Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Profesionales con oficio

Por: | 30 de marzo de 2012

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No sólo deseamos hacer algo bien, es que lo necesitamos. Sin duda, ello no resolverá nuestras urgencias, pero será determinante para afrontarlas. Es importante ser capaz de realizar cualificadamente una actividad que sea socialmente provechosa. No nos referimos a una concepción mercantil de lo rentable, sino que se trata de algo que aporte a la sociedad, que dé respuestas a sus desafíos, que ofrezca nuevas posibilidades, que favorezca su progreso y su desarrollo, y el nuestro, y que genere condiciones de vida y de bienestar.

La reivindicación de los oficios y la lucha para que sean dignamente reconocidos, y retribuidos adecuadamente, ha de vincularse a las condiciones de profesionalidad para ejercerlos. No son tiempos fáciles ni siquiera para los oficios y las profesiones, pero ello no significa que hayamos de desconsiderar su importancia, su aportación, su sentido y su alcance. Nos encontramos en la tesitura de dar otras respuestas ante la emergencia de nuevas necesidades. Es indispensable atenderlas y siempre con la perspectiva de aportar innovación y progreso social. La labor cotidiana de estudio, de análisis, de investigación, abre camino, desde la ciencia y la reflexión, para que el trabajo realizado tenga todo su valor.

Un oficio es una forma de conocimiento y en gran medida un modo de vivirlo. La imprescindible labor de quienes lo enseñan, lo transmiten, lo generan, merece reconocimiento social. Crear condiciones para aprenderlo, para experimentarlo, para ejercerlo, ha de ser una tarea conjunta prioritaria. Hay cosas que se aprenden haciéndolas, pero incluso en ese caso las indicaciones y las explicaciones, las orientaciones y las precisiones, son decisivas para que el saber pueda incorporarse adecuadamente y, en su caso, ser recreado. Y ello requiere formación.

La consideración de la importancia y de la dignidad de los oficios y de las profesiones bien realizados, en condiciones sociales, jurídicas y políticas de justicia y de libertad es uno de los indicadores determinantes de los valores de una sociedad. Hemos de liberarnos de tantos prejuicios y caracterizaciones que desatienden la dimensión social y económica del trabajo bien hecho. Frente a la lectura pedestre de que sólo interesa lo que renta, no hemos de olvidar que generar saber y riqueza colectiva es efectivamente productivo, no sólo individualmente provechoso para quien busca aprovecharse, sino eficiente para promover el progreso y la oportunidad social.

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Una buena conversación

Por: | 28 de marzo de 2012

Conversacion 3 pedro soler la charla 

Nada suple una buena conversación. Pero nada entorpece más que una mala. No es fácil ni probable conversar. En ocasiones es imprescindible. A veces imposible o infructuoso,  si no se dan unas mínimas condiciones. En general, resulta aconsejable, pero también es cierto que requiere una determinada actitud. Por ejemplo, estar dispuesto a escuchar, a vernos afectados por lo que nos digan. En todo caso, conviene no llamar conversación a cualquier tipo o modo de hablar. A veces lo identificamos con lanzarnos preguntas y respuestas como si siempre bastara con inquirir o interrogar, con contestar, para considerar que ha habido tal conversación.

La conversación no conduce simplemente de uno a otro, aunque también puede hacerlo, más bien orienta a ambos en la dirección de algo otro, por ejemplo de una búsqueda común, de una escucha compartida. No hay demasiadas ocasiones, ni espacios, ni condiciones para una conversación. Y además, sabemos evitarla. Todo parece habilitado para que no se produzca. No siempre es cierto que no podemos. A veces la tememos. Interposiciones, sucedáneos, contactos, buscan eludir la mediación que ello significaría y dicen proponer un encuentro directo y espontáneo, sin más rituales que lanzarse palabras, consignas y mensajes.

Sin embargo, la conversación requiere algo común, algo en común, que podría resumirse etimológicamente en la labor de compartir la posibilidad de que aquello sobre lo que versa no se limite a verter lo que uno quiere, sino a ofrecer vertientes y versiones distintas de uno mismo, abiertas a los demás. La conversación nos convierte en otros. La conversación nos hace múltiples. Es como si hubiera una alteridad en nuestras propias palabras. La conversación tiene una fuerza transformadora y ello lleva su tiempo.

Hay muchas modalidades de conversación pero, en definitiva, la que nos conmueve es aquella en la que se produce un verdadero encuentro condicionado por la situación, el contexto, el espacio y determinado por la corporalidad, el tono, la actitud, la predisposición y no sólo por aquello que decimos. Y encontrarse no es siempre coincidir. Y así, con este alcance, no es sustituible.  Es más, lo que se dice no se agota en lo que nos hablamos. Incluso ocurre lo que no es dicho explícitamente por ninguno de los interlocutores.  Una conversación no se reduce al intercambio de información, ni se deja resumir tan fácilmente.

Tampoco conviene esperarlo todo de ella. En cualquier caso, que algo resulte insuficiente no significa que no sea necesario. Si sólo hiciéramos lo que es absolutamente pleno, nada llegaría a serlo. Pretender eludir con una conversación toda decisión o toda acción es tanto esperar mucho, como reducirla a poco. La verdadera palabra ha de vincularse al compromiso y a la decisión.

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Nuestras relaciones de poder

Por: | 26 de marzo de 2012

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Siempre el poder está bajo sospecha. Y suele considerarse que el poder político es su expresión privilegiada. Bien se sabe que, no con menos motivos, llamamos los poderes a otras formas de poder que, por cierto, compiten y disputan entre sí, pero también coinciden en determinados objetivos. Parecen cernirse sobre nosotros como un conjunto de miradas que controlan y vigilan nuestras acciones. No faltan extraordinarias reflexiones y acciones al respecto.

No en pocas ocasiones presuponemos que se trata de eludirlos, incluso de combatirlos, pero no es suficiente con esta caracterización. A nuestro modo, cada cual ejercemos alguna suerte de poder. No todos por igual, claro está. El poder está tan incardinado en las prácticas, gestos y cuerpos de los seres humanos, en nuestro pensamiento, representaciones y racionalizaciones, en nuestras palabras y decisiones que, efectivamente, no hemos de desconsiderar lo que con Foucault se denomina una microfísica del poder. No se trata por tanto de hablar, sin más, del poder, limitándolo a identificarse con el Estado o con el poder del Estado. La cuestión es cómo funciona, cómo se ejerce, quién lo ostenta, qué efectos produce. Es decir, lo decisivo es que los seres humanos nos tratamos y nos comunicamos, y siempre que hay relación hay relaciones de poder.

A nuestro modo, nadie estamos al margen de tales relaciones de poder, pero no como simples pacientes de las acciones ajenas. Ello no quiere decir que no las padezcamos. Lo que significa es que en mayor o menor medida nos constituyen y las ejercemos, en nuestros afectos, en nuestra labor, en nuestra vida cotidiana. No hemos de olvidar a quienes se sienten literalmente arrollados por un mal ejercicio del poder, impropio, desmesurado, inadecuado, injusto. Pero todos en cada relación estamos implicados en ciertas relaciones de poder. Son deseables las relaciones de igualdad, pero incluso estas relaciones son juegos de poder. Se trata de que no sean relaciones ni de dominio, ni de sumisión. Y en ocasiones, en nuestras propias relaciones se deslizan formas que buscan imponer o silenciar.

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Con humanidad

Por: | 23 de marzo de 2012

Humanidad 11 Capture-d_%C3%A9cran-2010-10-13-%C3%A0-17_20_48Nos falta humanidad, se dice. Y con ello se alude a la falta de consideración, de atención, de sensibilidad para con los otros, para con el bien o el mal ajeno. Quizás en última instancia sea una desvinculación, una forma de autosuficiencia o de aislamiento. Hemos de pensar que pertenecemos a la humanidad. Y no está compuesta sólo por quienes hoy vivimos. Asimismo forman parte de ella quienes no están ya, y también quienes no están todavía. Sentirnos miembros de la humanidad nos exige esa memoria y esa solidaridad. No basta con ser afable para ser humano.

Decimos que alguien es muy humano cuando es capaz de conmiseración, de comprensión, de compasión, cuando se ofrece, se da,  se entrega, y no sólo por su propio bien. Ello nos hace abrigar la esperanza de que aún cabe pensar, y eso debemos pensar ya que lo decimos, que en lo humano resuena la bondad. Aunque no sólo.

No es menos cierto que al amparo de determinados humanismos se ha abrigado un pensamiento con dosis de paternalismo, con aire de autosuficiencia, con despreocupación por la dimensión social y con un culto al individualismo que todo lo reduce a relaciones personales. Sin duda son importantes,  pero humano y humanidad hablan de una pertenencia, de una implicación, de una corresponsabilidad, de una suerte común.

La urgencia requiere acciones inmediatas pero es verdad que, en ocasiones, disfrazamos con ello la adopción de medidas que carecen de humanidad, esto es de consideración para cuanto se viene haciendo, para con el legado histórico recibido y transmitido y, a su vez, para con lo que hemos de dejar y de ofrecer a las próximas generaciones. La urgencia es en ocasiones, no la de la humanidad, sino la de nuestros propios intereses. Legítimos, espero, pero intereses.

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Las otras primaveras

Por: | 21 de marzo de 2012

Primaveras4 -dante-gabriel-rossettiA cada uno de los años de edad de las personas jóvenes los denominamos primaveras. Son pasos que van configurando lo que  la propia palabra juventud nos dice como tránsito entre la infancia y la llamada edad adulta. No es tránsito por ser transitorio, sino por ser transición. Tales tránsitos, además de lugares de paso son, como se dice, pasos efectivos. Y conviene que lo sean. Para quien los da y para todos nosotros. Pasos de autonomía y de soberanía personal y social.

Señalan los diccionarios que la primavera, como la juventud, se caracteriza por ser un tiempo de vigor, de energía, de hermosura, y de frescura. Pero no son épocas fáciles ni para los diccionarios ni para las primaveras. Sin embargo, las hay, bien decididas y bien emergentes. Y, como suele suceder, bien complicadas y complejas. Pero a su vez bien necesarias.

Ya no se trata sólo de las primaveras de cada uno, son  primaveras colectivas, de comunidades, de pueblos, de países. Esa vitalidad adopta la forma de algo más que un estado de ánimo o de opinión y se constituye en un espacio activo y decidido. No es sólo una reivindicación, es una implicación, un compromiso. Y, entonces, eso de las primaveras nos concierne a todos.

Los necesarios debates sobre las formas de participación y el sentido y el alcance de las instituciones ratifican la importancia de pensar y de vivir una y otra vez el significado de las democracias y de profundizar y ensanchar sus posibilidades.  Y este pensar y este vivir siempre requiere experiencias, que han de ser intensas  y serias. No tanto, ni sólo, experimentos. Pero concernidos todos, del mismo modo que ningún mal nos es ajeno, ningún bien tampoco. Y hemos de propiciar las primaveras, las primaveras democráticas,  las primaveras de personas y de países. Y ello exige hacer valer las buenas razones y las buenas fuerzas.

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Detalles decisivos

Por: | 19 de marzo de 2012

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Son tiempos de grandes decisiones. No es fácil proceder y, desde luego, se precisa ocasión y determinación. Pero a la par se requiere una atención minuciosa y cuidadosa para con los detalles. Los matices no son secundarios. Y tampoco lo son en nuestras expresiones, en nuestros análisis, en nuestras valoraciones, en nuestras acciones. Es difícil demorarse cuando todo parece estar conminado por la urgencia, pero probablemente en ello se juega el sentido y alcance de cuanto hacemos. Podría presentarse como excusa, o como razón determinante, el que no son momentos para andarse con miramientos. Pero siempre son tiempos para no ser descuidados.

Sin duda, el detalle es una incisión, un corte, y produce sus resquebrajamientos. En él radica el peso de la decisión. No siempre es algo accidental. Muestra, siquiera de modo adjetivo, nuestros sentimientos, nuestra sensibilidad, nuestro interés y nuestra voluntad. Las personas detallistas no son necesariamente las menos previsoras, ni las menos decididas, ni las menos eficaces. Sólo que no arrasan indiscriminadamente con su comportamiento. Saben mirar algo más lejos que a sí mismas e incluso, cuando se fijan en ellas, no se maltratan con acciones y decisiones que no velan por su bien. No se limitan a desprenderse de la situación ni a salir del paso. No resuelven los momentos difíciles con descalificaciones y explicaciones toscas, que no hacen sino ratificar su impotencia. Quien no es detallista es un peligro.

Cuando se valora la atención, la consideración pormenorizada, como pérdida de tiempo y de eficacia, porque acucian los problemas, y se arrasa con cualquier detalle o matiz, los resultados son aún más desastrosos. El trato con uno mismo y con los demás se nutre de esos detalles que reclaman una mirada concisa, perspicaz, que es capaz de centrarse y de concentrarse, de seleccionar, de elegir. Nietzsche insiste en que lo decisivo está en la mano para los detalles. Y si la mano o el pensamiento se ciernen sobre la cuestión, no se trata sin más de percibir o de poseer, de agarrar o de prender. También es posible vislumbrar o acariciar. O entregar, o distribuir, o gobernar la situación.

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Desde niños

Por: | 16 de marzo de 2012

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Nunca es demasiado pronto para educar. Hablamos de aprender permanentemente, a lo largo de la vida. Siempre esperamos estar a tiempo de algo importante. Pero hay momentos determinantes y, desde luego, la infancia lo es. No sólo para conocer. Las emociones, los sentimientos, la sensibilidad, la afectividad en las que se asienta cuanto somos, los modos de hacer y de vivir, se fraguan y cimentan desde nuestros primeros instantes. Y, lo que resulta también decisivo, se inicia la apertura a los demás y el conocimiento de uno mismo. Y todo ello conforma la extraordinaria constitución del lenguaje, la convivencia y la comunicación, lo que requiere una acción y una atención singulares. Y el encuentro y la sorpresa de nuestro propio cuerpo. Necesitamos ayuda, compañía y amparo. Tal vez consideremos que hubiéramos precisado más atención pero alguna debimos tener, y de importancia, para vernos ahora en estas consideraciones.

Activar el interés, la curiosidad, la capacidad de percibir, de escuchar, de comprender es una tarea en la que, a su vez, han de estar implicados todos los entornos de modo decisivo. Y aquí la coherencia es determinante. Buscar y preguntar resultan claves para una adecuada relación y muy especialmente interrogarse por el otro, por muy inicialmente que sea, sorprenderse, emocionarse con él, con ella. Por eso hemos de reconocer muy en especial a quienes nos acompañaron en la tarea de irnos alumbrando a nosotros mismos y asistieron al nacimiento del sentido y alcance de nuestro corazón, de nuestros afectos y deseos. Y de los de tantos otros. Y a quienes hoy prosiguen en esa labor. Hay mucho que debatir al respecto, pero podríamos estar de acuerdo en que el afecto es educativo, que querer a alguien de verdad y esperar algo de él es decisivo para su adecuado desarrollo.

 

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Constancia e insistencia

Por: | 14 de marzo de 2012

Escultura

Las actuaciones esporádicas pueden ser interesantes, irrupciones iluminadas por un fogonazo, el destello del arrebato o la magia del instante. Pero hemos de aprender a saborear la firmeza y la perseverancia de la constancia, no siempre tan llamativas, como formas intensas de consistencia, de persistencia, de resistencia.

Importantes logros aguardan tras un trabajo cuidado y minucioso, tras la coherencia de una labor de insistencia. Ello exige no pocas veces paciencia. Activa, pero paciencia.

Tarea compleja. No es de extrañar que un sordo cansancio parezca habitar ciertas arduas, prolongadas y necesarias tareas. En ese caso tenemos tendencia a la supuesta agitación de un ir y venir que bien puede ser en algunos casos una muestra de debilidad. No nos referimos ahora a la pertinencia de ciertas estrategias, dado que en ocasiones éstas no son lineales sino que resultan muy mezcladas, muy combinadas, muy diversas. Y no pocas veces compatibles. Pero, en ocasiones, de lo que simple y llanamente carecemos es de constancia. Somos inconstantes. Y no sólo individualmente también colectiva y socialmente.

No está mal hacer planes, pero esa permanente tendencia a planearse y programarse en cada momento, como forma de eludir la coherencia y la intensidad de una adecuada organización de los asuntos, confirma asimismo que encontramos más atractivo vislumbrar ocasionalmente que hacer con perseverancia. Y ahí nos quedamos. La acción se diferencia de la actividad en que no es simplemente una actuación incidental. La acción puede ser puntual, incluso ínfima, concreta, bien concreta, pero requiere un cierto concepto, si no de totalidad, sí al menos de integridad. Quizá vivimos tiempos en que hay mucha actividad y poca acción.

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Pertrechados con convicciones

Por: | 12 de marzo de 2012

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Los tiempos complejos, de importantes desafíos, han de ser aún más tiempos de convicciones, no tan volubles e inestables como los estados de ánimo. Ellas son  nuestro decisivo recurso. Puestos a desprenderse de algo, conviene andarse con cuidado y no olvidar que son, con la salud y los afectos, lo absolutamente determinante de nuestra existencia. No nombrar la economía podría parecer una arrogancia idealista, pero está en lo que decimos, ofrecida no como razón, sino como condición.

Para afrontar la situación en la que cada cual nos vemos, personas, colectivos, instituciones, es indispensable hacer un balance de nuestras convicciones y alarmarnos si, o bien no somos capaces, o si el resultado nos parece vacío. Y conviene hacerlo para que nuestro juicio de valor sobre la situación no se limite a ser un conjunto de impresiones, salpicadas de datos y de apetencias.

Cuando un buen luchador sale de expedición o de campaña a la conquista, al rescate o a la defensa de algo, va bien pertrechado. Los pertrechos son en realidad cuanto se precisa para una adecuada operación.  Se trata de algo de lo que ha de disponerse porque es necesario para la tarea. Los pertrechos son el alimento para nutrirse, el agua para sustentarse, las herramientas para valerse, la brújula y el mapa para orientarse, unas prendas para abrigarse. También se precisa saber. En definitiva, ha de ir equipado y preparado con provisiones, para abastecerse, verdaderos víveres para la travesía.

Hoy, quizá como nunca, tal vez como siempre, hemos de pertrecharnos con nuestras convicciones, principios y valores para afrontar la actual situación.

No deja de ser significativo que los pertrechos son además la impedimenta, el bagaje que uno lleva y que en principio impide la celeridad de la marcha y de las operaciones. Se considera entonces un obstáculo, una molestia, un estorbo que parece dificultar la ejecución de lo que nos proponemos. Surge en tal caso la tentación de desprendernos de esos impedimentos, para supuestamente ir más eficaz, realista y rápidamente a afrontar los asuntos. No estamos para parar en mientes o perdernos en detalles. Creemos así ir más veloces y ligeros. Pero desprendidos de la impedimenta, liberados de los pertrechos, ya no estamos en condiciones adecuadas para abordar las situaciones conflictivas, para superar las dificultades. Desnutridos, desorientados, mal abrigados, lo que parecería ser un alivio viene a ser una total indefensión.

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Callar y acallar

Por: | 09 de marzo de 2012

Callar y acallar3Hacemos bien en cuidar lo que decimos y cómo lo decimos. Pero no está de más que cuidemos lo que silenciamos, ya que hay muchas maneras de hacerlo. Una, desde luego, es callar, pero otra no menos infrecuente es acallar. Milorad Pavić  subraya en Paisaje pintado con té: “lo que más me gusta es el árbol que habla, es el único que da un fruto doble. En él se puede distinguir entre el silencio y el mutismo. Porque un hombre con el corazón henchido de mutismo y otro con el corazón henchido de silencio no se parecen en nada.”

Hay una manera de proceder que consiste en impedir que algo venga a ser palabra. El silencio elegido es un modo de decir, pero el silenciar es tanto un modo de callar como de acallar.

No siempre acallar requiere una intervención tan explícita como la de no dejar hablar. Michel Foucault nos recuerda en El orden del discurso que, además de vedando lo que cabe decirse o impidiendo el acceso, a través del control y de la delimitación, hay otros mecanismos y procedimientos para evitar que la voz venga a ser palabra.

Hay discursos erigidos sobre silencios, silencios elocuentes que dan que hablar, pero no siempre se trata sólo de un modo de decir, sino a veces de un modo de obstaculizar que se diga algo otro. No sólo mediante la exclusión o la prohibición, también mediante la clausura de los ámbitos y la escisión de  las competencias, a través de los registros y tonos del lenguaje, o de acuerdo con las capacidades sociales y lingüísticas que, de una u otra manera, hacen más o menos inviable participar con la propia palabra.También es determinante cómo el saber es puesto en escena, revalorizado, distribuido, repartido y atribuido. En este sentido, Foucault considera que la educación es una manera política de mantener o de modificar la apropiación de los discursos, con los saberes y los poderes que llevan consigo. Y de ahí también su importancia decisiva.

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