Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

No tener que ver

Por: | 26 de febrero de 2013

Perla Fuertes ojos que no ven (color2)
A veces sencillamente no queremos ver. Presentimos que no nos conviene. Hay en el ver no poco de elección. Eso no significa que no haya ocasiones en las que algo parece imponérsenos, pero incluso en tal caso cabría ver menos de lo previsto, o dar por visto menos de lo que se ve. Hasta tal extremo que para algunos ver o no ver depende en gran medida de lo que se propongan. Lo relacionan casi directamente con su decisión. Entre otras razones porque, como se sabe, ver no se reduce a la percepción por los ojos. Y del mismo modo que algunas cosas que se dicen no nos dicen nada, algunas cosas que se ven nos las vemos en absoluto.

Por eso hablamos de la mirada y no sólo del ver. Pero aún así, lo interesante es que para ver de verdad se precisa una cierta implicación, una participación, que no es sólo una respuesta a lo visto, es también un modo de configurar lo que se ve. Un testigo es mucho más que alguien que ha visto. Testimoniar y testificar no se reducen a mencionar asépticamente lo que se ve. Es cuestión de narrarlo, de describirlo, de contarlo. Y al decir, uno también se dice. Por eso un testigo se pone en juego y se le exige decir la verdad. Parecería entonces que lo mejor es no tener que ver con el asunto, para no sentirse tan afectado o tan involucrado, dado que ver en verdad significa vérselas con algo o con alguien, esto es, al menos en esa medida tener que ver con ello. De lo contrario, en rigor, ni siquiera se ve. Y tener que ver es ya una suerte de pertenencia.

No es sólo que se tenga que ver y no se vea, cuestión ésta que obedecería a ciertas precauciones, es que a veces preferiríamos no ver para no tener que haber visto, para no tener que ver con lo visto. Y de ahí todas las prevenciones que hablan del alivio de los ojos que no ven, para evitar sentimientos que indujeran a verse atañido, y más aún en la tesitura de intervenir o en la incomodidad de quien ha visto. Se trataría incluso de no ver a nadie mirar, y de ocultarnos a su vez ante su visión. No sin cierto bochorno. No saber nada es así no tener que ver. Y suele decirse.

No deja de ser significativo hasta qué punto vivimos en tiempos en que todo parece tan próximo, tan a mano, tan cerca, que no hay modo de ver cómo no sólo estamos afectados, sino concernidos. Pero la dificultad de determinadas situaciones se afronta de modo bien conocido, sencillamente no dándose por aludido, considerando que eso no nos alcanza, agradeciendo a quien corresponda que no nos haya aún arrasado, y prosiguiendo en nuestras tareas con una serenidad que más bien parecería indiferencia. Eso, en el supuesto de que efectivamente no nos encontremos abatidos y en una cierta desolación. Entonces no sería cuestión de abrir o no los ojos, ya que resultaría evidente hasta con los ojos vendados.

Seguir leyendo »

Formas de especular

Por: | 22 de febrero de 2013

Richard-estes-big_estes_telephone

Quizá todo resultaría más comprensible si recordáramos que especular significa también espiar. Hay buenas razones, no sólo etimológicas, para vincular el término con un espejo, dado que se trata de un modo de proceder semejante, como el de la relación que un objeto guarda con la imagen en él reflejada. Por eso decimos que algo es especular cuando es transparente, diáfano y cristalino. Pero no tanto como parece. Para empezar, porque especular es también extraviarse en sutilezas y en vericuetos sin base real. Y más aún, lo que resulta tan inolvidable, porque se vincula al comercio, al tráfico, a las operaciones esperanzadas en lograr beneficios de acuerdo con la variación de los precios, esto es, de procurar provecho o ganancia.

Semejantes lecturas, de gran importancia, olvidan en cierto modo que especular responde a un modo de mirar que no se reduce a lo que ve, sino que registra con atención algo para reconocerlo y examinarlo, que especular es meditar, es reflexionar, es teorizar. Ello supone a su vez situarse en una determinada posición, en una elevación, y observar desde esa privilegiada atalaya. En las campañas bélicas romanas, speculator es el espía, el explorador, quien hace labores de inteligencia. De este modo, espionaje, exploración y contemplación anteceden al significado que posteriormente adquirirá de ganancia rápida en las transacciones mercantiles. Ciertamente tiene relación con el ver, pero en el sentido más amplio de mirar y tomar en consideración.

Malinterpretaríamos el alcance de la especulación si la redujéramos, no ya sólo a un pensamiento que considera que el sentido de algo radica en su capacidad de producir ganancia, o que se limita a reflejar la realidad, proyectando como en un espejo su imagen. Richard Rorty, en La filosofía y el espejo de la naturaleza, nos previene de la consideración de la mente como un espejo que piensa certeramente cuando refleja la realidad  representándola. Se ignoraría así hasta qué punto hay en todo ello no poco de creación y de edificación. Y precisamente en tanto que trama que se urde. Todo lo cual conforma una mirada que no siempre acaba viendo lo que desea, pero finaliza encontrando provechoso lo que ve, lo que elige ver. Así, especular, en el sentido de espiar, puede resultar rentable, incluso para un concepto de verdad. Eso sí, no sólo interesante, también interesado.

Seguir leyendo »

Entregarse

Por: | 19 de febrero de 2013

Cy twombly Pan (part II) 1980

Para algunos, la única acepción de entregarse es ceder, rendirse. Ciertamente algo tiene de inquietante la entrega que lo puebla todo de precauciones. Tantas como para incluso cuestionarse el sentido de tamaña disposición y acción. Y surgen preguntas, bien sensatas, que en definitiva confirman que se necesitan más detalles, no de  pequeña importancia, sobre a qué, a quién, para qué, por cuánto tiempo, con qué garantías, en qué condiciones, hacerlo. Es decir, para algunos se trataría de situar esa entrega, al menos en cierta medida, bajo la preventiva garantía del cálculo. Entre otros motivos, porque entregarse siempre implica a quien lo hace, es entrega de uno mismo. Y es cosa de sopesarlo. Pero conforme avanzamos en la delimitación y establecemos los parámetros y los contornos, poco a poco se desdibuja la potencia y energía de esa entrega.

En la búsqueda de razones suficientes, en el establecimiento de las cautelas, con tanta reserva y miramiento, finalmente ya parecería ser otra cosa que más tiene que ver con una forma de alianza que se establece sobre todo consigo mismo, en el análisis de las ventajas y de los inconvenientes. Como si fuera más una deducción o conclusión (“luego por tanto me entrego”) que de una resolución. Nos entregaríamos al quedar claro que nos viene mejor, nos resulta provechoso, rentable, lo que con semejante perspectiva sería lógicamente comprensible.

Dado que tamaña entrega requiere dedicación, sería cosa de despejar cualquier atisbo de sometimiento o de capitulación, lo que a su vez no deja de ser presentable al buen entender. No entregarse parecería siempre lo más sensato. Sin embargo, eso significaría olvidar lo que la entrega tiene de donación, de otorgamiento, incluso de dedicación extrema. O más exactamente, lo recordaríamos tanto que preferiríamos ignorarlo.

Seguir leyendo »

Decir poético

Por: | 15 de febrero de 2013

Chema madoz 1
Resulta desalentador encontrarse en el lenguaje con el imperio de cierto descuido revestido de franqueza. En todo caso, la sensibilidad y la sensualidad no son incompatibles ni con la inteligencia ni con la verdad. Conviene recordar, y más aún en las dificultades del tiempo presente, que hay muchos modos de decir. Para Aristóteles, tantos como modos de ser. Y ya se sabe que “el ser se dice de muchas maneras”. Precisamente por eso, para algunos podría ser llamativo que se venga a desplegar la posibilidad de decir poéticamente. Como si hacerlo fuera un modo de no atender lo que hay. Quizá sea otro modo de ver. Y no sólo. Decir poéticamente no es un simple modo de decir, es un modo del decir, de todo buen decir, de todo bien decir. Incluso podríamos desplegarlo sobre cuanto cabe decirse. Y hasta acerca de lo indecible.

Para determinados amigos de afrontar directamente las situaciones, todo decir ya parece una demora, una desatención, una desconsideración. Se trataría de ir a los asuntos sin mediación. Entonces, en no pocas ocasiones no es que no se sabría qué hacer con el decir, sino que se ignoraría qué decir del hacer. “No es cosa de decir”, se dicen. Con ello se buscaría preservar la quiebra y la fractura entre el decir y el hacer, que tan decisivas resultan para incrementar las vicisitudes y las penurias del presente.

El decir poético es potencia o, más exactamente, se ocupa de lo potencial. Hasta el punto de que su pérdida es una pérdida de capacidad, de posibilidad, de energía para crear y para comunicar. Y la poesía la ha de tener. Pero el decir poético ni es patrimonio ni es exclusivo de la poesía. Como poetizar no es sólo componer versos o poemas y más bien tiene que ver con toda una experiencia y una alteración del lenguaje que lo recrean, tal vez estos complejos momentos precisan una tarea, que es a su vez social y política, de decir de otro modo. No sólo los tiempos se gastan, también sus palabras, esto es, las nuestras.

Seguir leyendo »

Fugas diversas

Por: | 12 de febrero de 2013

Ignacio häbrika el escapista2

La fuga no es sólo una huída, ni siempre se limita a una escapada, aunque no deja de ser un desplazamiento. En ocasiones, la presión de nuestra propia situación y de los entornos es tal que necesitamos abrir la espita que desahogue, libere, o reduzca lo insostenible del estado en el que nos encontramos. Y tenemos que irnos. También la rutina de lo más habitual, que nos ofrece ciertas seguridades, viene a generar una densidad que pesa en nuestro quehacer diario. Semejante rutina no está exenta de incertidumbres y no pocos sencillamente viven en ella, aunque con otras y dolorosas constataciones, la de una constante incomodidad radical. Hay formas que no necesitan ser espectaculares para provocar modificaciones, algunas bien eficaces a pesar de su aparente trivialidad. Pero ni siquiera están al alcance de todos.

Quizá vamos y venimos para ir a dar en lo mismo. Sin embargo, incluso en tal caso, hay momentos en que un simple cambio de lugar es ya un paso, si bien ni siempre ni necesariamente a mejor. Pero se sustenta en una búsqueda. Algo nos hace  tratar de procurarnos eso que denominamos una escapada. No siempre adopta la forma del afamado film Il sorpasso (1962), en el que Bruno Cartona pasea su soltura con el tímido estudiante Roberto, para salir de Roma y en cierto sentido de su vida convencional. Las peripecias de Doc McCoy en The Getaway (1972) bastan para subrayar hasta qué punto su huída no es sólo una escapada. À bout de souffle (1960) complica aún más las distinciones, poniéndonos en un límite, en una suerte extrema que implica todo un modo de considerar el enigma de la vida. Una constatación más de que ciertos desplazamientos son modos de procurar otras formas de cercanía. Y ello exige algún arte. Desplazarse es más que irse. Entre otras razones porque en ocasiones creemos irnos y no nos movemos del sitio.

Cierto apresuramiento, alguna precipitación, una concreta urgencia de cambiar responden a una necesidad imperiosa, sostenida aún por la fuerzas que restan, para no perder tensión e intensidad, para no perder más vida. Se trataría de que por muy contundentes que resulten las razones, aún cupiera una elección, una decisión y la fuga no fuera una desdicha. Sin embargo, no siempre nace de una preferencia, sino de que sencillamente no cabe otra posibilidad, no hay más remedio, es una necesidad. Pero ello está enraizado en los objetivos y en el sentido de los fines propuestos. Es evidente que, aún siendo en ambos casos fugas, no es lo mismo que se trate de bienes, de servicios, o de capitales, que de inteligencia o de conocimiento. Puestos a encontrar una salida, es radicalmente distinto si se trata de algo impuesto o de un modo de eludir responsabilidades, incluso fraudulentamente, o de afrontarlas con exigencia y responsabilidad.

Seguir leyendo »

Distinguirse

Por: | 08 de febrero de 2013

Marco aurelio l JOSEPH-MARIE VIEN
Están las cosas como para encontrar escandalosas, y no sólo por su aparente ingenuidad, las palabras de Marco Aurelio. “¿Cuál es tu oficio? Ser bueno. Y esto ¿qué otra manera hay de conseguirlo, sino con la especulación acerca de la naturaleza universal, por un lado, y por el otro, acerca de la propia constitución del hombre?” Desde luego, el término especulación tiene tantos significados, alguno bien inquietante, que encuentra dificultades para abrirse paso como meditación o reflexión con hondura. Pero a su juicio, ese es el camino. Y lo hace quien precisamente estima que “el mal y el bien del ser racional y social” “no está en la pasión, sino en la acción”. Semejante acción, que es asimismo especulación, adopta la forma de pensamiento. Estas palabras de emperador romano del siglo II, escritas en plenas campañas militares de la década de 170, enmarcan su alcance y su sentido, dado que no son fruto de alguna diletante inoperancia. Exactamente, para bien y para mal.

Podría malentenderse pensar que ciertos aires estoicos resultarían hoy beneficiosos, más aún en tiempos de urgencia y de complejidades. Entre otras razones, porque tenemos tendencia a presuponer que ello supondría una determinada apatía, una cierta indiferencia, una distancia, una falta de inquietud y de implicación y una suerte de resignación. Suele señalarse con razón que el estoicismo promueve y propone la virtud. Para ello se acentúa su distancia con el epicureísmo, con el que sin embargo tiene tanto que ver. Se trataría precisamente de evitar una lectura edulcorada de la misma. La virtud es también potencia, es capacidad y no una forma de ignorar, sino otro modo de afrontar, de responder. No se agota en una disposición o en un objetivo moral, sino que es fuerza y tensión de vida. Reclamar ser bueno y virtuoso, por muy cuidada que sea su propuesta y por muy emperador que se sienta, puede resultar hasta provocativo. Y más, dadas las circunstancias. Pero precisamente por ellas, conviene considerarlo.

Tal vez la energía y la intensidad, la firmeza y la decisión que los tiempos reclaman podrían confundirnos hasta hacernos descuidar factores clave para afrontarlos. La necesaria determinación que exige el presente pide como nunca, o tal vez como siempre, calma, temple de ánimo y serenidad. No podemos permitirnos jamás su desconsideración, pues sólo de este modo cabe la ponderación y la mesura que un comportamiento ajustado requiere.

No se trata de andarse con tibiezas y miramientos, sino de proceder con una buena lógica. Esta atractiva y desconcertante expresión cabría entenderse, en un contexto de dificultades, como una coartada paralizante. Los estoicos nos enseñan hasta qué punto la matriz lógica viene a ser una verdadera naturaleza y que atenderla ni se reduce al necesario cuidado de los entornos y de los ambientes, ni a dejarse conducir por el llamado sano sentido común de lo natural. Pensar y meditar son imprescindibles en la acción, como acción. Más aún en momentos que demandan, como no pocas veces, una actitud combativa que no se limite a ser beligerante. Y en concreto, “en el uso de los principios”, Marco Aurelio señala que “conviene ser igual al luchador de Pancracio, no al gladiador”.

Y en esto hay quienes se muestran singularmente descuidados y hostiles. Precisamente por eso, “la mejor manera de defenderse es no parecerse a ellos”. Tal vez en eso radica la exigencia que nos acompaña, la que hace que la prudencia y la valentía hayan de ir conjuntamente. La una sin la otra provoca insensatez disfrazada de arrojo. El emperador filósofo insiste: “despreciándose los unos a los otros se gustan entre sí y deseando superarse los unos a los otros se reconocen inferiores entre sí”.

Seguir leyendo »

Universitariamente

Por: | 05 de febrero de 2013

Armando Barrios  (3)
No basta haber ido a la universidad para ser universitario. Y hay valores que  más bien se comparten precisamente con quienes no han dispuesto de esa oportunidad. Nada más universitario que articular lo más universal con el conocimiento, es decir entrelazar lo que a todos nos concierne con un modo singular de saber. Y responder a los desafíos. Y proponer y propiciar nuevas y mejores posibilidades de vida, de dignidad y de bienestar. Por eso se requieren estos espacios imprescindibles, que no se limitan a los lugares en los que se ubican. Hemos de ser exigentes y generosos con la labor de las universidades, con su amor y pasión por el conocimiento. Ninguno de los retos y problemas que las acucian ha de poner en cuestión esa vértebra constitutiva de su tarea y de su sentido. Y nada justificaría el olvido de lo que supone en el compromiso de promover la libertad y la justicia. La suerte de la sociedad se juega asimismo en el destino de las universidades.

Es indispensable para ello reforzar, con versatilidad, el vínculo entre el conocimiento y el desarrollo personal y social. De no ser así, se extraviaría por los vericuetos del ensimismamiento. Ciertos supuestos desvaríos resultan necesarios y pueden llegar a resultar bien fecundos y espectaculares. Ni siquiera en tal caso cabría obviar la dimensión social de esa tarea. La actividad singular y concreta, en ocasiones un tanto solitaria, no pocas veces se enraíza con el sentido y alcance de lo más profundamente humano, que a todos nos concierte. Este valor de humanidad nos recuerda que universal no es un simple término geográfico.

No hay razones para olvidarlo, ni las urgencias presentes, ni siquiera un pormenorizado relato de experiencias, de informaciones, de casos, de incidencias o hasta de estridencias que conforman la efectiva realidad de las instituciones. Que no siempre sean justificables o presentables, ni ha de considerarse natural, ni ha de dejar de combatirse, ni ha de ser un obstáculo para asentar principios y valores que han de ser, y en gran medida son, la articulación que constituye su sentido. Además, sólo desde ellos cabe abordar en verdad la tarea de corregir errores y de mejorar, siempre mejorar. Ninguna turbulencia ha de debilitar, al menos, las convicciones.

Seguir leyendo »

Otros alicientes

Por: | 01 de febrero de 2013

Inka 1
Los alicientes no son simplemente estímulos. Tienen más que ver con lo que es atractivo o incentiva. Y no siempre cuanto hacemos o hemos de hacer parece tenerlos. A veces nos vemos lejos de cuanto nos atrae o cautiva. Y no pocos viven cotidianamente en la necesidad, en la intemperie de la falta de buenas razones o motivos que les activen. Y no es cosa, en principio, de la que hemos de culpabilizarles o de culpabilizarnos. Uno mismo, cada quien más que nadie, padece esa carencia. Lo que sí merece una singular atención es el hecho de que algunos establecen lo que ha de ser considerado como aliciente, hasta el extremo de reducirlo a una sola causa. Presumen de saber lo que nos activa. Consideran que el único modo de que sea posible llegar a comprender algo es que nos ocurra. Ciertamente ello puede venir a ser decisivo, pero no es adecuado estimar que si no eres de ese determinado lugar no entiendes a quienes allá viven; si no te sucede a ti, no sabes en verdad de qué se trata. Así cuestionan algo que resulta determinante, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Sin embargo, el mayor y mejor de los alicientes proviene de la proximidad de alguien. Nada más complejo y atractivo.

Y hay diferentes modos de cercanía. No sólo la que propone la sustitución del otro. Ponerse en su lugar puede llegar hasta un verdadero límite, el del sacrificio, el dar la vida por alguien. No estamos en esta ocasión tratando de proponer lo que Lévinas dice al respecto. Baste con subrayar que el máximo aliciente nace de lo que el otro significa y supone para nosotros y no tanto de lo que significamos para él. No es preciso caracterizar esa relación pero, dicho en sentido inverso, nada desactiva más que la indiferencia, la ajena y, sobre todo, la que sintamos por los demás. Y nada estimula más que el impulso, que nos alienta y anima, de la acción, de la palabra, del decir de los otros, del decir a los otros. No se trata de obrar simplemente por ello. Se trata de obrar con ello, por ellos. Y en ocasiones la percepción es que tratamos o se nos trata de incentivar desde una distancia en la que cuanto nos llega es tan tenue, tan pardo, tan apagado, que ni siquiera logra alcanzarnos. O tan trivial que resulta ofensivo. Sólo queda por ver si el aliciente que esperamos de los demás, ellos lo esperan de nosotros. El profesor de sus alumnos y estos del profesor, los gobernantes de los gobernados y estos de aquellos, y en las relaciones personales cada quien reclamando la falta de lo que quizás tampoco da. Y así, mirándonos mutuamente, nos achacamos la falta de atractivo que encontramos, bien lejos de lo que requerimos o creemos merecer. Esperando unos de otros, nos limitamos a aguardar que nos ocurra lo que no somos capaces de procurar ni de procurarnos. La cuestión es si nosotros somos aliciente para alguien, aliciente para algo. Probablemente, sí. O quizá no tanto.

Seguir leyendo »

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal