Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Es determinante

Por: | 31 de enero de 2014

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La determinación es determinante. Esta cantarina redundancia es bien elocuente. Aunque no es suficiente para que algo resulte realmente bien, es indispensable. No se identifica, sin más, con la decisión, ni es un ingrediente ni un componente, algo así como un sobreañadido que otorga sentido. Lo mal hecho no mejora por la determinación con que lo ejecutemos. Al contrario.

En tiempos más tibios de lo que pudieran parecer, donde abundan los merodeos y los vericuetos, las idas y venidas, no tanto por contemporizar, sino por una cierta precaución para con los efectos de lo asumido o preferido, se requiere la audacia de la decisión. Esperar a que todo esté claro y a que dispongamos de las fuerzas intactas, con la confianza de que se dará el momento propicio, donde fluirá nuestra acción sin obstáculos ni fisuras es un buen procedimiento para no hacer. Ahora bien, no es tan fácil adoptarla.

A veces no hay ocasión, no se da la oportunidad. En todo caso, no basta con la supuesta energía o aparente firmeza de disponer inmediata e irreflexivamente lo que ha de realizarse o con ponerse, como se dice, manos a la obra. No es suficiente con ejecutar, lo que podría ahondar los precipicios. Eso es precipitarse. Así que por una u otra razón, por cierta inviabilidad, cautela o algún temor, esperamos que la cosa se decida, impersonalmente. O, al menos, sin nosotros. Pero eso no significa que no lo sea también  por nosotros o para nosotros.

La determinación no está exenta de buenas razones y argumentos, ni de la voluntad de hacerlos valer, de comunicación y de participación. La falsa solidez del intrépido, que viene a ser desconsiderada osadía, se presenta en ocasiones como capacidad de liderazgo o de gestión. Sin embargo, la insensata imposición no pasa de ser una forma de debilidad. Y la debilidad suele dejar más indefensos y desprovistos precisamente a los débiles. Es frecuente malentender como consistencia lo que no es sino descuido. Mal asunto encontrarse en la línea de actuación de los supuestos audaces, atemorizados y presurosos ejecutores. Y así, tomada la decisión, cada cual puede ya dedicarse a sus cosas. Obviarla es el otro rostro de limitarse a adoptarla.

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Tristura o tristeza

Por: | 28 de enero de 2014

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Bastaría quizá con decir tristeza. Pero aquí, como ocurre en el texto del poeta chileno Floridor  Pérez, Tristura articula un gesto de desgarro. Así lo señala Rafael Rubio. “Tristura —un vocablo castizo en completo desuso hoy en día —nos suena a neologismo mistraliano y también un guiño a un poemario de uno de sus compañeros de generación: "tristeza", tal vez por la presencia acentuada de la letra "u", vocal grave que connota —cuando está estratégicamente situada — gravedad, tristeza, melancolía (recordar la "infame tUrba de noctUrnas aves" de Góngora o la "Úrsula punza la boyuna yunta" de Herrera y Reissig). "Tristura" también —aventuro— es una unión de dos palabras: TRISteza y sepulTURA, confirmada por la grafía de la letra "T" escrita en forma de cruz, en el título de la portada. Tristura —si nos abstraemos de su referencialidad— por la sugestión de su sonoridad nos suena triste: casi una onomatopeya de la tristeza, pero de una tristeza vallejiana, una pena de cholo, de mestizo de Santiago de Chuco, de burro triste del Perú. La relación entre el título del libro y la poesía de Vallejo es escondidamente notoria, si pensamos en su desgarrado Trilce (¿matrimonio entre TRlste y duLCE?) feliz (¿feliz?), neologismo que da cuenta de una de las experiencias poéticas más radicales de la poesía hispanoamericana de todos los tiempos.”

Siempre que se conjugan el sonido con el sentido asoma alguna desmesura, aunque asimismo en tal caso se alumbran espacios inauditos para pensar y sentir. También, Platón en el Crátilo, para incomodidad de los más escrupulosos, se detiene en una relación que llega a vincular la forma de las letras y la imposición de los nombres con la esencia de las cosas. Ciertamente cuando decimos que algo nos suena, o nos suena a algo o a alguien, no hablamos solo de sonidos. Podría pensarse que tristura es más triste que tristeza. O siquiera que lo es más oscuramente.

No basta estar apenado para experimentar tristeza. Resulta tan desconcertante que, como los grandes sucesos, no siempre acabamos de tenerlos, somos tomados por ellos. Es difícil tener tristeza, se está triste. Y prácticamente ocupa nuestro ser, hasta inundarlo de una profunda tristura. Y no en todo caso obedece a una razón concreta aislada, identificada. Entra como la niebla y va enseñoreándolo todo. A veces escuchamos: “Hoy estoy triste, no sé qué me pasa”. Y no pocas, nos sorprende no estarlo. Pero cuando llega a los intersticios menos accesibles horada cualquier acción y paraliza la decisión. Es pura tristura.

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Enemistades

Por: | 24 de enero de 2014

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Se sospecha de la amistad, pero en principio cuesta más cuestionar una enemistad. Parecería que esta tiene más crédito de autenticidad y de verdad. Suele decirse que también hay que procurar elegir a los enemigos. Tampoco es improbable que sean ellos quienes le eligen a uno. En cualquier caso, es llamativa la facilidad con que algunos generan enemigos, o así los consideran, y no tanto por la animadversión que provocan sino por la que ellos mismos sienten.

Algunos necesitan poco para procurarse enemigos. Otro tanto les ocurre para decir que son amigos. Pronto se presentan como tales, y eso no siempre obedece a su natural bonhomía, sino a su concepción fatua, trivial o interesada de las relaciones. En cualquier caso, en general, no deja de ser agradable desear ser amigo o que otros deseen serlo de uno. Ello no evita la sorpresa por la celeridad de la declaración de amistad.

Hay quienes en principio son amigos. Otros, sin embargo, ya de entrada son enemigos. Y no como resultado displicente de alguna indiferencia, sino como simple expresión de diferencia. Si los demás no son similares, incluso idénticos, cabe decir que llevan en su diversidad el germen de una distancia, ya que, como muestran, solo pueden ser amigos de quienes piensan y son como ellos. Llevado hasta cierto punto, con este planteamiento encuentran dificultades incluso para ser amigos de sí mismos.

Pero la enemistad no es una simple sensación, ni un mero sentimiento, algo que va y viene en el juego de las consabidas rupturas y reconciliaciones, aproximaciones y distancias. Kant señala en una nota de La paz perpetua que la enemistad es una verdadera ruptura del pacto social. Es su quebranto. Podríamos decir entonces que no asumir las propias tareas y responsabilidades, tratar de imponer los propios criterios, creerse en posesión de la verdad, no contribuir a generar espacios de posibilidades compartidas, oponerse a una tarea conjunta, tales serían las vías de una enemistad que en última instancia sería indignidad. Ser enemigo no es solo estar contra alguien, es asimismo el trabajo insistente por ignorarlo. Para serlo, no es precisa una declaración de enemistad.

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Nos reunimos

Por: | 21 de enero de 2014

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Cuando nos reunimos no es necesariamente para hablar. Pero siempre, incluso en silencio, de una u otra manera nos decimos. Nos vemos impulsados a encontrarnos, tanto que casi precisamos contarnos una historia hasta cuando decidimos no hacerlo. Y no faltan excelentes discursos que preconizan formas de aislamiento. Sin embargo, insistimos en agruparnos. Se diría que lo necesitamos. Para encontrar fuerzas y razones. Y que celebramos poder hacerlo.

De una u otra manera, pensar es reunir. No se trata de acumular ideas. Si el logos es reunión y recolección no lo es por limitarse a devolvernos a una unión ya establecida que hubiera de conservarse. La reunificación une con un nuevo vínculo, el de una mutua pertenencia. Una cierta memoria, que no es mero recuerdo de lo sucedido, nos convoca. Es una pertenencia, no siempre a algo pasado, sino no pocas veces a algo por venir. No nos reunimos simplemente para añorar lo ya ocurrido, o para proclamar lo unidos que ya estamos o estábamos, sino para entrelazarnos tal vez inauditamente. Y no solo unos con otros.

Puede ser que busquemos compartir algo que poseemos, que ya vivimos, pero asimismo quizá que perseguimos, que deseamos. En ocasiones nos congrega un mismo afán, una voluntad, o un afecto, una suerte de finalidad sin fin. Podría ser una amistad. Pero no ya ni siempre la que nos dirige de unos a otros, sino la que nos impulsa a buscar juntos, a caminar en la dirección de algo otro. Y ello hace de la reunión una polis y un eros. Y merece festejarse. No es preciso mucho más, ni es necesario establecer en todo caso los resultados obtenidos. Verdaderamente nos hemos reunido.

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Una sospecha

Por: | 17 de enero de 2014

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Pensar es en cierto modo sospechar. De que las cosas no son lo que parecen, de que lo que denominamos realidad no está claro, ni es consistente, y se encuentra sometido a demasiadas versiones y coyunturas, de que se utiliza como una forma de poder, de que, tal vez, en última instancia vivimos entregados y solicitados por lo que no es evidente que sea lo decisivo ni merezca efectivamente tanto afán. Sospechamos que, aturdidos, confundidos y desconcertados, perseguimos desaforadamente lo que ni es así, ni es para tanto. Es solo una sospecha, que no es poco.

Que el mundo real sea aparente y que el mundo aparente sea el real es un buen asunto para hacer dialogar fecundamente a Platón y Nietzsche pero para lo que ahora nos concierne no difuminaría nuestra sospecha. En definitiva nos apremia la posibilidad de que estemos viviendo tras aquello que no merece la pena, dedicándonos a lo que podría ser una pérdida, y no solo de tiempo. Nos cuestionamos acerca de si tantos desvelos y empeños por lograr determinados propósitos se corresponden con lo que es digno de ser pensado y vivido. De entre todas las sospechas, hay una que resulta contundente y palmaria, la de que lo que importa no es esto, ni se trata de eso.

Siempre sospechamos. Queda por ver si de modo adecuado, o si lo reducimos a dudar. Acuciados y distraídos a la par, es llamativo hasta qué punto ello no impide un cierto aburrimiento, al margen de que estemos más o menos ocupados. Los llamados filósofos de la sospecha, Nietzsche, Freud y Marx nos despiertan de un primer nivel de sueño y dejamos de estar dormidos en alguna medida para comprobar con claridad hasta qué punto precisamente no está claro. Las razones son otras, las causas y territorios también. Se produce todo un fructífero desplazamiento de los espacios. Nos liberamos de ciertas ingenuidades para, por fin, ya poder sospechar como es debido.

Nos incomoda la posibilidad de dedicar nuestra existencia a un vivir, no ya infructuoso, antes bien falso. No solo un vivir en falso sino un falso vivir. Y no tanto por ser una mentira que contravenga alguna verdad, sino porque, dedicados a tareas más o menos importantes, ignoramos las posibilidades, para venir a entregarnos simplemente a la situación, a lo que corresponda, al actual estado de cosas. Y no tanto porque no haya una voluntad transformadora, cuanto porque hemos silenciado la voluntad de decir y de vivir, acallados no exclusivamente por voces ajenas. Puestos a sospechar, sospechamos a su vez de nosotros mismos.

 

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Inexplicable y enigmático

Por: | 14 de enero de 2014

  -Xteriors-VIII, 2001

Tratamos de explicar y de explicarnos. Y buscamos que nos expliquen. No siempre lo conseguimos. Y no es simple falta de voluntad, que podría ser. En no pocas ocasiones hay algo que se resiste a dejarse retener en una explicación. Eso no ha de ser una excusa para cesar de intentarlo, sino la constatación de la experiencia de los límites. Nos sentimos desbordados por aquello que resulta tan misterioso y enigmático como la propia vida. Nuestra sensata decisión de afrontarla se encuentra con la no menos sensata constatación de nuestras propias posibilidades.

No es que lo que ocurre se hurte sin más a ofrecerse con transparencia, no es que los fenómenos gusten de ocultarse, como Heráclito advierte que le ocurre a la naturaleza. No es que haya un fondo que se esconde de nuestra mirada. Malentenderíamos a Kant si consideráramos que las cosas no se nos ofrecen en sí, o son otra realidad. Si hay un respecto incognoscible en cada una de ellas, eso obedece no a su ocultación, sino a los límites de nuestro conocimiento. Que este se encuentre en expansión, que se genere, cree, crezca y se desarrolle no significa que nosotros no seamos sencillamente seres humanos. Nada menos, y nada más.

Y de modo permanente constatamos que no lo tenemos todo a mano, ni en nuestras manos. Algo se nos impone y ni siquiera nuestra propia vida nos resulta del todo comprensible. Hay sin duda buenas razones para atribuirlo a incoherencias, a inconstancias, a contradicciones. Pero hay también algo distinto, algo otro. Sería simplista responsabilizar a los demás, a los contrincantes, a la coyuntura, a las condiciones o a los momentos, y tratar de considerar que en ellos se encierra el motivo de nuestro desaliento al encontrarnos con lo inexplicable. Acabamos llamando así tanto a lo que no somos capaces de explicar, como a lo que parece obedecer a razones espurias. En todo caso, nos vemos conminados a vivir con lo que no acabamos de entender o, tal vez, entendemos demasiado, que es otra forma de desventura.

No podemos imaginar en qué consistiría nuestro vivir si todo fuera transparente y claro, ajustado y asentado en buenas razones, si el mundo nos satisficiera, si nos encontráramos sin escisiones. No hemos hecho jamás esa experiencia y parece razonable desearlo. Sin embargo, no es improbable que de una u otra manera hayamos de vivir sin acabar de comprender ni de encontrar del todo aquello que nos impulsa, motiva y moviliza. No es cuestión de resignarnos, pero tampoco de ignorarlo. Se nos impone un no llegar a poseer nunca del todo ni siquiera cuanto nos hace vivir.

 

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El juego de las diferencias

Por: | 10 de enero de 2014

James  Busby grandeNo faltan expertos en subrayar siempre las diferencias. Y las hay. Y si es preciso, en procurarlas. Ahora bien, para encontrar las diferencias entre lo que parece igual se exige reconocer que hay algo común a partir de lo cual se distinguen. Eso es tanto como saber que el juego de las diferencias no se resuelve con el establecimiento de un original y de una copia, que de una u otra manera resultaría imperfecta al no ser idéntica a aquello que de algún modo imita. Esgrimir las diferencias a partir de la identidad en última instancia constata lo común. Y preestablecer cuál es la verdadera identidad supondría entrar en todo un juego de espejos y de simulacros. Por eso, sorprenden en este asunto quienes parecen estar llenos de evidencias y, aún más, dispuestos a que se abracen colectivamente.

Supongamos que somos diferentes, lo que a la vista de lo más sustancial y decisivo, esto es, nuestra dignidad como seres humanos, exigiría un análisis de otro tipo. Pero, en efecto, desde ciertas perspectivas no carentes de importancia ni merecedoras de desatención, somos bien diferentes, lo que no impide que ello no haya de afectar a lo que se estime determinante. Resultaría llamativo que esto fuera una razón para eludir la presencia y la compañía en espacios de convivencia con quienes, por lo visto, no son como nosotros. De ser así, pronto constaríamos hasta qué punto todos tenemos una enorme capacidad de quedarnos solos. Y, si es preciso, de lamentarlo y de encontrar en los demás buenas razones, y considerarlos causantes, incluso culpables.

Podría decirse que estamos dispuestos a compartir y a convivir con otros, a pesar de que lo sean, esto es de que resulten efectivamente diferentes, pero de lo que se trata es de hacerlo, no a pesar de ello, sino precisamente por eso. En semejante diferir radica la tarea de la constitución de un espacio para la pluralidad de formas de vida.

En cualquier caso, no sería fácil establecer cuál es el nivel, o hasta qué extremo o umbral cabe situarse para estimar que es una diferencia insalvable. Su porcentaje soportable o insoportable resultaría tan confuso para marcar barreras como para definir con alguna certidumbre qué cualidades constituirían un factor capaz de intentar justificar una exclusión o una escisión. En este y en otros asuntos de perspectiva, la distancia y la situación resultan decisivas.

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Otras formas de ignorancia

Por: | 07 de enero de 2014

Cumbre. Serie Mediocres (2001)

"Ni yo mismo sé lo que digo. En verdad, es muy posible que haya vivido desde hace mucho en un estado de ignorancia vergonzosa sin advertirlo siquiera." La respuesta de Alcibíades a Sócrates, al ser instado a un mayor gobierno de sí, nos recuerda que, sin duda, hay múltiples modos de desconsideración para con el conocimiento, algunos de rabiosa actualidad. Cabría en todo caso establecer formas de ignorancia, que además suponen una cierta relación de uno consigo mismo que merecen atención. Son formas de rechazo o de apatía. Muy especialmente, el engreimiento, la indiferencia, la ingratitud, la insensibilidad y la insolidaridad. Todas ellas, en última instancia, comportan una carencia que puede atribuirse a múltiples causas pero que, en definitiva, además de otras desatenciones responden a una falta de inteligencia social, de valores y de conocimiento adecuados. De no ser así, habríamos de hurgar en diferentes causas no siempre menos lamentables.

En la sociedad del conocimiento no hemos de olvidar hasta qué punto en ocasiones éste se presenta como un mero cúmulo o acopio, todo un arsenal de información, de destrezas instrumentales o de habilidades de éxito. Sin embargo, no deja de ser inquietante que pueda llegar a admirarse determinado saber de alguien sin preocuparnos hasta qué punto se asienta en modalidades de ignorancia que habrían de resultarnos alarmantes.

Creerse superior, en una suerte de autosuficiencia satisfecha, estimando saberlo todo mejor y antes que los demás, hace del engreimiento un auténtico obstáculo para el conocer. Este, por el contrario, se sustenta en la voluntad de estar dispuesto a dejarse decir algo, y a experimentar la necesidad de sencillamente no darse por satisfecho, toda vez que uno es consciente de sus propias limitaciones e incapacidades. Enclaustrarse en el propio valer, ensimismarse en la supuesta valía, es siempre una forma de ceguera.

Hacer del conocimiento una coartada para ya no precisar de los demás, mostrando indiferencia con la suerte ajena, en una percepción que enmarca y encaja el conocer en un aislamiento, supone estimar que sus márgenes son los de una cierta ataraxia, una despreocupación sin voluntad de apertura ni de comunicación.

Ello puede llegar hasta el extremo de pensar que uno lo merece todo, que todo es poco, que cuanto es lo debe exclusivamente a sus méritos, es fruto de su exclusivo esfuerzo y no es cosa de compartir estos resultados. La ingratitud para reconocer lo que supone la ocasión, la oportunidad, el apoyo y la ayuda de los otros, no pocas veces a costa de ciertas pérdidas para ellos mismos, confirma que efectivamente la ignorancia tiene diversos rostros. Poder conocer es siempre algo que merece gratitud y es propio de seres agraciados, y agradecidos.

Ahora bien, si al conocer logramos emboscarnos en sus frutos, considerándonos meros agentes de lo que hacemos y de lo que ocurre, estimando que sólo hemos de incidir, sin vernos afectados, la insensibilidad nos impedirá incluso llegar más lejos, que es también estar más cerca. El conocimiento sin esta capacidad de ser sensible, que no es ni una mera pasividad ni un simple estado emocional, viene a ser frío, infecundo y carente de espíritu. Su sentido y su alcance se disecan en formas más o menos sofisticadas de clasificación, y pensar se queda en ordenar el saber.

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Alguien con quien jugar

Por: | 03 de enero de 2014

Principio y final

Jugar no se reduce a practicar juegos. Eugen Fink llega a señalar que el juego ha de considerarse como símbolo del mundo. Así cobra sentido lo que es un fecundo planteamiento, el que entiende el vivir como un juego. No es simplemente un juego que uno juega, sin que tenga que ver con él, sino un juego en el que uno se la juega, se pone a sí mismo en juego. Al respecto, Gadamer ha insistido en que “el juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico”.

Puestos a entender mal esta afirmación, hoy se habla de una “gamificación” o “ludificación” de la existencia. Se considera como un procedimiento de éxito para ser más eficaces y rentables, para que algo resulte más llevadero, más distraído, para lograr sacar el máximo partido de las situaciones y de las personas. Presentada como un mecanismo que se introduce en diversos ámbitos, no pocas veces en el ámbito laboral, acostumbra a ser ensalzada por los buenos frutos que produce en la productividad. Semejante jugar viene a ser un medio para otros fines. Y ya vamos viendo cuáles.

Sin embargo, desde los primeros momentos de nuestra vida es necesario y fecundo jugar. Y es importante y significativo en sí mismo. La fantasía y la imaginación se encuentran y se cultivan en ese espacio de recreación, que es más que una simple actividad de tiempo libre. La curiosidad, el sentido de la distancia y la concepción de uno y del propio cuerpo fructifican procurando libertad y conocimiento. Entre otros aspectos, para ser capaz de aprender y de corresponder al ritmo de la vida y de los acontecimientos de nuestro existir. Podríamos entonces invocar al azar, sin duda incisivo, aunque lo que caracteriza la idea misma de juego es la existencia de reglas. Pero son reglas autoimpuestas.

Ahora bien, lo que se pone reglas a sí mismo en la forma de un hacer, y no está sujeto a fines, es, como subraya Gadamer, la razón. Una conducta libre de fines que es propia del juego humano es el rasgo característico de esta. Exige trabajo, ambición y pasión. Vivir razonada y razonablemente es un juego serio, lo que no impide que sea divertido y diversificado.

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El País

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