Lahm, Gundogan, y Robben son los jugadores que más me gustaron de la final de Wembley. Robben sabía que tenía un historial de fallos en situaciones graves y a pesar de eso se puso delante del portero. Eso no se valora. Pero a veces el jugador que ha fallado mucho no reacciona atreviéndose. Es fácil esconderse, no ponerse en la situación del mano a mano, no picar al vacío, no tirar esas diagonales entre los centrales. Robben entraba de afuera hacia adentro para terminar de nueve. Lo hizo con una tozudez, con una confianza, con una seguridad difícil de ver. Que un nueve insista en ir a la zona de definición es normal, pero que lo haga un wing es un acto de jugador grande. Tal vez en un rincón de la cabeza le pasó la secuencia de jugadas fallidas anteriores: la parada de Casillas, el penal errado contra el Chelsea… Su gol, el 2-1 de Wembley, fue obra de una definición magistral porque supo olvidar. Se olvidó de toda la película de su vida. Manejó el suspenso, la calma, hizo un toquecito para adentro, desacomodó al portero, y la sacó para el otro lado. Genial.
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