Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Con épica y con lírica

Por: | 29 de enero de 2013

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Sólo con épica y con lírica no iremos muy lejos. Sin ellas, a ninguna parte. Épico no significa pomposo, ni lírico pedante o cursi. Estamos necesitados de discursos que se correspondan con un modo de decir y de hacer, con capacidad de conmover y de  impulsar a importantes desafíos. No por ello han de dejar de ser sencillos. Lo que no pueden es carecer de alcance, de ambición, de implicación, de riesgo, de proyección. Nos incomodan cuando son ralos, pedestres, resignados, envueltos en un halo de falso realismo. Pero también mostramos nuestro disgusto cuando vuelan o sobrevuelan ignorando cuanto nos ocurre. Sin embargo,  ni la épica, ni la lírica son formas de huída o de distanciamiento, simplemente son otro modo de aproximación, que se produce propiciando la distancia adecuada, la de otra mirada de mejor perspectiva, orientación y enfoque, otra visión. Y otro valor. En tal caso, desconcertados por el desplazamiento que semejante decir provoca, podríamos caer en la simpleza de pensar que no se atienden los acuciantes problemas, que efectivamente nunca han de ser desconsiderados, pero nada es más descuidado que la falta de miras, incluso para resolver cuestiones bien concretas.

Si encontramos grandilocuente lo épico no es por su exceso, sino por su decir majestuoso, magnífico. Y ello no ha de ser contemplado, en todo caso, como una limitación. Hay una generosidad en esta palabra desbordante que entrelaza acontecimientos y ofrece horizontes, sentidos, caminos que requieren una respuesta magnánima. Aunque solemos atribuirlo a la lírica, tampoco parecen tiempos muy propicios para la épica, salvo que reciba tal consideración la capacidad de sobreponernos a un espacio complejo, en la pura asunción, por muy combativa que sea, de lo que nos pasa. La autoridad moral que se requiere para decir épicamente no es sólo una condición, viene a ser un requisito, si se pretende no caer en el ridículo. La palabra épica exige una forma de liderazgo, por muy sutil que sea. De lo contrario, queda en entredicho, queda en evidencia.

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La destrucción

Por: | 25 de enero de 2013

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No pocas veces los seres humanos parecemos empeñados en destruir lo que históricamente, y con no poco esfuerzo, conseguimos. Nuestra voraz capacidad de dañarnos, de demoler lo que tanto nos ha costado construir, deja en evidencia hasta qué punto somos competentes, no sólo para recrear,  sino también simplemente para acabar, incluso si es preciso con lo mejor de nosotros mismos. Y no está claro que se trate de alguna suerte de desmontaje o deconstrucción, con miras a la búsqueda de otras recomposiciones. No está mal analizar los subsuelos. La permanente puesta en cuestión de los cimientos es asimismo necesaria. Y es cierto que conviene llevar determinado arrojo hasta el final. De lo contrario, todo es zarandeo, sin más. Y en cualquier caso, si las raíces no son adecuadas no está mal socavarlas.

Sin embargo, resulta menos justificado el empeño, el empecinamiento, la insistencia con la que nos comportamos con absoluta desconsideración para con el legado recibido, con indiferencia para con el esfuerzo ajeno, y de tantos, ignorando quiénes somos, en la arrogante percepción de que nada ni nadie hasta nosotros ni ha sabido de qué se trata, ni se ha ocupado de ello. Ya nada nos vale, ya nada nos sirve. A lo que acompaña una visión un tanto rancia y a veces frívola de lo que constituye el sentido de algo. Tal vez, en efecto, asistimos a la época de un cierto desmoronamiento, de una cierta extinción, y no sólo de los entornos. Hay demasiadas razones para estimar que eso no es del todo así, aunque no menos para reconocer que algo similar y determinante ocurre. O quizás sencillamente comprobamos hasta qué punto, puestos a replantearlo todo, la cuestión es desde dónde, si no somos capaces de establecer a lo que no estamos dispuestos a renunciar. Además, no siempre es conveniente, y es que a veces asimismo no es justo.

A propósito de lo que no está bien, hay quienes persisten en alcanzar lo peor. Y efectivamente hay razones para reconocer que saltan las costuras, ceden los postigos, se tambalean los suelos, por el abuso, el descuido y la desconsideración. Sin embargo, lo llamativo es que, al amparo de un modo de proceder y de una concepción de la existencia y de los demás, que no es sólo indiferencia, sino menosprecio de los otros, cuanto hay parece merecer ser devastado.

Si “todo da igual”, si “ya nada importa”, si “cada quién tiene su precio”, si “en el fondo, de presentarse la ocasión, haríamos lo mismo”, al abrigo de tales sentencias la complicidad y la tendencia a arrasar se asemejaría a la de no asumir. Si no lo está ya, hundamos todo. Empecemos de nuevo. Lo cuidado, lo cultivado, lo elaborado, lo definido, lo perfilado… serían cosa de otros tiempos, ingenuidades: es la hora de hacer sin tanto miramiento. De hacer, sin duda. Pero, a pesar de que pueda resultar excesivo, siempre hemos de actuar comedidamente. Y la delicadeza y la firmeza no son incompatibles. Dejar todo de lado, ignorarlo para intervenir es garantizar la reproducción de aquello que tratamos de evitar y de erradicar. La intensidad, la constancia y la coherencia son fortaleza. Más que el arrebato.

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Nuestros rincones

Por: | 22 de enero de 2013

 

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Pasamos tiempo en ciertos espacios. No siempre hemos podido elegirlos o conformarlos a nuestro estilo, a nuestro gusto. No son necesariamente hogar, ni refugio, pero son tantas las veces, tan frecuentes las ocasiones en que estamos en ellos, que ya forman parte cotidiana, no sólo como un entorno, sino como algo que incide, condiciona y determina nuestras horas. Incluso nuestros sueños se fraguan en esos rincones en los que nos encontramos, hasta el punto de que ya son decisivos para definir nuestra singularidad. No son simplemente lugares o sitios. Son espacios. Tal vez, para el retiro, para la reflexión, para la actividad particular, o simplemente donde finalmente la vida nos tiene. Efectivamente, son tiempos de espacios. Michel Foucault considera que “la época actual sería más bien quizá, la época del espacio. Estamos en la época de lo simultáneo, en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y de lo lejano, de lo contiguo, de lo disperso. Estamos en un momento en que el mundo se experimenta, creo, menos como una gran vía que se despliega a través de los tiempos que como una red que enlaza puntos y que entrecruza su madeja.”

No por ello dejamos de estar emplazados, precisamente en una época en la que el espacio, los espacios, se nos dan en la forma de relaciones de emplazamiento. Y por eso se cita a Bachelard, para decir que estos espacios no son ni homogéneos ni vacíos, sino que también están cargados de cualidades y poblados de fantasmas. No son inocuos ni asépticos. A su manera nos hacen y nosotros a ellos. En efecto, son ámbitos de relación. Pero no sólo.

Nuestros rincones llegan a serlo tanto que resultan irreductibles unos respecto de otros. Puesto todo en circulación, finalmente vienen produciéndose reductos, circuitos definidos, plegados sobre sí mismos, aislados, en los que todo corre y se desplaza, con sus correspondientes interferencias. Crece el desinterés y la desvinculación de cuanto ocurre y discurre en otros entornos. Quedamos unidos para estar separados.

Esta nueva desconexión queda oculta en la apariencia de una circulación universal, que no pocas veces se limita a encender o apagar el interruptor de lo que ha de circular. Vivimos en burbujas, en círculos, en una configuración social de rincones, algunos con mayor atracción o atractivo, incluso con capacidad de convocatoria, para los festejos, para los alumbramientos, o para los funerales. Rincones, que son, en suma, círculos de interesados más o menos en lo mismo y aislados e indiferentes incluso respecto de las más próximos esferas. Como si en definitiva sólo hubiera aficiones.

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Está claro

Por: | 18 de enero de 2013

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Hay quienes todo lo tienen perfectamente claro. Saben en cada momento lo que ha de hacerse. No exactamente ha de ser efectuado por ellos, sino sobre todo, por los demás. Es evidente que se refieren a lo que no les corresponde realizar, pero en esto también hay especialistas, en no tener que ver con lo que ha de mejorarse. Asimismo los hay que, sintiéndose implicados, aseguran que lo harían de poder hacerlo, pero no está en sus manos. Tampoco faltan expertos en no poder. Ello no descarta que no haya quienes con toda su voluntad, y además buena voluntad, están dispuestos, aunque son conscientes de sus limitaciones. Estos nos resultan más interesantes. Pero lo son menos quienes no parecen tener la más mínima duda, que no les cabe por muy pequeña que sea. A ellos les afecta el que no se haga, aunque no siempre más que a quienes no se muestran tan contundentemente seguros. En cualquier caso, es evidente que si así se considera, cada cual ha de hacer valer su posición y sus argumentos de la manera que estime adecuada. Eso sí, se trataría de que lo fuera. Sólo una inquietud, la que provoca considerar que ciertos asuntos, de enorme complejidad y con múltiples aristas, están claros. Y habría de hacerse esto y aquello. También son inquietantes los peritos en encontrar dificultades antes que resolver; incluso de generarlas. Y en esto todos tenemos algo que decir, y algo que decirnos.

Sabemos que está meridianamente claro, pero no qué. En cuanto hemos de explicitarlo, se complica. Parecen haberse tambaleado incluso los meridianos. Eso nos previene. Hemos de velar para que, puestos a ser exigentes, lo seamos en primer lugar con nosotros mismos, no sea que resultemos estrictos y severos con los otros, reclamemos permanentemente explicaciones, encontremos improcedente el comportamiento ajeno, tengamos una agudeza extraordinaria para con los déficits de los demás y nos quedemos al margen de cualquier reflexión o análisis de nuestra propia conducta. De una u otra manera, algo similar nos puede pasar a más de uno. Si es preciso, todo lo que nos ocurre o hacemos sería a nuestros ojos comprensible, lo que no parecería admisible es que lo realizaran otros.

Tamaño proceder resultaría demasiado elemental y, en general, solemos ser más sofisticados. Dado que está tan claro lo que ha de hacerse, atribuiríamos a la incompetencia, a la falta de voluntad o a la mala fe el que no se cumpliera lo que sin duda debería efectuarse. Y para justificar el que pudiera sucedernos, no tendríamos inconveniente en expresar que nuestro caso es otro, puesto que a tales efectos, no somos nadie, lo que sería suficiente para aceptar que lo nuestro es de poco alcance e importancia. Es más, al amparo de la actuación, sin duda reprobable de otros, con más ocasión de ser poco presentable, podría aceptarse con menos miramientos el que no resultemos ejemplares. Ahora bien, que algunos hayan de serlo singularmente no excluye que tal proceder no nos corresponda a todos. En cualquier caso, incluso en medio de tantas contradicciones, no pocas personales, no pierde valor subrayar, denunciar y combatir lo improcedente y lo injusto. Y no se trata ni de silenciarlo, ni de acallarlo. La necesidad de involucrarnos en la lucha contra lo que no es correcto, ni adecuado, ni bueno, por muy aseadamente que se presente desde otros puntos de vista, eso sí ha de estar claro.

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La buena pinta

Por: | 15 de enero de 2013

-Heve-Di-ROsa renes coulerProfesores y monitores trabajan durante este curso en la escuela Antide Boyer en el proyecto de confeccionar y equipar un tranvía. Han recibido una carpeta con serigrafías originales de Hervé di Rosa, fichas pedagógicas sobre historia del arte, un DVD de dibujos animados de la conocida serie “Les Renés” y cuarenta pegatinas para colocar sobre una  imagen de gran formato a fin de representar historias previamente inventadas por ellos, sobre la base de la vida cotidiana francesa del Pays d’Aubagne et de l’Etoile. El trabajo elaborado en la escuela será enviado al artista para ultimar ese tranvía que así ya será de todos. La cuestión cobra otro alcance porque Hervé di Rosa es fundador del museo internacional de arte modesto de Sète, su ciudad natal, y de grandes artistas como el poeta Paul Valèry o el cantautor Georges Brassens. Frente a la petulancia o arrogancia de tantas creaciones pretenciosas, algunas extraordinarias, resulta reconfortante esta mirada revalorizadora de ciertos objetos y del modo de considerarlos, surgidos de la cotidianidad, que establece una forma singular de relación con ellos, un modo de atención nada habitual sobre lo corriente, hasta provocar una emoción infrecuente. Se trata de un proceder sencillo, original y auténtico, que requiere otra inocencia, la de lo modesto y otro hacer, precisamente el de la modestia, una suerte de artística infancia que habita toda creación.

Ello no supone ignorar los conflictos que de una u otra forma siempre nos acompañan, ni el comportamiento no pocas veces violento que nos rodea, ni los problemas que nos acucian. Se trata de afrontarlos. Y eso requiere no perder toda sensibilidad, aprender a dar con el aspecto adecuado, a encontrar el tipo apropiado, a saber expresar la pinta pertinente. En definitiva, en eso consiste hacer del arte palabra efectiva, en corresponder con nuestro proceder a lo que expresamente Platón denomina “eidos”. Es en lo que habría de fijarse quien pone nombres en el Crátilo para ser apto. Por muy modesta que sea la acción, pintar es siempre vèrselas con alguna idea. Nietzsche prefiere que no sea un concepto, pues eso supondría la necrópolis de las intuiciones. Pero de una u otra forma es una manera de concebir. Aprender a pintar es un modo bien activo de aprender a pensar. Y no pocas veces, a pensar de otro modo. Y en ello radica su arte, en ello radica todo arte.

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Razón suficiente

Por: | 11 de enero de 2013

Dino Valls Paciente nº 229, 1999
El principio más excelso y poderoso, la proposición que sustenta toda proposición es, a decir de Leibniz, el principio de razón suficiente: “Nihil est sine ratione”, nada es sin fundamento. Es preciso permanentemente dar cuenta para que algo de verdad sea, para que algo de verdad valga. Es como si el principio expidiera certificados de legitimidad a todo cuanto pretenda tener el derecho de ser válido. Y lo hace, señalando que se trata de asegurarlo mediante el cálculo. Es como si, efectivamente, la razón y el pensar se redujeran a calcular. Y eso impondría y dominaría toda su labor. No es que simplemente ser tenga en ello su fundamento. Si de la mano de Heidegger fuéramos más allá, o, mejor, más acá, podríamos comprender que ser significa fundamento, que el ser es fundamento y que precisamente por eso carece de fundamento. No está claro que se haya dado tal paso. Nos hemos quedado en el porqué y hemos considerado que en ello consiste pensar. No tanto en demorarnos, en perdurar, en transformar, en crear, sino en someternos a la exigencia un tanto ruidosa de asegurar, fundamentar y legitimar todo basándolo en el cálculo, en la perfecta planificación y calculabilidad de cuanto hay, en un dar cuenta, que no es el de la transparencia, sino el del hombre calculador, en reserva, que da la espalda a lo digno de ser pensado.

Dino Valls Noxa 2006
Y en eso estamos. Todo lo medimos y lo pesamos. Todo lo cuantificamos y lo contamos. Todo lo reducimos a efectos contables, a incidencias que pueden ser contabilizadas. Ya nuestro mirar está tejido de intervenciones que inspeccionan y garantizan nuestras acciones al amparo de las repercusiones, y que las interioriza como propias. Y si es preciso las reducimos a razones bien materiales, en una mala lectura de la materialidad, o económicas, en una asimismo reduccionista consideración de lo que esto supone. Éstas ya serían la potente razón suficiente, principio que sustenta cualquier decisión, su fundamento.

De este modo garantizaríamos y aseguraríamos las actuaciones. Aunque, al pretenderlo, crece otro temor, el que nace del olvido de quiénes somos y nos limita a algo observable, manipulable, medible, calculable. Pretendíamos con ello ponernos a salvo, eludir el miedo, pero nace otro pánico, en ocasiones misterioso, que no se sacia con ese conocimiento, el que subyace a ignorar nuestra propia condición, el que se nutre de sentir que se opera en nuestras vidas, supuestamente para  nuestro bien. Ya siempre venimos a ser pacientes sobre quienes ha de operarse. El conocimiento no radica en nosotros. Hemos de dejarnos hacer. En su caso se nos darán las debidas explicaciones. Temblorosos nos corresponde confiar y esperar, a fin de comprobar qué es de nosotros. Ellos han devenido médicos expertos en nuestra curación. Y la propia terminología, cuando no salvífica, es terapéutica, cuando no higienista y, si se tercia, quirúrgica. También, y de modo inquietante, lo es socialmente.

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Fuerza inesperada

Por: | 08 de enero de 2013

  Jose maria pinto cruzando-entre-edificios-
Cuando parecemos no poder más, con frecuencia somos aún capaces de mucho. No se trata de poner permanentemente a prueba nuestra resistencia, ni de forzar al límite, en cada caso, nuestra capacidad. No ignoramos que hay quienes desarrollan actividades que exigen comportamientos extremos. Sólo les deseamos que no lo sean siempre, y menos en todos los aspectos de su vida. Lo que sí es cierto es que, puestos en esa tesitura, sin necesidad de buscarla explícitamente, es llamativo hasta qué punto en ocasiones desplegamos una firmeza, una entereza y una decisión que ni siquiera creíamos poseer. Algunos lo hacen casi constantemente. Pero en general no pocas veces nos vemos conminados a estar por encima de nuestras propias posibilidades. E incluso por encima de nosotros mismos. O al menos de lo que venimos haciendo y permitiéndonos con frecuencia. Conviene, por tanto, no desconsiderar las fuerzas, ni las propias, ni las ajenas. Que en determinados momentos nos sintamos sin ellas para afrontar la situación, que flaqueemos, que incluso no podamos,  no significa que en coyunturas extraordinariamente difíciles y complejas no encontremos razones y motivos que nos ofrezcan una energía, una vitalidad y una contundencia de una intensidad irreconocible, una fuerza casi inexplicable. Y que no siempre nos alcanza desde donde la esperamos.

Es evidente que semejante fuerza no es mera fortaleza física. Sin duda, no es indiferente tenerla para afrontar determinadas situaciones, pero no basta cuando son efectivamente complejas. Tampoco las fuerzas brotan única y exclusivamente de uno mismo. No pocas veces nos vienen de los otros, de su afecto, de su aliento, de su compañía, de su confianza y de su fe en nosotros, por encima incluso de cuanto somos capaces de exigirnos. Las fuerzas no surgen simplemente de un núcleo interior que procura energía y potencia nuestra actividad. Nos llegan, nos alcanzan, nos sostienen, del mismo modo que uno bien sabe que no es suficiente el propio aire para respirar. Pero muy singularmente se nutren de las buenas razones, de los argumentos no siempre tan explicitados, de las motivaciones que nos movilizan y nos impiden claudicar y entregarnos sin más a las dificultades. Por ello, en ocasiones, la carencia de alicientes, de atractivos, de estímulos se conduce como una verdadera corporalidad, y esa ausencia de vitalidad se incorpora en nuestra existencia y dificulta la circulación de la sangre hasta los últimos rincones de nuestro vivir. Nos paraliza.

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Aprender en casa

Por: | 04 de enero de 2013

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Aprendemos unos de otros. Aprendemos unos con otros. Convivimos en el aprender. En casa se aprende mucho más de lo que incluso sostienen quienes consideran que en ella puede aprenderse todo. En ese caso, también nos tratan de mostrar algo a su juicio decisivo: que no parecen necesarios otros entornos para hacerlo. O que es suficiente el hogar para formarse. Baste esta consideración para subrayar que no sólo enseñamos lo que creemos enseñar. También se aprende de lo que dejamos de hacer o de lo que se evidencia o deduce de lo que hacemos. Y la casa es decisiva, pero no es suficiente.

Que se aprende muchísimo de los demás, con ellos, de quienes nos rodean, es especialmente determinante en los niños, en los menores, aunque no deja de serlo nunca. Bastan unos días de mayor proximidad para que el asunto resulte aún más evidente. Y no se reduce a la consideración que nos merecen los conocimientos, ni a la importancia que le concedemos a los resultados ni a las tareas escolares, sin duda apreciables. Una vez más, han tenido oportunidad de comprobar nuestro modo de relacionarnos. Y no sólo con ellos. También entre nosotros. El afecto o la cordialidad que nos profesemos, nuestro modo de dirigirnos unos a otros, de tratarnos, de hablarnos, de cuidarnos, son aleccionadores. Hasta nuestro tono de voz o el modo de disgustarnos o de enfadarnos, y por qué, o de responder ante las situaciones imprevistas o desagradables revisten una singular importancia. Entonces, cada palabra cobra un especial protagonismo y todo es ya gesto que señala, que indica, que sugiere, que insta. Incluso, si se pretendiera ser especialmente sofisticado u obsesivo, altanero o falsamente amable, ello dejaría huella y constancia. No se trata de renunciar a comportarse con naturalidad y sencillez, es cuestión de procurar que ello responda a un modo de ser, de vivir y de concebir la existencia cotidiana y, en definitiva, la vida.

En esto, como en no pocas otras cosas, estamos también tejidos de contradicciones y, en cierta medida, a pesar de tantos esfuerzos, no dejamos de comportarnos con algunas incoherencias, a veces radicales. Las dudas no han de ser una excusa para desenvolvernos en un ambiente de poca exigencia o de absoluta permisividad, pero sí de profunda comprensión. Más bien hemos de cuidarnos de hacer ostentaciones discursivas, cuando los más jóvenes encuentran ya en la proliferación verbal de sus medios y entornos demasiadas razones para estar confundidos.

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Sueños necesarios

Por: | 01 de enero de 2013

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Quienes no sueñan son peligrosos. Quienes sólo sueñan, también. Soñar no es simplemente tener ensoñaciones. En alguna medida, forma parte de un adecuado pensar. Es un modo de reconocer algún futuro en nuestras reflexiones. Es no limitarse a lo que ya tenemos, ya somos o ya es. No pocos invocan que dejemos de hacerlo, o lo que es peor, que soñemos sus sueños y no los nuestros. Podemos compartirlos, pero eso exige que también sean propios. Entonces, su alcance y su energía son extraordinarios. Quienes sueñan tienen algo de incómodo para cuantos encuentran peligroso que otros no cesen de hacerlo.

Sin embargo, para ciertos embaucadores se trata de utilizar los sueños como un modo de desconsideración para con lo presente. Lo mejor está tanto por venir que no hay modo de dar jamás con ello. Soñar no es simplemente añorar, es un modo de atención para con lo que hay y sus posibilidades, incluso con sus supuestas imposibilidades. No soñar es no poder. De ahí no se deduce que es suficiente hacerlo para lograrlo, pero quien no sueña está acabado.

En todo plan, en todo proyecto, en todo propósito late una forma de sueño, que se teje no sólo con un anhelo, sino que alienta algún deseo. Soñar es interpretar. No se trata simplemente de interpretar los sueños, sino de que estos, como señala Ricoeur en su lectura de Freud, sólo se producen en verdad en el relato en el que se dicen un tanto discursivamente. A su decir, no son los sueños lo que se interpretan sino el relato en el que se ofrecen y se presentan.

No simplemente se precisa la interpretación de los sueños, es que sin soñar se limita el alcance de todo relato, de cualquier narración que trate de dar cuenta de lo soñado. Siempre se interpreta lo ya en algún sentido interpretado. Interpretamos interpretaciones, que es tanto como reconocer que los sueños de una u otra forma sólo caben ser soñados. Y nos ofrecen su realidad. La ciencia no deja de serlo por su capacidad de soñar. Al contrario, la necesita. La cuestión es no quedar paralizados en lo soñado y tratar de hacerlo venir, o llegar, esto es, crearlo, y reconocerlo. No hay perspectivas para un mundo sin sueños.

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El País

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