Santiago Carrillo en su domicilio el 19 de noviembre de 2011. Fotografía de Sofía Moro.
“A lo que más se parece la vida de un revolucionario es a la de un delincuente internacional. Ese fue mi papel en los años cuarenta y cincuenta; era un hombre sin sombra; me moví sin parar desde Francia a Japón, Argentina y Brasil; y desde Estados Unidos a México, Argelia, Yugoslavia y Moscú. En París, en 1940, durante la ocupación, me hacía pasar por un chileno de buena familia al que le había sorprendido la II Guerra Mundial. Iba con un abrigo de piel y un gran sombrero. Siempre con distintas identidades y documentación falsa. Éramos comunistas, revolucionarios, agentes del Komitern; era nuestra vida y nuestro trabajo. Y eso estaba por encima de la familia o los amigos. Era nuestra misión. Terminabas acostumbrándote”. Me relataba con su legendaria retranca en su domicilio madrileño Santiago Carrillo, a punto de cumplir 96 años, la mañana del 19 de noviembre de 2011. Aquel sábado frío y soleado era la jornada de reflexión previa a las elecciones generales. Por si fuera poco, era la víspera del 20-N. Hacía 36 años que había muerto el general Franco, el dictador que le proscribió de España durante décadas. “Me robó los mejores años de mi vida”.