Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Por fin un comienzo

Por: | 31 de diciembre de 2013

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No deja de ser sintomático celebrar el fin de algo. Salvo que obedezca al inicio de lo que se presupone mejor, o se confía en que lo sea. Entonces, más bien festejamos el encontrarnos en condiciones de poder celebrarlo, es decir de esperar y de desear. Pero también de que algo prosiga. Y no es tanto el asentimiento ante lo que se nos avecina, cuanto la posibilidad de que algo mejor o, al menos, no peor llegue a suceder. Es la celebración de la posibilidad, incluso de que la posibilidad sea efectiva posibilidad. Eso no deja de ser un privilegio. No ya la posibilidad como pronóstico de lo inevitable, ni como expectativa clausurada, lo que confirmaría más que su probabilidad, sino como apertura. Ello siempre comporta no pocas incertidumbres, pero hasta son bien recibidas si cabe algo diferente que se sobreponga a nuestra situación.

Cuando las condiciones de posibilidades se dan y se reúnen de modo límite, más bien ha de hablarse de un confín. Estar confinadas no supondría su encierro, sino su recolección. Y entonces el final no sería tanto el reconocimiento de que todo está acabado y no hay nada que hacer, cuanto el alumbramiento de lo que podría llegar a ocurrir. Cabría celebrar que hay espacio y tiempo. El confín se ofrecería como el preludio de lo que está por venir, que queremos bueno y satisfactorio.

Por fin hemos llegado al principio, a algún previsible inicio y por un instante parecemos no disponer de lo que se va mientras aún no ha llegado lo que se nos avecina. Es tan solo un momento, pero incluso en tiempos complejos y difíciles cubre todas las condiciones de un verdadero rito de paso. No es un comienzo puro, ya que se inicia a partir de lo recibido y brota desde ello. En cierto modo no se produce una fractura, aunque algo efectivamente surge. Quizá se recobra. Hemos de sobreponernos a una inquietud, la que procura una cierta sensación de vacío, la de lo que aún no ocurre pero podría suceder. Tanto que casi preferimos asegurarnos eludiendo todo momento crucial para simplemente deslizarnos en lo igual. Perdida así la ocasión, el final se identificaría con la imposibilidad de algo distinto. Casi resultaría peligroso e inquietante celebrarlo. Así tal vez evitaríamos algún nuevo comienzo. Nos felicitaríamos más bien casi por lo que no nos ha pasado. Con la esperanza de que no venga a producirse.

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Es una pena

Por: | 27 de diciembre de 2013

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Dar pena no es lo mejor. Buscar dar pena es lamentable. Puestos a sentir algo por alguien no es lo preferible que sea pena. No es cuestión de desear ni padecerla, ni darla, ni tenerla. La alternativa no es ni la impiedad, ni la desconsideración, ni la indiferencia. Se trata simplemente de no limitarnos a pensar que, como ya nos hemos conmocionado con el pesar ajeno, somos generosos y cordiales.

No faltan quienes gestionan y trajinan con el penar y buscan generar estados de ánimo que acaben siéndoles rentables. Sin duda hay quienes precisan nuestra atención, nuestra comprensión, nuestra solidaridad, nuestro cuidado, incluso más allá de lo que cabe ser descrito, y no con arrogante conmiseración. Las situaciones pueden llegar a ser de tal alcance y el rayo de la vida producir efectos tan intensos, implacables y desconcertantes que, de hecho, se encuentran paralizados por sus consecuencias incluso quienes en principio no son directamente afectados. Y no sabemos ni qué hacer. Entonces, la pena parece un recurso que puede traer sus alivios, sobre todo para el que la siente. Pero no es cuestión de refugiarnos en ella. Ni de ampararnos en la lástima

En el extremo, la pena puede servir como una excusa para la inacción. Y en tal caso, en lugar de proceder según criterios de verdad y de justicia, por muy confusos que estos nos resulten, nos movemos exactamente sin movernos, es decir, procedemos a no actuar, motivados por la pena. Podría ocurrir entonces que dejáramos de intervenir, es decir acabáramos contribuyendo al estado de cosas en una suerte de complacencia en la que cada cual cumpliría con su labor. Esta pena paralizante produciría, sin embargo, toda una serie de discursos, de planteamientos, de análisis, de reflexiones que no pasarían de ser una mirada, cuando no una ojeada. Incluso la pena produciría una suerte de abrazo letal, al enclavar al otro en su situación, satisfechos con la aparente acogida a su estado.

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Un hogar

Por: | 24 de diciembre de 2013

Michelangelo

De una u otra manera buscamos un hogar. Necesitamos la cálida hospitalidad de sentirnos a la luz de la lumbre. Abrigamos la confianza de sabernos en casa. En ocasiones podría pensarse que se trata más bien de volver, de reencontranos en un espacio matricial, en el seno que nos cobija, que nos protege, que nos sustenta. Añoramos la serena cordialidad de un ámbito en el que tenernos, en el que siquiera mínimamente coincidir con nosotros mismos, como base para encontrarnos con los demás. Hay momentos en que parecemos celebrar el desearlo aún y no tanto el haberlo logrado.

Cuando Hölderlin nos propone El retorno a la patria (Heimat), más bien ha de considerarse que se nos llama al país natal. Se trata del retorno a la posibilidad de insistir en el nacer, no tanto al lugar de un nacimiento ya clausurado, como si hubiéramos simplemente de regresar a un aposento preestablecido. Tal vez nuestro hogar resulte menos definido. Podría ser el de un perenne vagar. Nietzsche estima que precisamente nuestro país natal es la ausencia de país natal (Heimatlosigkeit). En tal caso, nuestro hogar sería la errancia, nuestra casa la ausencia de casa, nuestro suelo el de la intemperie. Y hay quienes se ven impelidos literalmente a ello.

Retornar no consistiría sin más en virar los pasos, se requeriría prácticamente transponer, incluso transformar no ya solo el sentido, sino incluso la dirección, no ya los episodios, sino los itinerarios. No es cosa de la determinación de las pisadas, cuanto de procurarse otras sendas. Ni siempre el hogar está configurado esperándonos. Quizá lo que aguarde sea la necesidad de semejante configuración. Parecería entonces que se trata de vincular la posibilidad de habitar a la necesidad de construir. Volver a casa no es ir sobre lo andado. Si a algo nos acerca retornar es a la posibilidad de ser de nuevo quienes estamos dispuestos a ser. Y tal sería un atisbo de hogar.

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La experiencia del porvenir

Por: | 20 de diciembre de 2013

Javier Palacio_Alma-roja-2012-óleo-sobre-papel-sobre-tabla-70-x-70-cm-570x570

Aducir experiencia para limitarse a aplicar los mecanismos que en su momento pudieron ser eficaces es tan insensato como no tenerlos en cuenta. La experiencia es tal solo si efectivamente se reactiva en cada ocasión. No es un conjunto de recetas ni de soluciones previamente establecidas que han de aplicarse con independencia de la travesía y del peligro que siempre comportan. Dicho alcance no se agota en la evidente vinculación etimológica (per eo, periculum, experiri). La experiencia es un modo de conducirse, de encaminarse, de proceder. Si puede considerarse un método es precisamente en este sentido. Presuponer que uno la tiene por el mero hecho de permanecer en algo es confundir durar con vivir. Dicen que es un grado, pero desde luego no es un depósito del que extraer aplicaciones a mano.

No está claro que en cualquier caso la experiencia garantice la capacidad de afrontar ciertos desafíos, si por ello se entiende que propicia la inteligencia y la determinación. También puede ser una buena excusa para una continua referencia a la sensatez como coartada para la parálisis. Sin embargo, eso no supone que no aprendamos, que no extraigamos consecuencias, que no tengamos en cuenta lo vivido y sus efectos, que no vaya constituyéndose todo un caudal de posibilidades puestas a prueba que han mostrado su valía y evidenciado el alcance y los límites de nuestro valor. En última instancia, la buena experiencia agudiza la escucha y reorienta la mirada. Eso no implica que tenga lugar con el simple transcurso del tiempo. A veces no pasa de ser un modo de olvidar. O de recordar, pero no una celebración y ejecución de la memoria, una apropiación de lo que en cada ocasión nos entrega.

Tal vez sea mucho pedir experiencia del porvenir, pero en cierto modo de eso se trata, de ser capaz de hacer que lo pasado no quede fijado, sino de que nos atraviese abriéndose y abriendo nuevas posibilidades. Y para ello se requiere no estar prendido de lo ya sucedido. Y menos aún de considerarlo insuperable. Y todavía aún menos de creer que lo que uno ya ha vivido se habrá de reproducir una y otra vez de modo similar. Y en el colmo, considerar que todos han de acatar lo que uno ha experimentado por sí mismo, lo que lo convertiría en algo irrefutable. No cabría ni búsqueda, ni sueño, ni deseo que no estuviera ya poseído por el supuesto saber de quien se habría apoderado no ya de la experiencia, antes bien de la posibilidad de otras experiencias. La innovación consistiría en obedecer. La experiencia no se comportaría como una potencia, sino como un poder.

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La soledumbre

Por: | 17 de diciembre de 2013

Amedeo Modigliani, Retrato de Soutine. 1916

La soledad no tiende a desaparecer. Incluso puede llegar a definir todo tiempo, pero bien podríamos decir que determina muy singularmente el momento presente. No es suficiente subrayar la cada vez más numerosa cantidad de personas que o eligen vivir solas o se ven abocadas a ello. Obviamente, no hemos de deducir que quienes se encuentran en tal situación están solas, del mismo modo que no siempre dejan de estarlo quienes viven con otros. En última instancia, cada quien ha de vérselas con una soledad constitutiva que es crucial en la relación que uno establece consigo mismo y que resulta determinante para que su palabra sea efectivamente singular. Nadie podrá dejar de afrontar el propio vivir, ni hacerlo en lugar ajeno.

El espejismo de la gran y permanente vinculación, que confunde la conexión con una relación, se desvanece ante la experiencia de una enorme soledad, que es precisamente la que teje la red. Podríamos suponer que se trata simplemente de combatirla mediante toda una suerte de ocupaciones y de entretenimientos, pero sabemos que al limitarnos a ellos se agudiza y se extrema incluso la sensación de aislamiento. Ni es fácil, ni conviene caer en el error de que lo es, abordar el desafío al que parece convocarnos una cierta pérdida no suplida por sucedáneos de conversación o aparentes compañías. Y hasta tal punto que puede decirse que la tarea de afrontar nuestra soledad es una labor esencial del propio vivir.

Sabemos que en muchas ocasiones buscamos algunas formas de soledad. Incluso las necesitamos y las preferimos. En cierto modo, poder elegirlo es ya un privilegio que constata que uno no se encuentra en la experiencia de dolor y de sufrimiento que comporta en diversos grados y modalidades el sentirse solo. Y quien lo está no acostumbra a tener la sensación de que es algo que realmente ha preferido. Por tanto, conviene no precipitarse en los valores o valoraciones sobre la vida ajena, celebrando o calificando la soledad de los demás.

No deja de ser significativo que las diversas formas de comunidad y de comunicación, de relación y de vida en común, y las múltiples experiencias al respecto no han hecho sino ratificar otras modalidades de soledad. Ello no supone que no hayan supuesto en numerosos casos un espacio de encuentro, de convivencia y de mutuo reconocimiento para afrontar la vida. La diversidad de opciones y de modelos ha de incluir en todo caso la cada vez más frecuente decisión de vivir solos. Que signifique una preferencia no supone que no implique en muchas ocasiones la aceptación de los límites de otras modalidades de organización de la existencia. Pero todo ello no podría entenderse sin una comprensión de lo que el concepto de individuo y de individualidad supone en la conformación del presente.

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Seres cansados

Por: | 13 de diciembre de 2013

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Hay ocasiones en las que hasta puede resultar gratificante sentir algún cansancio, incluso no poco. Vendría a ser la consecuencia de una labor, de un esfuerzo, de un trabajo satisfecho. Aunque no siempre es el resultado de la tarea realizada, ni es signo de una jornada fructífera y fecunda. A veces, se experimenta más como un malestar, una incomodidad, sin paliativos. Pero en otras es la ocasión propicia para el buen reposo, bien merecido. Por ello, cuando se dice estar cansado es preciso atender a cuál es el sentido y alcance de lo que eso significa. Oímos con tanta frecuencia a quienes lo hacen valer como una queja o un lamento, que ya sus voces apagan a quien está efectivamente cansado. Se esgrime también como una razón, no necesariamente una excusa. Conviene no confundir los fatigados con quienes resultan fatigantes.

No faltan quienes desarrollan tal actividad que no es extraño que se encuentren cansados. Ahora bien, no hemos de precipitarnos al establecer la relación del hacer con el cansarse, ya que es menos directa de lo que parece. A veces sentimos cansancio de lo que no hacemos, o cansancio por lo que tenemos que hacer. O cansancio de lo que no podemos hacer, o de hacer lo que no queremos. O cansancio por lo que otros hacen o dejan de hacer. Es más, a veces ningún alivio es comparable al de hacer, ni produce más descanso. Podemos estar cansados de lo que no ocurre, como cabe estar harto de no comer.

Ahora bien, no siempre la percepción del cansancio es simplemente algo individual. Parece deslizarse un cierto aire de “cansancio ontológico”, que vendría a ser un buen pariente de un determinado “aburrimiento ontológico”. Tal cansancio constituiría finalmente el gran motivo para la falta de implicación, una suerte de imposibilidad que justifica la inacción. Nada llegaría a ser diferente, todo estaría ya dado. Con independencia de cualquier acción, sería siempre idéntico, sin otras vías o caminos. Al decir “esto es lo que hay” se consagraría la identificación de lo que es con lo que pasa. Podríamos denominarlo “realismo”, pero no sería sino la entronización del puro durar de lo igual. Y eso sí que resultaría fatigante. Estaríamos cansados antes de empezar o acabados antes de finalizar. Seríamos seres cansados.

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De acuerdo

Por: | 10 de diciembre de 2013

Carrie Moyer_Herr Doktor, 2012
No es necesario estar ya de acuerdo antes de acordar. Tal no habría de ser el circular requisito. Decir que no hay acuerdo no es una razón para eludirlo. Podría más bien ser la constatación de que hemos de crear las condiciones para procurárnoslo, o para comprobar hasta qué punto efectivamente no es posible. Desde luego, si no se considera conveniente, incluso cabría debatirse acerca de su pertinencia. Pero ello supondría, para empezar, combatir la indiferencia y la pereza. Baste para señalar que el mayor enemigo de un acuerdo es no desearlo. Y, desde luego, este factor es determinante para señalar que no se dan los requisitos mínimos. No es infrecuente en tales circunstancias que quien no contribuye con las suyas encuentre que no las hay. Uno echa en falta lo que no se da, precisamente por lo que no ha puesto. En tal caso, podría jugarse a señalar al otro como causante de esa carencia de indispensable voluntad pero, de proceder así, el argumento resultaría muy rudimentario.

El consenso que se sostiene en la previa eliminación de las diferencias, esto es en la reducción al mínimo común de lo que ya somos o pensamos, no resulta de interés. Levantar acta de aquello en lo que ya coincidimos podría ser iluminador, un aliciente o un despropósito, pero no añadiría mucho a la situación. Decir en qué ya concordamos para considerar que a eso se limita acordar ignora el sentido del consenso.

La reiterada constatación de que un acuerdo es una transacción en la que doy para que me den, que consiste en el mero intercambio interesado para ir ganando paulatinamente posiciones, acostumbra a dejar los logros en suspenso, hasta una nueva ocasión en la que reabrir el espacio que propicie un nuevo avance de nuestra posición. Esta concepción de que se trata de un negocio que ha de ser rentable, no como resultado de acercar posiciones, sino de doblegar ingeniosamente al contrario, ignora el alcance más fructífero del mejor consenso.

Hacen bien en desconfiar de él quienes estiman que se trata de eso. Es razonable que lo encuentren infecundo, desaconsejable y paralizador. Salvo para embaucar. A su juicio, parecería más adecuado tratar de hacer valer la propia posición y ganar poder y adeptos para llevarla adelante. Es más, en caso de contar ya con ellos o de presumir que podrían lograrse, costaría ver las ventajas de tamaño acuerdo. No sería necesario. En última instancia, este sería un mal menor para abordar coyunturas insalvables. “¡qué le vamos a hacer, tendremos que ponernos de acuerdo!”. O, “¡no nos va a hacer falta!”.

El hecho de que cada vez con más frecuencia nos desenvolvamos en el terreno de lo debatible, de lo discutible, de lo que requiere una preferencia y una decisión compartidas, dado que con un mayor conocimiento también se incrementa el ámbito de lo no conocido, no es suficiente para reducir a ello la pertinencia de los acuerdos. Estos han de ser fuerzas motrices y motivadoras, instancias de auténtico impulso social.

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Muchas gracias

Por: | 06 de diciembre de 2013

Nacho puerto manos2web

No siempre son los más agradecidos quienes tienen más razones para serlo. A pesar de las dificultades, basta fijarse para que en general haya buenos motivos para resultar de algún modo agradecido, para estarlo con alguien, y no siempre es fácil saberlo ser. Ni expresarlo. Hay innumerables maneras de mostrarlo, no pocas bien discretas. En todo caso, solemos decir que “las gracias que uno tiene son las gracias que uno da” y, en efecto, las recibimos al entregarlas que, en no pocas ocasiones, es devolverlas, sin por ello perderlas. La grandeza de decir gracias es que, si uno en verdad las da, las recibe incluso en caso de no ser correspondido. No es solo un efecto de retorno. El agradecido resulta agraciado, aun cuando no sea esta la razón para dar contenido a esta maravillosa palabra. Y lo es. Produce efectos sorprendentes.

Sentir en verdad agradecimiento es ya ciertamente hacer la experiencia de haber recibido, al menos de haber disfrutado de una disposición, de una actitud, de una voluntad. Hasta en lo que entendemos por intención destella un afán de alcanzarnos, de procurar o de propiciar algo, de resultar interesantes o dignos de atención, siquiera como otros para el otro. Y en el más sencillo de los agradecimientos, cuando no es un mero intercambio o transacción de espurios intereses, se alumbra un vestigio de profunda raíz humana. Los abrazos no solo se dan. También se reciben.

El agradecimiento muestra adecuadamente el buen rostro del pensar. Se dice en lengua alemana que danken (agradecer) y denken (pensar) se convocan y conjugan mutuamente más allá de la simple relación fonética. Aún más, Gedächtnis (memoria) preserva hasta qué punto hay en el pensamiento agradecimiento y correspondencia, algo memorante. Por eso, las conmemoraciones son celebraciones compartidas, fiestas de la memoria. No siempre estamos para tanto. Pero, en su caso, entonces, agradecemos juntos.

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Casi nos convence

Por: | 03 de diciembre de 2013

Paolo Troilo Guerra e pace
Considerar que alguien pueda llegar a convencernos no parece ser hoy muy habitual. Sospecharíamos si estuviera a punto de poder hacerlo. Temeríamos. No digamos, si se avistara la posibilidad de estar de acuerdo. Supondríamos que algo no iba bien. O que hemos claudicado. Sin embargo, es cuestión de concertar, acordar y convenir en algo. En un espacio y un tiempo compartidos, vivir es estar convocado a persuadir y a ser persuadido, procurarnos un aire común, una atmósfera habitable.

Y esto reclama un modo de hablar, aquél en el que quien habla otorga su voz y su palabra, pone su vida a presto, la prepara y la da como un comienzo referencial, ofrece indicios e impulsos que son inicios que han de fructificar más allá de lo dicho. No, imposiciones. Por ello, se trata de persuadir adecuadamente, es decir, de propiciar hacer algo, de impulsar a tomar una decisión, a adoptar una resolución, cuyos riesgos no se evitan si se hace convencido. Sin embargo, dado que no se preserva la simple estructura de "el que persuade" y "el que ha de ser persuadido", conviene recordar que se trata, en primer lugar, de una convocatoria a tomar parte en una conversación, a formar parte de un coloquio, a entrar en un banquete de la palabra en el que quepa siquiera decir «no».

Todo el arte de hablar se centra, según Cicerón, en tres medios de persuasión. Probar: un poner a prueba la verdad de lo que se sostiene y mostrar que son verdaderas las aserciones que defendemos. Conciliar la aquiescencia de los oyentes, esto es, conciliarnos con su benevolencia. Despertar las emociones que reclama la causa, excitar los afectos que más implican en lo dicho. Es conocido, entonces, que el persuadere de la elocuencia busca probare, conciliare o delectare y mouere. Para nosotros, ya la persuasión viene a ser un deseo de ganar participación, que es propiciar la de los demás y, a su vez, ganar en participación, que es reconocer su implicación en la posible verdad de lo que uno dice. Pero ese ganar supone, a la par, un determinado disputar y esgrimir razones y argumentos, y no descalificar. De lo contrario, cabría aludir no a la inutilidad del hablar, sino a algo peor, a su ineptitud. Por ello, lo que se ha de decir no ha de estar desvinculado del modo de decirlo. Y, menos, se ha de insultar. Es el medio ideal para ni resultar convincente, ni ser persuasivo. Desde luego, tendemos a acercarnos a quien es insultado, mientras quien insulta se nos aleja más por hacerlo.

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El País

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