La determinación es determinante. Esta cantarina redundancia es bien elocuente. Aunque no es suficiente para que algo resulte realmente bien, es indispensable. No se identifica, sin más, con la decisión, ni es un ingrediente ni un componente, algo así como un sobreañadido que otorga sentido. Lo mal hecho no mejora por la determinación con que lo ejecutemos. Al contrario.
En tiempos más tibios de lo que pudieran parecer, donde abundan los merodeos y los vericuetos, las idas y venidas, no tanto por contemporizar, sino por una cierta precaución para con los efectos de lo asumido o preferido, se requiere la audacia de la decisión. Esperar a que todo esté claro y a que dispongamos de las fuerzas intactas, con la confianza de que se dará el momento propicio, donde fluirá nuestra acción sin obstáculos ni fisuras es un buen procedimiento para no hacer. Ahora bien, no es tan fácil adoptarla.
A veces no hay ocasión, no se da la oportunidad. En todo caso, no basta con la supuesta energía o aparente firmeza de disponer inmediata e irreflexivamente lo que ha de realizarse o con ponerse, como se dice, manos a la obra. No es suficiente con ejecutar, lo que podría ahondar los precipicios. Eso es precipitarse. Así que por una u otra razón, por cierta inviabilidad, cautela o algún temor, esperamos que la cosa se decida, impersonalmente. O, al menos, sin nosotros. Pero eso no significa que no lo sea también por nosotros o para nosotros.
La determinación no está exenta de buenas razones y argumentos, ni de la voluntad de hacerlos valer, de comunicación y de participación. La falsa solidez del intrépido, que viene a ser desconsiderada osadía, se presenta en ocasiones como capacidad de liderazgo o de gestión. Sin embargo, la insensata imposición no pasa de ser una forma de debilidad. Y la debilidad suele dejar más indefensos y desprovistos precisamente a los débiles. Es frecuente malentender como consistencia lo que no es sino descuido. Mal asunto encontrarse en la línea de actuación de los supuestos audaces, atemorizados y presurosos ejecutores. Y así, tomada la decisión, cada cual puede ya dedicarse a sus cosas. Obviarla es el otro rostro de limitarse a adoptarla.