Decimos que algunos tiempos son muertos. No es de extrañar entonces que para corresponderlos nos tumbemos. Tienen no poco de interrupción, pero no menos de impasse. En ocasiones se trata de aguardar y ello no es simplemente detenerse, es un modo de atender o de respetar algo que en cierto sentido se reconoce. En algún sentido supone esperar a que escampe o amaine, lo que no siempre depende de nosotros, y de no hacerlo al acecho, sino desplazando la mirada. Curiosamente a veces se logra así desplazar la cuestión. Pero la espera no es una pasividad.
Somos convocados permanentemente a estar vigilantes, ocupados, tenidos y entretenidos en lo que, por lo visto, corresponde. Nada de distracciones, de dilaciones, de despistes. Quedamos advertidos. Fijados por lo que somos llamados a hacer o a contemplar, cualquier disipación supondría desatención, falta de información, desconsideración para con lo establecido como decisivo. Todo un sinfín de alertas nos tendrían en vilo. Permanentemente al aparato, atentos a las novedades, a cualquier brisa o indicio de leve modificación. Todas las acciones cotizan y hemos de precavernos de sus vaivenes y vicisitudes.
En tal caso, cualquier relajación podría suponerse un gesto, aunque fuera mínimo, de transgresión, un atisbo de un proceder insurrecto. Incluso el reposo habría de sopesarse y de dosificarse para inmediatamente retornar al avispero de lo que no cesa de transmitirse. Nuestra propia escucha habría de ser fecunda y operativa y replicar, siquiera en el modo de diversas formas de impugnación, el caudal de signos y señales que tejen mundo.
Por ello, encontrar ámbitos de serena toma de distancia para cuidarse de no danzar al ritmo de lo noticioso exige una verdadera decisión. Se hace preciso procurarse un espacio, habilitarse un tiempo, y velar para no verse envueltos en la vorágine de lo que requiere nuestra total dedicación. Así, ocupados en estar al tanto, todo parece reducirse a estarlo.