Hacer frases sobre el dolor es una muestra inequívoca de que no lo padecemos intensamente. Al menos en ese momento. Hay quienes se sienten paralizados por una afección que les desborda. Y antes de cualquier consideración, hemos de expresar nuestra profunda solidaridad, y no pocas veces impotencia, ante su situación. Padecerlo impide detenerse en sus modos de decir, y no sentirlo incapacita para hacerlo de verdad. Así que más bien nos expresamos sobre el recuerdo, sobre la memoria, sobre la huella de lo que es, o sobre el efecto compungido de la cordialidad que sentimos. También por nosotros mismos. Y por otros.
El dolor trastorna el decir. Y no solo. Pero hemos de empezar por no reclamar que de modo inexorable se exprese verbalmente, que se defina con precisión, que se caracterice. El dolor localizado es aún nuestro. Cuando ya ni siquiera hay modo de localizarlo con una mínima precisión somos suyos. El dolor también es errático, incluso fantasma, no solo fulgurante. ¿Dónde nos duele el dolor?, ¿de dónde nos proviene? Puede llegar a dolernos el dolor supuestamente ajeno. Y no es sólo un dolor empático, es un dolor físico que también anula, que también deteriora personalmente, que también trastorna los entornos. Incluso en tal caso, podríamos ser capaces de otro modo de decir, menos convencional, pero no menos verdadero.
No queda claro hasta qué punto podemos sentir el dolor del otro, pero es evidente que es imprescindible padecerlo de algún modo para siquiera ser capaces de tratar de pensarlo y de acompañarlo. Al menos lo suficiente para no hacer discursos épicos sobre sus ventajas y menos aún sobre lo fructífero que puede llegar a ser para nuestra paciencia, nuestra plenitud y nuestra liberación personal. El dolor lesiona, no sólo es una consecuencia, también trabaja como causa. Perjudica la salud. No es sólo un indicio. Y debemos combatirlo. Genera un abismo que dificulta la comunicación y nos aísla en una soledad sin sustituto, irremplazable, que viene a ser la constatación de un mal difícilmente remediable. Pero que hemos de afrontar.
Hay dolor. Intenso, extenso, profundo. Y con todo su alcance y con todas sus consecuencias, en ocasiones puede decirse que es un dolor físico. Nos duele el cuerpo, nos duele en el cuerpo y de tal modo que nos afecta tan radicalmente que lo desborda, como si él mismo se viera trastornado en lo que es, rebasado, como si no se redujera a sus propios límites. Si suponemos que es un dolor localizado, desde luego no lo es simplemente en un lugar. Y no siempre estamos en condiciones de afrontarlo. Nos supera. Nos disloca. Incluso hasta llegar a podernos. Y a desesperarnos. Nada por tanto de simples llamadas a la resignación ajena. Otra cosa es la impotencia ante la contundencia de su embestida, la constatación de los límites de nuestra capacidad. Pero el dolor ha de afrontarse, ha de expulsarse. Por dignidad.