Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Con este libro

Por: | 31 de agosto de 2012

Pablo Gallo
Quizás hayamos coincidido un día de estos con un libro. Uno de esos que nos hace descubrir rincones de nuestro propio pueblo, de nuestra propia ciudad, de nuestra propia casa, rincones de nosotros mismos y de los demás. De la historia, de la ciencia, del arte, de la literatura, de la humanidad. La vivida y la sin vivir. Y tal vez nos hayamos sorprendido de que entre nuestras manos, sin embargo es él quien nos tenía y sostenía. La sorpresa no tendría tanto que ver con lo frecuente o no de que nos ocurra.  Más bien obedecería a que cada vez nos sucede como única e irrepetible. Al menos, en las ocasiones en que nos entregamos a él. Y no pocas, merece la pena. No es sólo un libro. Es este singular libro. Sabíamos que podría ocurrir. Iba en nuestra maleta, o nos esperaba en la estantería, o ya en la mesilla, pero sobre todo nos aguardaba acompañando nuestra curiosidad, nuestro deseo. Sucedió en nuestra habitación, o en el parque, o en el tren, o en esos lugares inclasificables en los que ocurren esas cosas tan amorosas y enigmáticas como la acción de leer. Nos ha ofrecido reposo y descanso. No simple comodidad.

Habíamos oído hablar, nos habían dicho, y no sé si nos encontramos con él o lo buscamos, o ambas cosas a la vez, pero ocurrió inesperadamente, como un regalo. Nunca lo olvidaremos. Ya forma parte de nuestras vidas, tejido con ellas. Tal vez volvamos a su lado, ligados para siempre a lo que mutuamente nos dijimos, a lo que nos pasó. Sin embargo, ni siquiera quizás eso fue lo decisivo. Es difícil sustraerse a la voluntad de contarlo, de animar a quienes apreciamos a que compartan la experiencia. No bastaría con un relato. Y lo haremos. Pero no suele resultar fácil resumir una buena conversación.

El libro no es un formato más de lectura. Que haya otros, y extraordinarios, no nos impide reconocer hasta qué punto está vinculado a ella. No sólo a la historia de nuestras lecturas, sino a la historia de nuestras vidas, a la conformación de nuestros afectos, de nuestra intimidad, de nuestros sentimientos y de nuestras convicciones. En última instancia, de nuestro aprender, de nuestro pensar. Y de nuestro saber. En algunos casos, ni siquiera abandonándolo podríamos desprendernos de él. Ni él de nosotros. La lectura se aposenta en lo leído y no pocas veces el texto lo padece. Y otras, la fuerza de su decir aleja de sí intrusiones desatentas. Pero puede llegar a ser tanto lo que somos como nuestra propia corporalidad. Tan efímero como ella, ya que viene a incorporarse a lo que somos y sentimos.

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En vilo

Por: | 28 de agosto de 2012

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No acabamos de sentirnos seguros, ni de controlar lo que ocurre, ni lo que nos ocurre, ni lo que se nos ocurre. Al menos, no de tal modo que podamos eludir la sensación de que algo no menor nos afecta, se nos escapa, nos desborda, nos inquieta. Alertados ante los hechos, ocurridos o posibles, y ante las noticias que presagian nuevos acontecimientos, una tensión acompaña cuanto vivimos y nos hace encontrarnos en una posición contenida. La sola posibilidad de que todo podría empeorar radicalmente, lo que no se descarta, nos mantiene en una suerte de parálisis preventiva o de movimientos titubeantes. Con apoyo insuficiente, o sin él, suspendidos en la incertidumbre, sin suficiente seguridad, con preocupación e inquietud, sin la requerida tranquilidad, con demasiados asuntos pendientes, siempre estamos de una u otra manera literalmente en vilo. Y una vez más, no todos en la misma medida.

No basta con mirar para verlo, pero tampoco es cuestión de limitarnos a un simple ver. Un pequeño movimiento de lugar o de posición podría hacerlo más contundente, aún más evidente. Y no hace falta tanto desplazamiento. Quienes de una u otra manera habitan cierto desamparo están cerca. Y a veces tampoco es preciso demasiado para comprender que hay a quienes no les afecta ni parece afectarles la compleja situación, al menos de modo determinante. Si todo mejora, no todos siempre mejoran. Si las cosas no van bien, da la impresión de que hay a quienes les alcanza menos. Otros hasta encuentran oportunidad en esa dificultad ajena. Supongo que no la desean, pero crecen en ella, con ella. La actual distribución de las penurias no produce efectos de equidad. Incluso donde se advierten avances, para algunos pasan inadvertidas. No por distracción, ni por poco conocidas sino por, en su caso, inexistentes.

Lo más llamativo del actual estado de cosas es la contundencia con que parecen consolidarse ciertas distancias respecto de lo que sucede. Preocupante. Afectados todos, sin embargo hay no pocos asentados en rescoldos de razonable comodidad. Mientras tanto, quienes están en vilo saben que eso significa estar sobre ascuas. Nadie dice encontrarse bien, pero hay quienes no parecen hallarse mal. No verse radical y absolutamente involucrados no significa que no hayamos de sentirnos implicados o concernidos. Quizás una conversación, un viaje, una lectura, una reflexión, una experiencia, una mirada atenta son suficientes, si fuera preciso, para que brille aún con más contundencia el estado de necesidad que en ciertos ámbitos a tantos alcanza, y de modo inexorable. Saberse privilegiado no es una excusa para la indiferencia. Es una oportunidad para no echar a perder la mirada, para no engañarse tratando de no ver, para no refugiarnos en un diletante sopor.

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Seleccionar

Por: | 24 de agosto de 2012

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Vivimos rodeados, sobrecogidos por la proliferación de palabras, de mensajes, de noticias, que nos desbordan y que en no pocas ocasiones parecen más acecharnos que convocarnos o requerirnos, o que tratan de influirnos, de afectarnos, de llegarnos. Y lo más curioso es que es dificil sustraerse a la impresión de que nos faltan. Y es así. Porque no basta con que existan. Es más, en rigor sólo son tales si los hacemos nuestros. Pero no es fácil elegirlos antes de conocerlos, ni conocerlos lo suficiente como para saber que estamos eligiendo adecuadamente, o al menos lo que preferiríamos. Tampoco es cuestión de pretender establecer una comparación entre todas las posibilidades para quedarnos con la que nos resulte mejor. O bien decidimos antes de conocer, pretendiendo así poder saber, o bien optamos un tanto a ciegas esperando que la cosa nos venga dada, o bien buscamos abarcar lo máximo, esto es del menor modo posible, para tener una mínima idea, antes de ponernos en la cuestión. En definitiva, no parece haber manera de hacerlo si se trata de escoger con un criterio asentado o cuestionable.

Podemos asesorarnos, dejarnos ganar por juicios sensatos, inducir por los precedentes, por la información de que disponemos, por nuestra experiencia, por los indicios, por nuestra intuición o por nuestras preferencias. Pero eso es ya en cierto modo un leer antes de leer, un prever, una anticipación que forma parte del hecho mismo de la elección, una preselección, que también es una selección, no siempre sostenida en un completo y acabado conocimiento. Que seamos decididos, voluntariosos y firmes no significa que no podamos ser influidos. Incluso seducidos. La selección es ya el preludio de la persuasión. La persuasión comporta esta seducción.

Sin embargo, verse permanentemente llamados a dar respuesta no deja de procurarnos la sensación de ser invadidos o asaltados, conminados a aceptar o a rechazar y a tomar posición sobre innumerables asuntos y aspectos, acerca de los cuales por lo visto, y a ser posible en todo caso, hemos de tener criterio. Y si no, al menos, mostrar que estamos dispuestos a hablar sobre ello. Incluso se considera una descortesía no saber, o no conocer bien ciertos detalles de cuanto los demás consideran que forma parte de nuestra órbita. Eso conduce a un desaforado acopio de información, de documentos, de dosieres, de datos, de citas, de argumentos, de textos e de imágenes  que inundan lo que de una u otra forma componen el archivo que trataría de paliar nuestras insuficiencias, sean éstas razonables o no. De vez en cuando nos desprendemos de lo que no parece ser útil o requerido. Es la tarea de limpieza. Previamente ha de pasar por alguna papelera de reciclaje. Pero incluso esa labor comporta una selección. No digamos si se trata de desprenderse definitivamente de algo, ante la posibilidad de que podríamos necesitarlo alguna vez. Seleccionar conlleva el temor del abandono de lo que no ha sido elegido. O el rechazo efectivo de lo que ha sido elegido para ser abandonado. Nunca nos desenvolveremos con esa certeza que parece asegurarnos.

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Hablar lo mismo

Por: | 21 de agosto de 2012

Raul lara70
Hablar lo mismo no significa hablar de lo mismo. Compartir la lengua sí posibilita hacerlo. Pero es posible también hablar de lo mismo en diversas lenguas. Hablar lo mismo no es decir todos igual. En general, la lengua en la que hablamos y escribimos es la lengua en la que pensamos. La íntima relación entre el lenguaje y el pensamiento se concreta en la lengua en la que nos decimos. El descuido de la lengua es, por tanto, descuido del pensamiento. La desconsideración para con lo común de lo hablado es la desatención de lo que tenemos en común. Por eso, nuestra lengua común es aquella que se deja traducir en todos los idiomas, la de los derechos humanos.

La irrupción de nuestra lengua en la propia vida, vinculada a gestos, sentimientos y afectos nos constituye no menos que nuestro cuerpo y también se sustenta, se nutre o se debilita según su corrrespondiente atención y ejercicio. Pero para eso resulta indispensable valorarla como aquello que somos. Vivimos, respiramos, existimos en nuestra lengua. Y es nuestra porque no es sólo de cada quien, porque no es sólo nuestra. La compartimos, nos otorga comunidad, pertenencia, relación. Por eso no podemos patrimonializarla, ni adueñarnos de ella. Somos suyos tanto como que nos es propia. Sin embargo, la lengua sigue disfrutando y sufriendo de nuestros usos y abusos. Con ella nos faltamos, nos decimos amores, nos encontramos y nos echamos a perder, mientras perfila y precisa nuestra distancia o proximidad. Incluso deseamos y soñamos en nuestra lengua.

Velar por la lengua no es plegarla o replegarla sobre sí. Si nació paulatinamente mediante todo un complejo proceso y vive y se oxigena, y se enriquece, y crece, no es sólo por el número de hablantes. También resulta determinante su implantación y su vinculación sociales, que es más que su expansión. Una lengua es asimismo lo que nos hemos dicho con ella, en ella. La lengua es cultura, historia, y si hablamos de identidad no es simplemente por la que nos otorga, sino sobre todo por la identificación que pudiéramos mantener con las ideas, con los valores, con las formas de vida que nos permite concebir. Y sobre todo por los ámbitos de comunicación y de convivencia que nos procura. Una lengua clausurada y cerrada no tiene peligro de perecer, ya ha muerto.

De ahí que perseguir lenguas o utilizarlas como arma arrojadiza, en vez de como vehículos de convivencia y modos de relación, únicamente puede obedecer a intereses que no son los de la propia lengua, sino otros. Al contrario, nuestro deseo ha de ser incorporar nuevos mundos y formas de comprender y, sobre todo, de comprendernos. Y, en su caso, de aprender otras lenguas, desde el respeto y el reconocimiento entre ellas y a la más propia. Asentados en este afecto y en este trato, no hemos de olvidar que separadamente las ideas no son ideas, que no hay ideas aisladas, ni ha de haber lenguas clausuradas o encerradas, ni por purismo ni por acoso. Las ideas, también en la lectura más paradisíaca e inexacta que trate de hacerse de los textos de Platón, se relacionan entre sí. Ya no sólo participan las cosas de ellas, sino que las propias ideas participan entre sí. Una lengua es también un diálogo, incluso antes de que permita el diálogo entre nosotros. Es en su origen un mestizaje. Esta es su auténtica pureza.

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Retornar sin retroceder

Por: | 17 de agosto de 2012

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Es discutible que descansar sea retornar. Lo que está claro es que retornar no es retroceder. La voluntad de algunos de dar con el buen nacimiento, con el pedigrí de cuna de todas las decisiones, comporta una inadecuada comprensión de lo que significa emprender una tarea. Sentimos alivio pensando que hemos de volver a ese lugar en el que de nuevo fluye el aliento de la vida, donde tal empezamos a respirar, donde quizás en su momento nos consideramos apreciados, valorados, tenidos en cuenta, acogidos, cuidados, queridos. Ese lugar no es del todo identificable pero, a lo mejor, sí. Nos acompaña diariamente, como una añoranza, como un sustento, como un refrigerio para las tareas cotidianas. En cada ocasión, matinalmente, podemos pretender empezar de modo radical y tratar de ignorar que retornar es proseguir y que proseguir no es simplemente limitarse a continuar. Pero ignorar, olvidar o desconsiderar lo vivido para anunciar un nuevo surgimiento, un nuevo orden, es una peligrosa y arrogante lectura del retorno al país natal, donde la vida brota en su efectividad.

Semejante retorno no es la búsqueda de los orígenes, ni el deseo de encontrar alguna vinculación que todo lo explique, algún asidero, cuando no algún sustento. El país natal nunca es sólo un pasado al que volver, un estado que recuperar. En cierto modo, está por venir, si se trata de dar vida, de crear posibilidades de vida. El viaje como itinerario y la vida como travesía poco tienen que ver con ciertos movimientos de marcha atrás, enmascarados de una nueva fundamentación.

Buscamos a diario el país natal, en múltiple ocasiones, en situaciones de incertidumbre. Y no es simplemente el claustro materno, ni un cónclave de correligionarios, es un espacio en el que sentirse en casa, en hogar. Y, por tanto, no una vuelta a empezar. Ello no se reduce a asentar los entornos afectivos en los que vivimos, por muy gratificantes que pudieran llegar a ser. El país natal no es un domicilio.

No es poco desear algo mejor y considerar que conocemos cómo e incluso dónde encontraríamos eso que nos falta. En ocasiones ello nos conduce a rememorar, incluso a añorar lo que alguna vez vivimos o creímos vivir. Y aún más, hasta a pensar que en cuanto sea posible volveremos. Y es la infancia, pero no sólo. Es también el retorno a la capacidad y al temblor de soñar. Pero tal vez, si nos limitamos a un simple volver a un determinado lugar, ni siquiera nos encontremos ya con un hogar. “Sobre la cal de esta pared escribo un verso:/ He regresado y nada me esperaba./ Quizá se vuelve como a la patria o al padre/ con un algo de herida/ y esa ansiedad de no reconocerse en los viejos espejos./ Quizá se vuelve tarde,/ y se vuelve ya sin tiempo./ Desde el suelo/ una muñeca muerta me contempla,/ -una muñeca serenamente muerta-.” Cuando Amalia Iglesias considera que Ítaca no existe, nos previene de un retorno, el que es la simple voluntad de retomar el tiempo para reemprender el abrazo con lo ya vivido, que sólo fallecido y desfallecido nos aguarda.

Pero el retorno al país natal tiene más de retorno del porvenir que del pasado. Potencia que efectivamente tengamos algún futuro. Poco se corresponde con una patria emergente que se hunde en sus viejas raíces. No es resultado de higienistas y quirúrgicos sanadores. Más tiene que ver con la pertenencia a un destino. Hölderlin subraya en Die Heimkunft que si “despacio acude y combate el caos estremecido de gozo” y “joven de forma, pero fuerte, festeja una lucha amorosa”, lo hace “presintiendo crecimiento”. “El inconmensurable taller mueve el brazo día y noche, enviando dones”. El eterno retorno al país natal no es ni la vuelta a lo ya sucedido, ni la imposición de lo que queremos, disfrazado de lo mejor, ni la copia de lo ya vivido antes de las interferencias de lo que no deseamos, que atribuimos a los que han tergiversado la adecuada ruta, el rumbo emergente, el camino a la presunta cima. Querer empezar una y otra vez no es retornar.

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Por las orillas

Por: | 14 de agosto de 2012

Paseando por la playa jose manuel verde martinez
Buscamos las orillas. Nos vemos impulsados a ellas, tratando tanto de desbordar lo que vivimos como de delimitarlo. Nos paseamos por esa faja aún de tierra restableciendo contornos, protegiéndonos, con el recuerdo y con el olvido, pero a la par constatando que nos vemos superados. Necesitamos la compañía de un cierto confín. Al encontrarnos en ellas es como si hubiéramos llegado a algo, como si fuera preciso algún merodeo y cierto detenimiento. El viaje ha sido quizá largo pero ya estamos en ellas. De la tierra al agua y del agua a la tierra, para constatar el perfil anfibio de la orilla. Deambulamos por esa extremidad como por los contornos de un precipicio que nos separa de un peligro. Incluso en la dulzura de la arena tiene el sabor y el riesgo de un acantilado. La orilla se ofrece como borde, como costa, como frontera. Y no pocas veces caminamos con un cierto ritmo de peregrinación, pero con pasos de funambulismo.

Quizás insensibles a otras compañías, algo solitarios, cada quien labra su propio itinerario, marca sus propios surcos. No es fácil sustraerse a la impresión de que algo finaliza en las orillas y tal vez algo podría a la par iniciarse. Es tiempo de algún titubeo. No será posible mantener en exceso ni el detenimiento ni la admiración. Podríamos intentar instalarnos y tratar de habitar permanentemente esas orillas, pero tal vez ello nos exigiría sostenernos en la poderosa incertidumbre de si retroceder o aventurarnos más allá o más acá de lo que nos resulta menos inquietante, por conocido.

De una u otra manera, es un lugar en el que no es fácil sustraerse a lo que es la propia vida. Con unas mínimas condiciones, incluso entre otros convocados, hay algo en las orillas que nos invita de modo singular a la reflexión, a la meditación Es tan potente la conjunción de los sentidos y tan consistente la intemperie en la que nos encontramos, que sólo cabe despojarse de los enmascaramientos cotidianos y disponerse a abordar aquello que requiere alguna decisión. En realidad, la orilla es una herida, un corte, un rastro de marea, un paso que va y viene incesantemente, estableciendo y marcando una relación. Una vez en ella no cabe la indiferencia.

Hay más orillas que las que se definen inmediatamente. Siempre estamos conminados por situaciones que nos exigen alguna extremidad y nos constriñen a un filo, a un borde, a un margen. Y es indispensable ser bien conscientes, no sólo de nuestros propios límites, sino de los limitado de esas mismas situaciones. La propia razón ha de constituirlos. A decir de Kant, de no ser así, seremos víctimas de los establecidos por otros. Y eso nos ocurre singularmente a cada cual. Más vale en tal caso prevenirse, haciéndonos cargo de que ni lo podemos todo, ni todo es posible. Y ello no significa ninguna claudicación, sino el reconocimiento de los confines, que no nos restan posibilidades, sino que nos las hacen viables. En las orillas conviven la imaginación y el realismo. Incluso lo denominado imposible precisa de ellas para poder serlo.

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En blanco

Por: | 10 de agosto de 2012


Tanaka21A veces, a pesar de que pasan muchas cosas, no parece ocurrir nada. Nada, al menos, decisivo. Y no pocas veces se agradece, pero no siempre. Es más, es tal lo que sucede, lo que nos sucede o podría sucedernos, que casi resulta tranquilizador sentir la calma de la falta de incidentes y de noticias. Por otro lado, no resulta extraño sentir alguna sensación de pérdida y la presión de lo que no hacemos, de lo que habría de realizarse y no ejecutamos, de lo que deberíamos vivir y no vivimos. Deseamos momentos de plenitud, de intensidad, desafíos que nos conciernan y nos interesen. Y los hay, en un mundo de incertidumbres y de urgencias. Pero son de tal alcance y de tal calado que casi sentimos como un alivio que no se juegue su suerte con nuestra acción. O así nos lo contamos.

Pero también hay una vida y una política vital de lo que no hacemos. Quizá cabe dejar los asuntos para otro día, pero no siempre está del todo claro si estamos desestimando la ocasión propicia, la oportunidad, hasta perderla. Tampoco es fácil liberarse de alguna sensación de vacío. No exactamente de vaciedad, esa que se sustenta en la permanente y pura distracción, la que produce aburrimiento. Hay días que procuran un cierto abismo, el abismo de lo que más bien carece de contenido. No es preciso que todo resulte esplendoroso, ni que nada nos aleje de lo que sea problemático, ni que dejemos de disfrutar, pero simplemente hay ocasiones en que todo parece poco.

La cuestión no es que las actividades son demasiado corrientes o habituales, excesivamente sencillas o cotidianas. No es ese el asunto. Lo determinante es que ni siquiera ofrecen el aliciente del puro vivir. Es como si se impusiera lo que dejamos de hacer. Y lo curioso es que también entonces estamos ocupadísimos. Tanto como para entender que esa es precisamente la distracción que nos procuramos. O se nos procura. En tal caso, más bien habríamos de detenernos cuidadosamente, en lugar de precipitarnos a una actividad desenfrenada. Y saborear cada detalle y cada instante, y tratar si fuera posible de encontrar amparo lejos de la resignación o de la rendición. Y, si cabe, gozar del humano placer de respirar y de desear. Ese privilegio no siempre está al alcance. Y de no lograrlo, los días en blanco son días negros.

Aprender a demorarse no es echar a perder el tiempo, sino habitarlo de una determinada manera. La prisa por vivir más bien suele encontrarse con alguna forma de acabamiento, incluso el que anticipa el más decisivo. Y el simple recurso de dejar de hacer no es por sí solo lo más descansado. El agotamiento por una cierta parálisis, cuando ésta obedece al desconcierto de no tener claro qué es lo mejor que haya de realizarse, también merece consideración. A veces, es la fatiga de la espera de lo que no acaba de llegar o tarda en cumplirse o de cumplimentarse. Y surge un modo de contar que acaba constatando numéricamente que ha pasado un día más, o que resta un día menos. Contabilizar lo que no hacemos es tan pesado, y más difícil, que esa sensación de incomodidad producida por lo que espera nuestra intervención, la que sabemos que hemos de realizar. Pero pasan las horas y los días y no lo afrontamos. Y así se engrosa el catálogo de tareas que, incluso no efectuadas, nos producen el supuesto alivio de que estamos ocupados, de que tenemos mucho que hacer. Casi resultaría más cómodo hacerlas, pero tal vez en tal caso desvelaríamos que no eran para tanto. O quizá también irrumpieran otras contundencias menos llevaderas.

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Seguramente

Por: | 07 de agosto de 2012

Gabriel eduardo garcia aguilar

Buscamos seguridad. La necesitamos. Vivir sin seguridad es difícil. Vivir exclusivamente para ella es peligroso. En tiempos de tantas incertidumbres, recibimos con alivio lo que nos asienta, lo que nos justifica, lo que nos confirma. Y no faltan quienes nos la prometen, con un éxito relativo. La seguridad no es sólo la ausencia de incidentes, es sobre todo la de las efectivas oportunidades. En general, en nuestra vida, a pesar de la atracción por el riesgo, por la aventura, finalmente no es menor la seducción por lo seguro. No siempre es así, ni siquiera en todo caso para cada cual, pero hay una pulsión de seguridad que no necesariamente cabe reducir a comodidad. Eso que llamamos “yo” es un buen ejemplo. Incluso en situaciones de enorme riesgo, nos cuidamos minuciosamente de los peligros. Sin embargo, una vez más, no se trata de entronizarla de cualquier manera, por encima de todo, a cualquier precio. Y menos aún de invocarla para otros fines.

A pesar de resultar imprescindible, es asimismo indispensable no olvidar que, como Eduardo Galeano nos recuerda, “cada vez hay más gente que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad”. Y no hemos de olvidar que la seguridad ha de estar al servicio de la libertad y no la libertad supeditada a la seguridad. Con frecuencia se recuerda con Benjamin Franklin que “aquellos que sacrifican libertad por seguridad no merecen tener ninguna de las dos”. Que sean complementarias no elude esta consideración.

Sin embargo, no pocas veces nuestra vulnerabilidad nos hace replegarnos ante las amenazas y peligros, ante la intimidación y el terror. La seguridad resulta decisiva precisamente para garantizar derechos de los ciudadanos y para profundizar en el avance de las libertades. La necesitamos individual y socialmente. Entre otras razones, para satisfacer necesidades básicas y desarrollar nuestras potencialidades como seres humanos. Pero, en ocasiones, una lectura inadecuada de la seguridad la ha limitado a tareas de protección de los derechos, exclusivamente mediante procesos de represión y de penalización de las conductas y, en su caso, de prevención. No faltan rostros inquietantes de vigilancia como aparente seguridad aunque sólo son calma de compromiso. No siempre se corresponden con la necesaria mirada amiga, sino que se ofrecen como el ojo del panóptico. No se trata de que la seguridad se sustente en el temor, a fin de procurar simplemente una tranquilidad formal. Entre otras razones, porque, si es cuestión de eso, no habríamos de olvidar hasta qué punto la inseguridad obedece a problemas de raíz enormemente compleja, como el del acceso a los bienes comunes de la educación, de la sanidad, de la justicia, de la vivienda, del medio ambiente, del urbanismo, de tantos servicios sociales imprescindibles que conforman un espacio integrado e integrador. Tan compleja situación no se soslaya con supuestas soluciones de atajo.

La ley ofrece seguridad, siempre y cuando respete los derechos humanos, los derechos individuales. Pero, sobre todo, la seguridad se nos procura por los espacios de valores compartidos, sostenidos en el principio de legalidad del Estado de derecho y por el necesario control en el ejercicio del poder. La educación, la cooperación y la integración son valores frente a las amenazas, y más consistentes que otras acciones supuestamente eficaces. Puestos a hablar de seguridad, la seguridad ha de ser seguridad social.

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Otra entrega

Por: | 03 de agosto de 2012

Enrique Etievan Le cri

Hay cosas que sólo se tienen cuando se dan. Hay cosas que sólo las vemos cuando nos entregamos. Hay cosas que sólo las merecemos cuando nos comprometemos y luchamos por ellas. No pocas veces, por retener lo que no ofrecemos, lo perdemos. La distancia excesiva y la indiferencia son formas de no ver, de no querer ver, o de arrogancia. Es cierto que no todo merece nuestra implicación, nuestra imbricación, pero lo sorprendente es que no lo merezca nada.

En principio, no son buenos tiempos para los entusiasmos, pero de eso entienden poco las urgencias y las necesidades, que están en todo su esplendor. Suele coincidir entonces que bastante tenemos con sobrellevarlas. Y ello nos repliega aún más, nos hace más vulnerables e indefensos, y nos conduce a una cierta parálisis de supervivencia, en la que paulatinamente se enfría y se seca nuestro pensamiento, se extravía, se pierde. Y parecería que ya no estamos para nadie.

Brillan en tal caso quienes, con todos sus riesgos y con todas sus convicciones, afrontan la situación y tratan de resolverla. No pocas veces para general escarnio. Pero en esto también conviene distinguir entre quienes convocan a los demás, sin que ellos mismos se vean radicalmente afectados, y quienes ponen en juego su propia suerte y destino. Y esto ocurre, no sólo en los asuntos de más alcance social o político, también en los más personales y privados. Entregarse preservándose suele presentarse como precavida sensatez. Sin duda puede ser así y, desde luego, conviene no abandonar toda prudencia. Es cierto, sin embargo, que la entrega y el compromiso comportan una donación que desborda los cálculos rentistas que todo lo reducen a lo que es útil y de interés.

Contemplamos sorprendidos casos de quienes ofrecen su tiempo, tiempo de su vida irrepetible, sus fuerzas y sus recursos, para colaborar, para afrontar, para participar en proyectos, tareas, incluso en sueños compartidos. Pero ni siquiera en tales casos acabamos de aceptar que sean nuestra referencia, por su entrega, por su valentía, o por su generosidad. Preferimos poner en cuestión el sentido y el alcance de su acción para, de este modo, en un solo gesto, justificar que nosotros no nos involucramos. Y esto sucede en algunos ámbitos, hasta el extremo de que todo compromiso personal es sospechoso, salvo que se evidencie con claridad que en ello hay una manifiesta ganancia, en cuyo caso se comprende. Para algunos resulta imcomprensible un ápice de posible entrega al otro. En el extremo, se trataría de constatar que las convicciones y la generosidad enmascaran formas de individualidad interesada y de egoismo. Y en ello encontraríamos alivio. Para no sentirnos concernidos.

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El País

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