Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Recuperarse y aguardar

Por: | 28 de febrero de 2014

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Decimos que algunos tiempos son muertos. No es de extrañar entonces que para corresponderlos nos tumbemos. Tienen no poco de interrupción, pero no menos de impasse. En ocasiones se trata de aguardar y ello no es simplemente detenerse, es un modo de atender o de respetar algo que en cierto sentido se reconoce. En algún sentido supone esperar a que escampe o amaine, lo que no siempre depende de nosotros, y de no hacerlo al acecho, sino desplazando la mirada. Curiosamente a veces se logra así desplazar la cuestión. Pero la espera no es una pasividad.

Somos convocados permanentemente a estar vigilantes, ocupados, tenidos y entretenidos en lo que, por lo visto, corresponde. Nada de distracciones, de dilaciones, de despistes. Quedamos advertidos. Fijados por lo que somos llamados a hacer o a contemplar, cualquier disipación supondría desatención, falta de información, desconsideración para con lo establecido como decisivo. Todo un sinfín de alertas nos tendrían en vilo. Permanentemente al aparato, atentos a las novedades, a cualquier brisa o indicio de leve modificación. Todas las acciones cotizan y hemos de precavernos de sus vaivenes y vicisitudes.

En tal caso, cualquier relajación podría suponerse un gesto, aunque fuera mínimo, de transgresión, un atisbo de un proceder insurrecto. Incluso el reposo habría de sopesarse y de dosificarse para inmediatamente retornar al avispero de lo que no cesa de transmitirse. Nuestra propia escucha habría de ser fecunda y operativa y replicar, siquiera en el modo de diversas formas de impugnación, el caudal de signos y señales que tejen mundo.

Por ello, encontrar ámbitos de serena toma de distancia para cuidarse de no danzar al ritmo de lo noticioso exige una verdadera decisión. Se hace preciso procurarse un espacio, habilitarse un tiempo, y velar para no verse envueltos en la vorágine de lo que requiere nuestra total dedicación. Así, ocupados en estar al tanto, todo parece reducirse a estarlo.

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La vida difícil

Por: | 25 de febrero de 2014

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Solemos decir que hay a quienes les toca vivir una vida difícil. Entre redundancias y una singular alusión a la suerte, ponemos en manos del azar la invocación a lo que les ha sucedido y sucede. Ahora bien, en ocasiones pueden atisbarse desde el inicio condiciones que auguran, sin excesiva perspicacia, bastantes complicaciones. No precisan demasiados sobreañadidos posteriores para que se vean envueltas en serias fatigas. En general, por diversas razones, la vida no suele ser fácil. Ni siquiera está claro que siempre trabajemos para que lo sea. Por otra parte, conviene andarse con cuidado  a la hora de dar lecciones, no digamos antes del patético presumir de lo que uno ha debido de esforzarse. Hay existencias tan duras y complejas que no encuentran ni condiciones, ni espacio, ni tiempo, ni siquiera fuerzas, para hacer valer lo bregado y sufrido de su discurrir. Y menos aún, para airear méritos.

Ciertamente, la dificultad no es similar en las distintas circunstancias ni para los diferentes casos. Pero más llamativo es aún que no pocas veces quienes han tenido y tienen un vida más acomodada acostumbran a mostrar lo meritorio de su lucha y a hacer ostentación, incluso ante quienes tienen menos ocasión u oportunidad, de lo eficiente de la acción. Pretenden ser una emulación y a nada que se haga un mínimo análisis, más bien producen desmoralización. 

Se dice que el tiempo esculpe el rostro. Pero no solo. Se vale del sólido acompañamiento de un sinfín de vicisitudes. Y no es suficiente el cuidado, ni en todo caso factible. Todo tipo de dolores y de sufrimientos, ausencias, pérdidas y carencias, no siempre menores que las satisfacciones, labran en muchos casos muy decisivamente, para empezar, la mirada. Y ella, incluso cuando no somos capaces de descifrarla, es elocuente. También con su apagado silencio.

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Es evidente

Por: | 21 de febrero de 2014

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Lo evidente no es lo que no admite discusión. Es lo que es capaz de afrontarla sobreponiéndose a ella. De ahí no se deduce que haya de debatirse en cada caso, sino que, de hacerse, saldría airoso.  A veces decimos que algo es indiscutible simplemente porque deseamos que no se cuestione. Olvidamos que lo evidente es también un resultado,  No es tan inmediato como a veces se pretende. Incluso, de ser propuesto sin más desde alguna ingenuidad, habría de contar con la nuestra para reclamar adhesión. No siempre basta con fijarse para ver. Decimos que ocurre ante nuestros ojos, pero eso no es suficiente. Nos amparamos en la evidencia de algo para no encontrarnos en la necesidad de más argumentaciones.

No es ni siquiera preciso insistir en los niveles de realidad o en la complejidad de la superficie, ni en los diversos planos de nuestro mirar, ni en las diferentes perspectivas, para andarnos con ciertas precauciones. O en la intervención del deseo y de la voluntad en la caracterización de lo evidente. O del interés, por muy legítimo que sea. Incluso en tesituras complejas, cuando ya ninguna buena razón parece poder esgrimirse, cabe su invocación para zanjar posiciones.

El vínculo entre lo real y lo evidente es menos consistente que lo que se acostumbra a dar por supuesto. Vivimos en contextos sociales que sienten comodidad al considerar como establecido aquello que no merece discusión por la contundencia de su presencia. Y puestos a fijarnos en ello y a conversar al respecto pronto comprobamos que lo que caracteriza a lo evidente es lo poco evidente que suele ser.

No parece insensato cuestionar aquello que se ofrece de modo patente y sin la menor duda, toda vez que cabría ocurrir que simplemente fuera algo puesto a buen recaudo. Y a veces se trata de eso, de desplazar la dirección de la mirada a fin de evitar problematizar la cuestión, no sea que pierda su capacidad de ser provechosa.

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Por su bien

Por: | 18 de febrero de 2014

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No faltan expertos en decir lo que han de hacer los demás. Y si es preciso en imponerlo. Sin duda, por su bien. Y el uso de la lengua nos deja en la duda del de quién. Hemos de velar por no precipitar una salida a nuestra propia ceguera por la vía de tratar de conducir a los demás. Es frecuente que cuando uno no sabe qué hacer busque reclamar con supuesta firmeza lo que les corresponde realizar a los otros. Así, nublada la propia tibieza, se acabarían de confirmar convicciones, curiosamente las que no se tenían.

Imponer con frecuencia algo acaba por hacernos presumir que estamos plenamente persuadidos de su importancia. Al menos para los otros. Esta repetición, la de la exigencia a los demás, parecería reafirmarnos. En tal caso, no tendríamos dificultades en encontrar buenas razones de qué es lo mejor realizar.

Y todo se puebla, no ya solo de consejos, sino de consignas. No siempre es preciso que sean órdenes explícitas, basta que se insinúen, eso sí claramente, las consecuencias que se derivarían de su desatención. Incluso pueden exhibirse en ropajes de verdadera comprensión argumentos conciliadores, y de paternalista acogida, pero para finalmente intervenir, hasta interferir. En última instancia, una cierta minoría de edad, nunca propia, conllevaría la necesidad de establecer con nitidez el marco de lo que, en principio aconsejable, finalmente habría de hacerse valer. No solo con valor, sino con poder, también el de un determinado saber.

Es interesante comprobar cómo tantos conflictos de poder comportan la controversia, no ya solo de saberes, sino de modos de saber. Más aún, de la relación del saber con lo que puede o debe hacerse. Es decir del saber con la sabiduría como forma de vida. Y es entonces cuando la conversación, de producirse, es realmente desafiante. Reclamar el esfuerzo ajeno y clasificar comportamientos habría de conllevar algo más que un simple análisis panóptico, una ojeada, una mirada condescendiente como antesala de la descalificación. Se trata de crear condiciones efectivas de libertad y de justicia para propiciar decisiones, no de instar a actuaciones y comportamientos preestablecidos.

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¿En qué estarán pensando?

Por: | 14 de febrero de 2014

Cecilia Avendano (6)

La cuestión no se reduce a ser un interrogante y tiene a su vez un tanto de reproche. Conviven de este modo la curiosidad, incluso la voluntad de comprender, con una cierta constatación de que alguien está distraído. Tal parecería que incluso la sospecha es vacilante. En algún sentido ello constata que desconocemos, y que nos inquieta y nos preocupa. Y lo hace desde diversos lugares y puntos de vista, pero esperemos que en todo caso desde el afecto.  Los chicos, las chicas, aquellos a quienes hasta encontramos dificultades para denominar, los chavales, los adolescentes, parecen transitar por caminos que no solo a ellos les sume en una enigmática tesitura. Incluso, si todo les va relativamente bien. No siempre entienden lo que les sucede y lo que les rodea, y nos necesitan, y asimismo no pocas veces nuestro desconcierto también merece subrayarse, atareados en nuestras propias complicaciones.

La confusión de su escala de valores no es indiferente respecto de la nuestra. Y con algún detenimiento no tardaríamos en reconocer en ellos rasgos que no hacen sino corresponder, eso sí a su modo, a lo que podríamos encontrar entre nosotros. Mientras tanto, siempre cabe hacer declaraciones sobre la pérdida de principios y de convicciones. No dejan de ser sensatas ni oportunas, aunque conviene que nos incluyamos.

La sensación de que siempre que se piensa en algo eso distrae denota la concepción que tenemos del pensamiento. Convendría en tal caso, por lo visto, dejarlo de lado y, considerado como un obstáculo, ir directamente a los asuntos. Nada de injerencias, y menos aún de extravíos en análisis y reflexiones, que vendrían a ser poco operativas. Inmersos en quehaceres semejantes, la irrupción de seres cuyos sueños y ensoñaciones les hace algo erráticos, poco clasificables, y en cierto modo incomprensibles, pronto nos conduce a la constatación de que están en otro mundo y únicamente piensan en sí mismos. Lo curioso es que tanto se parece al nuestro que en gran medida lo es.

Los intentos por tratar de recordar lo que hemos pasado y nos ha sucedido no parecen resolver el desafío. Si apelamos, con razón, a la experiencia, habría de ser precisamente para no extraer demasiadas conclusiones. Resignarse al estado de cosas, hasta el extremo de conformarse con que estos chavales son ininteligibles, confunde interesadamente y de modo paternalista el misterio con la comodidad. Amparados en que finalmente, más o menos, todos salimos adelante, guardamos nuestros esfuerzos simplemente para el reproche, no exento de nostalgia por situaciones y momentos vividos que no siempre fueron tan impecables.

Mientras tanto, quienes ni siquiera aún podrían llamarse en rigor jóvenes deambulan en sí mismos, requiriendo lo que difícilmente solicitarán explícitamente, pero que es en ellos, en ellas, un verdadero clamor. La búsqueda de referencias, de asideros, de compañía y de sana complicidad, la palabra próxima y austera, la incipiente conversación y el afecto, siquiera la sencilla cordialidad, generan el espacio y son condición de posibilidad para la exigencia sensata y la clara determinación de procurar lo mejor, de requerirlo y de esperarlo. Y de reclamarlo. En efecto, ya lo sabemos, y es cierto que al decirlo nos lo decimos. Y lo necesitamos. Entre otras razones para darnos, para entregarnos. No basta con enunciarlo.

 

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Indefensión y desamparo

Por: | 11 de febrero de 2014

1 -Sin título, 80 x 49 cm, 2011, Era de noche

La indefensión se nutre de cierta indiferencia y sobrelleva alguna soledad. El mayor desamparo brota de la carencia de recursos y de posibilidades. Y se sustenta en la falta de cultura y de educación, lo que complica la autonomía personal. Ahora bien, de una u otra manera somos muy vulnerables. La intemperie tiene brazos extensos y siempre en algún sentido nos encontramos en ella. Es ahí donde precisamente se fragua la apertura al otro, también como una necesidad.

Ni siquiera en todo caso se es consciente del desamparo en el que cabe hallarse, salvo quienes lo habitan de modo intenso e implacable. Que no son pocos. Cada quien procura sobrellevar las penurias propias con la mejor dignidad, pero hay situaciones y momentos que parecen dispuestos a imponerse sobre uno mismo. Y en ocasiones ante la mirada sorprendida de aquellos que consideran que no es para tanto, cosa que tiende a ocurrir cuando se trata de los demás.

Pronto nos vemos en la urgencia de tener que valernos por nosotros mismos ante los constantes requerimientos del vivir. Pero ello no cesa, y no deja de ser necesario aprender permanentemente a afrontar los constantes desafíos de la existencia. Y a hacerlo no pocas veces sin singulares protecciones. Incluso amparados en el mejor de los casos por entornos cálidos y acogedores, nada evita una cierta orfandad constitutiva.

Hasta las vidas más plenas y llenas de acción, hasta los días de más atractivas ocupaciones, hasta los momentos más cuajados de sentido, hasta los instantes más intensos reclaman un modo de afrontar la indefensión y el desamparo. Es en definitiva un estilo de habitar el tiempo, una manera ineludible de ser singularmente quien se es, una forma, que con frecuencia se impone, de experimentar los límites, y no solo de las propias capacidades, sino asimismo del vivir.

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Que se nos ocurra algo

Por: | 07 de febrero de 2014

Kustaasaksiupdates

Las ocurrencias no están muy bien consideradas. Con razón. Pero no es menos descorazonador no tener ninguna. Lo malo no es su proliferación, lo problemático es no ser capaz de otra cosa. Y peor aún, identificarlas con el pensar. Cuando lo que se nos ocurre no tiene que ver con lo que ocurre, se trataría de procurar alguna activación que nos ponga en acción. Ahora bien, si confundimos lo uno con lo otro, pronto estimamos que algo es real porque se nos ha ocurrido. Si eso es suficiente para creer que es una idea, hemos de reconocer que casi conviene ponerse a buen recaudo. Incluso uno de sí mismo.

No deja de ser inquietante, en todo caso, que para descalificar cualquier deseo, sueño o ilusión, cualquier propuesta, incluso idea, baste desautorizarla por el simple hecho de que se le ha ocurrido a alguien. Para empezar, a alguien otro. Y más llamativo aún, porque parece haberlo concebido sin que coincida exactamente con lo que ya pasa, o creemos que pasa. En definitiva, que está bien visto “pensar” siempre que se acomode a la mera descripción de lo que ya ocurre. Lo demás, ocurrencias.

Inventar, innovar, abrir posibilidades, crear, quedarían reservadas para espacios de arte y de cultura, y estos, incluso con el de la ciencia no inmediatamente aplicable, pertenecerían al ámbito de lo irreal e infecundo. La investigación habría de acreditarse en su rentable e inmediata eficacia. De lo contrario, de nuevo, ocurrencias.

Amparados en tal planteamiento, resultaría más de fiar quien no hiciera sino ir y venir, deambulando en los ámbitos de lo ya conocido, ya dado, ya dicho. Puesto que es lo que hay, algunos consideran que conviene no distraerse en otras vías, ni siquiera en otros mundos posibles. Pero este, al que llamamos nuestro, lo es por ser producto, según decimos, de nuestro quehacer elaborador. Concretamente por eso es nuestro mundo. Menos mal que hubo quienes tuvieron ocurrencias. Y menos mal, también, que no se limitaron a ellas, sino que gozaron de la capacidad de encaminarlas en las sendas del concepto. Y, por tanto, concibieron y alumbraron algo. El problema no es que hay muchas ocurrencias, la cuestión es que o se esgrimen como argumentos o se limitan a engrosar el capítulo de las opiniones. No es de extrañar en tal caso que los ocurrentes vengan a ser expertos. Precisamente en ocurrencias.

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La audacia de ser mesurado

Por: | 04 de febrero de 2014

Circular GRANDE

Se dice que pensar es medir. Y ello requiere sin duda algunas consideraciones. Se prejuzga en qué consiste hacerlo, y se utiliza para apuntalar así la objetividad de nuestros planteamientos, aunque tal vez precisemos detenernos antes de presuponer demasiado. Si por medir se entiende simplemente elaborar cálculos, o establecer numéricamente distancias, alturas, longitudes, superficies o volúmenes, difícilmente estaríamos de acuerdo. No se reduce a un asunto de dimensión. Eso no significa que al hacerlo dejemos de pensar, pero desconcierta una cierta tendencia a estimar que hemos de constreñirnos a dar cuenta y razón, como si ello garantizara la verdad. En tal caso, sería suficiente con comprobar y con comparar. Ahora bien, baste con recordar que el sentido de la medida no se limita a medir. E incluso que medir tiene otro y mayor alcance. Desde luego se requiere competencia pero, además de que aquello que nos ocupa sea mensurable, también se precisa capacidad de mesura.

La ponderación es la capacidad de sopesar, incluso los actos. Y más aún, hasta sus consecuencias. Entre otras razones, porque una acción en rigor ha de incluirlas. Los efectos no son indiferentes, ni es cosa de eludirlos desde una apática irresponsabilidad. Presumir que uno no lo buscaba ni lo deseaba, como eximiéndose de ello, es ignorar que el actuar activa mecanismos y procedimientos capaces de continuar lo que llamamos actos, que es la puesta en marcha de un proceso con tendencia, por tanto, a proseguir. Así que, si de medir se trata, conviene  no dar por medido de entrada aquello que dice querer medirse.

Parecería que semejantes inquietudes minusvaloran el sentido de la mesura. Al contrario, esta no es un mero ingrediente sino un componente de la acción, lo que justamente la caracteriza como ajustada y susceptible de ser justa. El equilibrio, la armonía, la serenidad no son formas de displicente indiferencia para con la cosa, sino un modo radical de atención y de contemplación.

La mesura incluye la capacidad de comprender que ni todo se agota en la distancia respecto de nuestros ojos, ni se restringe al alcance de nuestros brazos, ni de nuestra voz, ni de la facultad de nuestro oído. En definitiva, porque “el hombre es la medida de todas las cosas”, como asegura Protágoras, precisamente por eso, conviene no estar tan seguro de que serlo se reduce a medir. No basta la vista, se requiere la mirada, no basta el brazo, se precisa el abrazo, no es suficiente con la voz, se necesita la palabra, no basta el oído hace falta la escucha. Y siempre pensamiento.

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El País

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