Hay favores que no se pueden pedir, que no se deben pedir. Lo que tienen de favor es que requieren trato de favor. Pero decir “por favor” no significa necesariamente que se reclame una singular e inadecuada deferencia. No pocas veces no es la que se solicita, sino la que se otorga. También tiene algo de plegaria, que se dirige a aquel a quien se demanda su consideración.
Recabar el favor de alguien significa, en definitiva, apelar a su consideración. A veces no es sino solicitar que no ignore nuestra existencia. Y que, en la medida de lo posible, si no la propicia, al menos, que no la obstaculice o dificulte. Precisamente, se trata de evitar al respecto un debate de competencias, prioridades, derechos o deberes. No para ignorarlos, sino para apelar a otra instancia, para solicitar. Simplemente se alude a aquello que ni siquiera llega a invocar su generosidad. Basta con que no desconsidere nuestra presencia. En muchas ocasiones, no se pide mucho más.
Obrar por favor no es necesariamente un acto de permisividad ni de condescendencia, sino de reconocimiento. Y, en gran medida, de las necesidades y deseos ajenos que, precisamente con un gesto, que es más que un simple detalle, y que abre al espacio de la posibilidad. Y de la experiencia de los imprescindibles límites.
Pensar que el sentido último del favor es granjear el ajeno, en una suerte de mutuo interés, ignora hasta qué punto el retorno de lo hecho ya se cumple con la satisfacción de haber procedido correctamente. Más aún, podría ocurrir que se demande por favor, como favor, lo que en última instancia no es sino ofrecer lo que quizás en rigor es tan nuestro como de aquel a quien se lo solicitamos. No tiene poseedor. Ni ha de ser necesariamente una concesión. Esta gratuidad, la del don, es la suerte del favor.