Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Sufrimiento

Por: | 30 de octubre de 2012

Safet-zec-silla-telas

Decir que hay mucho sufrimiento es poco decir. Hay hombres y mujeres bien concretos y determinados, bien singulares, que sufren. Cada cual a su modo se encuentra en la vida con el dolor  y con el sufrimiento, pero hay quienes viven constante e insistentemente en él, cuya vida está tejida y entrelazada por una situación permanente de sufrimiento. Y que se las ven con no pocas dosis de indiferencia. Más inquietante es aún considerar que vivimos en un mundo que casi sistemáticamente lo produce. Y si es preciso lo alimenta, concretamente con la pobreza. Y, si cabe, con la soledad. Y, eso sí, es imprescindible que alcance a sectores específicos, no exactamente minoritarios. Luego ya nos plantearemos si es posible aliviarlo. Pero antes parecemos empeñados en generarlo. No precisamente con nuestra intención. Basta que sea con nuestra acción. O con nuestra pasividad.

La inquietud ha subido de tono porque ese estado de necesidad se nos aproxima o nos alcanza. Pero, en todo caso, siempre es decisivo el sentido y la dirección de nuestra mirada. Y no pocas veces sencillamente no hemos visto, no hemos respondido. El dolor y el sufrimiento ofrecen asimismo su escala de valores que, sin duda, pone en evidencia lo que parece proponerse desde el espejismo de un mundo gozoso que va satisfaciendo necesidades. Y condiciona de tal modo que cada instante, cada situación y, en especial, cada deseo, se impregnan y se constituyen en ese rescoldo insistente que viene a ser abrasador. Basta un mínimo dolor para que encontremos ya síntomas de modificación del estado actual de cosas en nuestra existencia cotidiana. Sufrir lo cambia absolutamente todo.

Más inquietante es aún el dolor y el sufrimiento infringidos, procurados, buscados. Nos desconcierta y aún con cierta incredibilidad tratamos de entender lo que es humanamente incomprensible. Hay quienes buscan hacer sufrir. Y lo logran. Y no siempre en lugares tan recónditos y lejanos. O, lo que no deja de ser desconcertante, son insensibles a los sufrimientos que producen sus acciones, sus decisiones, como efecto colateral, se dice. Sin embargo, no pocas veces es la simple consecuencia directa de actuaciones que se presentan como sensatas, cuando sencillamente son insensibles. O parciales, por partidistas, o insuficientes, por interesadas, o desconsideradas, por no tener en cuenta sino a sectores privilegiados. O, sencillamente, injustas.

El estado de necesidad se agrava cuando se tiene la percepción de una situación de injusticia. Y entonces el sufrimiento se incrusta en la existencia cotidiana, y ya es cuestión de que el desánimo no venga a ser desesperación. Es clave la cercanía, la compañía, la palabra y la intervención próximas de quienes muestran con su participación y con su acción que ellos importan. Pero no lo es menos el aliento procurado por quienes enfrentan de raíz las causas de ese sufrimiento. La acción individual es tan imprescindible como insuficiente.

Seguir leyendo »

Marcar derroteros

Por: | 26 de octubre de 2012

Evgenij Soloviev time-manager
En la vida, no siempre se gana. Sin embargo, y aunque ello no consuele, ni siquiera en su final todo se echa necesariamente a perder. Y no simplemente, como se dice, porque no nos pueden quitar lo vivido, aunque no falten expertos en desvivirlo para revivir sus preferencias, sino porque la proyección del vivir se expande más allá de quien la ha impulsado. Y esa proyección quizá pervive, incluso en las más duras derrotas. Esta palabra habla de un revés, de una ruptura. Pero cabe perder sin caer derrotado, si ello sirve para fortalecer el establecimiento de líneas y asentar rumbos. Esto es, para marcar derroteros.

En efecto, en ocasiones se pierde. Nada más y nada menos. Y a veces no se gana porque se está perdido. Uno no se encontraba ya ni siquiera en otro camino que el de alguna suerte de derrota. De ahí no se deduce que indefectiblemente se hayan hecho mal las cosas, es que, por lo que fuere, no han resultado bien. Y aunque es importante, muy importante, saber a qué obedece, y esto sea incluso clave, no siempre ni siquiera es lo determinante. Sí es decisivo sentir que se hizo cuanto se pudo y lo mejor que se pudo. Pero queda por ver si eso alivia o conduce a un desaliento aún mayor. O fortalece los derroteros.

Tampoco siempre es fácil calibrar los efectos y el alcance de perder, pero suele coincidir con que ello supone no haber ganado. Y asimismo es necesario verlo con perspectiva, con horizonte, con serenidad. Aunque en tal caso podría ocurrir que en lugar de alcanzar algún sosiego se ahondara aún más la herida, es imprescindible hacerlo. Cabría intentar no planteárselo en esos términos, pero no suele ser fácil si se trata de una contienda, por muy sana que sea, de una elección, por muy local que nos parezca, si denota alguna preferencia, aunque de ella no se deduzca ninguna descalificación para quien no logra la confianza mayoritaria. O, en su caso, la confianza personal.

No hay que descartar que, aunque se gane, también se puede estar perdido. Y entonces, sí que estamos perdidos de verdad. Más aún, y precisamente por ello, si estamos perdidos, ¿quiénes los estamos? Nosotros. ¿Y quienes somos nosotros?, se dirá. Michel Foucault considera que la pregunta decisiva del pensar es hoy: "¿Quiénes somos en este preciso momento de la historia?". Es una pregunta por nosotros mismos y por nuestro presente. Y hemos de pretender siquiera balbucear una respuesta. De no hacerlo, estamos desorientados. Y no es una cuestión geográfica. Kant se interroga sobre “¿Cómo orientarse en el pensamiento?”. Y podría parecer que se trata de otra cosa, pero va de eso, de pensar. Y de admitir “lo que os parezca más auténtico luego de un examen cuidadoso y sincero. Pero no neguéis a la razón lo que hace de ella el bien supremo sobre la Tierra, a saber, el privilegio de ser la última piedra de toque de la verdad”. En su opinión, sólo así nos libraremos de ensoñaciones y de desvaríos. Ello exige la libertad de comunicar públicamente los pensamientos, determinante para la libertad de pensar. Pero si de espíritu crítico se trata, su primera dimensión es atender a los hechos. Y asimismo no quedar cegado por ellos.

Por eso, lo peor no se reduce a perder. Lo peor es no haber ganado. Y no por las supuestas prebendas o ventajas que ello pudiera implicar, sino por las tareas y proyectos que no se desarrollarán de acuerdo con las convicciones y valores de quienes no son elegidos. O más exactamente, de lo que ya no se hará. O de lo que, por el contrario, se realizará en otra dirección. Por lo que se dejará de hacer o por lo que en contrapartida se llevará a cabo. Por lo que no ha convencido lo dicho o porque no ha llegado en verdad a comunicarse, a relacionarse con la vidas de quienes no nos han preferido. Y no pocas veces nos vemos en tesituras semejantes en nuestra vida cotidiana.

Seguir leyendo »

La amabilidad por venir

Por: | 23 de octubre de 2012

Ibarrola1
Falta amabilidad. Y es imprescindible. Y  no sólo la que se ha de tener con nosotros. Ella constituye una verdadera torsión social, otro modo de proceder, insurrecto respecto de determinadas concepciones dominantes. No se trata de ser ni aduladores ni pendencieros. Como Aristóteles nos recuerda, ser amable es un modo de distanciarse de los complacientes, que todo lo alaban para agradar, sin ofrecer jamás resistencia o hacer valer sus buenas razones, con el fin de no molestar o de condescender. Ser amable no es en modo alguno debilidad servil. Ser amable es ser digno de amor. Y muy singularmente por ser bueno.

No pocas veces reducimos la amabilidad a cortesía. Entendemos que se trata simplemente de comportarse con buenas maneras. Sin duda son de agradecer y, en todo caso, necesarias. Parecería que, dada la complejidad de la actual situación, quedaría justificado un comportamiento incisivo y desconsiderado, propio de momentos desesperados. Ser amable se entendería como un exceso, un amaneramiento, una impostura. Y no una cordialidad. Se encontraría más sensato y más sincero una suerte de desatención y de descuido que confirmara que cada quien va a lo suyo, sin distraerse en los avatares ajenos. Se agradecería vérselas con alguien amable, aunque uno no dejaría de sentir, además de cierto desconcierto, alguna conmiseración con su ingenuidad. Amable, por tanto, presa fácil.

Hay quienes piensan, dada su imposibilidad de comprender que alguien pueda sinceramente y en verdad ser amable, que quienes lo son, en última instancia simulan. También es cierto que, en determinadas ocasiones, siendo importante no fingir, puede no resultar tan decisivo. No es lo deseable, pero incluso, a pesar de ser así, cabría agradecer la amabilidad. En esto, como cuando por ejemplo alguien te salva, nada menos que la vida, sus últimas razones, siendo determinantes, no impiden que el que lo haga pueda llegar a ser bueno para ti, incluso que sea lo mejor. Ser amable es, en efecto, un modo de proceder. Pero es ante todo un modo de ser, que a su vez conforma un modo de hacer, un modo de vivir.

La verdadera amabilidad ni es sólo gestual, ni simplemente incidental. Ser amable constituye toda una vida. Y, desde luego, no es fácil serlo. Ni siquiera con uno mismo. Precisamente en tiempos complejos se valora aún más vérselas con quien no se refugia en el desconcierto general para arrollar en su entornos, mediante la desaforada búsqueda de puertas y de ventanas, de salidas o de modos de huir, de escapar, en una estampida en la que no cabría miramiento alguno.

Puede resultar excesivo, aunque sólo en algún sentido, considerar que la amabilidad es un medio social y políticamente eficiente, contundente y capaz de producir radicales transformaciones, pero podría sorprendernos hasta qué punto, cuando es sincera y con contenido, abre espacios inauditos, conduce a situaciones inusitadas y genera actitudes que nos convocan a otro modo de proceder. Considerar que únicamente la desatención es operativa acaba por imponer la necesidad de que, puestos a contar con alguien, sería importante entonces que, para empezar, no fuera amable en absoluto. O, quizás, sólo formalmente. La eficacia quedaría entonces en manos de un modo de hacer descuidado y depredador.

Quien es amable no lo es simplemente por lo que hace de sí, sino por lo que logra de nosotros. Y al obrar de este modo se hace aún más digno de nuestra consideración. En definitiva, amable no es, sin más, quien ama, sino quien nos mejora en tanto en cuanto por su proceder, por su ser, merece ser amado. Su amabilidad predispone la nuestra, como la nuestra la suya.

Seguir leyendo »

La rabiosa actualidad

Por: | 19 de octubre de 2012

Luis Gordillo Inner Heavens A
Instados en gran medida a vivir al día, parecería que nuestra seguridad se asienta en estar al día. Y, entonces, ninguna información, ninguna noticia, nos es ajena. Y quizá con ello nos deslizamos por el escurridizo sendero que Kant atribuye a quienes están fascinados por el afán de novedades que, en no pocas ocasiones, tienden a no serlo tanto. O, tal vez, a reducirlo todo a lo que consideramos de acuciante actualidad. Pero no siempre ella nos permite atender al presente, que queda borrado por los destellos de algunos calambres que más bien tienen efectos adormecedores. La actualidad no es sino una substantivación que se sostiene en el adjetivo actualis, activo, práctico, pero que a veces no hace sino cosificar todo acto y mantenerlo lejos de cualquier acción. No digamos si viene a ser actualismo, auténtica religión del acto que, como Gentile denomina, es “obscenidad sin erotismo”.

Aún más, incluso en esa actualidad queda emboscada la realidad. Identificar la actualidad con la realidad y considerar que eso es ser prácticos, efectivos y realistas, es ignorar su capacidad, su virtualidad, su potencia. La entronización del acto y de la actualidad oculta la acción y la actualización, precisamente en nombre de la realidad. Y supone una cierta fascinación por lo útil y lo novedoso: la actualidad como moda y la moda como realidad. Incluso en tanto que noticia no siempre es llevadera, ni atractiva, simplemente por ser digna de ser conocida. Hegel ya nos dice que “lo conocido, precisamente por serlo, no es reconocido”. No lo es porque resulta notorio, y nos llega, en efecto, como una noticia, algo externo.

La realidad reducida a noticias de actualidad acaba produciendo una fisonomía del tiempo actual, un cúmulo de cosas usuales, corrientes y molientes. Y eso provoca un verdadero estrépito, un ruido de artefactos. Nos aturde con su rechinar. Y si resulta intrascendente es porque no nos sobrepasamos en ello, ni nos ayuda a sobreponernos. Pasa sin que nos pase nada y las noticias se diluyen sin recrearnos, lo cual no significa que no nos afecten. Y mucho. Despiertan nuestro interés, pero no nos interesan. Eso sí, parecen asegurarnos, pero inquietantemente.

Seguir leyendo »

Plácidamente

Por: | 16 de octubre de 2012

Zhang_Yibo__Artist_at_Rest_1948_
Se malinterpretaría la placidez si se entendiera como un modo de desconsideración para con la urgencia del presente, una suerte de indiferencia respecto de lo que nos acucia. No pocas veces el sosiego y la tranquilidad, incluso un cierto reposo, son formas adecuadas de respuesta que, entre otros efectos, restablecen o permiten restablecer nuestra escala de valores. Y nuestras prioridades. Y nuestras fuerzas. En efecto, los problemas apremian y no es cuestión de ignorarlos pero, desde luego, afrontarlos no consiste en promover un estado de excitación frenético que  los enmascare, los enturbie y no nos permita afrontarlos con contundencia y serenidad.

Los momentos difíciles se complican aún más con quienes son expertos en sobresaltar. Y en ofrecer con su posición y su inmediatez razones que nos impiden cierta perspectiva. Efectivamente, entre otras, su propia alarma es ya una causa perturbadora para no relajarse. No se trata de dejar de ser inquieto, pero no es preciso sobreañadir inquietud a la que nace de las situaciones o ante ellas, porque a veces nuestra actitud es lo inquietante, la que provoca más inquietud. Nos desborda no sólo lo que sucede sino asimismo el modo de presentarlo, de tensarlo, de crisparlo. Sin embargo, hay quienes se comportan, se desenvuelven y se manifiestan con tal serenidad que nos provocan confianza. Y nos activan. No precisamente por su modo de desatender lo que ocurre, sino de atenderlo. Y en ocasiones confundimos esa pausada postura con la apatía. O pensamos que la calma expresa indiferencia. Y no es necesariamente así.

También hay formas diversas de comportarse plácidamente y no ha de deducirse que la pasión o la implicación no sean formas vibrantes de ese modo de hacer. Ni tampoco conviene confundir la placidez con la parsimonia, con la lentitud, con la inoperancia o con la resignada entrega a actividades inocuas. Ni hemos de considerar ineficiente cualquier ocupación si no es agresiva y rentable económica, social o políticamente. Hay también muchos modos diferentes de ser operante y activo. Pero, en todo caso, la fuerza de desenvolverse plácidamente tiene un enorme atractivo. Y no poca eficacia. Y no deja de incomodar a quienes nos quieren permanentemente en vilo, inseguros y alarmados.

Seguir leyendo »

Aforismos

Por: | 12 de octubre de 2012

Vicente rojo aforismo A
Nuestro presente se nos ofrece tan enrevesado y complejo que es como si tuviéramos que volver a aprender a decir. De una u otra manera, a veces requerimos tener cerca algo que nos dé que pensar. No suele faltar pero, en ocasiones, tiene tal alcance, tal envergadura, tal consistencia, que prácticamente nos abruma y nos paraliza, dejándonos donde estamos. Necesitamos algo que nos dé que pensar de otro modo. Y mejor. Pero eso no se satisface con consignas, eslóganes y titulares. Precisamos ser desafiados por alguna forma de decir con sencillez y brevedad. Tal vez de diferente corte y calado que una propuesta ya dirigida con un mensaje intruso, con un polizón a bordo. Es importante que no esté ya tan dicho que no dé que decir, que no resulte tan clausurado que dé todo por cerrado. Quizá baste una palabra en la que incipientemente lata un relato por venir. En su corte inicial nos ofrece ya una mirada, si necesidad de que sea aún una verdad o una falsedad. Sin embargo, estas palabras a mano, como mano amiga, ofrecen tanto refugio como consuelo, pero también incitan, arrebatan y su alivio es que nos incentivan a hacer y a pensar, en definitiva, a decir de verdad.

Puede comprenderse hasta qué punto a veces llega a mendigarse una palabra, a fin de que nos ofrezca aliento e impulso para sostenernos, para proseguir, que nos acompañe. También en las palabras centellean voluntades y afectos de quienes sin estar necesariamente presentes se dirigen a nosotros o caminan a nuestro lado. Y tal vez en el olvido de ciertas palabras perdemos asimismo la memoria de quienes velaron por ellas haciéndolas decir, diciéndolas.

Estos tiempos de urgencia exigen un tipo de demora, lograda más por intensidad que por extensión. Y en ellos, el aforismo viene a ser un modo contundente, como escritura que quiebra la escritura, de colocar y de dislocar a un mismo tiempo, situándonos en la extremidad del pensar. Puede irrumpir en una frase, en una cita, en un fragmento, se abre paso en un haiku, en un ensayo, en una novela, en un poema. Su modo de escribir y de pensar nos alienta e ilumina, sin ser necesariamente “pensamiento” ya uniformemente pensado, ni “camino” unidireccionalmente ya andado. Nietzsche considera que es “un deleite de los primeros planos, de las superficies y las cosas cercanas, inmediatas, de todo lo que tiene color, epidermis, apariencia”, una suerte de química de las ideas y los sentimientos que provoca reacciones y nos libera del pensar endurecido. Quien es capaz de aforismos fluidifica el decir y ofrece una escritura rítmica, susceptible de volar y de sobrevolar, casi una danza. Y entonces, más que descifrar lo que él o alguien dice, se trata de interpretarlo. Y no sólo su elaboración ha de ser artística,  sino asimismo su ejecución, prácticamente musical, y su escucha.

Nos encontramos en otra tesitura. En los espacios públicos el lenguaje tiene tendencia a tornarse sentencioso. Y a incomodar cuando lo logra. Quizás hemos de aprender a cuidar aún más lo que decimos, no por temor sino por voluntad de ser ajustados, al vernos en la necesidad de desenvolvernos entre una densa y espesa proliferación de mensajes que buscan abrirse paso. Y tal vez hemos de acudir a algunos lugares que a su modo nos enseñan la intensidad y el alcance de la palabra, no menor en su desnudez, cuando no pretende rendir el decir ajeno.

Seguir leyendo »

Apariencias

Por: | 09 de octubre de 2012

Jerome-liebling 3

Por lo visto, estamos empeñados en dar a entender lo que los demás han de pensar sobre nosotros, con independencia de que coincida o no con cómo somos o cómo estamos. Aparentar compromiso, desvelo, implicación, dedicación, interés, preocupación no impide que aparezca el desdén, la autosuficiencia o el interés propio. Por supuesto,con independencia de que. No es lo mismo buscar pasar por lo que no se es, que mostrarse como quien se es, aunque pueda prestarse a equívocos. No es similar pretender parecer que no que parezca de verdad. Suele decirse, con buenas razones, que las cosas no son lo que parecen. Pero hemos de estar bien atentos a ello porque, aunque no son lo que parecen, aparecen como lo que son en lo que parecen. Tanto que, a veces, a fuerza de hacer de algo, o de ir de algo, uno acaba siéndolo.

Si, como Hegel señala, “el verdadero ser del hombre es su obrar”, quizás uno viene resultando lo que hace. O dicho de otro modo, insistiendo en hacer algo, uno termina teniendo tanto que ver con ello que, en cierta medida, también eso le constituye. Oí decir a alguien que en la vida siempre le correspondía hacer de malo. Pero cumplía su papel con tal pasión, con tanta frecuencia y con tanto regocijo que le pregunté si no se había planteado que igual es que era en verdad malo. Su sonrisa no resolvió la cuestión.

También la apariencia es el aspecto y no es simple falsificación o disimulo, sino un modo de presentarse que, con todas sus insuficiencias y, a veces, de modo incipiente, dice. Que pueda engañarnos obedece en gran parte a que nos limitemos a darla por suficiente, por definitiva, por tan elocuente como para identificarla plenamente con lo que algo o alguien es. Pero también forma parte de lo que es, de quien se es, lo que no significa que haya de vivirse por y para ella. A veces todo parece consistir en ver y ser visto. Entonces la apariencia en ocasiones se reduce a puro atuendo, a mera indumentaria, aunque sea de principios y de valores, lo que conlleva que esté penetrada de la voluntad de evitar cualquier manera transparente de hacerse ver. Es una ocultación por exceso de aparición.

Vivimos en una sociedad en la que un modo cada vez menos sofisticado de desaparecer es por proliferación de apariciones. Todo parece hacerse tan evidente, tan próximo, que ya ni lo vemos. Por ello, a fuerza de aparecer con el rostro de una determinada apariencia, la apariencia viene a ser verdadero aparecer. Y lo curioso no es sólo que los demás ya no saben cómo y quién es cada cual, lo notable es que ya ni siquiera quien aparece sabe ciertamente de sí. Extraviados entre tantas posturas, composturas e imposturas acabamos pareciéndonos a como aparecemos. Todos, de una u otra manera, confundimos la apariencia con el aparecer. No digamos si llegamos al extremo de pensar que hacerlo públicamente es imprescindible para ser. Y hasta el punto, no sólo de vernos como somos vistos, sino de ser como aparecemos.

Seguir leyendo »

Luchar por algo

Por: | 05 de octubre de 2012

 

Eduardo Naranjo manos
Cuando las circunstancias muestran de modo tan contundente hasta qué punto es indispensable luchar por lo que uno cree, por hacer valer sus razones, por no ocultarse, por lograr lo mejor de sí mismo, por una sociedad, por un mundo más libre y más justo, no son arengas lo que más se precisa. Ni reprimendas. En ello se juega uno su propia suerte y, aún más, el sentido de cuanto es y de cuanto hace. Tal vez, en todo caso, lo que sí se requiere es encontrar y compartir fuerzas y motivos, y sentir la complicidad y la compañía para una labor que, siendo personal, es asimismo colectiva.

No faltan tampoco estímulos y convocatorias para la resignación, para la claudicación, para la rendición ante el actual estado de cosas. Y desde luego suele hacerse invocando alguna forma de realismo. No está mal vincular esa lucha a la voluntad de lograr determinados resultados o de cumplir ciertos fines. No es indiferente tener proyectos y pelear por ellos, pero ese no es ni el último sentido ni el último alcance del luchar. Es preciso a su vez luchar por sí mismo, que no consiste en interesarse exclusivamente por los asuntos propios, sino en cuidarse para dar lo mejor de sí. Luchar por algo y, en el mejor de los casos, junto a alguien, con alguien, vincula como nada y da sentido a nuestra acción. No se trata de que la vida es lucha, que lo es. Es que luchar es vivir. A su modo define lo que resulta determinante. Y no sólo en nuestra existencia cotidiana, también en lo que la atraviesa y la desborda, como tarea de toda una vida. Ello permite luchar hasta más no poder. Pero no es indiferente por qué y cómo.

Desde luego, eso requiere esfuerzo, pero no entendido como la desaforada prosecución de lo que uno quiere, para lograrlo de cualquier manera, a cualquier precio, por encima de los otros, contra ellos. Y menos aún si a eso inadecuadamente lo llamamos competitividad o coraje. Luchar no impide colaborar en tareas comunes acordadas. Luchar no ha de ser una coartada para desconsiderar el esfuerzo conjunto y solidario, lo que exige reglas de juego y espacios comunes y oportunidades. De lo contrario, el aliento no pasa de ser una declaración de intenciones. Por eso, luchar es también procurar esas condiciones, buscarlas, crearlas, defenderlas, esto es, hacerlas valer.

Seguir leyendo »

El legado

Por: | 02 de octubre de 2012

Puryear_Ladder for Booker
El futuro no se reduce a lo que no está aún. Ni siquiera sólo a lo que ha de llegar. Se constituye fundamentalmente por quienes han de venir. Pero para ello, nosotros habremos de ser su pasado. Ser el futuro de lo que fue y de los que fueron no siempre es fácil. Nuestra acción podría incluso perjudicar a lo ya ocurrido, que en alguna medida es presente porque no cesa de suceder. Pero ser el pasado de quienes vendrán requiere en gran medida ser el porvenir de quienes fueron. Y tanto para lo uno como para lo otro se precisa, al menos, de la generosidad de no limitar lo que importa a lo que nos ocurre. Y menos aún a lo que hacemos nosotros. Fuera de eso nada merecería la pena. Sin embargo, ni siquiera lo que sucede, y nos sucede, se agota en lo que nos pasa.

Es lo que tiene ocuparse del presente, que no se hace bien si uno olvida el pasado, su pasado. Descuidar el pasado es desatender el presente. En gran parte nos jugamos cuanto somos en hacer valer cuanto de pasado hay también en aquello que nos pasa. El pasado es en sí mismo nuestro pasado. Y en esa medida forma parte decisiva de nosotros. Sin él no tenemos presente. Estimar una y otra vez que con nosotros se inicia lo que ocurre es confundir nuestra vida con la historia. Y aún más, olvidar lo sucedido nos impediría considerar con seriedad siquiera nuestra propia existencia.

No es pasado porque sucedió, es nuestro pasado porque nos pasa. Por eso la memoria no es un simple recuerdo de lo ya ocurrido, ni su copia por repetición, sino su mímesis, la reactivación de su decir. La única posibilidad de que nuestro presente tenga porvenir es que se corresponda a lo ya pasado sin limitarse a conservarlo. No es sólo que desconocer el pasado nos condene a repetirlo, es que ignorarlo nos deja sin futuro, y ni siquiera con presente. Nunca podremos conocernos en verdad sin asumir el legado que nos constituye, sin reconocer cuanto hemos recibido y hay de ello en nosotros. Pero saberlo acoger implica reactivarlo y recrearlo como posibilidad y condición de posibilidad de todo porvenir. Sin pasado no tenemos futuro.

Seguir leyendo »

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal