Entre los múltiples debates a los que nos hallamos abocados, no ha de desconsiderarse el que libramos con nosotros mismos. En ocasiones algo soterrado, pero de una u otra forma permanentemente presente. Sin duda, acuciados por desafíos de importancia, podríamos suponer que no estamos para tamaños cometidos, pero a veces ya no hay modo de eludir el vérnoslas en la necesidad de encontrarnos con quienes somos. Puede obedecer a un cambio de actividad, a la perspectiva de un supuesto tiempo más dilatado, a esas temporadas en las que uno se propone objetivos o al menos cabría verse liberado de algunas tareas. Y antes de exhibir el catálogo de cuestiones posibles o pendientes, podría producirse algo parecido a un cierto vaciamiento, la apertura de otro espacio, en el que plantearse algunas cuestiones. Y muy específicamente relativas a uno mismo.
No siempre estamos del todo seguros de que la desatención haya podido obedecer al exceso de ocupaciones. A veces podrían faltar las fuerzas o el imprescindible valor para enfrentarnos con lo que nos constituye singularmente y no necesariamente es extraordinario. Sin embargo, hay momentos en que incluso precisamos comprobarlo para abrirnos a nuevos desafíos, algo así como esperar más de nuestras propias posibilidades. Y en ello laten formas de aprecio de uno mismo decisivas, verdaderos indicios de que aún estamos vivos. Hay que apreciarse mucho para ser capaz de mostrar insatisfacción con lo que ya somos.
Tarde o temprano, la desconsideración para con uno mismo suele producir estragos en la relación con los demás. Lo que denominamos insoportable en no pocas ocasiones lo es, pero desde luego se nutre de la experiencia de la propia insatisfacción, lo cual no significa que ésta sea su causa. Sencillamente, lo hace crecer. Que con buenas razones no nos guste lo que ocurre no excluye que quepa estar descontentos de hasta qué punto somos capaces de vivirlo con intensidad y decisión. El trato con uno mismo es ya transformación que no se agota ni se reduce a un asunto personal.