Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

De uno mismo

Por: | 28 de junio de 2013

Daniel coves 800

Entre los múltiples debates a los que nos hallamos abocados, no ha de desconsiderarse el que libramos con nosotros mismos. En ocasiones algo soterrado, pero de una u otra forma permanentemente presente. Sin duda, acuciados por desafíos de importancia, podríamos suponer que no estamos para tamaños cometidos, pero a veces ya no hay modo de eludir el vérnoslas en la necesidad de encontrarnos con quienes somos. Puede obedecer a un cambio de actividad, a la perspectiva de un supuesto tiempo más dilatado, a esas temporadas en las que uno se propone objetivos o al menos cabría verse liberado de algunas tareas. Y antes de exhibir el catálogo de cuestiones posibles o pendientes, podría producirse algo parecido a un cierto vaciamiento, la apertura de otro espacio, en el que plantearse algunas cuestiones. Y muy específicamente relativas a uno mismo.

No siempre estamos del todo seguros de que la desatención haya podido obedecer al exceso de ocupaciones. A veces podrían faltar las fuerzas o el imprescindible valor para enfrentarnos con lo que nos constituye singularmente y no necesariamente es extraordinario. Sin embargo, hay momentos en que incluso precisamos comprobarlo para abrirnos a nuevos desafíos, algo así como esperar más de nuestras propias posibilidades. Y en ello laten formas de aprecio de uno mismo decisivas, verdaderos indicios de que aún estamos vivos. Hay que apreciarse mucho para ser capaz de mostrar insatisfacción con lo que ya somos.

Tarde o temprano, la desconsideración para con uno mismo suele producir estragos en la relación con los demás. Lo que denominamos insoportable en no pocas ocasiones lo es, pero desde luego se nutre de la experiencia de la propia insatisfacción, lo cual no significa que ésta sea su causa. Sencillamente, lo hace crecer. Que con buenas razones no nos guste lo que ocurre no excluye que quepa estar descontentos de hasta qué punto somos capaces de vivirlo con intensidad y decisión. El trato con uno mismo es ya transformación que no se agota ni se reduce a un asunto personal.

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El mejor y lo mejor

Por: | 25 de junio de 2013

Pepe pérez corriendo tras el caballo
No ser el mejor es lo más frecuente, incluso lo más probable, y ello no significa ni falta de capacidad, ni de dedicación. Celebramos a quienes sí lo son, singularmente si se trata de algo digno de admiración por su sentido y su alcance. Y más aún a cuantos saben serlo y también en esa medida son una emulación. En general, implica reconocer que uno no lo puede todo solo, que ha precisado de los demás para crecer, para progresar y, por tanto, incluye generosidad y agradecimiento. De no ser así, podría darse la paradoja de ser el mejor sin ser de lo mejor. Por eso conviene andarse con cuidado antes de establecer un manual de instrucciones para triunfar o de presuponer en qué consiste.

Otra cosa es que consideremos encomiable que se trate de lograr lo mejor de sí, de no dilapidar las posibilidades, de desarrollar las cualidades y de impulsar lo más atractivo y fecundo de uno mismo. Y, en especial, de no concebirlo como una ostentación, sino como un despliegue de lo que cabe hacer y ser. Hasta los mejores dones sólo se preservan si se entregan, si se ofrecen, si se dan, no si uno pretende guardarlos exclusivamente para sí. Se confirma de este modo, una vez más, que para ser el mejor no es suficiente con los resultados. O más exactamente estos han de incorporar la más importante de las condiciones para serlo, es decir, no creer que uno se basta a sí mismo. Quien no agradece y no se percata y asume lo recibido muestra que, aunque sea el primero, no es el mejor.

Tras el más individual de los éxitos hay siempre una gran labor colectiva. Ello no le resta ni mérito, ni valor a lo logrado. Antes bien, lo pone en su lugar y lo engrandece si se es capaz de reconocerlo. En este contexto conjunto es en el que brilla esa labor singular, peculiar y tan digna de admiración que consiste en ser el mejor. Y es muy elocuente cuando alguien es capaz de desplazar la mirada y de compartir ese espacio. Muy especialmente si con esa ocasión se sustentan valores, se expresan y defienden ideas y se explicita lo que ha alentado y alienta la labor. De ser así, el reconocimiento impulsa toda una labor común y, de alguna manera, con el mejor todos venimos a ser mejores.

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De música

Por: | 21 de junio de 2013


Martin kimas DOS
La música no es la simple expresión de nuestros sentimientos. Aunque la situáramos en los meandros de la voluntad, lo decisivo es lo que tiene de desbordante respecto de cualquier caracterización unilateral. Un mundo sin música supondría la pérdida del mundo mismo. Entre otras razones, porque en el corazón de cada idea, en el corazón de cada concepto, en el seno mismo de la realidad late la dimensión musical. En este sentido, es la vibrante y sonora verdad del espíritu de cuanto hay, que resuena en ella.

Desde esta perspectiva, cuando se habla de educación musical, no se reduce al aprendizaje, sin duda imprescindible, de técnicas y de procedimientos, sino de toda una formación que da armonía y comprensión a la existencia. Se insiste en la constancia, en la disciplina, en el rigor que ello exige, pero asimismo es determinante para alumbrar un pensar musical, verdadero horizonte de todo pensamiento. Conjuga distancias, medidas, equilibra, procura espacios, ofrece aires y silencios, mesura y ponderación. No limita lo existente al cabrilleo de las apariencias. Ahora bien, no por ello las ignora.

En una sociedad poco propensa a la atenta escucha, a la consideración, la música sostiene el decir de las palabras y no sólo con su articulación y su ritmo, sino con su búsqueda y proyección, con su alcance, e indica caminos y abre posibilidades y pone en cuestión verdades supuestamente evidentes. Es también alivio y refugio, pero su inquietud, incluso en la intimidad más lírica, nos ofrece la intensidad que no siempre somos capaces de procurarnos o de sobrellevar. No se limita a ser compañía y, si lo es, procura alguna dislocación. Y tiene sus efectos. Quizá procura a su vez dicha y gozo de vivir.

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Con perspectiva

Por: | 18 de junio de 2013

Claire Pestaille 1
Se oye con frecuencia decir que se trata de la opinión de otro, como argumento para justificar que, dado que cada quien tiene la suya, es cuestión de limitarnos a dejar constancia de esa diversidad. Cada cual lo ve a su manera y no hay nada que añadir. Y si nos descuidamos a eso lo llamamos tolerancia. Sería tanto como admitir que nos desenvolvemos entre el máximo común divisor y el mínimo común múltiplo. En cualquier caso, algo común. Se desatendería de ese modo que precisamente lo común no es sin más algo dado, sino asimismo algo procurado, decidido, algo acordado. Se asentaría la posición individual, diciendo que cada uno dispone de la propia, y que no sólo la percepción de los objetos es diferente, sino que también las convicciones, las ideas y los valores nos hacen mirar y ver de un modo determinado. Son perspectivas.

Si bien de ello puede desprenderse con algunas razones que no hay un modo único y verdadero de proceder, ni un lugar exclusivo en el que situarse, sin embargo hay formas de atender que son más que ver. Contemplar y considerar supone no reducirse al simple constatar lo inmediato y es más un hacer con capacidad de armonizar, de dinamizar y de historizar lo visto. Y para eso se precisa activar el discurrir, a fin de que haya en rigor discurso.

Puestos a deducir con urgencia algo al respecto, semejante perspectivismo no afectaría ni solo, ni tanto, a la diferencia en el mirar, sino a la diferencia en la singularidad irremplazable de cada vida particular. Ortega y Gasset, tan traido sobre este asunto, insiste en que “lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra”, pero para deducir no sobre la inconsistencia de lo que vemos, sino sobre la contundencia de quienes somos al hacerlo. “Somos insustituibles, somos necesarios”, prosigue en El espectador.

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Saber encontrarse

Por: | 14 de junio de 2013

Edgar Eduardo Mancilla 5
No es tan fácil dar consigo mismo. Sobre todo si de entrada uno se tiene por supuesto. En tal caso, para empezar, el asunto carecería de interés. Más bien, el único modo de hacerlo es comenzar por reconocer alguna distancia y alguna diferencia, no ya con los otros, sino con lo que se pretende que se es. Incluso, en cierto sentido, para encontrar a algo o a alguien es preciso situarse enfrente, ante, contra, Y esta posición ha de ser más un lugar en el que no conviene establecerse sólo para ver, para entender.

Hasta para quien tiende a buscar qué defender, de qué estar a favor, de quién hablar bien, resulta imprescindible saber que en ocasiones es necesario estar en contra. También en ciertas circunstancias ha de adoptarse una abierta y cautelosa posición ante lo que no compartimos, a pesar de que prefiriéramos comprender.

Podría pensarse que en general lo que defendemos es para oponernos a algo a alguien. No necesariamente, aunque tampoco se descarta. Otro tanto podría decirse de aquello a lo que abiertamente nos oponemos, como un modo de amparar distintas convicciones y derechos. Contra el hambre, contra la pena de muerte, dice a favor de su abolición. Incluso para estar en contra, siquiera aún no explícitamente, nos situamos en alguna posible propuesta o posición. No precisamente ha de tratarse de una mera oposición basada en la controversia con el otro, sino con aquello que es objeto de lo que nos importa hacer valer.

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No es tan sencillo

Por: | 11 de junio de 2013

Golucho alma y las sombras
Suele reiterarse, no con pocas razones, que la vida, generalmente, no ha sido ni es fácil ni sencilla, al menos para algunos, para muchos. Y no ya sólo por la complejidad de las tareas y de las situaciones, sino porque de una u otra manera hemos de debatirnos con la necesidad de sobrellevar lo que, pareciendo más propiamente nuestro, no acabamos de comprender. Y es entonces cuando pesan cada jornada, cada situación, cada instante. Pero es ahí donde se trata de encontrar los caminos que nadie es capaz de transitar en lugar del otro. Podemos acompañarnos, ayudarnos. Nos necesitamos. Bien pronto experimentamos lo que no siempre sabemos describir y hemos de aprender a vivir con  incertidumbres que sólo hasta determinado punto podremos compartir.

Tales incertidumbres no disminuyen. En algunos casos se desplazan, se sustituyen unas por otras. Sin embargo, según se cumplen etapas, reaparecen diferentes en sus diversas modalidades. Según crece el conocimiento, se incrementan con él los desconocimientos y surgen nuevos. Una vez atendidas las más inmediatas necesidades, no dejan de brotar otras urgencias. Ello no significa que hemos de aceptar el estado de cosas o que no haya quienes en verdad precisan de lo más elemental, de lo más imprescindible. Y tal ha de ser nuestra prioridad.

Asimismo, eso no supone que, dado que no encontraremos jamás la satisfacción completa, es cuestión de resignarnos con nuestra actual situación. Hemos de debatirnos permanentemente con las propias limitaciones y sobreponernos una y otra vez. En esa tarea consiste vivir. Y tal es la verdadera lucha, el gran esfuerzo requerido, incluso el de ser capaces de habitar nuestra propia soledad. Y hacer de ello una ocasión para superar las vicisitudes en las que nos hallamos. Desde ese reconocimiento podremos afrontar los desafíos.

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La espera y la despedida

Por: | 07 de junio de 2013


John willian godward la señal 2
Tras las despedidas, y casi siempre, “hay que ser valiente para olvidar”. Así nos dice Toyo Shibata en su “Recoge la luz del sol con las manos”, convocándose, a su avanzadísima edad, a ser fuerte en la soledad. Y ciertamente, a veces se trata de eso. Aunque también en ocasiones es preciso recordar. Tal vez es cuestión de no dilapidar la memoria, que es el juego del recuerdo y del olvido. Sin embargo, en cualquier caso, toda despedida, incluso la más deseada, comporta alguna forma de sufrimiento. Ahora bien, la no buscada puede conducirnos a un dolor profundo, intenso, inenarrable.

La espera ya anuncia la despedida. No sólo atiende el retorno, sino la llegada, el advenimiento. Pero en el corazón de todo encuentro late ese momento en que habremos de separarnos. Y no es cuestión de retener ni a los demás ni al tiempo. Vivimos en una despedida permanente. Y ello implica reconocer que precipitar el acceso es alcanzar alguna suerte de desprendimiento. Quizá en eso consista educarse, en aprender a aguardar, a esperar, a demorarse, a no exigir que todo lo que deseamos, incluso necesitamos, ocurra inmediatamente aquí y ahora.

Todo se nos hace lento, y nos cuesta  dejar florecer y madurar. Encontramos demasiada distancia entre la indicación de que algo se produzca y la ejecución de lo decidido. Si todo se nos hace moroso es porque no hay tiempo que perder, es urgente cada cosa y, en esa medida, nada especialmente. Queremos que suceda para por fin reiterar el movimiento que nos conduce a necesitar otra cosa. Así la espera se agosta y cualquier instrumento, aparato, medio o medida es valorado según su rapidez. Su eficacia es su prontitud. Ahora bien, nunca es suficiente. Tenemos prisa para llegar a un supuesto más lejos, que no pocas veces no viene sino a confirmar que no nos movemos del sitio.

La espera y la despedida coinciden de tal modo que ni siquiera hay un tiempo ni un espacio en los que saborear lo logrado. Lo que nos alcanza viene yéndose a tal velocidad que se va sin prácticamente haber llegado. Se limita a ser una despedida insistente.

Su ser consiste en pasar. Consideramos que así vencemos a la muerte, pero al precio de no dejar nacer. Para que las cosas no fallezcan, se trataría de que no fueran. Para no temer perderlas, que ellas ni nos toquen. Y así, a fin de no morir, en realidad no vivimos.

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Todos únicos

Por: | 04 de junio de 2013

Zhang Linhai
A pesar de ciertas apariencias, tenemos una irrefrenable tendencia a ser uno más. Incluso mediante el procedimiento de no tratar de serlo, que es el modo en que confirmamos lo que nos parecemos. No está mal buscar ser únicos, y en eso nos diferenciamos: en serlo. Y en eso nos igualamos: en pretenderlo. No hemos de minusvalorar la sencillez y la lucidez que comporta saberse uno de tantos. Ni el hecho de llegar a ser nadie, cosa más celebrada por quienes tienen la posibilidad de elegir ese camino que por los que se ven conminados a tamaño silencio.

Pero, por otra parte, continúa buscándose ansiosamente reconocimiento. Y, desde luego, quien posee un afán desmesurado de ser agasajado no tiene límite, ni cabe cumplimiento que lo sacie. Tamaña actitud garantiza al menos la permanente insatisfacción. Más allá de determinada voluntad por resultar notable, parecería que lo que se entiende por éxito incluye para algunos entronizar con ostentación la peculiaridad, a veces confundida con la originalidad. El desaforado intento de marcar distancias respecto de lo que es aceptado sería finalmente la única distinción. Para ello, no es preciso llegar a ser extravagante, basta ser alguien digno de ser señalado, alguien cuyo signo sea esa significancia. Y no es necesario que uno se desenvuelva en entornos de mayor proyección social o pública. Cada quien se procura espacios en los que jugar esa suerte, la de no quedar identificado con lo que es corriente. Incluso cierta modestia podría llegar a ser un indicio de distinción.

Sin embargo, ciertas épocas, obsesionadas no pocas veces por el afán de seguridad, tienden a uniformar los comportamientos, reactivando así modos de proceder tipificados. Finalmente preferimos encontrar cauces, que pueden llegar a ser moldes por los que transitar, amparados en la confianza de no llamar la atención. Y mientras por un lado deseamos ser tan irrepetibles como sin duda cada quien a su modo es, por otra parte, las pautas nos ofrecen pasos firmes y nos abrazamos a ellas ya que, como suele decirse, no parecen tiempos propicios ni para las improvisaciones, ni para las alegrías.

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