Sólo con épica y con lírica no iremos muy lejos. Sin ellas, a ninguna parte. Épico no significa pomposo, ni lírico pedante o cursi. Estamos necesitados de discursos que se correspondan con un modo de decir y de hacer, con capacidad de conmover y de impulsar a importantes desafíos. No por ello han de dejar de ser sencillos. Lo que no pueden es carecer de alcance, de ambición, de implicación, de riesgo, de proyección. Nos incomodan cuando son ralos, pedestres, resignados, envueltos en un halo de falso realismo. Pero también mostramos nuestro disgusto cuando vuelan o sobrevuelan ignorando cuanto nos ocurre. Sin embargo, ni la épica, ni la lírica son formas de huída o de distanciamiento, simplemente son otro modo de aproximación, que se produce propiciando la distancia adecuada, la de otra mirada de mejor perspectiva, orientación y enfoque, otra visión. Y otro valor. En tal caso, desconcertados por el desplazamiento que semejante decir provoca, podríamos caer en la simpleza de pensar que no se atienden los acuciantes problemas, que efectivamente nunca han de ser desconsiderados, pero nada es más descuidado que la falta de miras, incluso para resolver cuestiones bien concretas.
Si encontramos grandilocuente lo épico no es por su exceso, sino por su decir majestuoso, magnífico. Y ello no ha de ser contemplado, en todo caso, como una limitación. Hay una generosidad en esta palabra desbordante que entrelaza acontecimientos y ofrece horizontes, sentidos, caminos que requieren una respuesta magnánima. Aunque solemos atribuirlo a la lírica, tampoco parecen tiempos muy propicios para la épica, salvo que reciba tal consideración la capacidad de sobreponernos a un espacio complejo, en la pura asunción, por muy combativa que sea, de lo que nos pasa. La autoridad moral que se requiere para decir épicamente no es sólo una condición, viene a ser un requisito, si se pretende no caer en el ridículo. La palabra épica exige una forma de liderazgo, por muy sutil que sea. De lo contrario, queda en entredicho, queda en evidencia.