Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Horas muy cotidianas

Por: | 29 de abril de 2014

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Mientras con buenas razones nos proponemos importantes objetivos, y de nuestras palabras parecería desprenderse que estamos permanentemente empeñados en grandes empresas, lo cierto es que, en general, nuestras vidas son lo que podría considerarse muy cotidianas. Lo frecuente es que resulten rutinarias. Podría decirse que tan regulares como ordinarias. Y no necesariamente por su vulgaridad, sino por la insistente persistencia de un tiempo que inexorablemente transcurre sin otros sobresaltos que lo que periódicamente pasa. Pronto nos acostumbramos a que lo insólito nos inquiete y estamos dispuestos a que lo haga, pero a ser posible solo incidentalmente. Nos incomoda lo que podría considerarse una ausencia de acontecimientos, pero no dejamos de encontrar apacible que sea así.

Nos cuesta comprender que tampoco estamos siempre para Los trabajos y los días, con Hesíodo, o para proceder una y otra vez como Sísifo, o para el tejer y destejer de Penélope, salvo que precisamente en ello se debata lo más cotidiano. Minusvalorar tantos momentos llamados corrientes, para estimar que solo lo relevante tiene sentido de vida es ignorar que no pocas veces en lo más habitual, en lo que no tiene especial relato, en lo que si fuera el caso despachamos con un adjetivo, ocurre y no solo transcurre, nuestra existencia.

Tal vez hayamos de presuponer que es un privilegio gozar de esa posibilidad, incluso de saborear la monotonía o la placidez de una vida sin especiales sobresaltos, o de disponer de la posibilidad de disfrutar de la sencillez de poder tomarnos el tiempo para algo no necesariamente impuesto, o de encontrar espacios domésticos o alguna intimidad. Un cierto regusto burgués podría coincidir así con lo más límpido de nuestra elección, la del denominado nuevo estoicismo, el privilegio de una vida apacible y agradable, lo que no ha de ser minusvalorado. Y sería cuestión de no ceder por tanto a los simples atractivos de una comodidad vacía, antes bien, de hacer de ello conciencia de una existencia placentera. Y ocasión de recreación. Considerar que en tanto que habitual o cotidiano carece de interés o ha de ser desestimado reduce nuestra vida a un puñado de peripecias.

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El desafío de ser cada quien

Por: | 25 de abril de 2014

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Aprendemos de los demás, incorporamos más de lo que creemos, pero en última instancia nos encontramos en la tesitura de ser nosotros mismos. Y eso no está nada claro. Ni en su forma, ni en su contenido. No basta con improvisarlo, ni con prevenirlo. No hay manera de preestablecerlo. Es imprescindible ser cuidadoso, pero nada impide el que tengamos que vérnoslas en la tarea de ser quienes somos. Así dicho, ni siquiera está definido, y es suficiente con fijarse mínimamente para comprender que estamos convocados a tratar de llegar a ser cada quien, lo cual resulta tan indeterminado que uno, o una, no sabe si simplemente alegrarse, o lamentarlo, o ponerse a la incierta labor.

Es difícil no tener la sensación de que ello supone una travesía y un desafío. En principio, tampoco se trata de un sobreañadido a nuestra existencia, sino más bien de aquello en lo que consiste. En todo caso, siempre cabe la sospecha de que habría de serlo con miras a algo. Sin embargo, eso no significa que ser el cada uno o cada una que cada quien es constituya un medio para algo otro. Tampoco que sea suficiente con constatarlo. Y ahí reside el atractivo de la cuestión, que radica en que el único modo de hacer por ser radica precisamente en hacer. Y que hacer es, a la par, hacerse. Y padecerse. No somos ni indiferentes ni independientes de nuestro obrar.

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Tejer en el agua

Por: | 22 de abril de 2014

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Escribir en el agua o escribir en el alma. Puestos a plantearnos si es conveniente o no escribir, Platón distingue en el final del Fedro que hay dos formas de hacerlo. Mientras la primera se limita a tratar de dejarlo ya todo dicho, para que se recuerde bien, a fin de repetirlo estricta y exactamente, cuando se escribe en el alma, lo inscrito se comporta como una semilla que, en el corazón de quien escucha, florece como en los jardines de Adonis. Y entonces ya es cosa de memoria, de reactivación, de reitineración, y no solo de reiteración. La cuestión no se reduce por tanto a escribir o no, sino a hacerlo o no adecuadamente.

En última instancia, lo escrito en el agua del recuerdo se borra y se diluye, pues supone ofrecer un texto ya clausurado, que propiamente solo cabe aceptarse en su sentido definido y, al darlo por dicho, es cuestión de rendirse ante lo que es así, sin más, sin distinta posibilidad. Sin embargo, escribir en el alma implica una manera diferente, puesto que no propone algo ya zanjado, sino que abre nuevas posibilidades. Reactiva el decir. En definitiva, exige la acción de leer. La lectura viene a ser así reescritura, que no es un mero redundar, sino un propiciar que algo diga otra vez, sin que necesariamente sea algo igual.

Malentenderíamos, sin embargo, el texto de Platón si dedujéramos precipitadamente que velar por la memoria es desatender el recuerdo, o que el agua no alcanza al alma. Ello conduciría a ignorar esa escritura que, incidental o efímera, tanto nos dice, pues incluso en su limitación no deja de ser una convocatoria. No hay memoria sin recuerdo, ni sólo con él. Se precisa el juego con alguna suerte de olvido. Asimismo, la escritura en el agua no pocas veces se diluye precisamente en lo que llamamos alma.

Ello se hace patente de múltiples formas, y muy singularmente en la relación entre texto y tejido. Enlazar y entrelazar, coser y descoser, hilar y trenzar,  mallar y frisar, definen toda una acción que compone, apresta y adereza para tramar y componer como escritura cuanto queda inserto en diferentes soportes.

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Encontrarse mal

Por: | 18 de abril de 2014

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No sé qué es peor, encontrarse mal o no encontrarse en absoluto. En tal caso, serían los demás quienes dieran con nosotros, topándose con alguien en cierto modo extrañado. Ya no sería una simple comprobación, ni un estado de ánimo, ni una mera experiencia, sino la paradójica constatación de encontrarse perdido.

Aquel que siquiera en una sola ocasión se ha hallado con alguien que está verdaderamente mal, pronto se anda con cuidado antes de limitarse a dejar permanente constancia de su propio estado. Aprende a distinguir y a distinguirse bien, para saber lo que es estar realmente mal. A veces es suficiente con fijarse, con mirar alrededor, con desplazarse mínimamente de sí mismo.

Basta vérselas con el dolor y el sufrimiento, y con la soledad de quienes no disfrutan de buena salud o no tienen condiciones para una vida digna, para retener la retahíla de quejas y contener el tono de constante lamento. En innumerables ocasiones, quienes más argumentos tienen para hacerlo disponen de las mínimas condiciones para mostrarlo.

La pérdida de fuerzas y de razones, el desconcierto ante la situación, la incapacidad o la imposibilidad de afrontarla y la infinita tristeza que ello conlleva nos anuncian lo que no requiere demasiadas proclamaciones. Y ya ni siquiera una exposición de motivos o una catalogación de las causas producen alivio alguno. También hay un enigma en el malestar, que no siempre se diluye con una relación de explicaciones. Incluso en el caso de males procurados por uno mismo o por los demás, el asunto no se sutura con la atribución de culpabilidades. Podría aliviar, pero el alivio no siempre recompone.

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Pensar en otra cosa

Por: | 15 de abril de 2014

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Vivimos inmersos en un reducido ámbito de asuntos. Más o menos conscientes, nos desenvolvemos en un limitado espacio y con una permanente reiteración, no solo temática, sino vital. Sin duda, instados por urgencias, pero asimismo por obsesiones, por preferencias y aficiones, tanto como por hábitos y costumbres, también a nuestro espíritu le cuesta abandonar el entorno en el que se desenvuelve. Poco a poco van clausurándose algunas puertas y ventanas, después estancias y habitaciones, para finalmente encontrarnos alojados, cuando no refugiados, en un corto y estrecho mundo.

Pronto encontramos dificultades no solo para relacionarnos con quienes parecen tener otra mirada, sino con quienes no están estrictamente en nuestras mismas cosas. Las conversaciones van centrándose tanto en las mismas cuestiones que podrían llegar a ser monotemáticas. Las convicciones, no ya firmes, sino cerradas, solo nos permitirían entendernos con quienes las compartieran. Entonces, paulatinamente los perfiles resultan casi fronteras y las aristas cortantes, mientras un cierto sopor rodea nuestra seguridad de pesada y homogénea uniformidad.

A veces necesitamos ir a otra cosa. Pero, “la cosa misma” es, a su vez, “la realidad efectiva de lo que es en verdad.”. No hace falta recurrir a Hegel para comprenderlo, pero no viene mal a fin de tenerlo en consideración. Como se sabe, una cosa no es simplemente un objeto. Pensar en otra cosa no es, por tanto, una simple modificación que consiste en añadir nuevos objetos con los que entretener la mente, sino que exige un desplazamiento que abra otras perspectivas y horizontes. Y es imprescindible procurarlo para activarnos, para oxigenarnos. Y no siempre ni es tan fácil, ni tan viable.

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En permanente temor

Por: | 11 de abril de 2014

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Convivimos con miedos no siempre explícitos, algunos bien singulares y exclusivos, lo que, por un lado, paraliza pero, por otro, activa la toma de distancia o la puesta en entredicho de las buenas razones. Conocerlos o no, conduce a situaciones de dominio, de manipulación de los temores, al amparo de lo que suponen o significan. Realmente, en cada rincón diario habitan posibilidades inquietantes, asuntos que podrían derivar en una dirección desconcertante o indeseable. Nos aguardan en incidentes, en casualidades, en desenlaces, con capacidad de torcer la ilusión o el sentido de nuestras tareas. Entregarse a ellos es hacerlos crecer.

Sin embargo, anticipar o prevenir no implica falta de audacia o de riesgo, aunque en definitiva no pocas veces el miedo se constituye en la gran razón, incluso en la única. El porvenir es incierto y la vida también, pero la gestión del miedo conlleva no claudicar ante su influencia y su poder. El poder del miedo ha de ser desafiado con contundencia.

En general, ni todo está claro, ni es fácil sustraerse al hecho de que algo nos acecha, nos inquieta, nos espera y que, de una u otra manera, podría incidir en nuestra vida, complicándola, empeorándola. Pero asimismo puede llegar a incomodar lo que precisamos o deseamos que ocurra. No disminuyen los espacios de incertidumbre y no siempre se atisba un horizonte despejado. En tales circunstancias, y ante la constatación de lo que nos apremia, a veces con urgencia y con necesidad, es sensato temer.

Sin duda, algunos temores podrían explicarse. Pero no por eso serían precisamente más llevaderos. De hacerlo, quizá resultarían menores, tal vez distintos, pero en muchas ocasiones para confirmarse como efectivos temores. Cada quien tiene los suyos, aunque compartamos algunos. Cada día trae novedades al respecto, pero no parecen disminuir. Hasta tal punto que, salvo importantes y decisivas excepciones, más vale tratar de congraciarse con ellos y aprender a convivir conjuntamente. Esa es otra forma de valor.

El valor no consiste en no sentir esos temores, sino en no concederles el máximo protagonismo en la decisión, en lograr que no lo invadan todo. Cualquier acción comporta algún riesgo y cualquier  riesgo conlleva la posibilidad de un miedo de mayor o menor intensidad. Es cuestión de que no ocupen nuestro espacio ni se apoderen, ni se apropien de nosotros mismos. Vivir es, en definitiva, habérselas con esos temores, compartir con ellos la jornada sin que se impongan, sin que dicten nuestras actuaciones, sin que reduzcan nuestros sueños, proyectos y ambiciones. Y esto distinguiría a quienes son capaces de sobreponerse a estas precauciones permanentes o, al menos, de caminar a su lado, de aquellos otros quienes, ante lo que tal vez podría avecinarse, no prefieren ni siquiera intentarlo.

Quizá llamarlos temores es ya identificarlos en exceso. Tal vez se trate simplemente de atisbos del miedo, y no necesariamente a algo o a alguien. No necesitan ser un miedo sin por qué, es suficiente que lo sean sin destinatario prefijado, sin un contenido definido. Pero no por eso dejan de alcanzarnos.

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Participación infantil

Por: | 08 de abril de 2014

 

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Un niño, una niña, o un adolescente no son ciudadanos precarios, ni simples conatos de ser humano. Considerar que la infancia, término asimismo controvertido, es una etapa secundaria, una simple preparación, relegarla a un momento cuyo sentido solo obedece a propiciar la vida adulta supone desconsiderarla en su plenitud. Se comprende entonces nuestra desafortunada tendencia a estimar que todo es siempre el preludio de algo que está por venir, mientras restamos entrega e intensidad a la ocasión que nos corresponde vivir. Que requiramos mejorar y crecer no significa que haya de postergarse la plena constitución.

Como a nadar, nadando, a participar se aprende participando. Insistimos en la necesidad de hacerlo y de procurar los espacios, los ámbitos, los mecanismos y los procedimientos para lograrlo, y conviene que suceda desde bien temprano, desde los primeros momentos. Para quererlo y para valorarlo. Ello exige no limitarse a ser un mero paciente de lo que ocurre.

Participar es tomar parte, en la medida en que no se reduce a tomar mi parte, sino a formar parte. Supone pertenencia e implicación, adoptar una posición. Y ese sentimiento de no circunscribirse a la imprescindible peripecia personal ha de experimentarse, ha de saborearse, que es un modo de saber que conlleva constatar las experiencias más innovadoras, más inaugurales, aquellas que no siempre se dejan resumir en una historia, que son vivencias que marcan toda la vida.

Ello comporta saberse protagonista de la propia vida, encontrar la adecuada relación entre quienes somos y lo que hacemos, y no restringirse a intervenir, sino a  asumir las consecuencias de lo que decimos y decidimos. Y eso no ha de postergarse para otros momentos. Ni cabe limitarnos a constatar lo que está dado, como inexorable y sin fisuras. Parecería en tal caso que todo habría de consistir en integrarse, en asimilarse y en reproducir lo existente. Lo interesante entonces sería no tanto formarse como conformarse. Es lo que esperaríamos de nuestros niños y niñas. La participación no pasaría de ser una aceptación, una adquisición.

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Hermanecer

Por: | 04 de abril de 2014

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Hay algo en la palabra hermanecer que nos convoca a una tarea que parece vérselas con nuestro tiempo presente. Si explícitamente en nuestros días más bien alude a la mera acción de verse afectado, dado que se refiere al hecho de “nacerle a uno un hermano”, “pasar a tener un hermano”, pronto se comprende que eso exige la reciprocidad de serlo para el otro, o para la otra, que viene a nacer. Y se abren todos nuestros afectos y todas nuestras expectativas. Ya en 1803 se recoge en el Diccionario de la Academia que “quien presto endentece, presto hermanece”, y ello no hace sino reconocer, con aires de época, que la autonomía respecto de una dependencia física inmediata supone la antesala de la de otra posible concepción.

Por muy literalmente que tratemos de comprender semejante palabra, es difícil sustraerse, y no es necesario, a sus evocaciones. Singularmente interesante resulta suponer que se concita la posibilidad de compartir un mismo espacio, más o menos físico, lo que nos sitúa en la tesitura de adoptar una posición. Un hogar es desde luego algo más y algo otro que una casa. Sin embargo, la ausencia de lugar obstaculiza, como es bien sabido y tantas veces sufrido, la posibilidad de configurar algo así como, al menos, una casa. Ahora bien, no resulta fácil crear o hallar las condiciones para encontrarse en algo con alguien. Eso se parece a una conversación que conlleva el tener que ver con él, con ella. Precisamente en algo.

Pero singularmente nos une compartir algunas experiencias y decisivas pérdidas y despedidas, referencias para siempre de lo vivido y de lo que queda para siempre sin alcanzarse. Venir a ser hermano, a ser hermana conlleva afectos explicables e inexplicables, vínculos no necesariamente explícitos, palabras y silencios que se explayan lo suficiente con una simple indicación, que son casi solo gesto. Hasta el extremo de que incluso la distancia determina formas de proximidad que no se reducen a la ausencia.

No se trata, por tanto, de la pasiva constatación de un tiempo común, una hermandad sobrevenida. Llegar a ser con alguien no es simplemente una relación mutua. Requiere un proceder, no ya solo para compartir referencias, sino para hacer la experiencia de que la raíz común es más un rizoma que una simple implantación. Es una razón de relación, no de mera pertenencia, como si se tratara de una suerte de apellido ontológico de origen. Es más bien un destino, a veces bien poco explícito, de correr en cierto sentido la misma suerte. Hermanecer merece una celebración.

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Lo que no sabemos

Por: | 01 de abril de 2014

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Obviamente no es fácil saber con precisión en qué consiste lo que no sabemos, pero conviene tener en cuenta que no es simplemente aquello que desconocemos. En verdad, algo se hurta a la presencia, lo que se oculta, o desvía, o desfigura, lo que se esconde, lo que se acalla, lo que se silencia Hay que saber bastante para conocer lo que no sabemos. Y no tanto para aislarlo o rodearlo, sino para abordarlo desde el saber. Pero esta topografía consideraría que saber y no saber lindan por una línea que se trata simplemente de flanquear.

No siempre es lo mismo conocer que saber, y menos aún saber que estar informado. Viene muy bien conocer y estar informado para saber, pero no es suficiente. Saber supone un modo de relación con lo conocido, algo semejante a lo que Hegel denominaría reconocimiento, ya que, a su juicio, “lo conocido, precisamente por ser conocido no es reconocido”. Esto es, tenemos noticias de ello, nos resulta notorio, hacemos acopio de su contenido, pero eso no supone saberlo. Así, que puestos a no saber, podríamos no saber en qué radica saber. Pronto nos encontraríamos con la cuestión que el filósofo señala desde el Prólogo de la Fenomenología del espíritu, la del desafío de conocer, que parecería paradójicamente exigir conocer previamente en qué consiste el conocimiento, incluso para llegar a conocerlo. El camino, más bien, habrá de ser otro. Además, a su juicio, saber es siempre saber algo, pero nunca se reduce a ese algo sabido. Así que es recomendable ir con más cuidado.

Por eso sorprende tanto que haya a quienes no les cabe la menor duda. Presumir de lo que se sabe es ya dejar en evidencia que se desconoce el alcance de nuestro no saber. Bajo los auspicios de los indudables avances y conquistas, sólo llaman no saber a lo que parece estar dispuesto a ser sabido, a ser percibido y captado por el cazamariposas del pensamiento, en una operación eficiente más o menos práctica. Su “humildad” se reduce a que no se lo saben todo, pero su actitud no siempre es la de estar dispuestos a dejarse decir algo, sino a la de creer que lo saben ya todo y mejor que los demás. Este modo de saber, que es otra forma de arrogante ignorancia, tiende a anidar en cada uno de nosotros. Saberlo es ya saber algo.

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El País

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