No deja de sorprender lo fácil que
algunos encuentran todo. Siempre saben lo que hay que hacer. Muy en especial lo que han de
realizar los otros. Más bien suele ocurrir que las cosas son complejas. Y esto no significa
simplemente desconcertantes. Ni basta
decirlo para encontrar el alivio de que lo que ocurre nos desborda. Podría
tratarse de una encrucijada, pero no necesariamente. Quizá ni siquiera es un
asunto complicado, pero no por ello deja de resultarnos difícil. No es sólo cómo
es él. Se trata también de cómo somos.
Si es difícil, probablemente nosotros no lo somos menos. Nos sentimos
concernidos y sin embargo en la incertidumbre de que se ve afectada hasta la más
elemental lógica. O eso pensamos. Con lo
fácil que sería… nos decimos. Siempre y cuando no haya de concretarse hasta
sus últimas consecuencias lo que eso significa. Es un ya veremos que ratifica en qué medida no vemos ahora
suficientemente.
No se trata de consolarse por comparación. Basta con no ser injusto con nuestra propia situación. No es cosa de serenarnos en la contemplación de las dificultades ajenas, sino de no sentirlas tan extrañas. No se resuelven nuestras penalidades con la consideración de las que alcanzan y acucian a los demás, pero sí conviene tenerlas presentes antes de solicitar la atención para lo que nos ocurre. No es que el mal y el dolor ajeno nos paralicen y nos induzcan a aceptar lo que nos pasa, es que nos encaminan en la dirección de no sentirnos cada vez protagonistas. Y hay momentos y situaciones radicalmente duras, en cierto modo difíciles de vivir sin saberse ya otro para siempre.
Las cosas no son fáciles. La vida, en general, tampoco. Para algunos, sin embargo, son extraordinariamente complicadas. Ni siquiera porque se encuentran en complejas encrucijadas. Más bien parecen verse en situaciones inexorablemente determinadas. Salvo en ciertos detalles, no dependen en principio de lo que decidan o elijan. No hay tal privilegio. Siempre, claro, hay algo que hacer, pero dentro de un campo tan reducido, con unas condiciones tan preestablecidas, que cabría pensar que lo que queda es considerar en qué estado de ánimo se afronta lo que resulta inapelable. Hacen bien en insistir quienes estiman que, al respecto, algo es posible y viable, que es preciso no dejar de luchar, que es necesario proseguir y buscar soluciones, pero conviene no ser un expedidor de ensoñaciones.