Requerimos una modificación radical del escuchar. La experiencia del pensar es como una auscultación, una dilucidación, una escucha que no se limita a poner coyunturalmente el oído, sino que es “todo oídos” cada vez. Es un oír activo, que provoca, que llama, que pide venir. Entonces, hablar es, como Gadamer nos hace ver, salir al encuentro de lo que nos interpela y nos concita. No es dirigirse a un pasivo receptor, a una audiencia receptáculo. Los otros tienen qué decir. Están dispuestos a hacerlo y con su mera presencia y asistencia, antes de que en efecto abran la boca, ya han empezado a responder. Pero es preciso considerarlos.
Es imprescindible aprender a escuchar y cultivar ese oír, el que no se limita a lo dicho y trata de alcanzar a lo que da que decir. De ahí que quepa subrayar con Plutarco, en “Sobre cómo se debe escuchar”, que es bueno dialogar con uno mismo y con los demás sobre el oír. Y no solo para aprender a recibir lo que los demás dicen, sino incluso para que quepa el propio decir. Y aunque se refiere a los jóvenes, sin duda a todos nos alcanza. “El discurso de quienes no son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír surge en realidad vacío.” Brotando en efecto vano, “se esparce bajo las nubes sin gloria y sin ser visto”.
No deja de ser curioso que Aristóteles radique la imposibilidad de las abejas para modificar su proceder en su incapacidad para oír. Tal vez, en todo caso, podrían percibir algún singular rumor. A su juicio, actúan sin posibilidad de novedad alguna, ya que la memoria en tal caso se limita a la mera repetición mecánica. Su saber no es puesto en cuestión y no corre la suerte de los avatares de la experiencia. Hasta tal punto que se consideraba que nutrirse de miel no se limitaba a fortalecer, sino que suponía la adquisición de un saber.
El oír no se agota, por tanto, en la percepción de los sonidos. Convoca a un escuchar que requiere la participación de una suerte de oído interno, que vincula, que se hace cargo, que se ve concernido, que configura un tiempo, que es en efecto memoria. De lo contrario, pase lo que pase, no pasará nada diferente. Solo el hecho de su mero pasar. Pasará sin que nos pase nada. Más exactamente, sin que lleguemos a saberlo.