa. Ingenuo y obsesionado con sus ideas sobre, entre otras cosas, la población de Polinesia o los orígenes de Odín en Rusia, seguramente sí. Pero eso no hace daño a nadie. En todo caso, lo que en realidad  hemos de retener de Thor Heyerdahl es su maravilloso espíritu de aventura y su capacidad de avivar nuestra imaginación y contagiarnos de ganas de salir ahí afuera y explorar el ancho mundo, disfrutándolo bajo el sol. La Kon-Tiki es un avatar más no solo de Viracocha, sino de la balsa original de nuestras primeras lecturas y sueños, de la de Tom y Huckelberry y de la que siempre quisimos construir (algunos no lo hemos olvidado, aunque seamos catastróficos en el bricolage). 

     KON TIKI CAST
     Volviendo a la película que era el origen de estas líneas y de la que aquí arriba pueden ver el reparto principal, el guión sigue la vida de Heyerdahl, interpretado por Pál Sverre Valheim Hagen, que parece una alineación de guerreros vikingos pero es el nombre de un solo y bien conocido actor, el protagonista de la serie Max Manus, sobre el más brillante saboteador de la resistencia noruega. Hagen (en medio con camisa de cuadros roja) ha protagonizado recientemente una producción teatral en el Teatro Nacional de Oslo de Long Day's Journey into night de O'Neill con Liv Ullmann.

     El filme, dirigido por Joachim Ronning y Espen Sandberg, incluye la infancia en Larvik de Thor y sus primeras experiencias más bien poco prometedoras con el agua -estuvo a punto de ahogarse-.La película muestra algo que por supuesto tampoco salía en el documental: escenas de Thor y su primera mujer -se casó cuatro veces-, Liv, desnudos besándose en un lago en la isla de Fatu Hiva en los años treinta en un descanso (o quizás no, recuerden el sexo en las Trobiand) de sus investigaciones antropológicas.

     En el filme de ficción puede haber muchos otros desnudos: ya saben que los escandinavos no son muy recatados y de hecho en la Kon-Tiki de verdad parece que solo se vestían cuando rodaban.  "¡A Polinesia en una balsa! ¡Eso es un suicidio!", se escucha en varias ocasiones en la película. A lo que Heyerdahl opone: "¡Los océanos no son barreras!". Otra cosa que se oye es el  omnipresente chirriar de los troncos que componen la balsa rozándose entre ellos y separándose imperceptible pero inexorablemente...

     Ah, sí, no les he explicado que en Oslo (Det Norske Teatret, Kristian IV's gate 8) vi que representaban una versión para teatro de Das Boot, el gran filme de submarinos de Wolfgang Petersen basado en la novela de Lothar-Günther Bucheim, con muy buenas críticas. Aquí les dejo unas fotos.

UBOAT panoramica

 

UBOAT actores


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