El humor está de actualidad, incluso el mal humor y, hasta si se tercia, el humor malo. Es inquietante depender de los estados de ánimo, pero no lo es menos hacerlo de los estados de humor. Aún siendo preferible tenerlo bueno, lo que realmente merece nuestra admiración es el sentido del humor. Por cierto, más improbable de lo que aparece a primera vista. Y ese sentido no es tan fácil de improvisar. Obviamente es algo bien distinto de ser gracioso y, más aún, de pretender serlo.
Parecería que en tiempos difíciles y complejos, ciertamente complicados, es de buen gusto incrementar las dosis de humor, aunque no hay que descartar que, de no ser verdaderamente atinadas, más bien producen desolación. Y, por razones distintas a las perseguidas, alguna carcajada. No digamos si es preciso aclarar que se trata de una broma, sea del gusto que fuere, a la que, con demasiada frecuencia y precipitación, se le supone sentido del humor.
Hay que reconocer que tiene gracia tratar de definir el humor, dado que más bien consiste en atreverse con los límites, quebrarlos, desenvolverse entre ellos, merodearlos, convivir con lo que siempre es fronterizo, y provocarlos, y desconcertarlos y sorprenderlos. Es cuestión de no dejar que se establezcan con rigidez, ni permitir quedar atrapados por un perfil preestablecido. Y en ello habita como una posibilidad lo inaudito, lo inesperado, la capacidad de creación que destella en la inteligencia, lo que la desborda y sin embargo es tan suyo. Siempre conlleva un desplazamiento, una suerte de dislocación.
En definitiva, el humor es un modo peculiar y singular de inteligencia y de sensibilidad. Y es suficiente carecer de esta última para que la inteligencia se desvanezca. Ni es incompatible con la seriedad ni se opone a ella y, desde luego, ni basta ni es aconsejable la frivolidad o el descaro para considerar que por sí solos denotan sentido del humor. En todo caso, podrían significar su ausencia.