Pedro de la Rosa en Valencia en 2012. Fotografía de Alfredo Cáliz.
Me gustan las historias de perdedores. Me gustan los perdedores. Los que saltan al terreno de juego no para vencer, sino para no quedar los últimos; que otean a distancia los laureles del triunfo pero no se rinden. El perdedor cuenta con una serenidad y grandeza de las que carece el triunfador, inmerso en el compulsivo aparato del éxito, el marketing y la adulación. El último en llegar a la meta tiene que ser un estoico. No se puede derrumbar; tras cada derrota, a tiene que estar pensando en la próxima. Rara vez tiene algo que celebrar más allá de estar en pie. Existe una épica en el perdedor apasionante de describir y habitual en la literatura de no ficción. Desde la caída del mimado arquitecto estadounidense Frank Lloyd Wright, destronado por los arquitectos alemanes huidos de Hitler relatada en ¿Quién teme al Bauhaus feroz? de Tom Wolfe, hasta la bajada a los infiernos en directo de Stefan Zweig, Hemingway, Celine o Unamuno y los héroes y heroínas con nombre y apellido de los escritores franceses Frédéric Beigbeder, Emmanuel Carrère, Michel Houellebecq o Bernard-Henri Lévy. El mundo del deporte es una mina de perdedores. Severiano Ballesteros es un modelo perfecto de perdedor tras haber alcanzado la cima. Hoy, sería apasionante sumergirse periodísticamente en el perfil del atleta Oscar Pistorius, como en su día lo fueron otros reyes del deporte caídos como Mohamed Alí, O.J. Simpson, Ben Johnson, Greg Louganis o Marco Pantani.