“El público tiene derecho al arte. El público es ignorado por la mayor parte de los artistas. El público necesita arte. Y es una responsabilidad para todo aquel que se proclama artista el comprender que el público tiene necesidad de arte y no limitarse a hacer un arte burgués para unos pocos privilegiados ignorando a las masas. El arte es para todo el mundo”. La reflexión es de Keith Haring (1958-1990), el artista que, a través de sus graffiti, pintados compulsivamente con tiza, pintura y pinceles (a los que rompía el mango para convertirlos en prolongaciones de sus dedos) en los pasillos del metro de Nueva York, alcanzó a millones de personas y desde allí extendió su visión a todo el mundo. No fue un pintor político; pero democratizó el arte; hizo de las calles su lienzo. Las cubriría con inmensos murales. De Manhattan, del East Village, de la miseria, el crack y el underground anterior a la era del alcalde Giuliani, saltaría a las doradas galerías de Leo Castelli y Tony Shafrazi, abarrotadas de celebrities, en cuyas paredes industriales se habían colgado obras de los más grandes de postguerra: Cy Twombly, Jackson Pollock, Willem de Kooning, Richard Serra o Francis Bacon. Y, desde allí, Haring despegaría hacia la Documenta de Kassel, Barcelona, Mónaco, Brasil, Chicago, Londres, París, Pisa. A las enormes esculturas de acero y las cerámicas decoradas con sus obsesiones urbano-tribales y su mundo paralelo. A crear un poderoso merchandasing con tiendas propias en torno a su inimitable trabajo. Y, por fin, de allí, a la inmortalidad. Quizá demasiado pronto.
Nació entre los flecos del baby boom americano; creció con Vietnam como telón de fondo; era un joven artista con perspectiva y ambiciones durante el largo y crudo reinado de Reagan. Cuando chocaban a diario la locomotora que transportaba a Ron (Reagan), Maggie (Thatcher) y Wojtyla (Karol) con la del underground donde viajaba la nueva contracultura animada con viejos ecos de la Velvet. Juerguista, noctívago y homosexual. Adicto al house y la heroína. Fue amigo de Warhol, Basquiat, Gaultier, Mapplethorpe y Madonna. Lector de Burroughs y Ginsberg. No perdonaba una noche sin danzar hasta el amanecer en el Club 57 (donde actuaban Lou Reed, Devo, Cindy Lauper y los B-52) o en el Mudd Club (donde tocaban Bowie y los Talking Heads). Contrajo el sida cuando el virus era aún una plaga bíblica enviada por dios para barrer del orbe cristiano a los maricones. Nunca lo escondió. Desde que tuvo constancia de que era seropositivo (e, incluso, antes), su arte se hizo más comprometido y comenzó a militar activamente para dar a conocer y erradicar la epidemia. Se convirtió en un apóstol del sexo seguro. En un discípulo del condón que nunca había usado. "Safe sex", fue uno de sus últimos mandamientos. Murió con 32 años. Warhol había desaparecido tres años antes (por una negligencia médica); Basquiat, dos años antes (de sobredosis de caballo): Mapplethorpe, el año anterior (de complicaciones relacionadas con el sida). Solo quedaba él. Y se marchó. Quizá no le apetecía hacerse mayor: un graffter cincuentón y en limusina es un contrasentido. Aunque lleve sudadera con capucha (como Mark Zuckerberg), pantalones cagados y las uñas de luto de spray.
Hoy, Haring, el último embajador de aquella singular pandilla de malditos; el Miguel Ángel del graffiti, resucita gracias a dos exposiciones muy diferentes e imprescindibles. La primera, en el Museo de Arte Moderno de la Villa de París, en ese espacio silencioso y elegante donde nada malo puede pasar; a la vera del inquietante Palacio de Tokio (donde, en estos días se desarrolla una muestra sobre la firma de moda Chanel y su implicación con la cultura contemporánea), lleva por título Keith Haring. La línea política. En ella y a través de 250 piezas y un buen número de documentos hay una aproximación a la vida de Haring a través de su compromiso social (por ejemplo, contra el sida) y de su particular crítica (sin tintes políticos definidos) hacia la opresión del individuo a manos del Estado y el capital; del racismo y la homofobia; de los tejemanejes de los medios de comunicación; de la religión, la amenaza nuclear y la carrera de armamentos. La muestra parisiense es portentosa y emocionante; con una perfecta puesta en escena y un corolario de obras de Haring de gran formato en el Centro de Arte 104 –en el extrarradio de la capital francesa-, entre las que resaltan sus impresionantes perros danzantes de acero esmaltado en rojo, destinados a ser situados en grandes espacios públicos. Esos perros primitivos que, en su obra, unas veces le sirven como emblema de rebelión y otras personifican (animalifican) la represión del Estado. Que bailan sin parar ritmos ácidos y que también golpean a los humanos ataviados como feroces antidisturbios.
La segunda exposición que habla de Haring, su espacio, su tiempo y sus compañeros de viaje, se titula Los años vividos y es más humilde e intimista que la parisiense. Le presta albergue el centro de creación contemporánea La Térmica, de Málaga. En este espacio de 13.000 metros cuadrados nacido el año pasado de las ruinas intelectuales de un centro cívico que nunca pasó de mediocre, el fotógrafo Javier Porto (Madrid, 1960) esboza su particular visión de la década de los 80 por medio del eje Madrid-Nueva York. Madrid, retratada con 50 de sus fotografías de la movida por las que desfilan Almodóvar y sus secuaces de la sala Rock-Ola. Nueva York, por la inmortalización de una particular alta comedia de la que fue testigo (y también protagonista) el domingo 28 de julio de 1984, cuando trabajaba como asistente de Robert Mapplethorpe, el fotógrafo del sexo más duro y el romanticismo más puro: una performance en la que Andy Warhol era el mecenas (como editor de Interview), la cantante y actriz Grace Jones, el enorme soporte humano sobre el que pintaría y decoraría Haring, y Mapplethorpe el notario que plasmaría en el documento público de la película de sus cámaras toda aquella escena.
A comienzos de 1992, Javier Porto, ese fotógrafo de la movida trasplantado a Manhattan, apareció un día por El País Semanal para hablarnos de aquella sesión mítica que se había desarrollado siete años antes, de la que muchos habían oído hablar pero de la que nadie (excepto Grace Jones) podía hablar ya. Nos contó que al tiempo que se había desarrollado la misma, en el estudio de Mapplethorpe, en Bond Street, en el NoHo neoyorquino (con el portal sembrado de excrementos y negros fumando crack), él había ido tomando imágenes (sin que Mapplethorpe, su patrón, se diera cuenta) de toda la escena. Nunca le hubiera dejado. Atesoraba los negativos. Y, sobre todo, tenía una historia que contar. Y que nosotros queríamos contar a nuestros lectores. Hacía solo dos años que Haring había muerto. Y pocos más el resto de componenentes de aquel akelarre underground. Era el momento.
El reportaje fue publicado el 8 de marzo de 1992 en El País Semanal con el título La cita de los malditos. Para realizarlo, en el aspecto gráfico se combinaron en página las imágenes de backstage que Porto había robado a Warhol, Haring, Mapplethorpe y Graces Jones, con los retratos finales de la modelo, pintada y decorada por Keith Haring como una diosa africana, tal como aparecieron en Interview magazine, la mítica revista creada por Warhol y Gerard Malanga en 1969. Para elaborar el reportaje escrito, me reuní un par de veces en la decrépita y galdosiana buhardilla de Porto en Lavapiés. Ese barrio entonces no estaba de moda. Lo difícil era elaborar un texto que estuviera a la altura de la fuerza visual de las imágenes en blanco y negro de los dos fotógrafos. Era primordial rebañar en los recuerdos del fotógrafo/testigo español para disponer de todos los elementos y detalles; olores y sonidos; miradas y pedazos de conversaciones; con los que construir una historia que no fuera simplemente un aditamento del reportaje gráfico, una comparsa literaria de un gran trabajo fotográfico; que tuviera protagonismo, fuerza y sentido incluso sin ver las fotos. Nuestro objetivo es que el texto tuviera vida propia.
Había que interrogar a Javier Porto. Y forzarle a recordar. Quisiera o no quisiera. Era mucho más que un fotógrafo; era nuestra única fuente. Y, aún no existía internet más allá de los canales reservados del ejército estadounidense. Para empezar, ¿Qué fecha era? ¿En qué día de la semana caía? ¿Hacía frío o calor? ¿Cómo era el barrio? ¿Qué tipo de gente lo habitaba? ¿Qué gente se daba cita en el loft de Mapplethorpe? ¿Cómo era el estudio? ¿Estaba limpio o sucio? ¿A qué olía? ¿Qué música sonaba? ¿Había alcohol y drogas? ¿Qué personas se dieron cita? ¿Cómo era Warhol en la intimidad? ¿Cómo era Mapplethorpe? ¿Cómo era Haring? ¿Cómo era Grace Jones? ¿Cómo era Dolph Lundgren, el musculoso novio de Grace? ¿Cómo era Dimitri Livas, el director de arte del fotógrafo? ¿Cómo vestían? ¿Fumaban? ¿Hacía calor? ? ¿A qué hora llegó cada uno? ¿Como se desarrolló el graffiti de Haring sobre Grace? ¿Cuánto tardó? ¿De qué hablaban? ¿Se llevaban bien? ¿Se odiaban Mapplethorpe y Warhol? ¿Reverenciaban Haring y Jones a Andy como leales súbditos de su factory? ¿Cómo trataban al asistente-testigo español? ¿Dejaba Haring que le observaran mientras trabajaba? ¿Le molestaba? ¿Hablaban? ¿Bailaban? ¿Qué cámaras usaba Mapplethorpe? ¿Cómo se distribuyó la iluminación? ¿Intentó Warhol congelar el momento con su 35 y su Polaroid? ¿Hubo bronca? ¿Cómo transcurrió la sesión? ¿Dejaba Mapplethorpe que le observaran mientras trabajaba? ¿Era lento o rápido? ¿Cómo posaba Jones?
El texto de 1992 de El País Semanal se iniciaba con este párrafo que daba respuesta desde el primer momento a muchas de esas preguntas que le habíamos sonsacado a Javier Porto con nuestro particular tercergrado periodístico:
"La música negra, el blues, la guitarra de Al Green llenan de ritmo el loft de la neoyorquina Bons Street, en pleno NoHo. Tres plantas más abajo de ese espacio, un grupo de sintecho recorre la calle Bowery, desde la que se divisan los lejanos carteles luminosos de Broadway, y un par de negros se colocan fumando crack, la droga de moda. El día es muy caluroso, con ese calor húmedo y pegajoso que transpira Manhattan a finales de julio. En el viejo almacén de ladrillo, con elevador industrial de hierro y enormes ventanales -un edificio por el que han pasado antes David Byrne, Kathleen Turner, Norman Mailer, Roy Linchstein y Diane Keaton, entre otros-, se prepara la gran escena: una sesión de fotos reúne a tres genios que no han trabajado juntos anteriormente y que no podrán repetir nunca la experiencia; la muerte lo impedirá".
El momento culminante del relato llegaba en instante en el que Mapplethorpe, cinco horas más tarde de que la función comenzara, tras la interminable preparación de la modelo por Haring, con el cuerpo surcado por sus radiaciones en blanco y amarillo; con prótesis hechas de goma en el pecho y un tocado tan alto y formalista como el edificio Chrysler (y después de tener un tremendo encontronazo con Warhol), iniciaba por fin la sesión fotográfica con el sol escurriéndose entre los rascacielos de la ciudad:
"Robert se desquita con las cámaras: da órdenes a su asistente, fotografía a un ritmo endiablado, pide nuevas ópticas, mueve las cámaras con gestos inquietos. Su asistente, Javier Porto, le sigue a duras penas, casi sin aliento. Grace Jones se mueve con agilidad. No necesita órdenes. Lo lleva en la sangre. Las cajas y envoltorios de 20 rollos de película ruedan por el suelo y se mezclan con chapas de cerveza, colillas, cables, cámaras y cáscaras de frutos secos. Son tres cuartos de hora únicos".
Y llega el desenlace. Cae la tarde. Huele a cannabis. Aunque el fotógrafo ha prohibido y se ha prohibido consumir esa tarde para no perder la concentración. Warhol y Mapplethorpe siguen sin hablarse. Grace se contonea satisfecha. Warhol (polo de cuello alto y Levi's 501 a pesar del calor) y su discípulo Keith preparan el plan de esa noche. LLamarán a Basquiat. El asistente acaricia en el bolsillo de su vaquero las imágenes que ha robado a la historia. Estos son los últimos párrafos de La cita de los malditos:
"El ambiente se aligera y baja la tensión de las últimas horas. Un rubio de dos metros entra de puntillas en el loft, es Dolph Lundgren, actor, el boxeador enemigo de Stallone en la ficción de Rocky IV y actual novio de Grace Jones.
La despedida es rápida, fría, muy escueta. Lundgren y Jones se alejan por Bowery Street en la moto japonesa del ruso que pilota como un loco.
Haring y Warhol se pierden charlando en dirección a Broadway. Y Robert Mapplethorpe hacia su vivienda. Son las diez. La noche está pegajosa. A pocos metros unos negros inhalan crack. Tres pisos más arriba, el asistente español, limpia a regañadientes el manoseado estudio. La sesión ha terminado”.
Hay 38 Comentarios
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Publicado por: GrupoAca | 03/03/2021 15:19:22
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Publicado por: GrupoAca | 03/03/2021 15:17:41
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Publicado por: Amawebs Mallorca | 27/02/2021 13:27:49
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Publicado por: Colliure | 07/02/2021 7:02:34
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Publicado por: TuwebdeSexo | 06/02/2017 11:16:44
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Publicado por: TuwebdeSexo | 06/02/2017 11:14:55
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Publicado por: Pedro leon | 11/01/2017 22:53:13
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Publicado por: Pedro ferrandis | 03/01/2017 0:24:14
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Publicado por: Pedro ferrandis | 03/01/2017 0:24:14
Le sigo desde hace años, y no puedo decir mas que se lo merece, bravo!
Publicado por: trasterosbaratossabadell | 02/01/2017 19:34:38
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Publicado por: Imprenta barata | 20/05/2016 10:04:37
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Publicado por: Pablito servicios impresión | 12/12/2015 21:21:57