Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Nuestra frágil consistencia

Por: | 29 de octubre de 2013

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La estrategia de algunos de hacerse cargo de nuestra debilidad para ofrecernos una inmediata salida, la solución a nuestros problemas, la panacea de nuestros males ignora que somos conscientes de nuestra fragilidad, pero que eso no significa que hayamos de rendirnos ante las propuestas supuestamente salvíficas. Los expertos en ofrecer garantías y soluciones para todo olvidan que hay en nosotros algo inconsistente, y que lo conocemos, salvo por lo visto quienes dicen ser perfectos, por cierto menos frecuentes de lo que algunos suponen y desde luego que lo que algunos se consideran. Convivimos con lo mejorable, que nos es constitutivo. No se trata solo de dejar constancia de ello, aunque resulta indispensable saberlo.

La experiencia de nuestra fragilidad nos es tan habitual, tan cotidiana, que resulta difícil no encontrarla sustancial. Y hasta tal extremo que queda por ver si no somos radicalmente inconsistentes, y si ello no pertenece a nuestra condición, lo que no ha de ser una coartada para rendirnos al estado de cosas. Ahora bien, la fragilidad no es lo mismo que la debilidad. Se requiere firmeza para asumirlo y en eso radicaría quizá la mayor de las consistencias. Y nada de eso excluye el que precisemos compañía y ayuda.

Otra cosa es la fatuidad, la de lo deshilvanado, la de la presunción de lo infundado, no la de la asunción de que hemos de desenvolvernos en el terreno de lo discutible y de coexistir con lo infundamentado. No siempre ni todo está bajo control, ni tampoco en nuestra propia vida. Ni lo esperamos. De una u otra forma insistimos en lo reparador, en el descanso, en el alivio, en el suspiro, que airean nuestra existencia. Lo precisamos. Tratamos de suturar, de enlazar, de vertebrar, de unir, de tejer, para ofrecernos ámbitos, espacios y territorios con alguna consistencia. Pero una y otra vez se revelan efímeros, coyunturales, ocasionales, lo que no les resta importancia, ni siquiera un cierto carácter decisivo. En todo caso, ampararse en que algo no es definitivo para mostrar indiferencia equivale a reconocer prácticamente que nada habría de ser considerado.

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Un todo sin nosotros

Por: | 25 de octubre de 2013

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No deja de ser curioso cómo decimos todo, y muy en especial la palabra todo. Hay tantos todos que tal parecería que todo no tiene que ver con cosa alguna, ya que al hablar así cabría pensar que no aludimos a nada ni a nadie en concreto. Así, todo y el todo irían a lo suyo, que desde luego no sería lo nuestro. Entonces podría ocurrir que todo fuera bien mientras nosotros nos encontráramos mal. O, por el contrario, que todo fuera un desastre, mientras nosotros nos halláramos magníficamente. Ese todo sin nosotros no vendría a incluirnos, sino que podría mostrar su rostro edulcorado hasta significar poco más que en general o en líneas generales. O lo que es peor, sería un todo, siempre y cuando no se tuviera en consideración a cada quien.

De este modo, el alivio de que todo está bajo control sería solo relativo, ya que podría ocurrir que eso no nos afectara demasiado. Semejante todo no consistiría ni siquiera en la adición de situaciones singulares. Quizá fuera un todo que mejora, que mejora él, como cabe reponerse de una enfermedad. Pero entonces solo mejoraría la enfermedad, y no quienes la padecen, que resultarían secundarios. Y así nos encontraríamos con un todo más de pacientes que de agentes.

Considerar de esta manera al todo es fijarlo como una entidad abstracta, una identidad que avanza, se desplaza, suma y sigue, como si fuera suficiente con su cuantificación. Se limitaría a vérselas con la quietud y el movimiento, con el crecimiento o decrecimiento, si bien ello no le afectaría en su ser, ya que se comportaría con uniformidad y homogeneidad. Desconocería el dolor, el sufrimiento y la soledad y en cierta medida requeriría que se ocuparan de él las llamadas personas de carácter que no se incomodaran con los avatares de la singularidad. Él, el todo, sería unidad y totalidad. Lo demás, distraídas diversidades.

Sin embargo, cuando se trata de un todo concreto, más propicio a la mismidad que a la indiferencia, hemos de considerar que en él habita la relación con, esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis, la unión en una unidad y no la unidad insensible a la diversidad y a la pluralidad. El todo no es una uniformidad vacía sin relación. Sin efectiva relación, sin solidaria copertenencia, se desvanece o se impone, pero no se merece ser todo, ni llamarse de esa manera.

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Resistir

Por: | 22 de octubre de 2013

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Resistir no se reduce a parapetarse. Y menos aún a asentarse en una situación y residir, aunque sea incómodamente, en ella. Ciertamente, tiene que ver con velar o hacer valer una posición. Pero una posición es algo más que permanecer en una situación. Hay quienes estiman que resistir es poca cosa, que es preciso ser activo, incisivo, propositivo. Sin embargo, tal vez una adecuada consideración del resistir no excluye una intervención, antes al contrario, reclama una incisión en el actual estado de cosas.

La posición no se limita a ser una localización en el espacio. Si es una postura no significa que se quede en una pose, sino que es toda una actitud o un modo de disposición, incluso una forma de pensar o de conducirse. Ello impide anclar el resistir en el simple aguante. Asimismo es una manera de combatir y de enfrentarse, también a lo que pensamos. A su vez, la resistencia se ofrece y no es simple contraposición, sino que se interna en el desarrollo de los acontecimientos, provocando  un determinado cortocircuito que no se satisface con asumir lo que ocurre y con fijar el terreno. Algunas veces esto  no es poca cosa, pues muestra que no hay claudicación ni ante lo que se presenta como incontestable por supuestamente evidente.

En ocasiones, se trata de resistirse a lo que uno mismo ya es, a lo que parece definido, cerrado, firme, y se propone para ser receptivamente aceptado. Pero otras, la consistencia de la situación, su complejidad y su dureza impiden una posición distinta que la de afrontar lo que nos atañe sobrellevando lo que sucede, sin demasiadas posibilidades de sobreponerse. Es tan inminente y tan contundente, tan inviable de suscribir, que asumir esa situación requiere oponer una resistencia sin claudicación, por mucho que uno se haga cargo de lo inevitable. A la par, nos vemos conminados a un determinado ser y hablar, incapaces de franquear la línea. Ahí es precisamente donde quizá se abre otra posibilidad, la necesidad de una voluntad que puede denominarse voluntad artística. Es irreductible al saber y al poder y tiene la virtualidad de ofrecerse con una intensidad y una pasión que procura una relación de la fuerza consigo misma, un pliegue de dicha fuerza, una manera de vivir que puede denominarse resistir.

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Aprender a hablar

Por: | 18 de octubre de 2013

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Aprender a hablar es tarea que alcanza toda la vida. No basta con expresarse adecuadamente, lo que sin duda es tanto un logro como una necesidad. Menos aún con creer que es suficiente con que se nos entienda, como si el lenguaje fuera un mero instrumento de expresión o de comunicación. Bien se insiste en que el descuido de la palabra es descuido de uno mismo y de los demás.

El afán de considerar el lenguaje como un espacio para la reiteración repetitiva de mensajes y recetas subraya la consideración del hablar como un baúl de contenidos que han de difundirse o transmitirse. Así, aprender a hablar se reduciría a una retahíla que se apoderaría no sólo de nuestras palabras, sino del espacio de su emergencia, de aquello que nos constituye propiamente como somos y que supondría a la vez la desconsideración de los otros. Estaríamos poseídos por consignas para propalar.

No faltan ámbitos en los que mejorar técnicas y procedimientos, en los que lograr habilidades, alcanzar recursos y vincular todo ello a una verdadera incorporación que trate de alcanzar una compostura. Pero eso viene a ser una vaciedad formal si no va acompañado de un verdadero proceso argumentativo y de una capacidad de componer discursos. Hablar no es una simple exhibición de modos y de maneras.

Si en el Teeteto Platón insiste en que “quien habla bien es una bella y excelente persona”, no es precisamente por el simple atractivo de lo que dice o de cómo lo dice, sino por su relación con su forma de vivir, que es la auténtica palabra. Cuando esto ocurre, nos encontramos con lo que alguien dice de verdad y con la verdad de lo que dice. Y este es su principal argumento. La cuestión de aprender a hablar se centra entonces en la capacidad de aprender singularmente a decirse.

Sin embargo, semejante palabra se vacía cuando se olvida que es cuestión de hablar no sólo a alguien sino con él. La argumentación lo es en relación con otro y no considerarle es uno de los modos más frecuentes de un inadecuado y desajustado hablar. Respetarlo y reconocerlo supone contar con sus sentimientos, con sus afectos y con sus ideas y conceptos. De no ser así, hablaremos a lo más vulgar de nosotros mismos, eso sí, ante ellos. Y tal comprensión no significa coincidir con sus planteamientos.

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El tiempo que somos

Por: | 15 de octubre de 2013

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En cierto sentido, siempre queda poco. Decir que no tenemos tiempo o que disponemos de todo el tiempo del mundo coinciden en no ser conmensurables con lo que ocurre. En primer lugar, porque lo que poseemos no es nada que disfrutemos a fin de poder ir dosificándolo, como si fuéramos propietarios de una caudal para distribuir o desperdiciar.

Cuando decimos que todo lleva su tiempo, constatamos que con ello se va el nuestro. Es imprescindible saber esperar, pero mientras tanto, implacablemente, transcurre, y de modo inexorable. No es que él se dilapide, puesto que es bien abundante y generoso para con lo suyo, es que nuestra propia existencia va sucediéndose a la par. Entonces, ya no es el tiempo lo que nos resulta inquietante, sino su duración, y más en concreto, la nuestra.

No es necesario enredarse en demasiadas constataciones ni ir demasiado lejos con ellas, aunque no deja de ser curioso, y hasta desconcertante, la naturalidad con la que los días van haciendo de lo suyo, mientras nosotros vamos a lo nuestro, como si no tuviéramos que ver. No suele tardar en irrumpir la sorpresa por la celeridad de lo que ocurre y a veces lo que ocurre es sencillamente lo que transcurre: el tiempo. Y, claro, la vida. Ya se sabe que la edad, más que el tiempo pasado, es el tiempo que nos queda para dejar de tener tiempo. Con frecuencia se oye decir que algo está a punto, que por fin va a suceder, que es cosa inminente. Y este aguardar que efectivamente nos pone en guardia es una forma de subrayar que falta tiempo, poco, pero tiempo. Y qué pueda significar poco si hablamos de tiempo es bien discutible.

Cuando los momentos son extremadamente complejos y difíciles, cuando acuciados por las necesidades de cada día no hay tiempo que perder, cuando se hace imprescindible intervenir, es como si se produjera una verdadera convulsión. La excusa del tiempo podría valer para ser descuidado, para desconsiderar el porvenir, para ignorar de dónde venimos, para perder el sentido y el olfato históricos, que tanto reclama Nietzsche para el pensamiento. Precisamente, es como si empujados por la ausencia de tiempo, ignoráramos nuestra tarea y nuestra matriz histórico-lingüística. Se precisa entonces una retorsión, la que se produce al obrar poco a poco pero inmediatamente.

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"Yo sí he sido"

Por: | 11 de octubre de 2013

Luis fega-ragánEmpieza a ser muy infrecuente encontrar a alguien que diga “he sido yo”. Más aún: “yo sí he sido”. En especial, si se trata de asumir las responsabilidades, es decir, de dar respuesta y de afrontar las consecuencias de alguna acción. Todo parece predispuesto para una gran ceremonia de simulación, cuando no de disimulo, o de exculpación, que suele ser de inculpación a los otros. Parapetados en un conjunto de interposiciones, se buscaría eludir hacerse cargo de una decisión.

No es cuestión, desde luego, de sobrecargarse con todas las penurias y penalidades y de creerse protagonista singular de ellas, pero hemos de reivindicar y de reconocer en su alcance lo que realizamos. No siempre podemos presumir de nuestra vida, de nuestras elecciones y acciones, del ejercicio de nuestras tareas, trabajos, encargos o competencias. Habremos de permitirnos suponer algunos aciertos, pero sin duda también errores. Y en ocasiones con repercusión en la suerte ajena. Podríamos ofrecer explicaciones más o menos claras, o enrevesadas, incluso justificar y exhibir buenas razones, argumentar, mostrar la necesidad, presentar las causas, explicar la situación, los condicionantes, las alternativas, pero todo ello ha de pasar por la asunción que da cuenta, no solo de los límites, sino de las propias limitaciones y acciones. Y la tendencia es a reclamar que esto lo hagan los demás.

Así que si se trata de afrontar que no todo lo que hacemos es impecable, ni siquiera en cualquier caso presentable, conviene que, empezando por uno mismo, aprendamos a reconocerlo. No es cosa de hacer ostentación de los defectos o de las equivocaciones, ni tampoco de ignorarlos. Acuciados y urgidos no significa exentos de capacidad. Y hemos de ejercerla.

Bien distinta es la actitud de quienes invocan el proceder ajeno, como buenos expertos en exigir de los demás lo que no reclaman para sí, pero asimismo es cierto que se requiere singular ejemplaridad, e incluso capacidad de promover modelos susceptibles de emulación en determinados lugares y condiciones. Y hay quienes responden admirablemente en situaciones de extrema dificultad. No es cuestión de que amparados en ello se eluda la personal participación e implicación, cada quien en su ámbito, de la intervención en procesos colectivos y en decisiones que afectan a otros y que obedecen o requieren de nuestra colaboración, en definitiva de nuestra acción o de nuestra pasividad.

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La diferencia que da igual

Por: | 08 de octubre de 2013

Quentin Shih

Ser diferente no es en sí mismo un valor. Tratar de serlo, tampoco. Depende de qué, o respecto de quién. En cierto modo ya se sabe que no somos idénticos, ni es cuestión de que lo seamos. Ahora bien, el empeño permanente por distinguirse, aunque puede resultar interesante, exigiría definir en cada caso en qué consiste. Desde luego, la alternativa no es reducirse al mero acomodo a lo ya existente en la plana indiferencia que todo lo uniforma. Ni de clonar la caricatura del otro para deslumbrar con nuestra arrogante irrupción. El asunto es de una enorme importancia, pero no pocas veces viene a ser pura trivialidad, cuando se reduce a un concurso de apariencias o de apariciones que se centran en la fácil decisión de rendirse a lo que cada uno ya parece que es. A lo sumo, peculiar.

La singularidad alcanza a todo un modo de ser. Puede decirse que no se reduce a una manera de ver, sino que es una mirada. En definitiva, es otra forma de vivir, la que se corresponde con lo irrepetible e inconmensurable de nuestra existencia. Pero ello se desdibuja si no alcanza al pensar, al sentir, al decir. Por eso no es tan fácil ser idénticos, aunque tampoco lo es ser en verdad diferentes. Y, desde luego, no basta con preferirlo.

La tendencia a marcar aspectos propios se ve en ocasiones acallada por su reducción a notas o aspectos, a indumentarias o a pequeñas actuaciones o intervenciones. “Por algo se empieza”, suele decirse, y no pocas veces con ello se acaba, a eso se reduce. Sin duda, los detalles juegan un papel determinante, pero el desafío de la diferencia es más ambicioso. No es cosa tanto ni solo de no ser igual, lo que nos haría precisamente indiferentes, es cuestión de llegar a ser diferentes. Y esto solo ocurre en el seno de lo que los clásicos griegos denominan tò autó”, lo mismo, que en su diferenciarse nos posibilita ser diferentes en el seno de lo común, y sólo entonces.

La verdadera diferencia radica en tal caso también en la capacidad de verse afectado, en la pasión con el otro, para con el otro, y no sin más en la mera actividad de lo que hacemos. No es solo lo que pasa, es asimismo lo que nos pasa. La acción apática, la que parece realizarse sin concernirnos, es desconsideración para con los demás, pero también para con nosotros mismos.

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Razón de enseñar

Por: | 04 de octubre de 2013

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Pensar de verdad en los docentes incluye considerar lo que les ocurre a quienes enseñan. A pesar de tantas dificultades, bien conocen que son la razón de ser de su labor. Y al tenerlos bien presentes la cuestión es efectivamente quiénes son. Niños, niñas, chavales, adolescentes, jóvenes, hoy por hoy de todas las edades, son el sentido y dan sentido a la tarea de enseñar. Es preciso no sustraerse a lo que cada uno, cada una, son como seres singulares e irrepetibles. Y no es fácil. En la consideración por lo común, en la atención colectiva, no se diluye, antes bien resplandece, cada quien en su carácter insustituible. Sin duda, la labor es ardua y no siempre se disponen de los mejores ánimos o de las precisas fuerzas. Y condiciones. Y entonces quien enseña se encuentra efectivamente falto de recursos en múltiples sentidos. No de motivos.

Sin embargo, el buen docente no ve únicamente alumnos y alumnas, encuentra a seres singulares, quienes con alguna suerte de desamparo esperan, con no demasiada paciencia, y tienen necesidad sin conocer siempre lo que precisan. En la mirada de su desconcierto advierte aspectos de sí mismo, aunque no puede permitirse refugiarse en él.

Insistir en que no solo se educa en horario escolar es tanto como recordar que es tarea de todos, que nadie ha de desentenderse de esa responsabilidad que nos atañe. En cualquier caso, hay quienes, por su preparación, por su ocupación, su oficio y su competencia dedican tiempo de vida, vida propia, a enseñar. Y lo hacen a la par porque no dejan de ser capaces de aprender. Al encaminar y acompañar como docentes no cesan de buscar conducirse a sí mismos adecuadamente. Muestran, señalan, indican, significan. Y no pocas veces entienden la orfandad de quien les mira, tanto como la que ellos sienten al ser requeridos, en tantas ocasiones más allá de lo razonable, por mucho que sea dentro de lo imprescindible.

Es bien conocido que la desconfianza atenaza y que el desánimo no es el mejor componente de la audacia de enseñar. La necesaria labor crítica para con la actividad docente, si se tiene en cuenta que no es menor la que los propios docentes tienen de su propia tarea, no implica que esta haya de descalificarse. La mesura es profundamente educativa y la ponderación clave del equilibrio del juicio. El juego de las exageraciones no es cierto que estimule, al contrario, desalienta tanto como la palabra injusta.

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Muchas ocupaciones

Por: | 01 de octubre de 2013

 

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Las peripecias de cada día nos ocupan y entretienen tanto, sin necesariamente ser atractivas, interesantes, fecundas, o amenas, que es difícil sustraerse a la idea de que permanentemente estamos haciendo recados. Y no siempre porque alguien nos lo pide o manda explícitamente, aunque sí tengan algo de encomienda. Lo hacemos por precaución o por provisión. Venimos y vamos a un conjunto de tareas que en la práctica ocupan nuestra existencia. No hay mucho que contar al respecto, salvo que nos dediquemos a la narración de lo más trivial. Sería insensato lamentar este tener que hacer, pero no deja de ser inquietante que estas labores se produzcan sin disponer precisamente de otros alicientes que tenernos operativos. No pocas veces se agradece. Hay quienes no pueden siquiera permitírselo y ello parece suficiente para acabar encontrando que se trata de un privilegio. Así que, a la faena.

Bien es cierto que si solo realizáramos empresas de envergadura, de largo alcance, plenas de sentido, y únicamente nos entregáramos a esfuerzos de decisiva importancia, a los grandes acontecimientos de la existencia, no tardaríamos en descubrir que ni siempre son tantos ni para tanto. Y desde luego, algunos inquietantes. Sería suficiente, a la par, una mirada abierta y generosa para comprobar que otros cuidarían “lo secundario” por nosotros, si no para nosotros, como si meramente hubiéramos de dedicarnos a “lo que merece la pena”. En el extremo, los otros habrían de atender esas menudencias. Por ejemplo, en nuestro quehacer diario. Sin embargo, siempre es tiempo vivo, tiempo de vida. También para ellos, para ellas. Y en esto no deja de haber abusos.

En líneas generales, a pesar de lo enfático de ciertos discursos, los avatares cotidianos, las labores que tienen y entretienen nuestra existencia son de lo más común. Bastaría mencionarlas, enumerarlas, relatarlas, detenerse en su consideración, para ratificar que se nos va la vida en ellas. Pero precisamente, si nos dejamos de euforias, en esto consiste en gran parte vivirla. Eso no impide, antes bien propicia, los enormes desafíos y logros de los seres humanos, no pocos bien heroicos. Y algunas vidas, por otras razones, sin duda lo son. Sin embargo, los días, nuestros días, los de la mayoría, se reducen a un conjunto de actividades que no precisan ser rutinarias para ser poco apasionantes. Otro asunto es que algunos no lo necesitan para que resulten intensas y llenas de sentido y para otorgar una sencillez y una naturalidad que alcancen incluso la placidez.

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