Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Una sociedad de solitarios

Por: | 29 de febrero de 2012


Soledad2
La soledad, incluso silenciada, sigue de actualidad. Atraviesa de modo determinante la sociedad. Estamos más solos de lo que deseamos reconocer. Solitarios conectados, con mucha información y poca comunicación, no está claro que nos encontremos. Ello tiene efectos decisivos en múltiples aspectos. Y no hemos de olvidar que su alcance es también literalmente político.

Ignorar la soledad, dando por supuesto que no es significativa socialmente y que es un mero asunto personal, agudiza el aislamiento y acentúa una vez más la percepción de que lo político sólo es una cuestión pública, o lo que es peor, que lo público no afecta ni incide en lo singular, sobrevolando de modo insensible nuestra situación. No hablamos de ninguna voluntad de intromisión en la intimidad o en la esfera de lo más propio, pero insistimos en que esta soledad personal tiene raíces y consecuencias sociales y públicas.

Olvidar que en numerosos pueblos y ciudades muchísimas personas viven y se sienten solas, incluso desamparadas, que los espacios comunes se agostan, que no pocos jóvenes no tienen entornos, contextos ni  oportunidades para desarrollarse adecuada y colectivamente, que hay muchos niños que no encuentran hogar ni siquiera en su casa, que en múltiples trabajos priman condiciones de aislamiento y separación, que no siempre en las aulas queda garantizada la suficiente convivencia o integración, que a veces el combate por cuidar de la propia salud deja a algunos en situación de cierta indefensión, o que determinadas discapacidades no son suficientemente atendidas, confirma una soledad, otra soledad, la soledad social, la de quienes sólo reciben discursos compasivos, paternalismos, filantropías, pero no verdadera solidaridad.

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En condiciones de igualdad

Por: | 27 de febrero de 2012

Miki leal igualdad
La igualdad sigue siendo una tarea urgente y necesaria. Proclamada y reclamada, ha de continuar proponiéndose como un desafío. Iguales por definición, de hecho la desigualdad se impone sobre nuestras invocaciones y se nutre de múltiples raíces, no pocas veces de discriminación o de elitismo.

Es improcedente e injusto desprendernos de valores de referencia, como si se tratara de viejas y románticas ensoñaciones, perder la memoria de la vida y del significado que habita y late en la propia palabra “igualdad” y en las acciones de tantos hombres y mujeres para lograrla. Lo menos aceptable es que ese olvido no es resultado ni siquiera de una reescritura de los valores que comporta, sino de su renuncia o desconsideración.

Podría pensarse que el enemigo de la igualdad es la diferencia. Pero más bien la diferencia se contrapone a la identidad. Lo que contraviene la igualdad no es estrictamente la diferencia, sino la desigualdad. Y la hay, y mucha, y dura, y brutal. E inaceptable.

Si apelamos a “la diferencia en la libertad”, en palabras de Hegel, ello no supone que ha de corresponder en mayor o menor medida a cada uno según quien sea, sino que la libertad se resiste a ser la mera aplicación de los moldes preestablecidos, de los significados presupuestos, de los esquemas rígidos, de las formas de vida ya clausuradas. Cada cual ha de labrar su propia existencia y desarrollar su libertad. Ahí es donde reivindicamos la legítima rareza y la singularidad. Derecho a la diferencia, por supuesto, pero sin diferencia de derechos.

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El cuidado de las palabras

Por: | 24 de febrero de 2012

El Alma del Ebro[4]“Son sólo palabras”. De este modo parecemos despachar el asunto anunciando (por cierto con palabras) que ellas son secundarias. Pero no estará de más detenernos ante tanta contundencia y desatención  para con su importancia.

“Sólo el ser humano, entre los animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también otros animales. En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto.” Aristóteles sitúa de este modo el asunto con todo su alcance. Somos seres de palabra, que necesitamos vivir en sociedad. Quien “no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios”.

La palabra no es un adorno, ni un ingrediente o complemento, ni un  sustitutivo de lo que existe. Ella es real y crea realidad. Produce efectos. Las palabras hacen Las palabras dicen. Y decir es más que hablar.

Baste esta indicación para subrayar hasta qué punto es decisivo que cuidemos nuestras palabras. No hay cuidado de uno mismo sin cuidado del lenguaje. Es sintomático y delator que no falten quienes estiman que eso no es determinante. No sólo se descuidan a sí mismos, descuidan a los otros. Su insensibilidad para el detalle de lo que dicen y cómo lo dicen suele ir acompañada en ocasiones de una gran atención por lo que se les dice o por lo que se dice de ellos.

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La necesidad de enseñar

Por: | 22 de febrero de 2012

ProfesorEs imprescindible aprender. Nunca hemos de dejar de hacerlo, es tarea de toda una vida, hasta el punto de que cesar de aprender es el máximo envejecimiento, el definitivo. Pero conviene no olvidar que es decisivo enseñar, que alguien enseñe, que alguien nos enseñe.

Aprendemos de múltiples modos y maneras, pero esta variedad no significa que hayamos de desestimar la compañía, la complicidad, la proximidad de quienes nos facilitan, nos procuran, nos acercan, nos posibilitan saber. Podemos intentar engañarnos subrayando que el saber está ahí, al alcance de la mano, que basta hacerse con él, como si se tratara de una noticia o de un objeto, para ser tomado, atrapado, conquistado, consumido. Pero saber requiere toda una incorporación, una apropiación, no es una toma de posesión.

Nunca olvidamos a quien nos enseña bien lo que es verdadero y bueno. Nos inicia en una forma de relación con lo sabido, para que sea parte constitutiva de quienes somos. Es cierto, se insiste, “hay que aprender a aprender”, pero no hemos de olvidar que hay que enseñar a aprender. Alguien ya dijo que enseñar es dejar aprender. Y ese dejar no es una pasividad, es una creación de posibilidades propias para cada cual, apropiadas.  En realidad, ello distingue al buen profesor, al buen educador. Tener un maestro, disfrutar de la dicha de un buen maestro es un regalo de la vida y hemos de reconocerlo con agradecimiento y con sencillez. Lo hemos necesitado y lo necesitamos.

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La gente y el público

Por: | 20 de febrero de 2012

Meninas3En ocasiones empleamos despectivamente la expresión “la gente”. Parecería un signo de distinción hacerlo, una señal, en efecto, de nuestra voluntad de distinguirnos, que mostraría nuestro propio y mejor criterio, mediante el simple procedimiento de diferenciarnos de ese supuesto conglomerado. “Ya se sabe”, se dice, “es que la gente…”, “la gente es …”, “a la gente le gusta…”, “la gente no sabe que…” En última instancia, para que quede claro que nosotros que, por lo visto no nos consideramos gente, somos de otro modo.

Esta desconsideración indiferenciada y global resulta inquietante. En definitiva, tiene que ver con la puesta en cuestión de lo que significa el público. Con ello se retoman importantes debates sobre lo que quiere decir una opinión compartida, sobre lo que suponen las mayorías, sobre los índices de aceptación o de audiencia y hasta sobre el sentido y alcance de la democracia. Desde luego estos asuntos de diferente calado son, sin embargo, determinantes. Y hemos de ser, por tanto, cuidadosos. Para empezar, no hablando con ligereza de “la gente”.

No se trata sólo de pensar en el público, se trata de pensar con él, desde la convicción de que el pensamiento no es un acto simplemente interior o solipsista, o meramente mental. La búsqueda del discurso verosímil, el hecho de pensar de una u otra manera con otros, hace necesario que no se considere al público como un recipiente o un receptáculo, sino como un interlocutor.

No es cuestión de identificarnos, sin más, con lo que el público ya es. Al convencer, también se crean auditorios. La palabra es asimismo voluntad de transformación. Y nada convence más que lo que es conveniente, que no es siempre lo que creemos que más nos conviene. Para Aristóteles, “es conveniente aquello que salvaguarda la ciudad”. Y ésta es toda una tarea.

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Argumentar es más que opinar

Por: | 17 de febrero de 2012

El orador3Cuando alguien argumenta algo, nos toma en serio. Y se agradece. Porque argumentar es ofrecer razones que tienen en cuenta no sólo de qué se trata, sino con quién se habla. No para decir exclusivamente lo que el otro quiere oír, sino para tener presente su inteligencia y su sensibilidad.

Pero todo resulta acuciado por la prisa. No hay espacio ni tiempo, no sólo que perder sino apenas que ganar. El espacio y el tiempo parecen arrasados. Nada de demorarse. Y para colmo de despropósitos, llamamos “rodeos” a los argumentos. Importa la opinión, la posición y se desatienden las razones. En tal caso, la polémica no es la controversia entre ellas, sino el choque frontal de las posiciones. Y no está mal que se encuentren, pero esgrimiendo los argumentos. Y en el festín de los topetazos, el cuidado se considera tibieza. Para tal faena de exhibición bastan unas dosis de prejuicios, una somera información, algunos tópicos, con los correspondientes intereses, para proponer certezas supuestamente incontestables. Eso sí, y para airearlas con firmeza.

Lo que ocurre es que no pocos asuntos, muchos de especial relevancia, se desenvuelven en el terreno de lo discutible, de lo debatible, de lo que puede ser de una u otra manera y, por tanto, con alta “problematicidad”. Y entonces se trata de decidir para elegir lo más plausible, lo más preferible, lo más razonable. Ello defrauda a los partidarios de verdades incontestables, aquellas que incluso ya se las saben de antemano y que no buscan más que la adhesión. En tal caso no cabe una efectiva conversación.

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Singulares y plurales

Por: | 15 de febrero de 2012

Singular plural2
Algunas confusiones personales, sociales y políticas se sostienen en el hecho de no diferenciar lo individual de lo singular. Y suelen concretarse finalmente en algo parecido a “sálvese quien pueda”, “yo a lo mío”. En tal caso, el individualismo no tiene especiales dificultades para convivir con el egoísmo, incluso para identificarse con él. Disfrazado de contención en uno mismo, sin inmiscuirse en los asuntos ajenos, más bien se alimenta de una desconsideración para con lo colectivo y lo comunitario.

Con tal planteamiento, lo interesante sería casi exclusivamente la entronización del individuo y ello supondría la máxima expresión de la libertad, la libertad individual. Nada que objetar por supuesto a la reivindicación de esta libertad, si bien deberíamos detenernos en algunas consideraciones que no tratan de limitarla, sino de concretarla. Por ejemplo, conviene no desatender la posibilidad de que tengan razón quienes afirman que en verdad no seremos del todo libres hasta que no lo seamos todos.

Hegel sospecha de una noción de individuo que se reduce a proclamarse persona, lo que no está mal pero es insuficiente. En última instancia, es una declaración de derecho abstracto. Pareciendo centrarse en lo más próximo, resulta ser un himno a la indiscriminada indiferencia.

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Ignorar el conocimiento

Por: | 13 de febrero de 2012

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El conocimiento es la gran posibilidad y excluir a alguien de él es la mayor de las exclusiones, la mayor fuente de desigualdades. No hay modo sensato y con perspectivas de afrontar una situación, cualquier situación, sin el debido conocimiento.

Buscamos saber. Lo necesitamos radicalmente. Lo deseamos “por naturaleza". Son cosas de Aristóteles y son cosas de todos nosotros. No nos referimos simplemente  a hacer acopio de información, sino que hablamos de una actitud y de una posición que definen una forma de vida. Y, en común, en comunidad, en ciudad, social y política. Pero desear el saber o reclamarlo requiere crearlo cada día, en cada ocasión, y sostenerlo, con nuestra palabra y con nuestra acción. Platón nos diría tejerlo. Se trata de crear condiciones para una vida digna y justa. Y parecemos olvidarlo, por un procedimiento muy habitual, que es darlo por supuesto. La desconsideración para con el saber y el conocimiento es inquietante y es destructora, más aún si es un proceso global y colectivo.

Nos sorprenden los intentos de abordar situaciones de enorme complejidad que afectan a la concepción de la sociedad, a las relaciones personales, a la economía, al sistema productivo, al desarrollo y al bienestar, desde la insensibilidad para con el conocimiento, como si éste fuera un ingrediente o un aditamento, porque, se dice, hay otras prioridades. Pero es que las más urgentes, el hambre y la pobreza, la miseria y la ignorancia, por ejemplo, no se abordarán con seriedad sin su concurso. Ni el paro, ya que, con razón, tanto hablamos de ello.

Sin embargo, cuando nos referimos a la innovación o a la investigación no faltan quienes tienen una inexplicable tendencia a considerar que son lujos sobreañadidos en tiempos de crisis. Pero son decisivas para cualquier respuesta sensata. Podríamos pensar, sobre todo desde una política equivocada, que ahora es el momento de ocuparnos casi exclusivamente de los asuntos económicos y que ya vendrán posteriormente, si llega el caso, otras atenciones. Pero eso es ignorar lo que significa la economía del conocimiento, olvidar que estamos en la sociedad del conocimiento.

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Acuerdos necesarios

Por: | 10 de febrero de 2012

Tipos-de-oratoriaMe gustan los acuerdos. No cualesquiera, ni de cualquier modo, ni a cualquier precio. Vivir es acordar y no siempre es fácil ponerse de acuerdo, ni siquiera con uno mismo. Y, desde luego, gobernar es preferir, es elegir, es decidir, pero es determinante no olvidar que gobernar es acordar. Pues puestos a preferir, prefiero los acuerdos.

Hay antagonismos legítimos, posiciones encontradas que merecen todo el respeto, pero no es cuestión de que se anquilosen y bloqueen como losas enfrentadas. No concibo los espacios sociales, políticos y públicos sin la creación de ámbitos de diálogo, de acuerdo y de consenso, el único camino eficiente y estable. Esto no solo es discutible, sino que es discutido. Por tanto, incluso en este debate sobre la importancia de los acuerdos es probable que no lleguemos a coincidir.

No faltan quienes piensan que acordar implicaría renunciar a las propias convicciones, a los principios, a las ideologías, que, en definitiva, sería claudicar; prácticamente una rendición. En última instancia, les preocupa coincidir, no sólo con algunos, sino incluso con alguien. Es cierto que todo acuerdo combate el inmovilismo y la inflexibilidad de quienes malentienden la coherencia considerándola una posición prefijada y cerrada. No es cuestión de imponer ni de dejarse imponer, pero es desafortunado pensar que el acuerdo ha de establecerse sin afectar lo más mínimo a la posición ya previamente adoptada. De ser así, nunca sería posible. Los demás han de estar de acuerdo, eso sí, conmigo.

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La educación como gobierno

Por: | 08 de febrero de 2012

 

Tapies

SÓCRATES. Todo hombre que no conoce las cosas que están en él, no conocerá tampoco las que pertenecen a otros.
ALCIBÍADES. Eso es verdad.
SÓCRATES. No conociendo las cosas pertenecientes a los demás, no puede conocer las del Estado.
ALCIBÍADES. Es una consecuencia necesaria.
SÓCRATES. ¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?
ALCIBÍADES. No”
(Platón, Alcibíades, 131 a-b).

En cierto modo, educarse es gobernarse. Cuando los clásicos grecolatinos hablan del cuidado y del cultivo de uno mismo, están convocando a un modo de educación que afecta a toda la existencia y la constituye. Es el cuidado de uno mismo y de los demás. Y ello exige criticar lo que somos, analizar históricamente los límites que se nos han establecido y examinar su franqueamiento posible. Y aquí aprendemos con Foucault. Hablamos, y con razón, de las técnicas de dominación, pero no hemos de olvidar las técnicas de constitución de uno mismo, verdaderos procedimientos para hacer que seamos los sujetos que somos. Sujetos en ocasiones bien sujetados.

Para quienes consideramos que la educación no es la simple adquisición de conocimientos y pensamos que es decisiva la transformación de los valores, con los valores, para quienes estimamos que conocimientos, competencias y valores han de ir al unísono, esa transformación exige unas determinadas formas de vida. Éstas se expresan en cada gesto, en cada acción, en cada palabra, en todo nuestro comportamiento y en nuestro deseo. Nos preguntamos, también con razón, sobre cómo aprender, pero no hemos de separar esa cuestión de la de cómo nos constituimos a nosotros mismos como sujetos, hasta llegar a ser artesanos, artífices, de la belleza y dignidad de nuestra propia vida. Se trata de cuidarnos de nuestras conductas y de nuestras relaciones con nosotros mismos y con los otros hasta procurar una auténtica recreación.

Y todo ello tiene un alcance político, que incluye el coraje de la curiosidad de pensar si seremos capaces de llegar a ser otros. Y se trata de eso, de prácticas que producen verdaderas transformaciones del sujeto. Transformaciones que lo son a su vez de la sociedad.

Si avanzamos en estas consideraciones, se ponen en cuestión muchas de nuestras ideas preestablecidas sobre lo político, lo público y lo común. Y quizá también encontramos en la propia palabra economía algo que nos ayuda a pensar en esta dirección. Como ley de la casa, nos llama al gobierno de la casa, como se gobierna un navío. Pero si ignoramos que la Economía es una ciencia social, una ciencia humana y, aunque suene redundante, vinculada a las vicisitudes, los vaivenes y las decisiones de las acciones humanas, entonces viene a ser considerada tecnocracia, que se rige y se comporta al margen de nuestras voluntades y se impone sobre ellas. Esta economía maleducada dejaría de ser gobierno para pasar a ser dominación.

No podemos, sin embargo, hablar de esto como si no nos fuera con ello, como si resultara externo e independiente de nuestras acciones. El cuidado de uno mismo, el cultivo, la cultura que ello requiere, son determinantes incluso para garantizar y legitimar nuestra relación con los demás. Pregunta Alcibíades a Sócrates sobre cómo prepararse para la acción pública. La respuesta se centra en el cuidado de sí. “Si uno no es capaz de gobernarse a sí mismo, ¿cómo a gobernar la ciudad?

Ahora bien, educarse no es ocuparse individualmente de lo que nos afecta e ignorar a los otros, ni olvidarse de lo común, de la comunidad, de la comunicación, es sentirse vinculado a una tarea que precisa nuestra máxima implicación, una implicación de transformación.

Y aquí también se requieren nuevas formas de participación, no sólo las que toman partido, o buscan su parte, sino las de quienes se saben que forman parte de un proyecto compartido. La educación es asimismo una tarea colectiva. Sin esta convicción, lo que denominamos gobierno resulta corto de miras. Alcibíades es llamado a procurar la justicia y la sabiduría, pero para ello, se le dice, ha de “administrar y cuidar de sí y de sus asuntos, como también de la ciudad y de las cosas de la ciudad”. Y esto también es economía, pero con educación.


Imagen: catálogo razonado de Antoni Tapies

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