Nuestro presente se nos
ofrece tan enrevesado y complejo que es como si tuviéramos que volver a aprender a decir. De una u otra
manera, a veces requerimos tener cerca algo que nos dé que pensar. No suele
faltar pero, en ocasiones, tiene tal alcance, tal envergadura, tal
consistencia, que prácticamente nos abruma y nos paraliza, dejándonos donde
estamos. Necesitamos algo que nos dé que pensar
de otro modo. Y mejor. Pero eso
no se satisface con consignas, eslóganes y titulares. Precisamos ser desafiados
por alguna forma de decir con sencillez y brevedad. Tal vez de diferente corte
y calado que una propuesta ya dirigida con un mensaje intruso, con un polizón a
bordo. Es importante que no esté ya tan dicho que no dé que decir, que no
resulte tan clausurado que dé todo por cerrado. Quizá baste una palabra en la
que incipientemente lata un relato
por venir. En su corte inicial nos ofrece ya una mirada, si necesidad de que
sea aún una verdad o una falsedad. Sin embargo, estas palabras a mano, como mano
amiga, ofrecen tanto refugio como consuelo, pero también incitan, arrebatan
y su alivio es que nos incentivan a hacer y a pensar, en definitiva, a decir de verdad.
Puede comprenderse hasta qué punto a veces llega a mendigarse una palabra, a fin de que nos ofrezca aliento e impulso para sostenernos, para proseguir, que nos acompañe. También en las palabras centellean voluntades y afectos de quienes sin estar necesariamente presentes se dirigen a nosotros o caminan a nuestro lado. Y tal vez en el olvido de ciertas palabras perdemos asimismo la memoria de quienes velaron por ellas haciéndolas decir, diciéndolas.
Estos tiempos de urgencia exigen un tipo de demora, lograda más por intensidad que por extensión. Y en ellos, el aforismo viene a ser un modo contundente, como escritura que quiebra la escritura, de colocar y de dislocar a un mismo tiempo, situándonos en la extremidad del pensar. Puede irrumpir en una frase, en una cita, en un fragmento, se abre paso en un haiku, en un ensayo, en una novela, en un poema. Su modo de escribir y de pensar nos alienta e ilumina, sin ser necesariamente “pensamiento” ya uniformemente pensado, ni “camino” unidireccionalmente ya andado. Nietzsche considera que es “un deleite de los primeros planos, de las superficies y las cosas cercanas, inmediatas, de todo lo que tiene color, epidermis, apariencia”, una suerte de química de las ideas y los sentimientos que provoca reacciones y nos libera del pensar endurecido. Quien es capaz de aforismos fluidifica el decir y ofrece una escritura rítmica, susceptible de volar y de sobrevolar, casi una danza. Y entonces, más que descifrar lo que él o alguien dice, se trata de interpretarlo. Y no sólo su elaboración ha de ser artística, sino asimismo su ejecución, prácticamente musical, y su escucha.
Nos encontramos en otra tesitura. En los espacios públicos el lenguaje tiene tendencia a tornarse sentencioso. Y a incomodar cuando lo logra. Quizás hemos de aprender a cuidar aún más lo que decimos, no por temor sino por voluntad de ser ajustados, al vernos en la necesidad de desenvolvernos entre una densa y espesa proliferación de mensajes que buscan abrirse paso. Y tal vez hemos de acudir a algunos lugares que a su modo nos enseñan la intensidad y el alcance de la palabra, no menor en su desnudez, cuando no pretende rendir el decir ajeno.
Precisamos quienes sean
capaces de decir vinculándonos en la tarea del pensar, de quienes no nos alejen
o nos convoquen hacia ellos, sino hacia una labor compartida, que nos desafíe y
nos arranque de la vulgaridad con frecuencia constatada en nuestra propia
existencia. Por ser tiempos complejos, más que nunca la palabra ha de ser
penetrante, revulsiva, no precisamente edificante, ni necesariamente ofensiva.
El aforismo procede de modo incisivo,
pero no precisa ser agresivo. Y a
veces, impotentes, nos comportamos exactamente al revés.
El aforismo nos delimita un horizonte y en esa misma medida nos lo ofrece, nos lo define, nos lo delinea. Es una suerte de partitura musical que exige agilidad, fluidez para la lucha, destreza de movimientos, a fin de ofrecerse, una vez más ha de recordarse, “como un baño de agua fría”, en el que “entrar y salir”. La pesadez de la palabra sentenciosa queda desenmascarada en este modo de decir que no lo da ya todo dicho ni por dicho, y que requiere inteligencia y sensibilidad, precisamente para, en efecto, decirse.
No se trata de hacer
del discurso o de la palabra un recetario
con remedios ocasionales. Los aforismos no han de ser necesariamente consejo,
como los proverbios, ni tener
significado moralizante como los adagios
o las máximas. Se trata de que
tengan capacidad de reactivar el decir y el pensar y de hacerlos operantes. No
piden tanto comentario o explicación, sino que se abra el espacio que ellos
mismos definen o delimitan para ofrecer posibilidad y, en su caso, sentido.
Necesitamos más esta escritura que es prácticamente gestual que el tono sentencioso de toda una retahíla de supuestos argumentos exentos de capacidad de relación, de comunicación, de encuentro, incapaces de ser un consistente motivo para convencer, emocionar y movilizar.
La limpieza del aforismo no nos invita únicamente a escribir conforme a su decir, sino a decir conforme a su modo de escribir. La austeridad de la palabra, la sencillez certera que embrionariamente hace de cada una de ellas un relato posible, nos insta a mirar de otro modo, no sólo a entender que toda palabra es un pliegue que ha de desplegarse discursivamente, sino a reconocer que ya en la propia palabra, en su decirse, cuaja un modo de hacer y de elegir, una posición, una preferencia. No es que hoy sólo quepa hacer aforismos, es que en su manera incisiva y acertada aprendemos a decir de otra forma y a corresponder con singularidad y distinción al quehacer de la palabra.
Poner todo perdido de palabras es ocultar, bajo la proliferación y los excesos, la contundencia y efectividad del decir. Entre la consigna y la monserga, el sentido de la delimitación que el aforismo nos ofrece impregna todo discurso de cuidado y definición. El aforismo nos enseña a hablar, a leer y a escribir. Nos enseña a decidir al hacerlo. Es un modo de decir consistente, sin que haya de ser desmesurado. Cuando desconsideramos las palabras, cuando ignoramos sus efectos, conviene volver a aprender y a no dejar de aprender que una sola palabra puede desencadenar el discurrir de toda una proliferación de discursos. El aforismo nos enseña, en verdad, a velar por el decir.
(Imágenes: Vicente Rojo, Aforismo A; Aforismo B; Aforismo C; y Aforismo D, Colagrafías, 2009)
Hay 5 Comentarios
Precisamos organizar aforismos para aprender a decir y oir la verdad. Contigo y conmigo me siento feliz.
Publicado por: Lidia Martín | 12/10/2012 18:24:50
||El Secreto Para BAJAR DE *PESO*: ¡¡TU HIGADO!! Este VIDEO Te Lo Explica: http://su.pr/1xuU15
Publicado por: Testimonio METODO BAJAR *DE* PESO | 12/10/2012 17:34:30
Los que nos educamos hipnotizados por los aforismos nietzscheanos lo sabemos, pero jamás lo habríamos dicho con tanta elegancia y sosiego. Entre estos textos suyos se topa uno con incisivos aforismos desplegados, y solemos tener aquí al lado a otro maestro goyesco del aforismo, El Roto.
Gracias a ambos desde hace mucho...
Publicado por: zenon de pelea | 12/10/2012 13:47:17
Magistral leccion, garcias Sr. Gabilondo, que buen consejo para empezar un dia en el que aplicar el sentido comun en nuestras/mis, palabras.
Publicado por: Carlos | 12/10/2012 10:59:44
Maravilloso, estoy a Cabrera Infante y estas líneas me han llenado de luz, ritmo,y tono.
Publicado por: Cecilia Durá Mena | 12/10/2012 6:11:32