Insistimos en que vivimos tiempos singularmente complejos y difíciles. Y digo singularmente, porque no son precisamente fáciles para muchos, pero tampoco lo fueron para quienes nos precedieron. Quizás ello explique tanto el desconcierto general como cierta sabia o resabiada serenidad.
¿Qué necesitamos en esta situación? No nos preguntamos ahora por lo que nos apetece, ni siquiera por lo que queremos o deseamos. Estamos hablando de necesidad, de necesidades. Y en esto, también, las situaciones y los planteamientos son muy dispares. Entre las múltiples definiciones de economía que se nos ofrecen, Schumpeter viene a decir que es la ciencia que trata de casar los recursos escasos con las necesidades ilimitadas. Aunque se la ha caracterizado como ciencia sombría, me fijo en esta ocasión en la referencia a “las necesidades ilimitadas”.
Bien aprendimos que muchas necesidades se pueden generar y desde luego no habrá modo alguno de afrontarlas si acabamos considerando que son imprescindibles tantas y tantas demandas que hacemos y nos hacemos. Pero no faltan quienes tienen necesidades decisivas. Y no es una redundancia. Las tienen de verdad y ello ha de ser nuestra prioridad.
Hablamos de austeridad y sin duda es necesaria en todo caso, no sólo en situaciones difíciles. En tiempos de carencia en los que ya no haya apenas nada no vendría muy al caso reivindicarla. No ha de utilizarse, sin embargo, como arma arrojadiza para reclamar de otros lo que no somos capaces de exigirnos ni de ofrecer. Y hay necesidades acuciantes, irrenunciables, decisivas.
No hemos de olvidar, a su vez, otras singulares necesidades, no menos determinantes, las del afecto y la palabra próximos, la de una mano cercana y afable, mano amiga que, se denomine de uno u otro modo, es solidaridad, la de la implicación personal y social. Y la complejidad de la situación no ha de ser una coartada para nuestra insensibilidad.