Lo bueno que nos procuran los períodos de descanso, sean o no de vacaciones, se haya trabajado mucho o ni siquiera se haya tenido la posibilidad de hacerlo, es que provocan un trastorno del tiempo, una dislocación, una cierta sensación de inicio, de novedad, una necesidad de analizar y de plantearse algunas cuestiones. Algo se mueve a nuestro alrededor y en esa medida en uno mismo. Con un peligro fundamental, que es a la vez una buena ocasión, que uno se encuentra en la necesidad de vérselas consigo mismo. Eso es más que hacer un resumen o un balance.
No solo algo acaba cuando finaliza el año, también hay un fin de curso que afecta a la vida de millones de ciudadanos, estudiantes, profesores, familias y, en mayor o menor medida, a todo, a todos. En general suele ser demasiado decir fin de época, fin de ciclo, pero no es menos cierto que a veces se tiene la percepción de que se acaba algo más que lo que finaliza. Y por eso mismo cabe la posibilidad, la necesidad, de atisbar otros comienzos.
En tales momentos se producen algunos reencuentros. Y no solo por la inquietante y prometedora mirada de niños y jóvenes, convocados a la necesidad de, tal vez, procurarse otras actividades, otras relaciones, otros modos de tratar el tiempo y de tratarse en él. Esta reaparición más a nuestro lado, aunque nunca dejaran de estarlo, podría ofrecernos algunas modificaciones, incluso transformaciones, casi metamorfosis, en las que hallar rostros inesperados, la irrupción de la adolescencia, no siempre tan paulatina como para ir recibiéndola pausadamente, o la llegada de una madurez más o menos incipiente. Y, sobre todo, la constatación de que ha pasado un tiempo y hay patentes otras posibilidades y otras necesidades.
Pero, en definitiva, se produce el cambio más radical, el que significa la apertura de un tiempo para algo distinto, que es la constatación de que pueden verse afectadas, y se ven afectadas, las relaciones. Con uno mismo y con los demás. Y comprenderlas y cuidarlas es una tarea compleja, si van acompañadas de un espacio y de un tiempo diferentes. No las eludiremos desplazándonos, lo que no es desaconsejable pero, como Descartes también comprobó, cuando uno viaja, por muy lejos que vaya, al llegar allí se encuentra consigo mismo. No es posible huir. Ahora bien, es necesario entender que la fuga es algo más. Tiene reiteración, pero asimismo novedad.
En realidad, también nos hallamos con un tiempo propicio para ciertas indagaciones y constataciones, para procurarnos algún detenimiento en la vorágine de acciones y de peripecias de nuestras actividades, sean estas o no imprescindibles, incluso aunque aquellas constaten el alcance ontológico de nuestro aburrimiento. Es posible demorarse sin que ello suponga una parálisis, ni un detenimiento. Es otro modo de vivir el tiempo. Y hasta otra concepción del descanso. Es el alivio a veces tan necesario de la agradable lentitud. Y de algún reposo.