Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Siquiera, por favor

Por: | 28 de marzo de 2014

Dale David Jon Kassan

Hay favores que no se pueden pedir, que no se deben pedir. Lo que tienen de favor es que requieren trato de favor. Pero decir “por favor” no significa necesariamente que se reclame una singular e inadecuada deferencia. No pocas veces no es la que se solicita, sino la que se otorga. También tiene algo de plegaria, que se dirige  a aquel a quien se demanda su consideración.

Recabar el favor de alguien significa, en definitiva, apelar a su consideración. A veces no es sino solicitar que no ignore nuestra existencia. Y que, en la medida de lo posible, si no la propicia, al menos, que no la obstaculice o dificulte. Precisamente, se trata de evitar al respecto un debate de competencias, prioridades, derechos o deberes. No para ignorarlos, sino para apelar a otra instancia, para solicitar. Simplemente se alude a aquello que ni siquiera llega a invocar su generosidad. Basta con que no desconsidere nuestra presencia. En muchas ocasiones, no se pide mucho más.

Obrar por favor no es necesariamente un acto de permisividad ni de condescendencia, sino de reconocimiento. Y, en gran medida, de las necesidades y deseos ajenos que, precisamente con un gesto, que es más que un simple detalle, y que abre al espacio de la posibilidad. Y de la experiencia de los imprescindibles límites.

Pensar que el sentido último del favor es granjear el ajeno, en una suerte de mutuo interés, ignora hasta qué punto el retorno de lo hecho ya se cumple con la satisfacción de haber procedido correctamente. Más aún, podría ocurrir que se demande por favor, como favor, lo que en última instancia no es sino ofrecer lo que quizás en rigor es tan nuestro como de aquel a quien se lo solicitamos. No tiene poseedor. Ni ha de ser necesariamente una concesión. Esta gratuidad, la del don, es la suerte del favor.

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La envidia en acción

Por: | 25 de marzo de 2014

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La envidia es la cuna del resentimiento y se nutre de la inseguridad. Es cierto que uno admira cualidades, competencias y valores, pero no precisa desear que los demás los pierdan, para tratar así de hacerse con ellos. Bien se dice que la envidia es más la insatisfacción por el bien ajeno que el deseo de su mal. Sin embargo, a veces, ambas posiciones conviven con naturalidad. Lo que más parece molestar, entonces, no es que el otro haga lo que hace, sino que sea como es y, en concreto, que sea quien es.

Vivimos en general asentados en una montaña de sombras. Vienen a ser ya tan nuestras que cuesta distinguirlas de quienes somos. Y convengamos que hay asuntos sobre los que es difícil sustraerse de hablar en primera persona. Ello suele tener algo de impúdico, pero en ocasiones es ciertamente inevitable si se pretende decir algo al respecto.  En cierto sentido, cada quien tiene también sus propios defectos. Tampoco es imprescindible que sean especialmente peculiares para compartirlos, antes bien, lo común favorece la comunicación. Se dice que cada cual, a su modo, siente envidia. Sin embargo, hay quienes no son especialmente dados a padecerla, mientras se apodera verdaderamente de algunos, hasta constituir el sentido de sus juicios y actitudes. Solo asi se explican ciertos comportamientos sociales.

Resulta triste cuando el deseo se encamina más a pretender que el otro se despoje de lo que tiene o le constituye, incluso que lo pierda, aunque ello no suponga ninguna modificación ni en nuestro saber, ni en nuestro poseer. Parecería bastar con que se viera privado de aquello que, incluso antes que quererlo para nosotros, que no se excluye, pretendemos que no sea suyo. Es suficiente con que se malogre. Pero no es solo un asunto del tener. Tratándose del poder, el deseo de hacerse con el que los demás ostentan podría obedecer simplemente al de que no sean precisamente otros, unos concretos otros, quienes lo ejerzan u ocupen, más que a la voluntad de disponer de condiciones para actuar. Y ello añade ya diferentes componentes, a veces bien justificables, aunque polémicos. Si es cuestión del saber y del conocer, es razonable querer mejorar los propios, aunque eso no implica necesariamente que, para lograrlo, los demás se desprendan de ellos. Sin embargo, la envidia busca no solo la apropiación, sino prioritariamente la expropiación del bien ajeno. Ello, que podría ser tan increíble como impresentable, es “lo natural” del envidioso. Ahora bien, en tal caso, las raíces son asimismo otras. Se comprende, por tanto, hasta qué punto, y para empezar, la envidia es autodestructiva, una verdadera maquinaria de dilapidación de uno mismo.

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Formas de mala educación

Por: | 21 de marzo de 2014

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Se hace indispensable la emulación. Necesitamos referencias e incluso, en determinadas ocasiones, lo más que cabe hacer es procurar imitar. Y hay quienes ofrecen perspectivas y horizontes tan abiertos y amplios que prácticamente son permanente inspiración. Dicen y dan que decir. Pero, también en tal caso, ello requiere no limitarse a copiar. Incluso reproducir no es sin más repetir. Ciertas actitudes son contagiosas. Y muy singularmente en la cultura y en la educación. Se infiltran, se instalan, y van fraguando una suerte de naturalidad que pronto se vive como indiscutible. Puede hablarse entonces de ejemplaridad, para bien y para mal.

Al respecto, es sorprendente la manifiesta mala educación de tantos supuestamente bien educados. Incluso con modales depurados, no es difícil encontrar quienes adolecen de una inadecuada educación. No es poco ser impecable en las formas, algo cada día más de agradecer, sin embargo, llama la atención que, incluso sin que ellas se pierdan, puede esfumarse la educación por los vericuetos de las maneras. Hay quienes finamente son sencillamente maleducados. Y en lugar de vincular el respeto a la dignidad, lo identifican con la etiqueta.

No es cosa de cuestionar un comportamiento cuidado, sin duda requerible y necesario, sino de no reducir a ello la educación. Una cohorte de correctos pueden resultarnos poco atractivos y ejemplarizantes. Con modales impecables también cabe desconsiderar absolutamente la educación. Muy singularmente por quienes en determinados ámbitos la tienen como un mero instrumento para la buena reputación, es decir, un simple medio con fines derivados y externos. No solo una mera apariencia, sino la reducción de esta a la efectiva realidad. A su juicio, no se trataría tanto de ser educado cuanto de estar educado para algo. En última instancia, consistiría en un adiestramiento, a fin de responder como corresponde. Por supuesto, a lo establecido. Pero para ratificarlo.

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El verdadero rostro

Por: | 18 de marzo de 2014

Vania comoretti  (17)

El verdadero rostro no se reduce a la fisonomía. Implica el cuerpo, la palabra y el obrar. Es asimismo gesto. No solo cara. Se dice que esta es espejo del alma, de la mente, del espíritu… Es necesario confiar en los espejos. Y desconfiar de ellos. Son tan elocuentes como silenciosos. No ven, Vemos. No miran, miramos nosotros. Entonces, más bien la mirada refleja la energía, el ánimo, el ánima. Se diga de una u otra forma, la cara no se reduce al cuerpo del que forma parte. Por eso no es tan accesible como parece. Ni siquiera la propia para uno mismo.

 Ya la expresión “verdadero rostro” es problemática. Más bien consistimos en una sucesión de caras que, en esa medida, son máscaras tras las cuales no se oculta un rostro auténtico. El relato de todas ellas, la relación que las vertebra y articula, lo constituiría, así como un libro trama las diversas páginas. Pero entonces no basta ver. Es preciso leer. El rostro más se lee que se ve. No es, sin embargo, por tanto, puro resultado de una construcción.

No me pregunten quién soy ni me pidan que permanezca invariable. Escribo para perder el rostro”, señala Foucault. Ahora bien, ello no supone la renuncia a la mirada, que es también creadora. “Del mismo modo que es posible componer varias intrigas respecto de los mismos incidentes (los cuales, a su vez, no merecen ya ser llamados los mismos acontecimientos), así siempre es posible tramar sobre la propia vida intrigas diferentes, y hasta opuestas”.  Paul Ricoeur, buen lector de la Poética de Aristóteles, sabe hasta qué punto hay todo un proceder elaborador para contar una historia. Y muy singularmente si nos preguntamos por alguien, por su “quién”. Por ejemplo, por el de nosotros mismos. También vamos labrando con nuestras elecciones, con nuestra forma de vivir las situaciones, con nuestro modo de comprender y de comprenderlas, el relato de nuestro “verdadero” rostro. Y esta tarea de ficción no es necesariamente un fingimiento.

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Adolescencias diversas

Por: | 14 de marzo de 2014

BERNA$DI, Oronzio

Un vínculo no siempre explícito enlaza la adolescencia a un concepto de individualidad, y cierta individualidad a una determinada adolescencia. Eso nos impide reducirla simplemente a una etapa de la vida. Bastaría con caracterizarla como la permanente sensación de no ser comprendido, de no estar suficientemente atendido, de ser víctima de la desconsideración ajena, de reclamar una mayor respuesta a las exigencias y, sobre todo, de no acabar de entender ni lo que hay, ni lo que pasa, ni lo que nos pasa. Todo ello unido a una emergencia corporal que no parece corresponderse con el propio espíritu. Pero no solo. También responde a una voluntad de no conformarse con lo que ya sucede, ni de dar por supuesto que haya de ser ineludiblemente así. Con semejante planteamiento, pronto se comprende que no es tan fácil vivirla, ni desprenderse de ella. Y en cierto modo, podrían encontrarse razones para no hacerlo del todo.

No resulta sencillo encontrar el terreno en el que aposentarse, ni los caminos que transitar. Una cierta pérdida de referencias agudiza la desorientación. No solo se hace complejo conocer lo que uno desea, sino también complicado atreverse a quererlo. La parálisis ante una posible decepción coincide en última instancia con un exceso de actividad sin rumbo. Pero, de nuevo, no es prudente hacer de todo eso simplemente una valoración negativa. Desde luego, nada más insensato que establecer una catalogación de las etapas de la vida bajo el supuesto de que constituyen un lineal progreso desde la inconsistencia de lo impresentable hasta la luminosidad de la  madurez. Ello no implica que no sea posible ni haya, y conviene que sea así, un crecimiento en todos lo sentidos. Se trata de que no se produce inexorablemente. También hay pérdidas, y en muchos casos decisivas.

En general, no dejamos de deambular. Tampoco es cosa de englobar en un epígrafe llamado adolescencia toda una categoría de modos de ser y de formas de vida. Lo inclasificable e incatalogable de cada existencia es la clave del afecto singular y de la capacidad de verse afectado por cada quien, por cada uno, por cada una. Hay adolescentes y no siempre lo son en el período de la adolescencia. La sobrevuelan sin poseerla y se sienten tenidos por ella, sin que siempre quepa caracterizarla. Esta dislocación es propiamente su ubicación. Por ello, conviene no precipitarse a aplicar recetas preestablecidas para cada quien, y se requiere un modo peculiar de escucha, no menor que la que procuramos aplicarnos a nosotros mismos. Y en tal caso es probable encontrarse con el imperio de una soledad sin paliativos. Por eso sorprenden los juicios y prejuicios sobre la adolescencia, que curiosamente no parecen concernirnos.

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El arte de la exposición

Por: | 11 de marzo de 2014

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Se impone y se reivindica la exposición. Ahora bien, exponer no es limitarse a exhibir. No basta con plantar algo ante la vista para que se produzca. Un cierto exhibicionismo, un afán por lo espectacular, hace que todo devenga presentación, aparente manifestación, supuesto alegato. Hay mucho alarde, aunque no tanta exposición como pudiera suponerse. Se pretende que incluso hasta las reacciones o los efectos se encuentren bajo control. En todo caso supone algún tipo de riesgo, siquiera el de encontrarse en la indefensión de lo que se yergue o yace ante nosotros.

Nublados por lo aparatoso y el estrépito de lo que pasa, parecería que no es necesaria otra actitud que expresarse. Si contar, narrar, dibujar, pintar, esculpir, fotografiar, danzar, cantar… se manifiestan con independencia del decir, del decirse, de lo que haya de decirse y a quienes se diga, componen un mero sinfín de actividades. Sin embargo, han de ser acciones, verdaderas muestras de lo que no cabe reducirse a sus resultados. No se trata de un simple sacar a la luz algo que se encontraba a buen recaudo para lucirlo en el escenario de los aplausos. Es cuestión de procurar, tal vez solo incipientemente, un acontecimiento. No es preciso que sea ostentoso, es suficiente que sea efectivo, y no pocas veces lo es, si bien no exacta ni necesariamente eficaz. Y eso es tanto como decir que afecte o sea afectado. Y ello supone que lo sea en relación con alguien. No solo que logre producir emociones o sentimientos, lo que no ha de desconsiderarse, sino que genere, cree, otra realidad. Aunque basta quizás que sea otra posibilidad.

No es suficiente, por tanto, con exponer arte. Se requiere el arte de la exposición. Y ello exige implicación, participación, reconocimiento de una mutua pertenencia, prácticamente un tener que ver con alguien, un compartir, un estar  mutuamente concernidos.  En definitiva, no reducirse a ser simple espectador, ni dirigirse a su pasividad.  La viabilidad de recreación es condición indispensable, pero ello incluye la de que se produzca una contemplación en la que no basta con asistir a lo que se presenta, para rendirse a sus encantos. De no ser así, sin semejante exposición, en el mejor de los casos viene a ser, y no sería lo peor, decoración. Cuando no, enmascaramiento, fingimiento, olvido o disimulo.

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Entre nudos y lazos

Por: | 07 de marzo de 2014

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No estamos muy seguros de que sea bueno estar tan entretejidos, ni que lo sea no estarlo. Los enlaces y los entrelazamientos pueden constituir vínculos liberadores. No necesariamente. Las redes ofrecernos amparo, pero a su vez atraparnos. Los nudos ajustarnos, aunque asimismo atarnos. Suelto no significa sin más libre, si bien sorprende la exaltación de las conexiones. Inconexo no es igual que desconectado, que a la par subraya el aislamiento y la separación, quizá también la decisión, porque no siempre desligado significa indiferente. Baste solo este apunte para no precipitarnos a concluir.

A pesar del loable afán de independencia, formamos parte de toda una serie de conjuntos, somos incluidos en una pluralidad de agrupaciones no siempre explícitas, es difícil sustraerse de ser considerado perteneciente a diferentes pluralidades. Ya la mirada ajena nos clasifica, nos incorpora, nos supone afines… y ciertamente no pocas veces con buenas razones, pero con más o menos motivos, somos quienes somos concebidos en una constelación. Es ahí donde se trata de ser singulares, lo que no necesariamente significa especiales por extravagantes.

Por otra parte, agruparse, asociarse, implicarse, no son actos de debilidad, ni de claudicación ante lo burocrático de la existencia, sino de reconocimiento y de impulso, de promover vínculos, de hacer causa común. Sin embargo, en ocasiones parece exigirse la contrapartida de una cierta despersonalización, de una pérdida de lo más propio. Obviamente, la prosecución de objetivos compartidos supone asimismo debatirlos y asumirlos, pero eso no significa sumisión ni tampoco displicencia respecto de los mismos. En ocasiones significa verse envuelto en una maraña de explicaciones o de su ausencia, lo que en cualquiera de los casos no deja de ser un enredo. Y entonces parece no quedar otra salida que invocar a una cierta jerarquización o disciplina. Más aún si no se comparten convicciones o no se debaten estrategias.

De todas formas, un vínculo no es la puerta de acceso a un receptáculo, ni a un recipiente, y menos aún a un depósito de algo ya finado. Antes bien ha de suponer un impulso, la generación de un espacio para tomar fuerzas y un entorno de apoyo. Y suelen necesitarse. Sobre todo para compartir desafíos y proceder a afrontarlos.

El aislamiento comporta asimismo sus sujeciones. La disgregación, la desvertebración, la desarticulación, la desvinculación, aquello que para Hegel constituye la verdadera enfermedad, nos previenen de una consideración de la autonomía personal como la carencia de pertenencia. No se trata de poseer, ni de ser poseído. Ni siquiera lo más decisivo o por ello. Ya Ordine nos avisa de que “poseer la verdad mata la verdad”. Así que puestos a involucrarse, conviene que ninguna institución o agrupación posea miembros. Son espacios de incertidumbre y si se trata de estar anudados conviene no olvidar que, a su juicio, “sin la negación de la verdad absoluta no puede haber espacio para la tolerancia”. Más allá de cualquier lectura fatua, en esta dirección hemos de entender que la caricia en Lévinas recorre, pero a su vez preserva, una distancia. En efecto, no es posesión. Acariciar la verdad no es hacerse con ella.

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Un malhumor ontológico

Por: | 04 de marzo de 2014

Le banc 2003

Hay actitudes que se resumen en un relato, que permiten contar una historia, y cuyas causas sería tal vez posible dilucidar. A veces las vidas, las biografías, ciertos antecedentes, algunos hechos podrían explicar personal y socialmente determinados malestares. La soledad, la pobreza, la falta de afecto y ciertas pérdidas producirían, y producen, combinaciones más o menos aclaratorias de desasosiego y dolor. Otras, obedecen a aquello que no llega, que no tiene lugar, que no ocurre. Lo que no sucede es capaz de incidir, como lo que no existe es también susceptible de ejercer enorme influencia. Aunque, en general, más bien se produce una mezcla de diferentes ingredientes, no siempre del todo discernibles, que de manera más o menos confesable, producen determinados estados de humor. Más concretamente, de malhumor. En tal caso, incluso una leve sonrisa se consideraría una inconsciente frivolidad.

Con frecuencia, y no siempre por razones tan explícitas, hasta tal punto goza de prestigio el malhumor que para algunos es la expresión más adecuada de la sensatez. No están de malhumor. Son de malhumor. Y cuesta imaginar lo que les sacaría de este su ser, salvo algo que les desprendiera de sí mismos. Ni siquiera un gran acontecimiento beneficioso les liberaría de semejante malhumor, dado que pronto inaugurarían un malhumor semejante. Y en alguna medida, siempre parece haber buenas razones para ello.

Es cierto que las cosas, en su dificultad y en su complejidad, no están para muchas bromas y que esto de vivir, y de sobrevivir, va en serio. Pero el humor no es un modo de desconsideración para cuanto sucede, antes bien en muchas ocasiones es otro modo de considerarlo, y no siempre menos atento. En definitiva que, amparados en las vicisitudes en las que nos hallamos, nos vemos rodeados de una modalidad de malhumor que en verdad no resulta muy estimulante. Se dirá que no lo es para quienes tienen sus asuntos resueltos, sus necesidades cubiertas, aunque no parece serlo en ningún caso, sino que habitualmente produce un efecto paralizador. No podemos permitírnoslo como una forma o una actitud de vida.

El humor tiene no poco de distancia de algo respecto de sí mismo. Y ha sido considerado, y Kant lo señala en su Antropología, por el efecto de risa que produce la irrupción de lo inesperado. De ser así, el malhumor conllevaría una supuesta y absoluta coincidencia, la de uno consigo mismo. Y entonces se comprende el malestar, por su efecto de auténtico finiquito: uno estaría acabado.

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El País

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