Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Ensimismados

Por: | 28 de septiembre de 2012

Mary Beth McKenzie, (4)

Los tiempos difíciles y complejos producen mayores dosis de ensimismamiento. Supuestamente podrían propiciar la apertura a lo otro de sí, pero una cierta necesidad de sobrevivir o de sobreponerse produce no pocas veces una suerte de repliegue en uno mismo que si nos descuidamos puede acabar siendo un interés exclusivo por los asuntos propios. “Bastante tengo con lo mío” resuena tan contundente que justificaría todo desinterés por lo que nos distraiga de ello.

En tal ensimismamiento el problema consistiría en que, puestos a tratar de entendernos, se comenzaría por señalar el terreno, diferenciándonos, mediante una primera demarcación. Los otros serían los demás. Y en esa medida, lo de menos. Se caracterizarían como un resto, como un excedente, como una añadidura, nada en principio central ni decisivo. Así no tendrían ni rostro ni palabra y quedarían encuadrados en una cohorte indiscriminada y silenciosa.

Y puestos a hablar de clausura y de encierro, no es menor enclaustrarse en sí mismo. Ello puede conducir a plegarse a las propias indicaciones, considerando prioridad lo que nos incumbe o nos afecta. Entonces podríamos acabar llamando meditación al puro ensimismamiento. Sería una manera más de ser disoluto, con una forma de pérdida que no es el de ninguna perdición, sino el de un extravío por exceso de fijación.

Quizá la cuestión se resolviera abriéndonos, escuchando y, de ser posible, no reduciendo nuestra mirada a nuestro entorno. Pero no faltan casos que ni siquiera se liberan de la desmesurada entronización personal mediante algún tipo de desplazamiento. Todo su recorrido, en el mejor de los casos, va de sí a sí mismos y toda su travesía no les mueve del sitio. Su punto de partida no lo es tal, no era ni siquiera su meta, era su final.

En ocasiones, la tarea personal, social y política más inmediata es salir de sí. Y toda peripecia confirma lo ya vivido y sabido, sin que haya propiamente ni itinerario, ni experiencia. Aguardar una y otra vez a que sean los demás quienes nos liberen de ese ensimismamiento es tan extremadamente inútil como considerar que nos bastamos a nosotros mismos, que somos autosuficientes y que con decidirlo ocurre.

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Saber vincular

Por: | 25 de septiembre de 2012

  Mattew bau_

Ser capaces de establecer vínculos consistentes, con contenido, con alcance, con verdad, es una tarea compleja y necesaria. No basta con constatar que en ocasiones son insuficientes o inapropiados. La labor de procurarlos exige una pormenorizada y minuciosa dedicación. Más parece que habríamos de velar por reconocer los existentes, por valorarlos y por tejer el texto de una relación. Para ello se precisa urdimbre y trama, pero sobre todo un detallado, cuidadoso e insistente quehacer. No es cuestión de limitarse a aguardar que ocurran, hay que hacer el movimiento. Y, desde luego, es preciso reconocer la conveniencia de dichos vínculos, desearlos. De no ser así, pronto encontraríamos buenas razones para constatar la debilidad de lo enlazado o para proclamar su infecundidad. Es preciso labrar la tierra si deseamos que sea fructífera.

Vincular no es simplemente adjuntar, ni añadir, ni poner al lado. Requiere una implicación mutua, una pertenencia común, algo bien distinto del establecimento de un terreno o de la posesión de un patrimonio de otros.Vincular no es conquistar. El vínculo adecuado no se sostiene en la adhesión sino en el reconocimiento recíproco. Ni siquiera se reduce a la natural relación. Más bien se basa en la voluntad y en la decisión compartidas.

Necesitamos vínculos. Firmes, estables, consistentes. Sustentados en la confianza y en el afecto que brotan de la voluntad y del trato sincero y persistente, no de la arrogante supuesta superioridad. Sólo así tales vínculos radicarán en la incorporación de unos en otros, en la colaboración de unos con otros, en la experiencia de lo que, a pesar de las peculiaridades, hay en cada quien, de lo que, a pesar de las apariencias, no es ni tan absolutamente distante ni ajeno. Vincular no es efectuar una adición, una anexión, sino la potenciación que surge de la disposición a compartir una suerte común.

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Seres horizonte

Por: | 21 de septiembre de 2012

Juan Doffo misteriosa forma del tiempo
Se supone que se trata de no reproducir sin más lo que otro hace o ha hecho, ni de limitarse a imitar a los demás, pero incluso para ser del todo singulares, necesitamos seres de referencia. No siempre es fácil dar con ellos. Ni basta con la relación de quienes tienen éxito o son públicamente conocidos. La pérdida de tales referencias concretas, de quienes por su forma de pensar y de vivir nos provoquen y nos convoquen a modos distintos y mejores de hacer y de ser, supone una verdadera dislocación, una desubicación que agudiza nuestro desamparo y nuestra soledad.

No es que precisemos de discursos salvíficos, aunque sin embargo es indispensable que encontremos seres admirables, dignos de admiración, que no se reduzcan a ser dignos de ver, o de mirar. Como quién nos gustaría ser es más que una infantil proyección, es la expresión de nuestra voluntad y de nuestro deseo, pero, aún más, de que también somos aquello que perseguimos, hacia lo que vamos, lo que nos convoca y buscamos ser.

Siempre, y muy en especial en tiempos de mayor complejidad, requerimos encontrarnos con quienes se arriesgan con el pensar, hasta hacerlo valer con su acción comprometida. No siempre son ruidosos, pero sí elocuentes. Cuando la indecisión y la tibieza parecen envolvernos, el arrojo, no necesariamente exento de prudencia, se añora como expresión del alcance de las convicciones. Y la persistencia y la coherencia de no limitarse a lo directamente beneficioso y rentable, o la decisión de no reducir nuestra perspectiva ni renunciar a nuestros mejores sueños precisan de la compañía, siquiera en algún modo de distancia, de estos seres horizonte, que no pocas veces nos faltan.

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Los buenos y los malos

Por: | 18 de septiembre de 2012

Blake - Ángeles del bien y del mal luchando por la posesión de un niño

A veces, para poder distinguir con claridad entre los buenos y los malos, parece bastarnos con una proyección: son mis amigos y mis enemigos. Con más precisión: mis amigos son los buenos, mis enemigos los malos. Podría pensarse que más bien lo que sucede es que precisamente por ser buenos son mis amigos. Pero no pocas veces ocurre lo contrario: dado que son mis amigos, son los buenos, porque son los míos son más buenos. Ya no es una caracterización por valores o ética, es una clasificación de acuerdo con otros intereses. No es nuestra cuestión ahora qué pueda querer significar eso. Baste con decir que con sólo esa imprecisa distinción se movilizan no pocos sentimientos, pasiones y decisiones. Así que la cuestión de la bondad queda asociada socialmente a la cuestión de cierta lectura de la amistad. No es de extrañar, pero no por ello deja de resultar inquietante,

Esta tipificación como “los buenos y los malos” tiene algo de cinematográfico. Pero ese no es el problema. Lo peor es que resulta inadecuada e injusta. Y es tan operativa como finalmente infecunda para el bien. O lo que es peor, es productiva negativamente. No digamos ya si esta clasificación alcanza indiscriminadamente a colectivos e instituciones. Aunque decimos encontrarla simplista, funciona con efectos indiscutibles y no pocas predecibles. Y en ocasiones se utiliza para aplicar contundentes medidas basadas en la confrontación, en la reducción del otro, en la eliminación de quien ya es entonces, sin duda, lo contrario, el contrario. No el contrincante, ni el diferente, sino el enemigo, que ha de ser aniquilado. Se objetiva y personifica la maldad y se define socialmente identificándola con peligrosos colectivos que han de ser reducidos. No es que no los haya. Sin embargo, en este caso se hace por muchas y buenas razones, aunque más en concreto, por no ser de los nuestros.

No es necesario aludir a la mayor complejidad, ni es preciso ser dialéctico para cuestionar estas caricaturescas caracterizaciones. Es suficiente con ser cuidadoso, pero no viene mal recordar lo que Hegel nos dice en la Ciencia de la Lógica: “La pura luz y la pura oscuridad son dos vacíos que son la misma cosa. Sólo en la luz determinada –y la luz se halla determinada por medio de la oscuridad- y por lo tanto sólo en la luz enturbiada puede distinguirse algo, así como sólo en la oscuridad determinada –y la oscuridad se haya determinada por medio de la luz- y por lo tanto en la oscuridad aclarada es posible distinguir algo, porque sólo la luz enturbiada y la oscuridad aclarada tienen en sí mismas la distinción y por lo tanto son un ser determinado”. Hay buenos y malos, pero dicho esto así, sin más, sin determinarlo, no nos permite ver, ni ser, ni decir nada concreto. Salvo que, ahora ya, reincidentes, insistamos en que, por supuesto, los buenos somos nosotros. Y ya se sabe lo que son ellos.

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Dejar pasar el rato

Por: | 14 de septiembre de 2012

 

  Mark Tansey Action Painting II 1984

No parecen estar las cosas como para que nos dediquemos a pasar el rato. Sin embargo no dejamos de necesitarlo. Incluso los especialmente ocupados, y en más ocasiones de las que pensamos, lo hacen. Algunos hasta realizando con celeridad tareas menos necesarias para aparentar que les hubiera encantado disponer de mayor tiempo libre y no verse en esa tesitura. En realidad, su sobredosis de labores es una forma de sobrellevar cualquier atisbo de tener que afrontar ese supuesto vacío. Es probable que de este modo uno tenga la impresión de perderse vida, pero en realidad no pocas veces es una forma de vivirla, que consiste en no tener claro cómo arreglárselas con ella. Al menos si no está suficientemente definida y procesada. Y todo ese aire supuestamente reflexivo y sensato no es sino la tensión de no saber muy bien qué hacer. Los espacios públicos evidencian que eso puede llegar a resultar aún más alarmante. Basta fijarse.

A veces nos encontramos con miradas y con silencios que parecerían corresponder a sesudas meditaciones y a procesos de enorme concentración reflexiva, como si estuvieran incubando un sólido pensamiento, una propuesta consistente, o una idea brillante. Pronto se comprueba que, a veces, ni era para tanto, ni quizá era para casi nada. Simplemente se hallaban en la tarea de limitarse a que no sucediera algo especial, sin otra ambición ni propósito. En esas situaciones, la labor se reduciría a no hacer nada notable, ni por su rentabilidad, ni por su interés. Ni siquiera propiamente se trataría de un descanso, ni de una espera. Más bien, son tiempos en los que parecería tratarse exactamente de matar el tiempo o de dilatar sus efectos. No suele resultar fácil y, si uno se descuida, incluso acaba haciendo algo de provecho. Pero no está claro para quién.

Aprender a dejar pasar el rato exige determinada minuciosidad. Y cierta entrega. No es tan fácil sobrellevar esa pausa, esa demora, esa suerte de inoperancia que nos conmina, nos requiere y paradójicamente nos incita a todo otro tipo de actividades. Soportarla es tan complejo como saber callar o ser capaz de no intervenir. Podría ocurrir que, de hacerlo, irrumpieran con contundencia en ese tiempo algunas evidencias y se desvanecieran otros postulados. En el interludio también se producen movimientos que tienen su elocuencia. Y en lugar del sereno posponer, dilatar, diferir, se hace patente lo que se nos va y, en algún modo, se nos lleva. Creíamos que sólo pasaba el rato, pero los que pasábamos éramos nosotros. Y la vida, nuestra vida.

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A las aulas

Por: | 11 de septiembre de 2012

 

Norman-rockwell
Una gran ocasión, una gran oportunidad, una gran necesidad
: las escuelas, los institutos, las universidades se ofrecen una y otra vez como resultado del trabajo, del esfuerzo y de las conquistas de tantos, durante tantos años, para lograr que sean espacios abiertos, sin exclusiones, para la educación, para el conocimiento. Pero hoy, a pesar de los decisivos logros, la tarea de impulsar su quehacer de inclusión y de saber continúa siendo imprescindible. En ellos, las aulas son un lugar singular y privilegiado de aprender.

Desde luego, no viene al caso entronizar estos espacios con voluntad de que se apropien o de que se arroguen el monopolio del acceso al conocimiento. Con la convicción de que aprender es algo más que adquirirlo, lo que por otra parte no es nada desdeñable, el aula merece otra consideración. Que no siempre sea un ámbito amable y que en no pocas ocasiones requiera y exija incluso más de lo que uno puede o es, no elude la declaración. Esta nueva vía de posibilidades lo es asimismo de dificultades. Pero merece nuestro respeto, nuestra admiración, nuestro reconocimiento y continuamos estimando que ha de velarse y cuidarse, apreciarse y valorarse, como un espacio decisivo para la enseñanza, para la formación, para la educación. También de libertad y de convivencia.

No pocas veces este lugar tan común incuba algunas soledades, o las recibe. Tras la puerta, aguardan tareas y desafíos que pueden hacer dudar. Y en ocasiones parecería que uno está en la tesitura de afrontar una labor que le desborda. A ello ha de añadirse también la soledad que encuentran quienes se ven agrupados en ese espacio, sin duda peculiar, desafiante y privilegiado. Pero también exigente y complejo. Espacio de tiempo vivido, de esfuerzo, de aprendizaje, de evaluación es sobre todo un espacio vivo para la convivencia. Cada quién es singular e irrepetible, precisa una consideración personal y, siendo comunes sus necesidades, ni son idénticas ni se despachan con la homogeneización o uniformización que trata de unificar situaciones diferentes. Tenerlas en cuenta no es ignorar que hay tareas y conocimientos que a todos conciernen. Ni que es preciso generar un terreno compartido y de reconocimiento.

El aula ha de ser primordialmente un espacio de relación, de comunicación, de implicación, de participación, de responsabilidad. Incluso en circunstancias difíciles, a su modo, lo es. Pero es imprescindible que para ello cuente con los recursos precisos. La soledad no pocas veces va acompañada de la indiferencia de los otros. Desde luego, no es nada simple la tarea del buen profesor, o la cercanía y la contagiosa forma de considerar el saber y la vida que ha de procurar. Las materias, también desde su perspectiva, vienen a ser modos de concebir esta vida, de interpretarla y de propiciarla.

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Sin discurso

Por: | 07 de septiembre de 2012

Mery Sales (16)
Nos falta discurso, nos faltan discursos. Podrá decirse que hay demasiados, pero más bien no son suficientes, al menos no los necesarios, aunque parezcan sobrar. O no lo son aunque lo aparenten, ni siempre son pertinentes. También hay un desaliento por su ausencia. Y ello produce no poco desamparo. Un discurso no ha de ser precisamente eufórico, ni conminatorio, no requiere ser un sermón, ni una exhortación. Ni es cuestión de que se limite a recriminar, ni a aconsejar, ni a prevenir una y otra vez. Lo menos que cabe pedir a un discurso es que nos permita discurrir con él. Ello exige que no se ofrezca con la aparente consistencia que suponen la rigidez y la quietud de lo que se dice sin mover. Para empezar, un discurso ha de tener coherencia y articulación. No ser una simple sucesión de frases, por muy brillantes que puedan parecernos. Ha de ir desarrollándose y desplegándose con la fuerza de las pruebas, de los argumentos y de las buenas razones, no exentas ni de convicción ni de pasión. Sin discursos no hay ni dónde mirar. Más exactamente, sin discursos que sean de verdad se ve peor. Y ensimismados dejamos perder la vista o logramos que se quede en blanco.

Hay quienes opinan que no son importantes, que incluso están de más, que el modo de hacer valer su posición consiste en utilizarlos de cualquier manera, en llamar discurso a toda retahíla de palabras, y en estimar que por el mero hecho de recitarlas con algún supuesto orden ya basta. Cicerón considera más bien que la facultad de buen decir consiste en suma “en hablar con oportunidad, elegancia, y sabiduría”. Para ello es preciso que el discurso esté elaborado. Sin embargo, elaborar no es simplemente hacer. Requiere sin duda un trabajo, pero así mismo una cierta minuciosidad y un determinado conocimiento. Elaborar supone ensanchar tanto lo dicho como los límites de lo decible, y se enlaza con una experiencia. Tal vez ya vivida, y en todo caso, por vivir. En definitiva, un discurso ha de liberar saber. También los saberes que no nos son permitidos saber, los que no nos permitimos ni saber, ni decir, los saberes sometidos, bloqueados y descalificados por nuestra ignorancia o por nuestro temor. En ocasiones, inducidos.

Ello ha provocado no poco desamparo. Y el enquistamiento de la palabra y su silenciamiento mediante un procedimiento que consiste en dar por natural evitar todo discurso que no se limite a la mera descripción de lo ya supuestamente existente. Aunque, de proceder de este modo, resultaría, en el mejor de los casos, plano, ralo, insípido, y siempre insuficiente. Escuchar a alguien hablar así convocaría al asentimiento para con lo presuntamente razonable, de sentido común. Pero esta “genialidad”, como Hegel la denomina, no haría sino desconsiderar lo real y reducirlo a lo que parece que ya sucede.

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Descansados

Por: | 04 de septiembre de 2012

Thomas Hart Benton
Suele decirse que el verdadero descanso consiste en el cambio de actividad. No está claro. Más evidente parece que no se reduce sólo al reposo. No hay duda, sin embargo, de que, a veces, determinada combinación de elementos, de variaciones, alguna diversificación, produce una verdadera sensación de bienestar. Y cierto equilibrio. Eso nos permite sentirnos menos fatigados, diríamos que más repuestos y aliviados, incluso más tranquilos. Quizás más dispuestos y decididos.

En ocasiones, nada cansa más que la inmovilidad, la quietud, si obedece a una falta de perspectivas. Y no es reflexión, ni meditación, ni análisis, sino parálisis. El no tan reconocido fragmento de Heráclito, “cambiando descansa”, bien muestra que lo que verdaderamente nos deja nuevos es lo que nos hace en algún sentido otros, sin dejar de ser nosotros. Eso sí que supone recuperarnos. Y, en especial, lo que es gratificante es sentir que nos cuidamos y que no nos reducimos a que nos ocurra lo que pasa. El descanso comporta no sólo algo distinto, sino también la posibilidad de ser de nuevo, no simplemente nuevos. Es decir, algo más que el regalarnos novedades. Se dirá que, a fin de cuentas, para repetir e insistir en hacer lo mismo. Tal vez, pero no será igual, ni se hará de idéntica manera, tanto que resultará a lo mejor de otra forma. Tras el descanso, hasta la desocupación viene a ser diferente. Ello confirma que todos, absolutamente todos, precisamos descansar.

No es sólo un cambio de postura. Es un cambio de posición el que nos permite de hecho, no simplemente renovarnos, sino en cierta medida recrearnos. Y nos sitúa más diligentes, más preparados. Y quizá más exigentes; para empezar, con nosotros mismos. No es cosa de abandonarnos.

Hay muchos tipos de cansancio. Y por ello no conviene reducir ni las posibilidades ni las necesidades de descansar. Eso nos propicia reiniciar y no sólo volver a las mismas, sino que se produzca la activación de lo que es más fecundo y originario en cada quien, lo que nos permite ser en verdad dichosos y diligentes. Incluso en situaciones de máxima dificultad. Descansados somos más eficientes. También para impugnar situaciones. Y para afrontarlas. Y para generar contextos de serena acción.

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El País

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