Sobre el blog

El salto del ángel es un espacio de reflexión, de pensamiento sobre la dimensión social y política de los asuntos públicos, sobre la educación, la Universidad, la formación y la empleabilidad. Busca analizar los procesos de democratización, de internacionalización y de modernización como tarea permanente, con una actitud de convicción y de compromiso.

Sobre el autor

Angel Gabilondo

Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.

El salto del ángel

Estrenar cansancios

Por: | 27 de junio de 2014

Benjamin Cohen Estudio de seis...

No es difícil encontrar a alguien que se sienta cansado. Más bien cuesta lo contrario. Ahora bien, en ocasiones, puestos a estarlo, requerimos cansancios nuevos. Uno puede cansarse también de la reiteración de los mismos cansancios. Y puestos a padecerlos, casi se prefiere estrenar. No es, sin embargo, tan fácil. Puede ocurrir que alguien llegue a estar resabiado incluso de ellos. Hasta cansado antes de cansarse. No necesita nada ni a nadie para lograrlo. Él solo se basta.

Estar cansado no es un lujo, ni necesariamente un mérito. Entre otras razones, porque las causas pueden ser radicalmente diversas. Presumir o hacer ostentación de ello es síntoma, más bien, de algún privilegio, siquiera el mínimo de poder mostrarlo. En cierto modo, quien está en verdad cansado no tiene muchas fuerzas ni a veces tiempo que perder en exhibirlo. Y hay quienes tienen buenas razones para padecerlo.

El cansancio no es una simple fatiga ni algo meramente corporal. Puede alcanzarnos de modo tan determinante que afecte radicalmente no solo a lo que hacemos o hemos de hacer, sino incluso a lo que somos. Ello nos hace comprender que no es simplemente un agotamiento consecuencia de una acción, ya que en ocasiones corresponde a formas de inactividad. También cabe agobiarse por lo que no se hace. Y ello no deja de cansar.

En cierto modo, en la propia palabra cansancio encontramos la acción de plegar o de doblegar, y no tanto por interrumpir, sino por verse en la necesidad de una desviación, la del camino emprendido. Pero no para renunciar sino para tal vez proseguir. Se cesa en la dirección, aunque a fin de tratar de llegar. Sin duda supone un cierto término, aunque no siempre una finalización.

En este sentido, hay algo bastante razonable en sentirse y saberse cansado, y no constituye en absoluto ni necesariamente un síntoma de lo que habría de evitarse. Al contrario, la entronización de la euforia de no precisar descanso, la proclamación de quienes no parecen requerirlo, e incluso la celebración de quienes menos lo toman, como emulación de lo que merece imitación, más bien muestra una cierta obsesión que no constituye indicio alguno ni de entrega ni de inteligencia. Ni es en sí mismo ejemplar.

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Componer discursos

Por: | 24 de junio de 2014

Joseph Piccillo (37)

Hay una tendencia general, incluso entre los expertos en detectar deficiencias ajenas, a reconocer que no es tan fácil componer un buen discurso. Salvo en condiciones excepcionales, ni siquiera es muy recomendable discursear. Se alivia en ocasiones el desafío previniendo que más bien será una breve charla, una pequeña plática, un preludio de conversación. Todo para eludir en lo posible los retos que un discurso supone. Y su presumible duración. Siempre cabe la posibilidad de restarle importancia por la vía de hacer que cada frase venga a pretender serlo, pero eso tiene aún inconvenientes mayores. Se deja oír, y suele repetirse, que alguien dijo al iniciar su intervención: “Antes de hablar voy a decir unas palabras”. Y puede ocurrir que efectivamente se organice una verdadera tergiversación, o al menos un alboroto,  entre el hablar, el decir, la palabra y las palabras.

Si efectivamente se trata de un discurso, requiere composición. Y ello no elude ni la complejidad, ni la diversidad, que en lo posible ha de ser incluso de voces, por la vía de desplazar si fuera preciso el sujeto de la enunciación. Es imprescindible la implicación, pero ello no se logra simplemente con la permanente referencia a datos personales o autobiográficos, o la utilización abusiva de la primera persona. Algo así como si se presupusiera que de ese modo se es más directo y sincero, cuando el riesgo es más bien el de resultar ensimismado. Y, si uno se descuida, protagonista por la vía más rudimentaria, la de desconsiderar a aquel a quien nos dirigimos.

Hay quienes confían en no tener que verse ni siquiera en la tesitura de hablar, lo que se dice, en público. Sin embargo, suele acabar siendo más o menos necesario. Eso no significa que no puedan o sepan valorar lo que otros dicen o hacen. Pero de nuevo, el requerimiento fundamental es decir de verdad, lo que empieza por decirse en lo que uno dice. Y ello no se sostiene en salpicarlo todo de menciones a lo vivido, sino en la capacidad de liberar una palabra propia, lo que exige libertad, decisión y un determinado estilo. No se trata de una seña de identidad, ni de un sello, santo y seña, que funcione como estribillo reconocible. El estilo es más que un modo de hablar, es un modo de ser, un modo de decir. Esta vinculación entre el ser y el decir confirma los límites de la imitación. No basta beber la misma agua. Decir exige acudir al manantial del que emana. Y en este sentido, nadie puede decir tu palabra. Es una experiencia tan singular como la propia vida, y no basta con ser peculiar para creerse original.

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Tiempo de ropajes

Por: | 20 de junio de 2014

Vicente arnás 11 grande

Empieza a ser tan difícil ser transparente como no serlo. Es lo que ocurre con lo que llamamos la naturalidad. Proclamada una y otra vez, parece inviable sin cierta fantasía. Para acceder a ella se requiere toda una labor. En ocasiones, toda una vida. Y ni siquiera basta la propia. Ha de venir precedida incluso por generaciones. Eso no excluye que se pueda acceder a ella, pero no siempre inmediatamente. Y menos aún, basta con proponérselo. La ostentación de ese don muestra hasta qué punto no se posee. Y, desde luego, si consiste en ser alguien espontáneo y sencillo, conviene no dar demasiado por supuesto cómo reconocerla.

Entre protegidos y encubiertos, son tiempos de ropajes. Mostrarse se entendería como la apertura de flancos por los que poder ser abordado. Hasta el propio lenguaje funcionaría como una indumentaria. La cultura, al menos en su vertiente más superficial, podría valer para edulcorar con poses del espíritu y ciertas maneras otras acideces. Todo un compendio de idas y venidas por el panorama social favorecería la gran distracción. La actualidad también podría ofrecernos buenos ingredientes para entretener nuestro afán de novedades. Capa sobre capa, complementos con complementos, nos envolverían en un ovillo cuna y madre en el que ampararnos.

Se trataría de que todo pudiera ser visto, menos nosotros. Salvo que poco a poco fuéramos llegando a ser aquello que puede considerarse como lo que no tiene nada que ver. Ese amparo llegaría a ser ocultación. No solo ante los ojos ajenos. Ni siquiera ya ante los de uno mismo. Se encubrirían al ser, por el procedimiento más eficaz: no siendo. El exceso de tiempo en el capullo hace inviable el vuelo de la mariposa.

Mientras tanto, el esplendor trasluce alguna decadencia. La presunción ostentosa tiene aires un tanto patéticos, y se produce, aunque no siempre de una vez por todas, una dislocación, una pérdida de contemporaneidad, una no coincidencia, un extravío de las referencias y de los interlocutores, que podrían resultar conmovedores si cupiera atribuirlos solamente a cosas de la edad. Pero tal vez no es otra edad, sino otra era.

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"Cambiando descansa"

Por: | 17 de junio de 2014

Best_wishes

Solo hay cambio si algo permanece, aunque no si todo permanece igual. Merece, por tanto, singular atención el fragmento de Heráclito según el cual “cambiando descansa”. No es que, como suele aducirse en otro sentido, se trate de cambiar para que siga igual, es que, de no hacerlo, en verdad estamos finiquitados. Ahora bien, el único modo de ser distinto es que no todo sea sin más reemplazado. No es cuestión de defender o de discrepar de que sea o se haga de este modo, es que, de ser así, simplemente no debería llamarse de esa manera. Se trataría de otra cosa. Sin embargo, ni siquiera lo que permanece ha de sustraerse absolutamente al cambio. Requiere fundarse poética, efectiva y creativamente.

No basta con limitarse a trasladar. En una sociedad en la que los cambios y los momentos de cambio gozan de algún prestigio, muy singularmente asentados en algún modo de insatisfacción, a veces bien justificada, conviene detenerse en lo que ello puede significar. No para reivindicar su ausencia, sino para procurar que, por un lado, se traten efectivamente de tales y, por otro, sean a mejor. En tal caso, es poco un desplazamiento de lugar, se precisa más mudar que hacer una mudanza, más convertir que simplemente variar

Por ello no es tan fácil cambiar, ni exactamente es tan frecuente como parece. Salvo que nos limitemos a constatar que todo cambia, lo que no parecería exigir ninguna intervención específica por nuestra parte. Por cierto, estando también implicados como estamos en esa mutación, venimos a ser otros. Es en lo que consistimos, pero eso no parece ser especial noticia, aunque no deja de ser decisivo.

Bien suele citarse que en tiempos de agitación o de tribulación conviene no hacer mudanza. Sin embargo, la consideración del de Loyola se topa con un presente en el que, precisamente, esos momentos se invocan como los más propicios para hacerla. Salvo que se aborde tal mudanza para no verse en la necesidad de una verdadera transformación, que llevaría el cambio hasta espacios más de raíz. En última instancia, todo cambio incluye un debate, más o menos explícito, más o menos realizado, de qué es lo que permanece. Y hay en ello un guiño rebelde, intenso y adecuado, aunque, como nos propone Camus, “hay que dejar la época y sus furores adolescentes”. Pero no por eso deja de requerirse, y en ocasiones falta, “un principio de explicación”. Y entonces, “la rebeldía, sin pretender resolverlo todo, puede al menos dar la cara.” Ya no es el cambio que trastorna, es el que trasforma. Y ahí radica una nueva serenidad, que no es la de ninguna satisfacción.

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La efectiva complejidad

Por: | 13 de junio de 2014

Brigitta Kocsis (1)

Quienes encuentran que todo es fácil y que basta proponérselo pueden confundir la armoniosa sencillez con la ingenua simpleza. Las cosas suelen ser aún más complejas que su apariencia. Así que quienes encuentran que casi nada es complicado, que la solución podría ser inmediata, que basta ir directamente a los asuntos y resolverlos tienden a no encontrarse con ellos, sino con algún sucedáneo. O con no pocas decepciones. No faltan tampoco quienes recurren y se amparan una y otra vez en la complejidad para no abordarlos. Pero puestos a considerarlos es preciso no ignorar la frecuente raíz problemática de lo que pretendemos afrontar.

Los tiempos de las urgencias tienden a ofrecer visiones, supuestamente lúcidas, no pocas veces parciales, lo que no hace sino complicar cualquier intervención fructífera. Asumir la complejidad convoca a acciones múltiples, en diversas direcciones, y a una armonización que en ocasiones impacienta a quienes lo tienen todo claro. Conviene, por tanto, analizar desde diferentes perspectivas y con distintas concepciones lo que trata de acometerse.

Las vidas propias no necesitan estar repletas de grandes acontecimientos o de intrincadas aventuras o de inusitadas peripecias para que resulten complejas. Cada sentimiento, cada afecto, cada reflexión, cada acción comportan aristas y conllevan vicisitudes que podrían parecer inocuas pero que inciden decisivamente en nuestra existencia. Ignorarlo no lo evita. No pocas veces lo enreda y complica más. Está bien no añadir confusión ni enmarañarlo todo con supuestas profundidades o derivas, pero es suficiente estar mínimamente atento para no proceder fatuamente o estimar que basta con despejar la hojarasca para que todo resulte traslúcido.

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Pensar por ti mismo

Por: | 10 de junio de 2014

An Kun _ GRANDE

Nada suple el pensar por sí mismo. Precisamos de los demás, pero en definitiva se trata de labrar el propio pensamiento, el criterio que nadie ha de tener por nosotros. Lo que los demás nos ofrecen puede servirnos de compañía, de estímulo, puede ampararnos, abrirnos a horizontes imprevistos, desplazarnos de nuestra posición inicial o darnos motivos, fuerzas y argumentos para incidir en lo que pensamos. Y sin duda que lo necesitamos, pero es cuestión de que nadie, jamás, piense en nuestro lugar.

Presuponer que los otros son incapaces, carentes de juicio o de facultades de discernimiento, reducirlos a una permanente minoría de edad, parecería autorizarnos a dictar lo que ha de concebirse o hacerse en cada caso. No faltan quienes sentencian lo que corresponde pensar. Cosa bien diferente es expresar lo que uno considera más acertado o adecuado y defenderlo y hacerlo valer con buenas razones.

La supuesta comodidad que podría inducirnos a dejarnos llevar por lo que se viene diciendo o contradiciendo, incluso la priorización de los asuntos y la determinación de lo que habría de importarnos, no hace sino procurarnos formas más o menos sofisticadas de sumisión. Y, en efecto, pensar no es una actividad de tiempo libre, una tarea para desocupados, o para destacados dirigentes. El pensamiento y la libertad están tan íntimamente unidos que es precisamente la libertad de pensamiento la que nos constituye como quienes somos.

Solo así somos capaces de responder, y en esa medida de participar en una verdadera conversación y, en su caso, controversia, o mostrar la fuerza no solo de la dicción sino de lo que supone la contradicción. El espíritu crítico no ha de requerirse imperiosamente y al dictado y, menos aún, presuponiendo que quien lo impone lo tiene, mientras el resto merecen consignas e indicaciones. Incluso, permanentes recetas. En última instancia, para adherirse.

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Consensos y consensos

Por: | 06 de junio de 2014

Картины на перьях Джули Томпсонаоваіп

No es cuestión de tratar de hacer idéntico lo que es diferente. Pero incluso para serlo se requiere algo común a partir de lo cual diferenciarse. En realidad vivimos sostenidos en permanentes acuerdos, pactos y consensos, más o menos consistentes o convencionales, expresos o implícitos. Y desde luego no está mal ser conscientes de ello, pero no lo es menos intervenir en su conformación. Precisamente por eso nos entendemos y comunicamos y, si es necesario, discrepamos. Se trata de configurar ámbitos de convivencia, lo cual no significa ni de homogeneidad ni de uniformidad. Ahora bien, esos espacios constituyen el terreno en el que es posible dialogar, disentir, debatir, distinguirnos, ser singulares, en todo caso, capaces de desacuerdos. O de acuerdos.

Hay quienes encuentran que ello no es viable, que hacerlo supondría dejar de ser quienes somos, renunciar a nuestra peculiar concepción, a nuestras convicciones. Si así fuera, en última instancia tendríamos, también al respecto, problemas hasta cada cual consigo mismo y no podríamos conllevar ni nuestras propias diferencias, que es lo que nos permite ser nosotros mismos. Cada quien somos un acuerdo. Abierto, conflictivo, pero configurado,

Considerar que únicamente podemos construir con quienes son como nosotros y que solo merece la pena hablar con los nuestros, que hemos de alejarnos del resto, pronto envía a los otros a engrosar aquello de lo que hemos, no solo de alejarnos, sino de mantener a un lado, al margen. Si nos descuidamos, no tardamos en desconsiderar su modo de ser y de pensar. Y, si nos animamos, a descalificarlo. El estimar que incuestionablemente uno tiene razón provoca formas más o menos sofisticadas, algunas bien rudimentarias, de elitismo. La autosuficiencia adopta así la forma de aparente firme posición.

No es cosa de ignorar los límites, ni de dejar de reconocer lo inviable de ciertas composiciones, ni de pretender compaginar lo que exige una dilucidación, una elección, una opción, una decisión. Ni de aparentar reconciliaciones que no hacen sino adherir y adjuntar, sin modificación alguna, elementos impertérritos. Sin embargo, la disolución de los terrenos de conversación, reducidos única y exclusivamente a lugares de descalificación, en los que se interviene esporádicamente para dejar huellas y heridas, anticipa el repliegue sobre sí que propicia formas de ensimismamiento.

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Los discursos del método

Por: | 03 de junio de 2014

Cupula de Reichstag

No hay un modo único de hacer bien las cosas. Hay argumentos y legítimos intereses para preferir. Y podría ser mejor proceder de una que de otra forma. Sin embargo,  incluso para elegir,  ha de evitarse la grandilocuencia de exaltar lo que nos conviene al respecto, subrayando las graves consecuencias que se derivarían de no hacerlo así. Tal vez produciría cierta ternura la exhibición de nuestros deseos, pero tamaña muestra no siempre se entendería como sinceridad, sino como ansiedad. Ya recuerda Deleuze que “no hay un método para encontrar tesoros”. De ahí no se desprende que no sea razonable actuar cuidadosa y pormenorizadamente, pero ello, no solo no garantiza el éxito, como suele decirse, sino ni siquiera que semejante tesoro esté ya previamente en lugar alguno. Ni que, quizá, lo que consideramos tal sea en efecto lo digno de ser buscado.

El método no es la aplicación de un procedimiento, una suerte de metodología externa que se cierne sobre lo que hay para embridarlo convenientemente. Es más bien un modo de proceder, casi cabría decir un comportamiento, una forma de conducirse, de encaminarse, de dar pasos, que concierne incluso a lo que se persigue. Afecta a lo que se pretende y en algún modo lo constituye internamente. De ser así, no es algo lateral, ni secundario, sino que afecta y también conforma lo que se busca. Por eso suele decirse, por ejemplo, que la democracia es procedimiento. Y ya no hablamos, sin más, de lo metodológico, sino de lo metódico. No es mera forma, es contenido.

El interés de estas cuestiones radica en el alcance de la implicación. Mientras que para el metodólogo, el método sería independiente de quienes lo aplicaran y a qué se aplicara, para el metódico resulta decisivo quién interviene y qué y quienes se ven afectados por el proceder. Y eso no le resta objetividad sino que le añade alguna certeza, para empezar la de estar concernido y la de ser certero y, a la vez, la de ofrecer garantías. No se extrañaría Descartes de que el método no nos liberara de la duda, que ella sí que es metódica y siempre, a su modo, forma parte de los procesos. Todo lo cual sirve para reconocer que nada suple la confianza mutua, la asunción de las reglas de juego y que, al respecto, encontrar lo mejor es asimismo una elección, es decir, se trata de concordar lo preferible. El método exige avenencia incluso en su despliegue. No basta con un arreglo previo. Exige minuciosidad y cuidada dedicación en el proceso. Y no perder de vista que no es un fin en sí mismo. Se trata de decidir para poder, para poder hacer.

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El País

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