No faltan expertos en decir lo que han de hacer los demás. Y si es preciso en imponerlo. Sin duda, por su bien. Y el uso de la lengua nos deja en la duda del de quién. Hemos de velar por no precipitar una salida a nuestra propia ceguera por la vía de tratar de conducir a los demás. Es frecuente que cuando uno no sabe qué hacer busque reclamar con supuesta firmeza lo que les corresponde realizar a los otros. Así, nublada la propia tibieza, se acabarían de confirmar convicciones, curiosamente las que no se tenían.
Imponer con frecuencia algo acaba por hacernos presumir que estamos plenamente persuadidos de su importancia. Al menos para los otros. Esta repetición, la de la exigencia a los demás, parecería reafirmarnos. En tal caso, no tendríamos dificultades en encontrar buenas razones de qué es lo mejor realizar.
Y todo se puebla, no ya solo de consejos, sino de consignas. No siempre es preciso que sean órdenes explícitas, basta que se insinúen, eso sí claramente, las consecuencias que se derivarían de su desatención. Incluso pueden exhibirse en ropajes de verdadera comprensión argumentos conciliadores, y de paternalista acogida, pero para finalmente intervenir, hasta interferir. En última instancia, una cierta minoría de edad, nunca propia, conllevaría la necesidad de establecer con nitidez el marco de lo que, en principio aconsejable, finalmente habría de hacerse valer. No solo con valor, sino con poder, también el de un determinado saber.
Es interesante comprobar cómo tantos conflictos de poder comportan la controversia, no ya solo de saberes, sino de modos de saber. Más aún, de la relación del saber con lo que puede o debe hacerse. Es decir del saber con la sabiduría como forma de vida. Y es entonces cuando la conversación, de producirse, es realmente desafiante. Reclamar el esfuerzo ajeno y clasificar comportamientos habría de conllevar algo más que un simple análisis panóptico, una ojeada, una mirada condescendiente como antesala de la descalificación. Se trata de crear condiciones efectivas de libertad y de justicia para propiciar decisiones, no de instar a actuaciones y comportamientos preestablecidos.
No deja de ser elocuente que haya quienes consideren que la toma de distancia adecuada para adoptar tales decisiones siempre ha de comportar lejanía. Cerca es una palabra peligrosa, inquietante. Podría desprenderse de ella interés. O una cierta conmoción. Lo mejor es la asepsia, la frialdad, la indolencia que, por lo visto, son garantía de imparcialidad. Ser objetivo equivaldría a ser indiferente. Pero, creadas las condiciones para una preocupación más concreta por quienes se encuentran en la tesitura, pareceríamos estar predispuestos para otra firmeza, la que dicta cómo hay que ser y lo que cabe hacer.
Ciertamente nos representamos la justicia con los ojos vendados, como remisión a la imparcialidad, pero no a la desafección. No sentir, no padecer, no sufrir, no son garantía de encontrarse en las mejores condiciones para decidir. La presuposición de que es más adecuado proceder con serenidad no ha de confundir esta con la apatía, la impiedad y la ausencia de compasión. Siempre sospechamos de quienes comprenden “demasiado”, de quienes se ponen “en exceso” en el lugar del otro, de quienes tratan de escuchar sus razones, lo que de una u otra forma entendemos como una contaminación, un síndrome, una cooptación.
Juzgar es convivir con una suerte de crisis, lo que no impide, antes bien exige, en diversas situaciones, decidir. Y en tal caso la coyuntura, las circunstancias, no son mero decorado. Ni lo son la libertad de pensamiento o de conciencia, en las que no cabe ampararse indiscriminadamente, aunque menos aún desconsiderarlas. Quienes, pongamos que honestamente, adoptan resoluciones sobre los otros han de hacerlo al amparo de lo que conjuntamente hemos establecido. Y es en ese tiempo y en ese espacio en el que han de darse las condiciones para que precisamente lo establecido, al establecerse, no anule la necesidad, y por tanto la posibilidad, de decidir.
Nunca es fácil decidir, sobre todo cuando se trata de asuntos vitales, radicales, que conciernen a cuestiones que alcanzan no solo a lo que hacemos sino a quienes somos. Y no pocas veces precisamos compañía, afecto, la cálida proximidad de quien se ofrece en la distancia adecuada, pero sin suplirnos, sin suplantarnos, sin ocupar nuestro propio lugar. Quienes propician la decisión intransferible, quienes se hacen cargo de la complejidad trágica que determinadas resoluciones comportan, quienes se muestran más preocupados por otros, por otras, que por su personal satisfacción, quienes no buscan tanto reemplazarlos ni substituirlos, cuanto no dejarlos a su suerte, sino procurar las condiciones para su elección, se andan con cuidado antes de presuponer lo que les conviene a los demás. No digamos, lo que han de hacer.
La soledad con la que hemos de enfrentarnos a importantes decisiones en la vida es en última instancia tan personal como inalienable. Ello no significa que no sean imprescindibles los demás. De todos modos, hay demasiadas experiencias de altruistas y desinteresadas formas de silenciar y de acallar la palabra, la que nadie puede decir en vez de otro, la insustituible, la propia. Aducir que no es capaz, que no puede, que no sabe, que está confundido o equivocado, que no se encuentra en condiciones, que de realizarlo se extraviaría, se equivocaría, exige un cierto lugar desde el que hacerlo. Llama la atención que los partidarios de esa interferencia parecen encontrar sólido y cómodo aposento en su ausencia de dudas. Eso es lo más inquietante. Siempre saben lo que han de decidir los demás.
Por tanto, no basta pensar ni decir que es por su bien. Se espera que no se busque perjudicar. Pero una vez más el sentido de algo no reside en la intención de su autor. Es importante, pero no lo es todo. Eso no evita ni sus efectos ni su funcionamiento. El bien ajeno, cuando se presupone, tiende a coincidir con el propio si no tiene en cuenta su libre elección y decisión. Ellos lo saben. Ellas lo saben.
(Imágenes: Pinturas de István Sándorfi –Étienne Sándorfi-)
Hay 7 Comentarios
Estamos llenos de benevolencia por no decir que uno se llena el espíritu cuando oye hablar bien de la posibilidad del buen hacer y la necesidad de convivencia en circunstancias por un bien.
El que va acompañado siempre de exquisitez, inalcanzable por el tiempo y las condiciones en el que han de darse las circunstancias adecuadas, se encuentra en el bien del gran talento.
Publicado por: Lidia Martín | 20/02/2014 9:04:00
Nely, eso de "el que te quiere, te hará llorar" es el sadismo digamos que escrito con buena letra, algo al parecer benigno que cae bien por la trampa de que lleva el verbo querer en su conjunción, y se puede decir sin que a uno lo encarcelen o ahorquen al instante de pronunciarlo.Quien te quiere "por tu bien", ese, ya lo sabemos, ese no conoce la soledad.Ni aún el sacrificio es moneda de cambio de que a uno lo quieran.La palabra te quiero( ¿sinónimo de amor?) lleva en sí un cordaje indisimulado que significa "te quiero para mí", declarada voluntad del que en verdad en este caso "quiere", decide.Ya conocemos casos: "mira que te lo dije", "mira que te lo tengo dicho", "si no lo haces...", "tienes que hacerlo porque si no...", etcétera, etcétera.Por supuesto que ningún consejero admite nunca que se equivoca.Y lo más curioso es cómo conoce el benefactor lo que para ti es el bien( sin mayúscula).Ponerse en las manos de otro por "su bien" ese es el Bien( Baudrillard) que la sociedad tiene como tótem.Vade retro, satanás.
Publicado por: Rantamplán Malaspina | 19/02/2014 19:31:25
Junto con “tengo que hacer la compra o la cena”, “tengo que pasear al perro”, “tengo que hacer la declaración de la Renta”, “tengo que llamar a mi madre”, “tengo que colocar mi habitación” y otros similares, el “tengo que hacer los deberes” es un componente más de esa retahíla de tareas, intenciones y responsabilidades no cumplidas que ocupa buena parte de nuestro pensamiento.
Un peso, en definitiva. Un ruido que nos acompaña toda la vida, en el que se mezcla lo que uno debe hacer, sin que haga falta que se lo digan, con las obligaciones que a uno le imponen; de modo que vivimos en una confusión en la que resulta difícil distinguir cuáles de estas deudas son propias e intransferibles y cuáles son ajenas. Y gran parte de la dificultad reside en que la exigencia de comportamientos que espontáneamente no tendríamos forma parte, ya desde sus inicios, del proceso educativo.
Porque la educación tiene mucho de condicionamiento, de conseguir que, ante ciertos estímulos, otros actúen o piensen de una determinada manera. Y ello incluye el convencimiento de que estos comportamientos se nos demandan por nuestro bien, o por el bien común, cuando muchos de ellos responden a los intereses de otros.
http://www.otraspoliticas.com/educacion/los-deberes
Publicado por: Esalvador | 19/02/2014 9:31:23
En efecto: ¿Quién decide quién decide en cada caso?
Pues naturalmente que lo hace el infierno empedrado de buenas intenciones y mayorías absolutas silenciosas de Gallardón, defensor a ultranza de la mujer,a la que le evita la tentación de la libertad trágica; o el establishment centralista heredado liberando al 80% de catalanes de la consulta que quieren hacerse a sí mismos y sus nefastas consecuencias. En ambos casos en el clarividente convencimiento de que ello no producirá consecuencias reseñables.
Por ejemplo.
Publicado por: zenon de pelea | 18/02/2014 20:50:12
El pasado sábado estuve viendo una película en casa "La sonrisa de Mona lisa" narra la historia de una escuela de élite femenina en el EEUU de los años 50. Efectivamente las chicas tienen acceso a la adquisición de destrezas aplicables a la vida familiar y doméstica mientras se les veta con cierto refinamiento el acceso a la educación en valores, la conformación de criterio propio y a la vida en libertad preconcibiendo sus destinos a “refinadas amas de casa”.
Hoy leyendo su blog profesor Gabilondo, encuentro de nuevo la denuncia de este machismo, nada sutil, que pretende gobernar la voluntad de las mujeres… de nuevo lo hacen cuestionando nuestro criterio...
Efectivamente la nueva regulación del aborto en nuestro país nos lleva a los años 50 americanos y a los tiempos en los que se nos trataba como a menores de edad. ¿Será por nuestro bien?
Magnificas imágenes, como siempre. Gracias por poner el acento en estos temas
Publicado por: LEICHEGU | 18/02/2014 13:33:31
La suerte en el futuro está escrita en el resumen que somos capaces de realizar las personas al final de un recorrido, puntuando de cero a diez, y evaluando.
Sacando conclusiones.
Aun con las luces cortas que llevamos.
A diferencia de los otros animales, en manadas que se precipitan año tras año por el mismo camino, sin variar ni un ápice, impertérritos.
Perdiendo siempre la vida a cientos.
Lo que bien pensado, viendo nuestro presente fruto del pasado vivido, no nos aparta de un recorrido similar.
Tropezando en la misma piedra.
Las personas incluso cultas, en cuanto se dan dos pasos más allá de los buenos modales, tropezón al canto.
De la mano de apreturas y desvaríos, y de ambiciones pequeñas, y de minucias.
Por nuestro bien.
La libertad de ejercer el pensamiento con recortes, terminando el derecho de unos donde empieza el derechos de otros.
Pero el resultado es, que no salimos a flote lastrados por nuestras deudas contraídas mas allá de las necesidades, consumiendo para salir adelante.
Pero muy caro.
Andando el mismo camino, y perdiendo la vida a miles como las manadas de animales salvajes.
Por nuestro bien, pero sin apartarnos del abismo.
Y estudiados al máximo.
Nuestra deuda millonaria nacional, por ejemplo.
Cada día más grande, porque la teoría es la realidad, no podemos hablar de ángeles olvidando las piedras del camino.
Que hacen daño y nos pueden dislocar un pie.
Como las manadas hemos de averiguar como se puede ir más allá del rio, sin quedarnos en el intento.
A ser posible.
Publicado por: Castro | 18/02/2014 10:09:41
En el pasado era corriente escuchar, "el que te quiere, te hará llorar", esa reflexión nunca pude comprenderla. El que te quiere no impone, solo aconseja y te deja la elección de actuar.
Somos animales sociables que algunas veces, necesitamos soledad, imagino que en el equilibrio entre ambas, reside la justa mediada.
Publicado por: Nely García | 18/02/2014 9:58:12