Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Está por ver y está por oír

Por: | 30 de mayo de 2014

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Requerimos una modificación radical del escuchar. La experiencia del pensar es como una auscultación, una dilucidación, una escucha que no se limita a poner coyunturalmente el oído, sino que es “todo oídos” cada vez. Es un oír activo, que provoca, que llama, que pide venir. Entonces, hablar es, como Gadamer nos hace ver, salir al encuentro de lo que nos interpela y nos concita. No es dirigirse a un pasivo receptor, a una audiencia receptáculo. Los otros tienen qué decir. Están dispuestos a hacerlo y con su mera presencia y asistencia, antes de que en efecto abran la boca, ya han empezado a responder. Pero es preciso considerarlos.

Es imprescindible aprender a escuchar y cultivar ese oír, el que no se limita a lo dicho y trata de alcanzar a lo que da que decir. De ahí que quepa subrayar con Plutarco, en “Sobre cómo se debe escuchar”, que es bueno dialogar con uno mismo y con los demás sobre el oír. Y no solo para aprender a recibir lo que los demás dicen, sino incluso para que quepa el propio decir. Y aunque se refiere a los jóvenes, sin duda a todos nos alcanza. “El discurso de quienes no son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír surge en realidad vacío.” Brotando en efecto vano, “se esparce bajo las nubes sin gloria y sin ser visto”.

No deja de ser curioso que Aristóteles radique la imposibilidad de las abejas para modificar su proceder en su incapacidad para oír. Tal vez, en todo caso, podrían percibir algún singular rumor. A su juicio, actúan sin posibilidad de novedad alguna, ya que la memoria en tal caso se limita a la mera repetición mecánica. Su saber no es puesto en cuestión y no corre la suerte de los avatares de la experiencia. Hasta tal punto que se consideraba que nutrirse de miel no se limitaba a fortalecer, sino que suponía la adquisición de un saber.

El oír no se agota, por tanto, en la percepción de los sonidos. Convoca a un escuchar que requiere la participación de una suerte de oído interno, que vincula, que se hace cargo, que se ve concernido, que configura un tiempo, que es en efecto memoria. De lo contrario, pase lo que pase, no pasará nada diferente. Solo el hecho de su mero pasar. Pasará sin que nos pase nada. Más exactamente, sin que lleguemos a saberlo.

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Los otros escrutinios

Por: | 27 de mayo de 2014

 

Pauline roche (10)

Un escrutinio no es simplemente un reconocimiento y un cómputo. Es asimismo el examen y averiguación exacta y diligente que se hace de algo para formar juicio de ello. En cierto modo, parece necesario que dicho examen venga a ser un auténtico análisis, a fin de que el alcance de lo decidido o por decidir no quede reducido a unos resultados y a algunas sentencias. Puestos a reflexionar, es conveniente hacerlo antes de elegir, pero no deja de ser necesario proseguir tras comprobar lo sucedido. En gran medida, eso supone asumir las consecuencias y esa tarea responsable incluye un pormenorizado ejercicio de pensamiento. Y de responsabilidad. Y en esto la precipitación es tan desaconsejable como la demora.

Un sistema torpe de proceder consiste en confundir cualquier tipo de escrutinio con la ratificación de nuestros intereses más inmediatos. Es bien sabido que la mirada no está exenta de voluntad. Ni el conocimiento. Así que, incluso para ver ajustadamente, es importante escuchar. Escuchar lo que dice cuanto vemos, que no se limita a dejarse ser visto y, a su modo, dice, nos dice. Es preciso, por tanto, dilucidar, incluso aquello que pronto denominamos evidente. Para eso se requiere algún detenimiento y, desde luego, no es buena consejera la ansiedad. Y menos aún el resentimiento. Todo ello para subrayar que hemos de implicarnos en el gesto mismo de escrutar para que propiamente haya examen y, por tanto, otros escrutinios.

Una vez más, no es cuestión de ignorar o de dejar de asumir los resultados. Al contrario, se trata de escrutarlos efectivamente, pero para escrutarnos a su vez a nosotros mismos. Los grecolatinos comprendieron bien que el examen, tan apreciado para diseccionar a otros, ha de constituir primordialmente un ejercicio, en el que quien lo ejecuta es asimismo el objeto del análisis y no mero sujeto de aquello que, aunque le concierne, no  parecería ser cosa suya. Este examen empieza por ser autoexamen. Y no se trataría tanto de las conciencias, cuanto de las acciones. El escrutinio propicia entonces un juicio en el que uno no se limita a ser juez. Es lo que nos enseña Kant, para quien la crítica ha de ser una crítica de la razón. Ella misma ha de sentirse concernida.

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La supuesta realidad

Por: | 23 de mayo de 2014

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Desconsiderar la realidad es tan insensato como darla por supuesta. Ignorarla es tan imprudente como no plantearnos lo que entendemos por ella. En ocasiones nos amparamos en su invocación para justificar posiciones o decisiones, a fin de remitir a su incuestionable e implacable contundencia la verdad de nuestras afirmaciones. Todo parece consistente hasta que nos hacemos algunas preguntas o problematizamos su configuración. En caso de duda, basta remitir a la realidad para que, por lo visto, se disipen las incertidumbres.

Es tal el amparo que ofrece a distintas afirmaciones, que no siempre disipa ni dirime controversias, antes bien las azuza. Pronto ofrece la sospecha de que su intercesión más parece una justificación que una buena razón. Basta mirar la realidad, se dice. Ahora bien, puestos a mirar es difícil, entre otros aspectos, conocer en qué dirección y sentido. Por otra parte no está tan claro que esta cuestión se resuelva de ese modo. O tratando de atraparla. Ya Platón muestra algunas cautelas y reservas en el Teeteto, a quien Sócrates, aludiendo a “los no iniciados”, dice referirse “a los que piensan que no existe sino lo que pueden agarrar con las manos. Ellos no admiten que puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible.” A lo que responde sorprendido: “Hablas de gente, Sócrates, que, desde luego, es obstinada y repelente.”

No es cosa de presuponer siquiera que la realidad se resume y se reduce a lo que vemos. O a lo que asimos. Hay justificadas sospechas para ponerlo en cuestión. Ello no es un motivo para ignorarlo, sino para no agotar ni limitar los argumentos a su amparo y a su remisión. En cierto modo, además, siempre vemos conceptualmente, de acuerdo con las propias concepciones, y conviene no excluirlas. Ya nos enseña Kant que sin conceptos las intuiciones son ciegas. Claro que sin estas, los conceptos son vacíos. Así que cuando nos afincamos en que somos testigos de la realidad, conviene ser cuidadosos y precavidos, y al menos conscientes de la complejidad de nuestra invocación.

No faltan quienes en tiempos convulsos se guarecen y se amparan en esto que podría parecer tan incuestionable. Y refugiados en su realismo, a veces lo hacen para eludir otros planteamientos, para disipar o limitar otras propuestas, para paralizar otros modos de ser y de hacer, para calificar de imposible lo deseado, lo soñado, lo perseguido. Una presunta realidad viene a ser el alivio y el freno de la curiosidad. Las cosas son realmente así. No hay mucho que hacer. Tal vez. Sin embargo, eso también está por ver. Pero con otro ver, que requiere contemplación  y consideración.

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Lugares de referencia

Por: | 20 de mayo de 2014

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No son indiferentes. Basta experimentarlos. Pero eso no es tan sencillo. Los lugares que elegimos o nos encontramos dicen ya a su modo, sin limitarse a lo que suceda o haya sucedido en ellos. Sin embargo, de modo bien inquietante están penetrados por lo que también con ellos ha pasado y no cesa de pasar. Es difícil sustraerse a la impresión que nos producen. Antes de todo conocer ya nos ofrecen una forma de saber. Los sentimos como seres vivos, notamos su pálpito, su aliento, su aroma. A su manera siempre son un trato con la luz. Y nunca se presentan al margen de los sonidos. Cada cual ofrece su propio y peculiar silencio.

Los lugares propician que a su vez algo comparezca y se ofrezca. No se nos aparecen simplemente como un depósito previo. Auguran una cercanía. El Heidegger de Serenidad, nos indica que “para el niño que hay en el hombre, la noche sigue siendo la costurera de las estrellas, al aproximarlas unas a otras.". La noche es su lugar porque es a la par su espacio y su tiempo. No simplemente su depósito. Y este es otro tipo de lugar. Ni siquiera solo el de los cielos. Conforma lo que sucede. Y no como un ingrediente sino en tanto que propicia esa cercanía.

El lugar no es solo un sitio, sino que es una reunión que procura toda una configuración, prácticamente una composición, una suerte de escena por venir. Ahora bien, aproximar no es simplemente juntar, es favorecer una cercanía. Es casi un ir con ello. Por eso, los lugares nos acercan a lo que quizá ocurrió, ocurrirá, pudo haber ocurrido. Son memoria, y no solo de lo ya sucedido. Son enigmáticos hasta en su inocencia, en su pureza, son presagio incluso de lo que nunca pasará.

Por eso, no nos hablan solo de ellos. Dicen de nosotros. Y no poco, también, de lo no vivido. Pueden ser tan atractivos como inquietantes y peligrosos. Y presentarnos asimismo lo que callan. Aquí, una vez más, como Foucault señala, “el secreto es absolutamente superficial.” Está tan cerca que no siempre puede vislumbrarse. No resulta cómodo ni viable deshacerse del lugar. Pronto nos vemos en él. Nos atrapa. Formamos parte, a la par, del mismo. Y somos entonces devorados por su contundencia, para no reducirnos a ser simplemente un punto de vista, o un mirar. Nos hacen encontrarnos en un espacio que nunca es solo propio.

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Cada cual a lo suyo

Por: | 16 de mayo de 2014

MUYMUY

No se niega sensatez a las consideraciones que desde bien temprano, en los días y en la vida, aconsejan no entrometerse en los asuntos denominados ajenos, ni interferir, e incluso ni intervenir en ellos, desde el principio que sustenta que cada cual ha de limitarse a ocuparse de lo suyo. Sin embargo, muchas veces lo suyo es muy suyo, pero también es muy nuestro, no solo particular sino colectivamente.

En esta prevención de no inmiscuirse hay no poco de cautela, de concentración de fuerzas y de respeto a la hegemonía y a la autonomía personales, tan necesarias. Ahora bien, no deja de resultar por otra parte inquietante. Podría parecer que se trata de ocuparse exclusivamente de aquello que nos concierne e interesa directa y singularmente o, como suele decirse, personalmente. Lo demás, que lo atiendan los otros. Es decir, que se ocupen ellos, o ellas.

Así, debidamente fraccionada la atención a lo nuestro, lo común no sería sino el resultado de la adición de las partes que lo compondrían. Del resto de parcelas, si las hubiera, habrían de ocuparse quienes o por interés, afán de poder o de dominio, o por deseo de protagonismo, se las vieran con lo que no les concierne exclusivamente. No se barajaría la posibilidad de que fuera por compromiso o generosidad. En el extremo, entregados todos a lo nuestro, el resto sería suyo.

Mientras tanto, lo de cada uno quedaría ya afincado como absoluta posesión, con su correspondiente derecho, efectivamente de propiedad, y la apropiación conllevaría acotar nuestro particular espacio como auténtica reserva. Desde ella podríamos ser razonablemente exigentes para quienes no (nos) llevan bien lo común, también a su modo lo nuestro, es decir no (nos) lo administran adecuadamente.

Pero si cada quien va a lo más suyo se ve afectado precisamente eso más nuestro que, entonces sí, si nos descuidamos, otros hacen efectivamente suyo. Cuidarse solo de lo que nos incumbe, reduciéndolo a lo que únicamente nos afecta directa, inmediata y personalmente, es una forma de usurpación invertida.

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La lección cero

Por: | 13 de mayo de 2014

David Paskett (37)

Es difícil no sentir cierto pudor, alguna vergüenza y un profundo malestar por la situación de desamparo en la que se encuentran tantas personas, como si eso fuera independiente de nuestra sensibilidad, o de nuestra voluntad o, mejor dicho, de nuestra falta de ellas. Ni es casual ni es indiferente de nuestra acción o dejación. Ni es incidental, ni lateral, sino que responde a todo un modo de proceder y de organizarnos personal, institucional y estructuralmente. Y de concebirlo. Sin esa sensibilidad y sin esa voluntad podemos realizar todo tipo de estudios, análisis, encuentros, escribir, leer, hablar, pero nada suple la firme determinación de otras formas de entrega. En definitiva, se trata de corresponder a las vidas únicamente vividas en el modo de desvivirse, y de hacerlo desviviéndonos como forma de vida. Y ello exige respuesta.

La dignidad inalienable, la singularidad insustituible hacen de todos y cada uno, de todas y cada una, alguien con sentido pleno. La autonomía, como capacidad de elegir libremente con condiciones de posibilidad, también de respetar y de ser respetados, de ser libres e iguales, se sustenta en una permanente toma de postura activa contra la inequidad y a favor de la no discriminación. Es llamativo que nos veamos en la necesidad no ya de repasar, ni de recuperar, sino de retornar a la lección cero. Esta no es ni siquiera lo inicial, aquello por lo que empezar, antes bien la condición de posibilidad de cualquier comienzo que origine realidades justas y eficaces.

Ya no basta con comenzar ni tan solo por el principio. Hemos de desplazarnos del plano en el que nos encontramos. Y no precisamente para huir por elevación. Hay momentos en los que se hace necesario acudir a esta lección que en cierto modo siempre nos desafía, que en algún sentido no es fácil de recibir, ni de dar, y que constituye no tanto los albores del aprender, sino que lo hace viable. Son tiempos para el cultivo de la evocación y apropiación y actualización de quiénes somos. Y de luchar contra lo inhumano que tantas veces habita en el corazón del propio ser humano, hasta la indiferencia y la crueldad fría y desmemoriada, la que ya no siente, ni padece, ni se reconoce. Y ello empieza por abordar la pobreza, en todos los sentidos, que es la gran exclusión, la gran soledad. Y de dar prioridad a quienes la padecen.

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Con la puerta cerrada

Por: | 09 de mayo de 2014

Yellow....grande
En este preciso momento de la historia están ocurriendo hechos que nunca consideraremos históricos, ni siquiera quizá de nuestra propia historia. Al margen de la cuestión de si los hechos acaecen como hechos, ya Paul Veyne nos recuerda Cómo se escribe la historia y los procesos y procedimientos para que eso ocurra, y lo cierto es que en numerosas ocasiones lo que nos pasa no es al respecto para tanto. Nos pasa tanto que prácticamente le cuesta suceder y venir a ser un hecho que merezca una singular memoria y, menos aún, calificarse de un acontecimiento. A veces, ni alcanza para una historia de la vida cotidiana. No por su vulgaridad, ni simplemente por su irrelevancia, sino sencillamente porque es tan inminente y sencillo, como a la par resulta inapreciable. Puede ser decisivo, pero se entierra en un silencio sepulcral. Sin relato y sin apenas dejar huellas para el recuerdo.

De ahí no se deduce que hayamos de restarle importancia, simplemente se trata de abrir espacios para cuanto acostumbra a tener cerradas la puertas de la historia. Esta grandilocuente expresión confirma a la par que los hechos brillan como tales en el seno de un relato y que precisamente  también hay hechos sin relato, hasta el punto de que propiamente les cuesta confirmarse como tales hechos. Y más aún comprenderse, ya que lo que realmente se comprende es la trama en la que quedan insertos. Eso supone su efectiva asunción como tales hechos. Hay, por tanto, toda una elaboración mediante la cual algo viene a ocurrir efectivamente y que no se reduce simplemente a que pase. Incluso tiene que llegar a ser pasado, esto es, a pasarnos, para merecer tan consideración.

No pocas veces hay olvido y apenas posibilidad. La puerta cerrada procura las condiciones para que algo no llegue a incorporarse a lo que llamamos suceder, salvo que acceda a la categoría de suceso. No por eso deja de ser vida. No ya la que Ricoeur considera como “un relato en busca de narrador”, sino ahora la de un narrador en busca de relato. Sin embargo, quizás, aquel que no pase de ser una confidencia. Aquel que no siempre se articula con dirección y sentido, obra de una intención de autor. Más parece uno verse involucrado en sus propias actuaciones, las cuales, con una  alarmante naturalidad, se suceden como tareas, como faenas, como labor. Hay poco que contar, salvo que nos limitemos exactamente a eso, a contarlas.

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El estado de ánimo

Por: | 06 de mayo de 2014

Deborah Butterfield  (10) GRANDE

El estado de ánimo es en ocasiones más un estado líquido, incluso gaseoso, que un estado sólido. No es que carezca de constancia o de intensidad, sino de estabilidad. Su permanencia es algo evanescente. Sin embargo, su capacidad de incidir, de condicionar y hasta de determinar le otorgan un poder que conviene tener en cuenta. No para limitarse a ceder a sus embates. Sin duda, cabe obedecer a causas bien concretas, conocidas y definidas, aunque no necesariamente. Puestos a explicar ciertos resultados, algunos éxitos y no pocos fracasos, suele argüirse que hubo o faltó ánimo. La confianza, que puede merecerse, pero asimismo despertarse un tanto inexplicablemente, al menos a primera vista, parecería pender, y hasta depender, de según qué ánimo.

Vivimos tiempos en los que se ha llegado a identificar lo real como un estado de ánimo, como único contenido. En el extremo, no es que la realidad se vea condicionada por el estado de ánimo, es que en algunos casos este viene a ser una verdadera realidad. Ello permite considerarlo como gran excusa, la auténtica explicación, la razón, como razón de ser, de lo que hay, de cuanto se hace y de cuanto deja de hacerse. Basta modificarlo para que ya quepa hablarse de otra realidad. Ciertamente para ello se requieren algunos ingredientes, que suficientemente condimentados, sazonados y presentados, son sustento de una nueva época. Y es lo que cabe decir que realmente ocurre.

De ser así, estar bien o mal se reduciría a mero estado de ánimo. No sería consecuencia, sino incluso causa. Si se consigue que sea de esta u otra manera, las conclusiones serán tales o cuales. Ya lo decisivo no consiste en qué es, sino en cómo funciona, en qué efectos produce, cuáles son sus consecuencias. De ahí su fuerza configurativa.

Si el mundo es imagen, sin dejar por ello de ser real, todo parecería conducir más a cuidarla, a ofrecer su mejor perfil y a lograr que su influencia sea estimulante y persuasiva, a producir desenlaces favorables. Y a contagiar, transmitir y comunicar formas que son en ocasiones su propio contenido, tal vez su único contenido. Entonces, gobernarse es velar por el ánimo, no limitarse ni reducirse a él, sino considerarlo en su capacidad de lograr lo que nos provoca o desafía. Pero precisamente por ello también es necesario ser capaz de reponerse, de sobreponerse, de sobrellevar, de analizar, de asumir o de comprender, no menos que de reaccionar o de responder a lo que parece imponérsenos como puro estado de ánimo.

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La justa cercanía

Por: | 02 de mayo de 2014

MARY GRIFFITHS Angela and Emma

No suele ser fácil encontrar la distancia adecuada, ni establecerla. Sin embargo, es imprescindible, entre otras razones, para poder decir, para poder decirnos y para que nos digan. Ciertamente, sintonizar, hallar el tono adecuado, es decisivo para que quepa la escucha, indispensable en toda conversación, también en la del silencio. Pero no pocas veces o estamos lejos o tendemos a una proximidad desmedida. El espacio preservado es con frecuencia el que permite la relación y la palabra, el que propicia algo común, clave de la comunicación.

Hablar desde una lejanía, a buen recaudo de la palabra ajena, acariciar el aire y el viento y dejar que haga su labor, sin demasiados compromisos, puede ser reconfortante, hasta necesario. Sin embargo, hay latidos que solo se dejan oír poniéndose al lado de los otros. Y tanto lo sabemos que con frecuencia lo evitamos.

Vivimos tiempos en que ciertas palabras y algunos discursos parecen no decirnos mucho, incluso nada. Más bien nos sobrevuelan como una retahíla que no nos convoca sino a asentir o a disentir sin más, formas en que se refugia en gran medida el hablar que no dice. Se demandan respuestas sin matizaciones, ni precisiones, sin cuidados. Se toma o se deja, como un producto que haya de ser aceptado o rechazado, pero sin otras explicaciones. De ser así, todos los conceptos y todos los afectos se reducirían a decir o no, lo que significaría acallar el gesto afirmativo que ambos habrían de comportar.

La cercanía propicia formas más diversas, incluso inclasificables, de decir. El gesto, el alcance de la mirada, la palabra de las manos, la indicación, el silencio compartido no hacen sino corresponder a cuanto quizá privilegiadamente aprendimos bien pronto de los más próximos, de la más próxima, la de la absoluta proximidad. Pronto parecemos olvidarlo o tememos revivirlo y entonces, lamentablemente, estamos lejos, muy lejos, de todo.

En tal caso, es evidente que ya no resultan convincentes nuestras consideraciones, pues olvidan los caminos de ida y vuelta del lógos, los del retorno de la palabra recreada a quienes la hicieron brotar, a quien nos enseñó a balbucear una lengua que siempre hemos considerado materna. La pérdida de vinculación con ese primer hogar, preludio de toda pólis, vacía la política de lo político. En nuestra casa y fuera de ella.

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El País

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