Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Estar en otra cosa

Por: | 30 de abril de 2013

Philip Pearlstein heldslide7
Ni todos, ni siempre, ni en cualquier caso, estamos permanentemente prendidos de aquello que constituye la máxima preocupación social o política. Ni siquiera de lo que nos resulta decisivo. También tiene no poco que ver con la necesidad de afrontar otras coyunturas de cada día. Pero no sólo por eso.

La reiteración, aunque sea de lo importante, incluso en el caso de que fuera lo más determinante, la ocupación de los espacios y de los tiempos por ciertos asuntos acaba suponiendo una verdadera invasión que nos impide pensar en otra cosa. Hablamos y oímos hablar, una y otra vez, de lo mismo y ya casi ni vemos ni sentimos algo diferente.  Y la consecuencia más inmediata, ni siquiera de ello.

Una suerte de neurosis obsesiva toma posesión de nuestro espíritu y todo viene a ser igual. Prácticamente desde que nos despertamos, un mismo rumor, con su soniquete y sus cantinelas. Y es razonable, es lo que hay. Monotemático, comienza a caer como una lluvia insistente e incesante, con algunas tormentas, si fuera preciso, para subrayarlo, imponiéndose sobre cualquier otra posibilidad de pensamiento o de planteamiento. Y no es que el asunto sea menor, es que paradójicamente se infravalora por el procedimiento de no hablar de otra cosa. Si uno lleva el descuido más lejos, hasta en los entornos más íntimos, en los círculos de conocidos, amigos y familiares, vuelve en cada ocasión a irrumpir, con mayor o menor displicencia, lo mismo. Si abrimos las ventanas de la comunicación, reaparece. Y no es que no precisemos de información, de conversación, de debate, de crítica, es que cuando ésta ya se ha cosificado en la monotonía y reproducción redundante de los asuntos y de las posiciones, todo corre el peligro de devenir recitación.

Mientras tanto, algo silenciosamente, crece una distancia y alguna apatía, alguna impotencia con aires de resignación. La primera es que hay que acostumbrarse a vivir rodeado e inmerso en la repetición de lo que nos acucia. Y una inquietud, la de que, al perder su sitio otros asuntos, no encuentren lugar donde florecer, donde crecer. Y se empieza por no hablar de otra cosa y se acaba por no hablar de nada. Pero sin embargo, la insistencia en lo que nos ocurre, en lo que ha de preocuparnos, no desiste. Y ciertamente es decisivo, aunque en lo que es y hasta donde es. Lo inquietante es cuando es todo, ya que el todo tiene una irresistible tendencia a ocuparse de serlo. Cualquier intento de decir otra cosa podría considerarse desatención, distracción, desviación. Volvamos de nuevo al tema.

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Iba a ser

Por: | 26 de abril de 2013

  Viktor Safonkin strictly-personal 2

Más allá del limitado horizonte de nuestros entornos más inmediatos, de nuestra región, de nuestro país, siempre hemos añorado lo que constituye o habría de constituir un espacio de profundización y de expansión de los derechos, de cultura, de educación, de universidades, un espacio de movilidad social, de circulación, de comunicación, de enlace, un ámbito de generación de bienestar, de oportunidad. Eso era. Eso creíamos que era. Eso deseábamos que fuera. El sueño constitutivo, el que se iba labrando, siquiera en el corazón de quienes se sentían incorporados a un proyecto localizado histórica y geográficamente, pronto tuvo que vérselas con la necesidad de aplacar viejas y enfrentadas concepciones con aires aún de contienda.

La supuesta articulación en torno a la moneda, a la seguridad, al mercado unificado ha mostrado asimismo sus propias carencias y ha generado nuevas necesidades. En definitiva, cuanto sin duda ha supuesto de mejora se ha visto contaminado por deficiencias y reticencias. En última instancia, un territorio de desconfianzas, plegado sobre sí y ensimismado, ha hecho reverdecer nuevos y siempre antiguos intereses particulares, emboscados de singularidad. Los recelos vinieron a confirmarse en la sustitución de la cultura por la confrontación de poderes. Los procesos de participación y de democratización se refugiaron en mecanismos y procedimientos burocráticos.

Todo podría entenderse razonablemente mal si no fuera porque junto a semejante desmembración en intereses contrapuestos se produce una reubicación de los saberes y de los poderes que adopta, como suele ocurrir, la forma de un discurso sobre la verdad. Y entonces todo se puebla de consejos y de consignas, cuando no de indicaciones y de órdenes. Y, quizá, de amenazas. Eso sí, por prevención, por precaución, para nuestro bien. De este modo, la cultura pasa a ser una actividad de espacio y de tiempo libre, si lo hubiere, y no una instancia decisiva, constitutiva, argumental. Hasta puede invocarse y reconocerse como un tesoro o un signo de distinción que ha de preservarse e incluso, en el mejor de los casos, desarrollarse y cultivarse, pero siempre y cuando no incida en la concepción y en la configuración de las acciones. De lograr un papel central, podría llegar a considerarse una incomodidad intelectual, una distracción respecto de las llamadas verdaderas ocupaciones.

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Simpáticamente

Por: | 23 de abril de 2013

  Jaime Francés Durá El Consejo

Por lo visto, la antipatía tiene algo de simpático, es decir de contagioso, e induce a determinados comportamientos y actitudes. Y bien que se nota. La simpatía también, aunque cuesta más apreciarlo. Por eso no es insignificante que se propale cierta desconsideración o indiferencia como el modo habitual de relación o que, al margen de esa inercia, nos abramos con efectivo afecto e interés a las vicisitudes, no ya tan ajenas, de los demás. Para ello resulta de gran alcance personal y social ser simpático. Desde luego, ser agradable es decisivo. Pero no se reduce a eso. Y aunque es indiscutible la influencia del temperamento y del carácter, el modo de reaccionar, la simpatía, se abriga en el modo de ser. Más aún, en lo que hace ser, una inclinación y en no poca medida una decisión.

Puede llamar la atención que se indique que alguien elija ser simpático, toda vez que algunos más bien parecen disponer de todas las cualidades para no serlo. Y con razón se alude a las condiciones de diverso tipo que se dice determinan el que se sea alguien capaz de simpatía. Hay que tener en cuenta, se subraya, las circunstancias y las coyunturas. Sin duda. Pero ello nos induce a pensar que confundimos la simpatía con otras atractivas cualidades que la adornan y no pocas veces la acompañan. En cualquier caso, ser simpático no significa tener más o menos gracia, ni mostrarse locuaz y dicharachero, ni ser estruendoso y animoso, o llevar la voz cantante, o tener tendencia a ocupar el espacio y hacerse propietario de la iniciativa. O mostrar una cierta inconsciencia mientras otros más apesadumbrados están al tanto de lo que ocurre. Ciertamente, también proliferan quienes promueven exactamente lo contrario.

El asunto es otro. La simpatía supone un pathos común, compartido, y puede perfectamente identificarse como una forma de mutua pertenencia y de solidaridad. La capacidad de disfrutar y de padecer con alguien, en diversas circunstancias y haciéndose cargo de la situación, hasta el extremo de ponerse en su lugar y sentir y prácticamente palpitar a su lado, es una empatía que caracteriza asimismo a la simpatía. Sentir y vivir la emoción de lo que en esa medida también nos ocurre y alegrarse con el bien ajeno confirman que la envidia es poco simpática. A su vez, compartir el dolor, las penurias, los sufrimientos que supuestamente no nos corresponderían, y entender que no siempre restar importancia es la mejor manera de comprender, nos convoca a ofrecer la palabra adecuada, pertinente, que no trata de diluir la situación porque es difícil o comprometida. El simpático ni es un insensato, ni es un frívolo.

Ahora bien, la simpatía alcanza otro nivel cuando es capaz de atender las perspectivas propuestas y defendidas por otros, en la voluntad de comprender en verdad sus razones únicas y singulares, sin que ello signifique carecer de las propias. Reconocer con generosidad esa peculiaridad, sin tratar de domesticarla, supone no tener una visión cerrada y presupuesta de lo común. Los pueblos antipáticos tratan de posicionarse eludiendo esa singularidad ajena y haciendo de la particularidad una antipatía. Y ya el colmo de lo antipático es la confrontación de antipatías enfrentadas. Ellas se encuentran para que crezca el desencuentro. Como resultado más evidente se produce el encierro en un ideal individualista en tanto que forma compartida de egoísmo. De ahí que sea tan decisiva la reivindicación de que, puestos a proceder simpáticamente, y conscientes de que la simpatía llega a provocar sentimientos conformes o análogos, se promueva una suerte de afinidad o de inclinación afectiva, una comunidad que ya induzca a un determinado comportamiento.

 

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Para tiempos mejores

Por: | 19 de abril de 2013

Michal Macku Gellages
No faltan razones para mostrar, cada cual a su manera, que no nos satisface lo que ocurre. No está bien. No es cuestión ahora de realizar un resumen de las razones, ni de quedar apegados a lo más coyuntural, ni de distraernos con debates más o menos fecundos en los que aliviarnos señalando responsables y culpables. Y ha de hacerse, pero en esta ocasión nos inquieta en qué modo lo que nos ocurre nos afecta a nosotros mismos, al vernos en la necesidad y en la obligación de responder. No insistiremos en la afirmación de Cioran de que “la lucidez es incompatible con la respiración” con el fin de malentender lo que dice y suponer que es mejor no saber. La lucidez es, en todo caso, una claridad, una intensidad, una forma, y no una cantidad, una suerte de exceso. Otro asunto es ser un iluminado o un enterado.

Poniéndonos en la mejor de las situaciones, es razonable encontrarse no pocas veces airado. Lo interesante sería que fuera compatible con ser mesurado y tener determinación. Es comprensible que, de todas formas, ni es igual de posible, ni según qué condiciones hemos de pedir a los demás lo que va más allá de lo viable. Así que nada que objetar. Podemos debatir sobre los modos de expresión o de manifestación y su alcance, pero desde luego no es cosa de ignorar la capacidad y la legitimidad para hacerlo de forma adecuada. Ahí estaría la cuestión.

Resulta inquietante, sin embargo, hasta qué punto, no ya los demás, que también, nos vemos afectados por nuestro propio proceder. La permanente queja, la constante insatisfacción, descontento, malestar, sin dejar de considerarse en muchos casos justificados, acaban generando una forma de estar que convendría que no llegara a forma de ser. En el extremo, nada nos gustaría ni satisfaría. Y es más, sólo querríamos acompañarnos por quienes lo ven igual. Buscaríamos noticias y mensajes que confirmaran este profundo malestar. Cualquier otro tono sería sospechoso de encubrir la realidad, de no afrontar el asunto con realismo, de enmascarar lo que ocurre. Y si ya irremediablemente algún hecho habría de poder tildarse de estar bien o de ser conveniente o pertinente, entonces debería ser incluido en el terreno de lo anecdótico, y desde luego calificarse de poco relevante o excepcional. Hablar bien de algo o de alguien sería muestra de complicidad. No hacerlo jamás supondría franqueza, valentía y sinceridad. Y, desde luego, dado el actual estado de cosas, algo de eso podría ser cierto.

La cuestión es si se trata de que, puesto que es tanto lo que ha de hacerse, y de tanto alcance y calado, y en tantos frentes y desde tan variadas perspectivas, por ahora sólo nos quepa dejar constancia de ello y manifestar disconformidad. No está mal y no es poco. Cabe plantearse si, aunque quizá no siempre se pueda mucho más, es suficiente.

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Escribir a mano

Por: | 16 de abril de 2013

Marie marziac je me souviens
No se excluye que suceda con otros modos, pero escribir a mano nos ofrece la posibilidad de experiencias singulares de pensar. Al cesar de hacerlo, nos despedimos de formas de enfrentar nuestro propio cuerpo y de considerar lo que hay, que propiamente se corresponden con su peculiar proceder. Sin nostalgia, pero con voluntad de constatación, al dejar de escribir de esa manera, no es sólo la manera lo que se deja. Y no es una distinción que pueda medirse en términos de calidad de la escritura, ya que se producen excelentes resultados y magníficas creaciones con diferentes escrituras y formatos. No parece residir el secreto en que el texto pase por tejerse a mano. Aunque, en algún sentido, siempre lo hacemos.

La pausada y pormenorizada caligrafía, como escuela de estilo, de organización y de cuidado de los detalles, desborda la estética y garantiza el marco en el que nace la necesidad del estilo singular. Y efectivamente, se dice que cada quien tiene su letra, en muchas ocasiones bien reconocible. Su reiteración viene a ser una firma que nos confirma. Y hay toda una legibilidad que no se agota en el aspecto y que nos permite decir que es buena o mala. En el espejo de nuestra propia escritura nos desvelamos incluso ante nosotros mismos, en una suerte de desprendimiento. Al escribir a mano nos ofrecemos de un modo corporal. Una nota, una carta, un texto se expiden como envío que nos llega siempre en cierta medida de alguien. Nos dice. Y si eso ocurre en cualquier caso, más en especial cuando la mano se ha deslizado hasta dibujar y conformar letras, sílabas y palabras.

La escritura a mano es una escuela de vinculación, de enlace, de memoria, en la que los rasgos se dan en una continuidad únicamente quebrada por la irrupción en blanco de pausas y silencios. Y empieza por ser la vertebración de toda nuestra posición vertida en cada punto en los que la elaboración de lo que decimos se va  conformando poco a poco mediante la acción artesanal de esta escritura a mano. Entonces resulta tan personal que viene a ser de puño y letra. Hasta el extremo de que puede considerarse el pensamiento de la mano, la mano como pensamiento. No se trata sólo de entregarla al quehacer del pensar, sino a la efectividad de una mano que a su vez participa en las decisiones, es postura y posición, es peculiar diferencia frente a cualquier indicio de uniformar. Es como si cada letra singular aguardara su efectiva articulación en las palabras que componen este juego fecundo en el que consiste el ejercicio físico que es también la escritura.

Se ofrece entonces la mano como donación del cuerpo de los afectos entregado en dicha escritura. De no hacerlo, todo se reduciría a garabatear letras y signos. En otro caso, queda en el texto el rastro de ese cuerpo entregado.

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Vidas silenciosas

Por: | 12 de abril de 2013

Jaya Suberg
Cada quien vive su vida con alguna forma de silencio. Pero, además, hay algo de enigmático y de desconocido en tantas existencias que tienen que habérselas consigo mismas sin demasiadas posibilidades ni siquiera de oxigenar o de airear lo que les ocurre. Todo en ellas es difícil y dura cotidianidad. Cuanto sucede más allá del alcance de nuestras informaciones se sume en la bruma de lo que damos por supuesto. Y esta actitud no siempre implica respeto a la intimidad. Hay una cierta impiedad social, que es el nombre de la desconsideración, de la falta de compasión, esto es, de la ausencia de un pathos común. No se trata de añorar ninguna condescendiente superioridad, sino de reivindicar la más elemental simpatía, la de un sentir compartido. Sólo en caso de que algo traspase los umbrales del reducto en el que se desenvuelve ese silencio, nos permitimos conjeturas que nos posicionan, que pretenden ratificar o confirmar incluso lo que nunca dijimos o pensamos. La verdad es que más bien estamos en otra cosa.

Sin duda, hay en las vidas silenciosas algo de vidas silenciadas. Zygmunt Bauman va más lejos y llega a hablar, con una expresión que da cuenta de lo que no nos podemos resignar a aceptar, de vidas desperdiciadas. Y señala una serie de estrategias que conducen a ello a la hora de convivir. De separación, como exclusión del otro, de asimilación, despojándole de su otredad, y de invisibilización, haciéndolo desaparecer de nuestra consideración mental. El asunto es aún más inquietante si nos referirnos a la indiferencia que vertebra tantos comportamientos sociales y es preciso reconocer que, de una u otra forma, nos alcanza. Y ni siquiera esto sería suficiente. En la sociedad de la aparente transparencia, en la de la proliferación de los contactos y de las noticias, no poco se alberga en espacios sin lugar y sin encuentro, que sólo destellan como incidentes, como estallidos, y tal y como se dice, en tanto que gritos del silencio.

Todo se ve encauzado a que el espectáculo de la gran y permanente relación, de la comunicación sin fisuras se desvanezca ante las experiencias de lo inconfesable de las vidas que parecen destinadas a no ser consideradas como vividas. Y no obstante lo son. Nada, ni siquiera el silencio, puede acallar esta verdad, que sin embargo no deja de ser una verdad silenciada. Ni siquiera en muchos casos hay tanto que contar. Y eso no significa que por ello pase a ser vulgar. En realidad, su relato es el del puro quehacer que coincide con la permanente ausencia de reconocimiento. A veces, ni siquiera los más próximos lo aprecian. Se produce una invisibilidad. No es que no se transmita, es que es tal la difuminación que ni siquiera es preciso ocultarlo. Casi parece una esfumación, un ingreso en el ámbito de lo irreal. Pero, mientras tanto, no por ser silencioso es irrelevante. Aunque su valor ya no es negociable.

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Clases de riesgo

Por: | 09 de abril de 2013

Eric-zener_peinture Stepping Off 2010
De una u otra manera vivimos en la incertidumbre. No está mal conocer los riesgos, pero cuando ocupan todo el espacio, ya sólo cabe hacer equilibrios. En multitud de ámbitos, cada vez se hacen más improbables, si no determinados fundamentos, sí al menos algunos terrenos estables. Lo que hay se torna movedizo, inconsistente, inestable. La intemperie se ha revelado en su esplendor y en algunos casos se presenta en su más cruda verdad, en las diversas y radicales maneras de hambre, que remiten a la más decisiva y elemental, la de una necesidad sin adjetivos.

En definitiva, no hay vida sin riesgo, pero no resulta fácil vivir en un permanente precipicio. No se trata de un mayor o menor atrevimiento sino simplemente de indefensión. Se propicia de este modo un temor no siempre explícito que lo puebla todo de reticencias y de cautelas y que podría ser la antesala de alguna forma de docilidad, que se presentaría como razonable. Casi se requeriría como mejor condición la de ser habilidoso para desenvolverse. Tal capacidad no siempre estaría sustentada en el buen quehacer y en el conocimiento sino, por lo que se ve, en una serie de destrezas cuyo único fin consistiría en no caer, al menos uno mismo. El objetivo primordial no sería ya llegar, sino simplemente mantenerse. Con tal planteamiento, el temor de unos garantizaría que para otros los riesgos son imperceptibles.

En una sociedad en la que el razonable temor consistiera en cómo conservarse no es preciso subrayar en qué valores se entronizaría. Cada quien habría de estar tan cuidadosamente pendiente de sus propios avatares, de su delicada situación, de los desafíos que le acucian, de las respuestas que ha de dar, que de hecho ya le parecería bastante con tener que sostenerse. Cualquier mirada desplazada o cualquier desatención a los propios asuntos resultarían fatales. Todo se reduciría a sobrellevar la coyuntura. En tal escenario, cabrían dudas de que lo más innovador o lo más emprendedor consistieran en dar un salto al vacío, en nombre de la audacia.

Si acabamos situándonos en condiciones extremas, el único horizonte será perseverar en el equilibrio. Y si se insiste en ello, pronto se comprenderá que no encontraríamos alivio ni consuelo alguno en considerar que cada quien se debate en su propio alambre. Esa comprensión, con independencia de la buena voluntad, acabaría teniendo el rostro de un individualismo insolidario. Y, además, en nombre de la sensatez. Puestos a conducirnos al límite, no es éste al que deseamos vernos abocados. Lo peor no sería la falta de expectativas, sino que resultara indiferente tenerlas.

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Afectados

Por: | 05 de abril de 2013

Tommy Ingberg Army
Con porte decidido y enérgico, en ocasiones nos desenvolvemos activamente sin movernos del sitio.  Cuando lo que ocurre no parece afectarnos tanto, consideramos que debemos estar bien encaminados. No seríamos propiamente los afectados. La orientación y la pose del paso resultarían suficientemente uniformes con lo que nos rodea o, al menos, conformes. Una cierta homogeneidad nos procuraría el alivio de sentirnos protegidos, envueltos por cuanto vendría a confirmarnos. En tal caso, el apaciguamiento que se nos ofrece se presentaría como una suerte de identidad para nuestro amparo. Sin embargo, hay algo de mueca más que de gesto, de esfuerzo y de rigor, si bien para finalmente ratificar la inmovilidad.

Tal actitud no es en realidad la de un compás de espera, sino de presunta firmeza, aunque más bien podría ser de pasividad, de fijeza. Ya no necesitaríamos más motivación. La mera colocación, nuestra posición, bastaría, por lo visto, como razón suficiente. Y aunque prefiriéramos mejorar, entenderíamos por tal avanzar en la dirección ya señalada, ya marcada, ya compartida, ya adoptada. Sentiríamos que es tarde para rectificar. Y no sería cosa sólo de tiempo. El debate es si vamos hacia quién sabe dónde, o si sencillamente no somos conscientes de que, aunque nos movamos mucho o poco, podríamos haber llegado. Quedamos conformados, que es más y algo otro que conformes. Eso no significa que no queramos cambiar, progresar, sino que la posición nos orienta, y si nos descuidamos nos determina, en una dirección. Creemos poder quizá desplazarnos, pero esto es insuficiente. Tamaño movimiento no nos diferencia. Ni siquiera por llegar antes o más lejos vendríamos a ser radicalmente otros. Somos distintos pero podríamos ser igual de indiferentes.

Eso no nos impide sentirnos peculiares, muy especialmente por una incomodidad tan propia que nos hace pensar que, por mucho que la compartamos, no deja de ser muy nuestra. Las relaciones con los demás son de mayor o menor celeridad, de reposo o de movimiento, como partículas que de hecho no conforman un cuerpo, aunque definan su individualidad. Y no deja de ser luminoso que Spinoza, leído por Deleuze, nos ofrezca un plano de inmanencia y de consistencia para comprenderlo. Y es gratificante comprobar cómo el pensador francés adopta términos geográficos para dilucidarlo. Si a este conjunto de relaciones las denominamos longitud, llamaríamos latitud al conjunto de afectos que llenan y completan un cuerpo en cada momento, es decir, a los estados intensivos de la fuerza de existir, al poder de ser afectados. Se establece así la cartografía de un cuerpo. Y vivimos en el ajetreo de la longitud, insensibles a la cordial latitud.

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Lo incomunicable

Por: | 02 de abril de 2013

Lu cong 10

Invocar el enigma y el misterio de la vida, y de cada existencia singular, puede resultar insuficiente para hacernos cargo de aquello que no acabamos de comprender y sin embargo nos constituye. Y no parece fácil ni explicarlo, ni describirlo. Decir que cada quien guarda su secreto no aclara demasiado. Entre otras razones, porque el asunto no es ahora lo que se oculta a los ojos y al sentir ajenos. La cuestión es no pocas veces lo que se hurta a nuestra propia consideración. Cuando no hay mucho que decir y todo parece estar dicho, sin embargo es como si algo bien decisivo quedara ausente de cualquier explicitación. No es que nos lo guardemos para nosotros. Es que ni siquiera propiamente lo poseemos. Es muy  improbable, sin que sea necesariamente de modo sofisticado o grandilocuente, no haber sentido que estamos desbordados por lo que somos, y no sólo por lo que nos pasa, y es frecuente no saber apenas de uno mismo. Es como si sólo nos dijéramos cuando reconocemos que, puestos a sorprender, somos los primeros sorprendidos.

La falsa tendencia a considerar que esta experiencia es producto de una profunda elaboración teórica ignora que es de una contundencia y de una cotidianidad tan constantes y radicales que en muchos ámbitos ni siquiera es preciso argumentar para convencer. Nos ocurre. Y a quien le sucede no precisa demasiadas aclaraciones. Pero sí algunas. No es una extravagancia saber que no nos tenemos del todo y que quizá no nos tendremos nunca. Y ello no sólo constituye nuestra soledad, sino nuestra identidad y nuestra diferencia. Resulta tan trivial, que prácticamente tiene tendencia a desaparecer. Es lo que ocurre con algunas evidencias, que son todo un secreto.

La reiterada cita de Wittgenstein acerca de lo que no se puede hablar, considerando que hay que callarlo, mientras Adorno insiste en que precisamente de ello ha de hablarse, encuentra interlocución en Eco, quien a su modo vendría a decir que de lo que no se puede hablar hay que narrarlo. La cosa es si cabe hacerse. Que Hegel haya puesto, como suele, el asunto en un desafío absoluto, al subrayar que no hay lo inexpresable, no nos alivia ni nos evita ciertas cuestiones. Ni siquiera está claro que nosotros mismos no seamos en cierto modo de lo que no hay. Y ello es un estímulo. Entonces, lo determinante es el modo de respuesta, que siempre es un modo de decir. Ni lo sabemos ni lo podemos todo al respecto, pero precisamente esta escisión es la clave de cualquier comunicación.

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