Todo el esfuerzo del embajador Javier Hergueta y su equipo ha chocado finalmente con el imponderable de la crisis económica que está despiezando España. La Embajada en Yemen se cierra. Bueno, no. Técnicamente permanece abierta, pero a ojos de cualquiera un poco avispado está claro que la presencia de un solo diplomático que trabajará desde las dependencias de la Unión Europea en Saná, es lo más cercano a su cierre, apenas cinco años después de su apertura.
Se reduce a “la mínima expresión”, según ha explicado hoy lunes ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, el subsecretario Rafael Mendívil. A partir del próximo 1 de enero dejará de ondear la bandera española sobre el caserón del barrio de Haddah, donde primero se instaló la residencia del embajador y a raíz de las revueltas del año pasado también la Cancillería. Allí han convivido durante todos estos meses diplomáticos, personal administrativo, policías e incluso, en los momentos más delicados, parte de la pequeña colonia española en Yemen.
La Embajada de España en Saná. En la escalera de acceso, un plástico cubre los sacos terreros. / Á.E.
La medida, que también alcanza a legación diplomática en Zinbabwe, es fruto de la consideración coste-resultados. Mantener las puertas abiertas en Yemen resulta caro. Tras el traspaso de poder por parte de Ali Abdalá Saleh a quien fuera su vicepresidente, Abdrabbo Mansur Hadi, el país está aún muy lejos de ser estable. La vigilancia de la embajada y la protección del embajador requieren el despliegue de un destacamento de Geos, además de coches blindados y otras costosas medidas de seguridad, que ni el apoyo a unos escasos empresarios españoles, ni el respaldo a la esquelética escena cultural y artística local, han bastado para justificar.
España, a pesar de las estupendas relaciones históricas, políticas y personales con Yemen, no es tampoco un actor fundamental en el actual juego de intereses que se libra sobre la antigua Arabia Félix. La vigilancia para que el país no termine yéndose precipicio abajo, corre a cargo de Estados Unidos por un lado y de Arabia Saudí por otro. Uno intenta que las montañas y valles que surcan la geografía yemení no se conviertan en un nuevo refugio para Al Qaeda, al modo de lo que en su día fue Afganistán. El otro, que se mantenga una tensión controlable no sea que la democracia arraigue y cruce su frontera.
Los yemeníes, entre tanto, tratan de sobrevivir y ahí es donde un actor menor como España ayuda en la medida de sus posibilidades. “Es una pena que os vayáis justo cuando más falta nos hacéis”, me comentó el mes pasado un diplomático yemení. “Este país tiene mucho potencial y cuando salgamos adelante no estaréis aquí para beneficiaros de los contratos”, advertía con un optimismo a prueba de bombas.
Al reducir la representación española a un solo diplomático, con una secretaria local, se recorta sustancialmente el gasto, pero también la visibilidad. El Gobierno aún está haciendo cuentas para ver si el encargado de negocios va a contar con un servicio de seguridad. Más vale que así sea porque aunque la violencia se ha reducido notablemente, al menos en la capital, la presencia de Al Qaeda, el independentismo del Sur, la insurgencia de los Huthi en el Norte y la pobreza generalizada hacen muy precaria la situación. Aunque como se probó durante la crisis del año pasado, la mejor protección son las relaciones con los propios yemeníes.
Y esos lazos, que se remontan a la invasión árabe cuando los yemeníes trajeron a España el sistema de riego por acequias, no van a desaparecer a pesar de que los 1.347 millones de euros de que dispone la Subsecretaría de Exteriores para 2013 (un 10% menos que este año, y la mitad que el pasado) no den para seguir pagando el caserón de Haddah. Mendívil no ha explicado cuál va a ser el destino de Lola, la camella que un jeque tribal regaló a la Embajada.