Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Otro tiempo

Por: | 29 de junio de 2012

Marisa norniella asturias desd4e el aire
Lo bueno que nos procuran los períodos de descanso, sean o no de vacaciones, se haya trabajado mucho o ni siquiera se haya tenido la posibilidad de hacerlo, es que provocan un trastorno del tiempo, una dislocación, una cierta sensación de inicio, de novedad, una necesidad de analizar y de plantearse algunas cuestiones. Algo se mueve a nuestro alrededor y en esa medida en uno mismo. Con un peligro fundamental, que es a la vez una buena ocasión,  que uno se encuentra en la necesidad de vérselas consigo mismo. Eso es más que hacer un resumen o un balance.

No solo algo acaba cuando finaliza el año, también hay un fin de curso que afecta a la vida de millones de ciudadanos, estudiantes, profesores, familias y, en mayor o menor medida, a todo, a todos. En general suele ser demasiado decir fin de época, fin de ciclo, pero no es menos cierto que a veces se tiene la percepción de que se acaba algo más que lo que finaliza. Y por eso mismo cabe la posibilidad, la necesidad, de atisbar otros comienzos.

En tales momentos se producen algunos reencuentros. Y no solo por la inquietante y prometedora mirada de niños y jóvenes, convocados a la necesidad de, tal vez, procurarse otras actividades, otras relaciones, otros modos de tratar el tiempo y de tratarse en él. Esta reaparición más a nuestro lado, aunque nunca dejaran de estarlo, podría ofrecernos algunas modificaciones, incluso transformaciones, casi metamorfosis, en las que hallar rostros inesperados, la irrupción de la adolescencia, no siempre tan paulatina como para ir recibiéndola pausadamente, o la llegada de una madurez más o menos incipiente. Y, sobre todo, la constatación de que ha pasado un tiempo y hay patentes otras posibilidades y otras necesidades.

Pero, en definitiva, se produce el cambio más radical, el que significa la apertura de un tiempo para algo distinto, que es la constatación de que pueden verse afectadas, y se ven afectadas, las relaciones. Con uno mismo y con los demás. Y comprenderlas y cuidarlas es una tarea compleja, si van acompañadas de un espacio y de un tiempo diferentes. No las eludiremos desplazándonos, lo que no es desaconsejable pero, como Descartes también comprobó, cuando uno viaja, por muy lejos que vaya, al llegar allí se encuentra consigo mismo. No es posible huir. Ahora bien, es necesario entender que la fuga es algo más. Tiene reiteración, pero asimismo novedad.

En realidad, también nos hallamos con un tiempo propicio para ciertas indagaciones y constataciones, para procurarnos algún detenimiento en la vorágine de acciones y de peripecias de nuestras actividades, sean estas o no imprescindibles, incluso aunque aquellas constaten el alcance ontológico de nuestro aburrimiento. Es posible demorarse sin que ello suponga una parálisis, ni un detenimiento. Es otro modo de vivir el tiempo. Y hasta otra concepción del descanso. Es el alivio a veces tan necesario de la agradable lentitud. Y de algún reposo.

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No da lo mismo

Por: | 27 de junio de 2012

No da lo mismo

Ni da lo mismo, ni nos da lo mismo. Los tiempos difíciles pueden conducir a aclarar qué es lo decisivo. O no. También generan una cierta confusión en la que factores clave parecen perder su valor, mientras se difuminan importantes distinciones. Atender razonablemente a lo más determinante conllevaría el descuido de otros aspectos no menos clave. Hemos de hacer valer las buenas razones para que no se arrollen valores y convicciones. Por ejemplo, y es ejemplo porque resulta significativamente ejemplar, es imprescindible no dejar de formarse. Y no da lo mismo estudiar o no hacerlo. Los discursos que ponen en cuestión que en esta compleja y confusa situación es indiferente formarse bien, desde el supuesto de que finalmente uno acaba en un estado perentorio de necesidad, han de ser enfrentados, con buenas razones. Y si la razón última fuera acceder a un empleo, todos los análisis confirman que “a mayor formación, mayor empleabilidad”. Lo que no significa, y este es otro y fundamental asunto, que ello garantice el empleo. Tener o no tener formación no da lo mismo.

No hemos de olvidar, sin embargo, que cuidarse y formarse tiene sentido en sí mismo, y no como un simple medio para aprender, y menos para limitarse a aprender a trabajar. Parecería que, como las urgencias nos apremian, la cosa es no “perder el tiempo” en asuntos que no son de emergencia. Ahora bien, conviene no ofuscarse en la actualidad, olvidando el presente. Y sin formación sólo cabe rendirse ante la mera inmediatez de lo que pasa. Pero claudicar ante lo que ya pasa, o no hacerlo, no da lo mismo.

Hay quienes estiman que los afectos, los sentimientos, la sensibilidad, son improcedentes para los espacios y los ámbitos públicos, donde todo ha de estar regido por una cierta fría impiedad, inmisericorde. Lo contrario equivaldría a una manifiesta debilidad. Se trataría de no ofrecer ese flanco al contrincante. Ni siquiera con los más próximos parecería razonable mostrarse singularmente afable. La educación consistiría en saber comportarse sin poner en evidencia necesidad alguna al respecto. Toda la formación vendría a ser una travesía para acceder a una distancia que se presentaría como comportamiento cualificado y profesional, así que el adiestramiento conduciría a no ceder a la seducción de lo que pudiera conmovernos. Pero pensar o no que hay quienes son capaces de debatir, de decidir, sin para ello renunciar a sentir y a mostrarlo, y que eso ha de cultivarse en cada detalle, en cada ocasión, no da lo mismo.

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En la puerta de al lado

Por: | 25 de junio de 2012

Stephane couturier Barcelona
A veces nos agrupamos para que así estemos tan cerca que no tengamos necesidad de vernos. O eso parecería. Nos hemos buscado hasta encontrarnos al lado de otros que quizás están en las mismas. Después de habernos disgregado y diseminado, finalmente retornamos a espacios inicialmente comunes en los que mantenernos amparados y a buen recaudo. Por necesidad, tal vez. Y no sólo por eso. Es fascinante comprobar cómo puestos supuestamente a buscarnos, finalmente nos enceldamos, enclaustrados en una proximidad que nos garantice, no ya la máxima independencia o autosuficiencia, sino no vernos en absoluto afectados por la existencia de los demás.

Sólo parecemos sentir que los hogares lo son tales frente a la posible irrupción, considerada en el extremo como una invasión o una agresión, de los que nos rodean. Así, parapetados, decimos estar por fin en casa. Ya podemos proceder a entrar en relación con quienes precisamente no se hallen en una puerta próxima. Quizá nos abrimos a buscarla con cuantos no están al lado y multiplicamos las conexiones y los contactos en todas las direcciones, mientras permanecemos indiferentes ante las vidas más cercanas.

En casa, y con vecinos. Y nada parece invitarnos a abrirnos hospitalariamente a ellos. Todo indicaría estar propuesto y organizado para evitarlos. Es como si hubiéramos de pensar que nos usurpan el aire y el espacio. Ni siquiera la experiencia de un cierto desafío común, de país, de ciudad, de barrio, de calle, y sobre todo de época, de coyuntura, de mundo, de incertidumbres y necesidades, viene a ser suficiente. O tal vez, de convicciones, salvo que ellos estimen como nosotros que lo mejor es preservar las distancias. Estamos en un mismo sitio y en diferente lugar. A veces sólo un cortés e incidental saludo rompe el silencio en el que nos refugiamos. Tampoco suele recibirse con entusiasmo el sentirnos convocados a una reunión en la que dilucidar nuestras preocupaciones, ya que finalmente más viene a ser la ocasión de debatir y repartir los costes, cargas y tareas. Esto, de lo más común, es lo más común que compartimos. Bastante tenemos con lo nuestro, suele decirse. Es decir, lo más propio lo que es sólo de uno y cada quien.

No nos molesta la información, pero nos cuesta más saber y conocer de verdad, esto es, implicarnos, vernos afectados, correr una suerte compartida. La historia de una escalera es ahora la de un discreto callar. Nace un nuevo silencio, el de la mirada indiferente.  Desde una cierta distancia, todo se aplana e iguala en un trajín de vida, en la que quedan desdibujados el deseo y la efectiva necesidad de quienes están a nuestro lado. El edificio está poblado de domicilios, literalmente con su amo y señor, en un término improcedente y poco generoso con la diversidad de vidas y formas de vida y que incluye una idea de dominio de la morada en la que permanecer, de la casa en la que estamos avecindados.

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Alicientes

Por: | 22 de junio de 2012

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No deja de ser sintomático que siempre estemos requiriendo alicientes. Es como si precisáramos activarnos impulsados por estímulos atractivos, capaces de ser un acicate que nos incentive a movilizarnos, a movernos. En ocasiones, aguardamos que ocurra o nos ocurra algo que nos despierte de un cierto letargo social, que curiosamente puede obedecer incluso a lo rutinarias que llegan a ser ciertas alarmas. Lo malo de los permanentes sobresaltos es que tienen la bondad de desconcertar cada vez menos y puede resultar que finalmente sólo alcance a inquietarnos su cese. Nos instalamos en la amenaza y el tiempo ya juega a nuestro favor. Es cuestión de esperar y, si nos descuidamos, la echamos de menos. Las malas noticias, si son diarias, pronto acaban serenándonos. Es más, parecemos necesitarlas para ratificar que todo va como es debido. Si fueran mejores, dudaríamos. Si no son buenas, pensamos que son  más de fiar.

La extraña teoría, que es ya una tendencia, de pretender animar desanimando, subrayando carencias, lagunas, descalificando globalmente tareas y labores, mostrando incapacidades, insistiendo en lo inadecuado e improcedente del trabajo realizado, no parece el modo más eficiente y eficaz, aunque se parapete en un parcial realismo, de incentivar o de alertar para afrontar el actual estado de cosas. Salvo que el objetivo sea confirmar lo diagnosticado.

Lo peor de la entronización de los discursos asentados en los sucesos y en los fracasos es que, en el colmo, pueden hasta echarse de menos. Por eso resulta tan inquietante que el exceso de estímulos acabe produciendo la carencia de alicientes. No es el regodeo morboso en el peligro, se trata de otra cosa. El discurso social se puebla de abismos y de precipicios. Todos estamos al borde, en el límite, y ello, como es razonable, en lugar de dinamizarnos, nos paraliza. Un sensato temor nos convoca a la quietud. Más bien esperamos que algo se mueva y confiamos en que sea del lado adecuado. Mientras tanto, los observadores analizan y describen la magnitud de la catástrofe que podría llegar a suceder. Y tal vez tengan razón. Así que, inmóviles, aguardamos novedades. Si es inevitable, poco podemos hacer, y si algo cabe realizar, esperamos indicaciones al respecto.

No nos ayuda el no entender del todo lo que ocurre, pero los permanentes intentos por lograrlo se topan con la velocidad y la vorágine de los acontecimientos, con el desplazamiento constante de las informaciones. Sólo nos cabe confiar en que alguien, en algún lugar, comprenda adecuadamente la situación y nos ofrezca indicaciones claras. Desde luego, de entrada, resultan más determinantes que luminosas, y más imperiosas que eficaces. Pero tal actitud poco mejora la situación. Así que esperamos.

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Lo llamado normal

Por: | 20 de junio de 2012


Christopher_Orr,_Circle,_2006No siempre resulta atractivo ser calificado como normal. No hay duda de que puede valorarse frente a determinadas alternativas, pero resulta inquietante el uso que hacemos del término. En ocasiones nos amparamos en él y nos arropamos en el abrigo que nos procura. Quizás en este sentido hemos de comprender lo que tiene de denuncia el libro de Janette Winterson, “¿Por  qué ser feliz cuando se puede ser normal?” (Why Be Happy When You Could Be Normal?). Nos encontramos con una pregunta rigurosa, no exenta de ironía, que más bien ofrece el texto de una denuncia, de una búsqueda, de una lucha, de una dura experiencia, la de labrar la propia vida en circunstancias difíciles. A veces se logra siquiera que sea un relato de ficción para sobrevivir y no ser condenado a los dictados estandarizados. No es una huída, ni un simple refugio. Es simplemente una posibilidad.

Y lo es frente a quienes desean “normalizar” las vidas ajenas y reducirlas a lo que se ofrece del modo más convencional. El título no es en este caso ninguna rendición, sino una transgresión que pone en cuestión lo que con demasiada ligereza llamamos “normal”. Y esta palabra no solo ha de ser descrita, merece prácticamente ser desenmascarada. Ante lo llamado normal se erige la voluntad de no ser sometido permanentemente al examen y a los intereses ajenos. Se precisa una tarea conjunta de recelo, de sospecha, sobre el supuesto atractivo de la normalidad.

Resulta asimismo sugerente el título de la obra en la que Canguilhem muestra hasta qué punto el término funciona como un elemento de clasificación y de exclusión. En Lo normal y lo patológico se incide en los límites de una racionalidad que expulsa de sí y califica de enfermizo y digno de tratamiento aquello que no se deja recoger y domesticar en este concepto, más aún, en la lectura dominante del mismo. Así planteado, resulta difícil no saberse normal sin sentir una verdadera amputación de los sentimientos, de los deseos, de las emociones, de las pasiones, en definitiva, de los proyectos de vida y de la vida misma. De no ser de acuerdo con esa tipificación que vincula un concepto de razón a una determinada “normalidad”, uno se haría “digno de terapia”, “de cura”.

Encontramos normal lo que es habitual o corriente, lo que responde a usos y costumbres, lo que calificamos de natural, de sano sentido común, lo que estadísticamente es frecuente, lo que, como decimos, “siempre se ha hecho así”, “siempre ha sido así”. Al supeditarnos a esa propuesta norma, este concepto produce finalmente, como es “lógico”, “gente de lo más normal”. La interiorización cobra tal alcance, que ya no es necesario mucho más para encauzar, embridar y acomodar la propia vida a lo que impera como “razonable”, que identificamos inapropiadamente como “socialmente aceptado”. La palabra queda así encerrada en un sentido preciso pero desajustado, y nace también todo un lenguaje silenciado. Más aún, que funciona como un elemento disuasorio de otras experiencias o formas de vida que, entonces, consideramos poco normales. Se califican prácticamente como una sin-razón, que merece alguna suerte más o menos explícita de internamiento o de exilio, con las correspondientes dosis de aislamiento. Se disocia la propia vida del lenguaje y sobre ciertos asuntos se pide callar. Es lo normal.

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Las oportunidades efectivas

Por: | 18 de junio de 2012

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No siempre tenemos la oportunidad que requerimos. Ni siempre, ni todos. Y a veces en ello está la diferencia. Y, además, desde el principio. Para que hablemos de oportunidades perdidas, antes hace falta que haya oportunidades efectivas. Las dificultades pueden obedecer a distintos y complejos motivos, pero en ocasiones la máxima expresión de hallarnos en un tiempo complicado radica en que no hay modo de encontrar la oportunidad adecuada. En general, los tiempos no acostumbran a ser fáciles, al menos para algunos, pero es cierto que nos vemos en una encrucijada cuya expresión es simple y llanamente que muchos carecen de oportunidad. Considerar que el estado en el que cada cual nos encontramos obedece al mérito, al esfuerzo y a la capacidad, sin duda imprescindibles, supone ignorar que hay a quienes ni siquiera se les presta la ocasión para poder ejercitarlos y mostrarlos.

Esta situación resulta especialmente dolorosa e inquietante y, siquiera por eso, hemos de evitar los discursos eufóricos sobre la iniciativa personal o el entusiasmo emprendedor, sin duda estos asimismo muy recomendables. También en tal caso conviene no olvidar que no faltan quienes, teniéndolos, no encuentran cauces ni caminos para desarrollarlos, ni siquiera tienen una mínima ocasión. Por eso, no pocas veces se sienten molestos, incluso ofendidos, por quienes parecen atribuir su situación, sin perspectivas inmediatas ni horizontes razonables, a su falta de coraje y de decisión,  de nuevo sin duda asimismo convenientes. Todo para indicar que, con independencia de los múltiples valores y cualidades que han de alentar a quien pretende algo, lo que es determinante es que tenga oportunidad de ponerlos en práctica y de hacerlos valer. De hacerse valer.

El colmo consiste en culpabilizar a quienes se hallan en tal difícil situación. No se trata de propiciar discursos paternalistas ni de conmiseración, ni de alentar a la resignada parálisis de una quietud expectante, sino de trabajar intensa y activamente para generar oportunidad, para abrir posibilidades y para lograr que se ofrezcan. O para propiciar que sea en efecto viable que uno pueda procurárselas. Muchas oportunidades pueden quizá perderse, pero para ello es preciso que existan. La máxima expresión del desaliento social no obedece simplemente a que se deterioran o se pierden, sino también a que no se propician ni generan el impulso y el desafío de algunas perspectivas o posibilidades. Y para no pocos son reducidas. No es cuestión, sin embargo, solemos decir, de limitarnos a aguardar a que ocurra, hay que hacerlo suceder. Pero incluso esta actitud en numerosas ocasiones no resulta del todo factible.

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Entre amigos

Por: | 15 de junio de 2012

Picasso la lectura de la cartaPresumir de no necesitarnos confirma que necesitamos presumir. Porque consistimos en precisar de los demás. Y no reconocerlo es un gesto de autosuficiencia que más bien denota mayor debilidad. Puede incluso agudizarse la evidencia en momentos especialmente difíciles. Y tal vez conviene no ignorar cuanto en ello está en juego ahora que, se denomine como se denomine, nos vemos en general más acuciados por las urgencias. Y en estas ocasiones es cuando destella, incluso deslumbra, la cuestión de la amistad. “¿Quién es el amigo? ¿Quién es la amiga?”. En este interrogante concreta Derrida la pregunta de la Filosofía. No se trata de responder con un listado o una enumeración de relaciones y de conocidos, es más bien un abrirse e interesarse por el quien del otro, de alguien bien concreto, definido o no, y no una simple identificación. El pensamiento no es ensimismamiento, nos abre al otro, a su situación, a su vida.

Puede resultar desconcertante que, estando como estamos ahora, el asunto se reduzca a ocuparse de lo que les ocurre a los demás, pero conste que quien no es capaz de interrogarse por el otro, por lo otro de sí, no es capaz siquiera de preguntarse por sí mismo. Por ello, es sintomático lo que llega a ocurrirnos cuando sentimos o no ese modo tan singular de presencia y de relación que es la del amigo. Resulta determinante contar con alguien que con su cercanía ofrezca alicientes y razones para encontrar fuerzas a fin de afrontar la coyuntura. Y no sólo por su proximidad, también por las convicciones y los afectos indispensables que compartir. Alguien a quien recurrir, para solicitar su apoyo o su ayuda, resulta a veces imprescindible. Pero no menos para afrontar conjuntamente lo que nos concierne.

Por eso se ha dicho que la voz del amigo es la comunidad mínima, la imprescindible, la inconmensurable. Como Deleuze señala, “la cuestión de la amistad se halla en el corazón del pensamiento”. El buen amigo es quien paradójicamente te sitúa en la obligación de permanecer libre, no vacío. Requerir cerca la libertad de alguien para llamar, para esperar, para invitar, para convocar, es saber que no todo brota de uno mismo. Precisamos de quien sea amable. Y eso no es una mera cuestión de cortesía o de modales con lo que hay. Lo es de maneras y de modos respecto de lo que cabe ser, de lo que podemos, de lo que buscamos, de lo que necesitamos. Ello supone reconocer que el amigo nos hace lograr lo mejor de nosotros mismos. No se conforma con lo que ya somos, pero tampoco nos exige que dejemos de serlo. Le gusta lo que podría ocurrir y lo hace viable. Por eso, la amistad no es una posesión, es un impulso de la capacidad de no rendirse ante la hostilidad y la discordia. De ahí que ser amable no sea un gesto coyuntural, ni un simple deseo de agradar. Es un modo de ser que consiste en dar, en entregar.

Montaigne habla de la pérdida del amigo “irremplazable, sin sustituto”. Su singularidad es la de una búsqueda común, no la de un estado adquirido y asentado.  La falta de esa philía impide compartir y proseguir conjuntamente algo. Cuando se refiere a la falta de amistad y de comunicación como una enfermedad, alude a la desconsideración no sólo con lo que ya es, sino para con lo que podría llegar a suceder si se abren de verdad nuestras relaciones.

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Con cuidado

Por: | 13 de junio de 2012

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Puestos a andarse con cuidado, puede parecer egoísta o extravagante ocuparse de sí mismo. Precisamente por encontrarnos en una situación singularmente compleja y confusa, se hace más necesario. Conste que con ello no se pretende ninguna forma de huída o de refugio para eludir las responsabilidades o evitar las tareas. Ni simplemente adoptar las convenientes precauciones. Lejos de significar un interés desmedido en lo personal, una suerte de ensimismamiento o fascinación, implica la atención, el cultivo y la técnica de sí. Es una consideración máxima con uno mismo y con los demás.

El ideal social, y no solo filosófico, muy extendido en Grecia y Roma, supone ocuparse de sí como cultivo de uno mismo a fin de cuidarse de las propias conductas,  de la forma de vivir, de las relaciones consigo y con los otros. Foucault, en su lectura de la Apología de Sócrates, insiste en el proceder de quien, en lugar de ocuparse de las riquezas, de las reputaciones y de los honores, convoca a sus conciudadanos y se siente convocado con ellos a “ocuparse de sí mismos”. Es una labor gozosa y beneficiosa. Pero se trata de una tarea, de una actividad, de una ocupación reglada, de un trabajo, con sus procedimientos y sus objetivos, bien alejados de quienes los reducen a una actividad de conciencia o a una manera de atención sobre sí mismos. Es todo un movimiento de la existencia, una forma de vida. No es un pasivo ni pacífico reposo sin conflicto en el que uno disfruta de sí.

La extraordinaria conminación de Marco Aurelio en sus Pensamientos resuena vigente en diversas direcciones. “No vagabundees más. No estás ya destinado a releer tus notas ni las historias antiguas de los romanos y de los griegos, ni los extractos que reservabas para tu vejez. Apresúrate pues hacia la meta: di adiós a las vanas esperanzas, acude en tu ayuda si te acuerdas de ti mismo, mientras todavía es posible.” En estos tiempos en los que las fuerzas y las razones parecen faltar, sin embargo el desafío no cesa. Es necesario reinterrogar las supuestas evidencias, hábitos, costumbres y modos de hacer y de pensar, establecidas como familiaridades admitidas. Y si permanecer en ellos nos parece un alivio, cuestionarlas tiene prácticamente una función curativa. Y  no sólo individual. Nos necesitamos. Séneca considera que nadie es tan fuerte como para desasirse por sí mismo del estado de estulticia en el que está: “es necesario que se le tienda la mano y se tire de él”. Y ninguno estamos exentos de precisar esta ayuda. También hemos de liberar las palabras y sus sentidos de su consideración aislada. Semejante tarea nos convoca a reponernos y a sobreponernos de lo que casi podría considerarse como lo más natural. En realidad, el cuidado de sí comporta toda una serie de ejercicios para valorar la vida, para elaborar y transformar lo que hacemos.

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En calma

Por: | 11 de junio de 2012

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Nada parece estar en calma. O falta o es excesiva. Y todo dice precisarla. Es como si no pudiéramos permitírnosla. No están los tiempos para ella, pensamos. Quizá suceda lo contrario. Tal vez pocas veces la hemos necesitado tanto. Consideramos equivocadamente que sería una frivolidad tenerla. Significaría un gesto de arrogancia, de autosuficiencia, cuando no una claudicación, o una falta de determinación, o una resignación, o una aceptación indiferente. Supondría según algunos una aristocrática apatía. Sin embargo, resulta indispensable para no perder la capacidad de análisis, de escucha, de deliberación, de comprensión. Más aún, para afrontar serena y decididamente el momento. El privilegio de no estar alterado no significa ser un insensato o un insensible.

En ocasiones, un clima general de tensión y de alteración más bien invitaría a precipitarse, a adoptar inmediatamente resoluciones, a agitar las aseveraciones como si fueran argumentos y a buscar una salida, sea ésta o no apropiada. Las cosas no van bien, luego hemos de hacer. Sin duda no pocas veces es preciso actuar. Pero es evidente que no faltan quienes en semejante vorágine se encuentran cómodos. Es la urgencia. Siempre es la urgencia. No hay tiempo. Nunca hay tiempo.

La pérdida general de nervios no significa un colectivo compromiso con la situación, ni un reconocimiento del estado en el que estamos. Y, desde luego, ni sería deseable ni garantizaría una mayor decisión para vérnosla con ella. Se requiere una determinada tranquilidad, una cierta suspensión de las presiones, de las alteraciones, de las afecciones y de las incidencias o, al menos, una capacidad para sosegarlas, a fin de abordar firmemente la coyuntura. No se trata de hacerlo con indolencia, ni de mostrar desinterés, como formas más o menos sofisticadas de inactividad. La calma que buscamos es la apertura de espacios de suspensión de la agitada y permanente tarea, empeñada en zanjar una y otra vez, y como sea, asuntos sin enfrentar las condiciones para considerarlos con alcance y profundidad.

No es fácil tener calma. Ciertamente hay razones para perderla. Pero más para no hacerlo. Sobre todo la necesidad de no convertirse en un mero espectador de nuestra existencia. No se reduce a una mirada externa, la de alguien que supuestamente describe la situación con mayor objetividad o claridad. Quizá la responsabilidad o la competencia radiquen en la capacidad de reflexión y de creación de estrategias, de responder sin  rendirse precipitadamente ante los hechos, y de buscar una y otra vez la posibilidad de modificar el actual estado de cosas. La calma no es indiferencia, sino una forma  intensa, enérgica y sensata de actuar ante una difícil coyuntura.

La calma no es una adormidera, es una tensión, una atención, un estar activos, a la espera y a la expectativa. La calma es una dedicación cuidada y una disposición para afrontar equilibradamente los desafíos que nos convocan.

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Un aire común

Por: | 08 de junio de 2012

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Necesitamos respirar. Como nunca. Como siempre. Y no dejamos nunca de aprender a hacerlo. Y eso nos reconforta. Un cierto ahogo, una asfixia algo difusa, pero evidente, nos convoca a cuidar explícitamente lo que parecía tan natural. Resulta más imprescindible aún, aunque en definitiva en eso consiste vivir, en precisar de nuevo que ocurra otra vez lo nunca sucedido. Es lo mismo, pero no es igual. Algo de eso es el eterno retorno en Nietzsche.

Nos falta aire, aire limpio y libre. Y sin embargo, encontramos quienes nos oxigenan y alientan. A veces con una palabra, con una mano amiga. Las Cartas a Lucilio de Séneca muestran en realidad que el aire que precisamos no es un aire cualquiera. Es el de un afecto y un sentido compartidos, el de una mutua implicación en un tarea y en un desafío, que bien pudieran ser sencillamente los de vivir dignamente. Respirar no se reduce a absorber el aire y a expelerlo. También respirar es dar noticia de sí, hablar, pronunciar palabras. Y a veces nos falta el aliento. Y en eso no siempre estamos solos. Respiramos un aire común. Y en ocasiones, subrayamos, es irrespirable. También por lo que decimos y nos decimos.

Aprender a hablar supone un trastorno de la apacible respiración, una modificación, una intrusión en el más o menos monótono ritmo de aspirar y espirar. Una suerte de no coincidencia entre el sonido y el sentido. Algo nos ha ocurrido. Algo no acaba de satisfacer. Y se trataría de armonizarlo. Tamaña incomodidad constitutiva nos altera el ritmo de la respiración y en alguna medida el ritmo de la vida. Aparece un intruso. Los sonidos empiezan a configurar sentidos.

Este extraño animal que es el ser humano tiene el carácter, la característica, de decir, de producir sonidos que significan cosas, que las buscan, que las señalan. Y todo el mundo de los sentimientos y de los afectos se alborota. Nuestro entorno siente que quizás estamos soñando, imaginando, deseando. La respiración se entrecorta y balbuceamos torpemente sentidos. Y ya para siempre necesitaremos decir, decirnos, respirar rítmicamente nuestras palabras. En realidad, rythmós une las nociones de movimiento y de forma, para organizar y ordenar, para reglar y arreglar. Es en definitiva un modo adecuado de respirar. Así, respiramos una canción, un verso, un poema, un discurso.

La palabra surge cuando el ser humano comienza sorprendido a oírse, porque se produce una extrañeza, un asombro, la maravilla de lo que sucede y nos sucede, y nos hace cuestionarnos, interrogarnos, problematizarnos. Algo no acaba de coincidir, algo nos falta, sentimos alguna escisión, alguna fractura o quiebra constitutiva. En el Poema de Parménides se inicia una manera de decir las palabras ajustadamente. Se trata de respirarlas, de recitarlas, de una forma singular. Es una verdadera transformación. Leído al pie de la letra, según el acento y el ritmo, con una manera peculiar de respirar, un modo poético, rítmico, meditativo, se produce una modificación que provoca otra forma de ver, de considerar y de contemplar lo que hay. Y quienes alientan a hacerlo, quienes impulsan el carro de la diosa, son el derecho y la justicia. Y no para huir de los avatares de los mortales. Lo hacen “a través de las ciudades”. Ya suponemos entonces que puestos a encontrarlas irrespirables, la falta de derecho y de justicia sería una contaminación determinante.

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