Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Renacer

Por: | 28 de diciembre de 2012

Lola Lince Danza experimental

Podría pensarse que nacemos de una vez por todas. Por otra parte, no son buenos tiempos para enfrentarse con el desafío de vivir si nos reducimos a lo que ya somos. La necesidad de una permanente creación de nosotros mismos es también el trabajo de la libertad, la búsqueda práctica de otro modo de vivir. Bien sabemos lo que esto puede significar, pero no siempre cuál será su alcance. A veces hemos perdido nuestro poder de ser, y no somos capaces de hacer ser. Ni siempre ni a todos cabe achacarlo, pero está claro que, a pesar de nuestra constitutiva indigencia, permanentemente hemos de revivir.

Séneca insiste en que hemos de vivir como a punto de morir, como si nuestra acción y nuestro momento fueran los últimos, como si nos encontráramos en la tesitura de enfrentarnos con una definitiva posibilidad de nuestra vida. Pero asimismo hay algo más que inaugural que nos hace vivir siempre como a punto de nacer, como si no acabáramos de hacerlo nunca del todo, como si el crecer y el fructificar fueran formas de madurar ese nacimiento. Así, a nuestro modo, naceríamos permanentemente, no sólo con el amanecer. El constante brotar y surgir sostenido en nuestra decisión de vida nos permitiría insistir en nacer, un renacer una y otra vez que hemos de cuidar y de cultivar desde nuestra libertad.

Queda claro que la vida no se reduce al hecho de nacer, pero el nacer tampoco se limita al acto del alumbramiento. Para que sea efectivo, hemos de revivirlo y constantemente hemos de revivirnos, y lograr que ese acto sea una acción persistente que alcance a toda nuestra existencia. Y revivir no sólo las manifestaciones y expresiones de la vida, como vivencia, según Dilthey nos dice, sino como el único modo de fluidificar lo que somos y quienes somos, de impedir que se reduzca a lo que nos encontramos y a aquello en lo que ya nos hallamos.

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Lo inhóspito

Por: | 25 de diciembre de 2012

Hsin Yao 12
Que algo resulte habitable no significa que por ello deje de ser inhóspito. No pocas veces vivimos en contextos, entornos y lugares que más parecen expulsarnos que recibirnos. Y si nos acogen es para atraparnos y a su modo poseernos. Ni siquiera el mundo hecho a medida de nuestro quehacer elaborador, obra del actuar humano, parece ser ni tan nuestro ni tan para nosotros. De hallarnos en alguna modalidad de casa, de ello no se deduce que nos encontremos en un hogar. Vagamos, incluso en lo que parece más nuestro. La sensación es la de no tenernos nunca.

Alberto Caraco recuerda en Post Mortem algunas ciudades por las que deambuló, “inhabituales, espiritualmente desiertas, lugares de los que la gente sensata y sensible sólo deseaba irse”. Construimos espacios en los que acercarnos y reunirnos, para no pocas veces ahondar aún más la experiencia de necesidades insatisfechas, de una soledad sin paliativos, en los que encontrar el consuelo de no ser los únicos en la misma tesitura. Mantenerse a buen recaudo es tener a los otros en la debida distancia. Y lo inhóspito es entonces lo que no es capaz de ofrecer la hospitalidad cordial que convive en la diferencia y con la diferencia.

Inhóspitos para con lo diverso, esos lugares resultan insensibles, salvo para el merodeo de un ir y venir permanente, con ciertas precauciones para cualquier tipo de encuentro o de llegada. Y, sin embargo, somos capaces de generar afectos, y de dar sentido, y de crear espacios amigables, afables y expansivos, y de sobreponernos a lo que no acoge para ofrecer curiosamente incluso aquello de lo que carecemos.

Tampoco los tiempos son propicios para una sana hospitalidad. Rodeados de cautelas, precauciones y prevenciones, todo induce a mantenerse al margen, de lado, lejos, procurando evitar a ser alcanzados por cuanto sólo parece advenir para incidir o ahondar en la desolación y el desaliento. Lo que nos afecta trata de ofrecerse disfrazado de bien futuro, pero ello agudiza aún más la desventura del presente.

Planteadas así las cosas, casi sentimos el alivio de no encontrarnos en peor situación y agradecemos satisfechos no haber sido alcanzados aún suficientemente por el rayo de Heráclito y poder proseguir. De nuevo quizá lo inhóspito para cualquier otra posibilidad adopta la forma de realismo, cuando no de sensatez. La resignación sería la razonable manera de comportamiento inhóspito. Esto es, de adecuación y de correspondencia con la árida situación. De lo contrario cualquier atisbo de no asunción de lo que ya sucede se consideraría insolidaria con la situación general. Se trataría, por lo visto, de propalar el abatimiento.

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Una pausa

Por: | 21 de diciembre de 2012

Jeremy lipking Day Dreaming_32x24
De vez en cuando conviene detenerse. No sólo para tomarnos un respiro, sino también para poner en cuestión lo que damos por supuesto. La simple reiteración de lo que hacemos, de lo que nos preocupa, de lo que perseguimos, acaba asentándose como lo más natural. Ya está definido lo que es decisivo, lo que ha de importarnos, lo que ha de interesarnos, aquello que ha de inquietarnos y de movilizarnos. “Es así y siempre ha sido así”, asentimos. Incluso es como si lo que pensamos no hubiera necesitado jamás problematizarse. Vamos y venimos a los asuntos, sin que resulte del todo claro qué nos mueve. Y, desde luego, tampoco disponemos de demasiado tiempo como para perderlo en replanteamientos. Se trata de ir tirando, se dice, y con ello arrastramos una rémora de lo ya clausurado y decidido en nuestras vidas. Lo habitual podría tranquilizarnos, y no es para menos. Por eso deseamos que sea suficientemente soportable. Y por ello las pausas son tan atractivas como desasosegantes.

No es que al detenernos cabe perderse la inercia, es que cesar nos parece en algún sentido ceder. Es decir, abrir lo que no deseamos considerar, ni siquiera para afirmarlo o para ratificarlo. Podría aparecer una nueva fatiga, no la de un simple cansancio, sino la de un cierto empalago o hartura de lo que venimos haciendo. Y detenerse vendría a ser un determinado gesto de insurrección ante nosotros mismos. Si hemos de interrumpir, que quede claro que es porque tenemos otras cosas que hacer que, si nos descuidamos, también aparecen como nuevas tareas y ocupaciones, por ejemplo, descansar. Y entonces son ellas las que habrían de cubrir todos los espacios y todos los tiempos. La pausa ha de poblarse de obligaciones, no sea que se nos aparezca en todo su esplendor un momento para la puesta en cuestión, y no tengamos ya excusa.

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Lo mejorable

Por: | 18 de diciembre de 2012

Robert Clark congaree

 Buscamos mejorar. Al respecto, ninguna objeción. Todo es susceptible de hacerlo y no es necesario subrayar explícitamente en cada ocasión que es eso lo que se pretende, que nuestras acciones y nuestras decisiones obedecen a que deseamos que algo resulte de otro modo que consideramos mejor. Y por ello preferible. Pero podría ser al revés, que lo queremos y eso nos basta para afirmar que realizarlo es mejorar. Y entonces crecen las incertidumbres. Casi resulta llamativo que se subraye y proclame con ostentación que lo que se persigue es la mejora. Sólo faltaba que interviniéramos con la intención de empeorar. Pero aceptando esta disposición, queda claro que el sentido de algo no descansa ni reside en la intención de su autor. Por ello, puestos a efectuar estas llamadas mejoras, conviene atender a una serie de cuestiones, por ejemplo, a su alcance, a sus posibles efectos, a los medios, a las implicaciones, a la situación general y, en definitiva, a las circunstancias y agentes para lograrlas. Sería de lamentar que no lo fueran, ni tanto, ni para tantos, ni para tanto. Quizá sí para la consideración de qué es mejor para quien decide o propone. Pero no estaría mal que, puestos a buscar lo mejor, no demos por supuesto en qué consiste.

Estimar que es suficiente con enunciar loables objetivos y con aseverar la directa relación de lo adoptado con el logro de tales metas y con la resolución de los problemas exigiría otro proceder. Para empezar, la evaluación o valoración de la situación, que no se reduce a los resultados, sino asimismo al análisis de las causas y a su relación, a través de los medios, con el estado de la cuestión. Inquietan quienes ya presuponen las razones o las atribuyen simplemente a que no se dan las condiciones que ellos prefieren. Por tanto, es preciso modificarlas “para mejorar”. Así ejecutan lo que desean asentados en algo tan necesario como en tal caso indeterminado. Porque, efectivamente, la situación es mejorable. Y ya animados, dicen, “insostenible”. Y ya lanzados, “desastrosa del todo”. Sin más matices.

Sin embargo, aún así, también puede empeorar. Es lo que tiene lo mejorable, que asimismo es capaz de retroceder. Y no pocas veces al amparo de la mejora se persigue cierto retorno. La dirección está clara. Más confusión produce el sentido. Y podríamos marchar entusiastas hacia lo que no es adecuado y, en definitiva, en lugar de avanzar, sencillamente volver. O al pasado, o a un supuesto origen para propiciar un impoluto nuevo comienzo. Pero para mejorar es preciso ser generoso también con el estado de la cuestión y de la situación. De lo contrario, lo único que retornan son los problemas, eso sí, agravados. Que algo sea mejorable no significa necesariamente que es impresentable y ha de ser desarticulado.

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Insatisfacción

Por: | 14 de diciembre de 2012

Chaïm Soutine, Madelaine Castaing. cca, 1929
Hay formas de tristeza y de desdicha que adoptan las maneras de cierta serenidad. Se alumbra así alguna melancolía. Detalles delatores anuncian que ni las cosas van bien, ni se atisban  inmediatas modificaciones. No es siempre exactamente un asunto concreto. Podría ser una suma o un conjunto de circunstancias, pero tal vez ni siquiera sea suficiente para explicarnos lo que sucede, lo que en general nos ocurre. No es necesario que se trate de algo demoledor, aunque no faltan a quienes la situación les coloca en una posición límite. Ellos han de ser la prioridad. Pero no hemos de ignorar a cuantos aparentemente viven menos mal en una incomodidad e insatisfacción que sería insensato atribuir a su afán de tenerlo todo resuelto. Simplemente ni esperaban esto, ni está claro que en esto consista lo que merezca la pena vivirse.

En ocasiones, un conglomerado de discordancias de diversa índole confluye produciendo una sensación de estrago. Ni son exclusiva ni estrictamente sólo personales, ni se agotan en las insatisfacciones por la cuestión pública. Ni se reducen a su alcance social, ni se trata simplemente de algo singular. Casi uno de los problemas consistiría, no en la incapacidad sino en la imposibilidad de discernir con claridad unas de otras. O incluso nacería de la convicción de que poco avanzaríamos en caso de poder hacerlo. Para algunos, esta indiscriminada insatisfacción es cómoda. No exactamente ni siempre para quien la padece. En caso de ser tan general, podría conducir a determinada indiferencia o, en su caso, a identificar una causa global en la que concentrar todas las razones de tamaño despropósito. Ello sin necesidad de encontrarse especialmente concernido. Y quizá, por otra parte, a suponer hasta qué punto un solo hecho resolvería radicalmente nuestros males, una acción salvadora, una inmediata liberación. Semejante simplismo asentiría: una causa, una solución.

Sin embargo, la cuestión es más compleja. Un malestar podría recorrer nuestra existencia como arterias y venas que difunden y distribuyen una permanente incomodidad. Alcanza a las más insignificantes situaciones, a los más leves gestos, a cada momento, a cada decisión, como una insatisfacción que ya nos constituye personal y socialmente. Y ni es cosa de lamentarse ni de ignorarlo. Y tampoco parece adecuado atribuirlo sin más a una coyuntura histórica, por muy decisiva que pueda ser. No siempre tal insatisfacción obedece a que no logramos lo que nos proponemos. No pocas veces responde a que no nos proponemos lo que deseamos, o lo confundimos con lo que nos apetece, o desconocemos lo que de verdad nos importa, o lo reducimos a lo que nos interesa, o pensamos que nos es más útil. No siempre la causa radica en que nos hemos propuesto metas inalcanzables, que también. En ocasiones, simplemente es que nos hemos doblegado a lo que otros han preferido por nosotros, para nosotros. No es lo peor no llegar siempre, lo desalentador es no acercarse nunca y no hacer lo que nos corresponde, porque lo desconocemos o lo ignoramos.

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El riesgo de mirar

Por: | 11 de diciembre de 2012

Victor rodriguez 18
Bien sabemos que mirar es más que ver. Y que un buen ver contempla la mirada del otro. No es que ver sea ser mirado, es que nos vemos en el mirar ajeno. Verse mirando es más que ser mirado, es sentirse otro para alguien. Semejante relación entre la mirada y la alteridad no hace sino confirmar, no sólo que cada cual ve o mira a su modo sino que, puestos a caracterizarnos, consistimos en una forma de mirar, somos mirada. De hecho, no hay mayor desconsideración para con los demás que ni mirarlos, ni verlos.

El elitismo de la mirada acaba por lograrlo. No ver al otro garantiza la tranquilidad de no verse afectado por lo que le sucede. Una suerte de inexistencia para la mirada alivia cualquier incertidumbre: “Lo siento, no le había visto”. De ello no se deduce que la cosa hubiera mejorado en caso de notarlo, simplemente reduce la mirada a un asunto de modales. Pero lo desconcertante no es la nuestra para con los demás, lo inquietante es la suya, su mirada. No ya sólo la mirada del otro, sino la constatación del otro como mirada, hasta el punto de no poder desvincularla de su palabra.  Encontrarse con ella es en definitiva hacer la experiencia de dar con su rostro: palabra y mirada.

No faltan quienes necesitan no dar con ese rostro para poder comportarse con la indiferencia que permite la eficacia de la desconsideración. La clave es no toparse con la mirada de alguien. Y de hallarse en semejante tesitura, se trataría de que no fuera en una situación simétrica en la que se corriera el riesgo de un cara a cara. La altivez sería entonces una atalaya, en la que la elevación de la postura permitiría una condescendiente forma de mirar: de arriba abajo. Y ya tendría el carácter de un consejo, de una recriminación, de una advertencia, cuando no de una amenaza. Eso sí, “por su bien”. Ponerse en el lugar del otro sería mucho rebajarse y ceder, salvo momentáneamente, para procurar formas de conmiseración más paternalistas que fraternales, más maternales que maternas.

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Una singular recuperación

Por: | 07 de diciembre de 2012

 

Philippe Ramette Hombre ante el mar 1

No darse cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor es una forma de estar despistado pero, incluso en el caso de ser bien consciente, puede uno encontrarse perdido. Semejante expresión tiene no poco de paradójico y en ello reside una de las claves de la situación en la que quizá nos hallarnos. Cierto desplazamiento de las referencias complica aún más la situación. Envueltos en contradicciones, nos vemos en la necesidad de soportarlas o de dirimirlas. Y ambas tareas nos resultan arduas y complejas.

No es que nos falte atención o concentración en los asuntos, aunque desde luego conviene achacarse de vez en cuando algo de lo que nos ocurre. Pero lo más desorientador es que se desplazan los marcos, las señales, los pilotes, los postes en los que fijábamos nuestra posición. Incluso en cierto modo, el horizonte, los horizontes, se agitan tanto como la mar. No nos faltan seres que se debaten con enorme dignidad entre tanta incertidumbre y tanta paradoja. Tampoco nos alivian en exceso quienes parecen no dudar y ya se las saben todas. Al contrario, inquietan aún más.

Ello nos conduce a un cierto aislamiento, pero no el de la indiferencia o el de la distancia. Más bien eso nos hace reclamar una determinada soledad, la de la reflexión, la del análisis, la de la meditación, la de procurarnos espacios a fin de que, si nos encontrarnos perdidos, al menos en tal posición estemos en verdad nosotros.

No pocos, en condiciones difíciles, incluso extremas, cultivan ese quehacer cuyo mayor riesgo es que nos topemos con aquello de lo que permanentemente huimos: vérnoslas con quienes somos. Ni es frecuente, ni es probable lograrlo del todo, ya que ello no se produce al margen de nuestro quehacer y de nuestro proceder, donde no dejamos de vislumbrarnos. En ocasiones, tratamos de eludir encontrarnos, y a veces con aparente éxito.

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Con talento

Por: | 04 de diciembre de 2012

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Tener talento no equivale a gozar de un estado ya asentado que por sí solo garantiza éxito. Habría que comenzar reconociendo que no se dispone abstractamente de él, es decir, si se tiene es para algo, lo que no necesariamente significa para todo. Más curioso aún resulta que pueda carecerse de él en determinados contextos y ámbitos, según ciertos parámetros, de acuerdo con ciertas perspectivas, sin que de ello se deduzca que no se tiene. Pero descubrir el talento no equivale a desencubrirlo, como si agazapado aguardara ser liberado por alguna genialidad, como si él fuera asimismo un genio que habría de despertarse o desperezarse por algún habilidoso experto. Y no faltan quienes se lanzan con su cazamariposas a la búsqueda de especímenes singulares, cuyo máximo atractivo consistiría en su condición exótica. Pero no deja de ser curioso que la máxima cualidad de estos buscadores es que adivinan el talento a través de los síntomas. Como si se tratara de una enfermedad, de una dolencia o de alguna suerte de santidad. Y, efectivamente, ello conduciría la beatería del talento.

Reivindicar el talento, como sin duda ha de hacerse, supone, para empezar, considerarlo como una potencia o una capacidad, mejor como una redundante capacidad potencial, para el desarrollo de habilidades y de competencias, más que como mero resultado. Así que, puestos a medirlo, conviene andarse con cuidado. Una noción de talento que ignorara la inteligencia social, la inteligencia emocional y sus condicionantes, y tratara de limitarse a la valoración del actual rendimiento, produciría, como tantas veces, algunos errores y decepciones. Y valorar es poner en valor, no simplemente ajustarse a lo ya logrado. No pocas personas especialmente competentes han sido desatendidas por reducir el análisis a lo ya ocurrido. Atados a lo sucedido, tales condiciones han supuesto la definitiva fijación a lo logrado. Y no es sólo el importante talento perdido, no hemos de olvidar a quienes se pierden precisamente en nombre del talento

Semejantes valoraciones de lo ya dado, en lugar de hacer mejorar, asientan el actual estado de cosas. Hallarse especialmente capacitado y dotado se vincula a los conocimientos, pero a su vez ha de hacerse a las competencias y a los valores. Y no sólo. Asimismo a las expectativas, a las motivaciones y, aún más, a lo que los otros esperan de nosotros. Y también a las oportunidades. El talento se presenta así como germen, como semilla, como capacidad de fructificar, de crecer, cuyo despliegue no se produce necesariamente ni en el momento en el que nos lo propongamos, ni en el modo que se corresponda con nuestra forma de medirlo.

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El País

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