No es difícil encontrar a alguien que se sienta cansado. Más bien cuesta lo contrario. Ahora bien, en ocasiones, puestos a estarlo, requerimos cansancios nuevos. Uno puede cansarse también de la reiteración de los mismos cansancios. Y puestos a padecerlos, casi se prefiere estrenar. No es, sin embargo, tan fácil. Puede ocurrir que alguien llegue a estar resabiado incluso de ellos. Hasta cansado antes de cansarse. No necesita nada ni a nadie para lograrlo. Él solo se basta.
Estar cansado no es un lujo, ni necesariamente un mérito. Entre otras razones, porque las causas pueden ser radicalmente diversas. Presumir o hacer ostentación de ello es síntoma, más bien, de algún privilegio, siquiera el mínimo de poder mostrarlo. En cierto modo, quien está en verdad cansado no tiene muchas fuerzas ni a veces tiempo que perder en exhibirlo. Y hay quienes tienen buenas razones para padecerlo.
El cansancio no es una simple fatiga ni algo meramente corporal. Puede alcanzarnos de modo tan determinante que afecte radicalmente no solo a lo que hacemos o hemos de hacer, sino incluso a lo que somos. Ello nos hace comprender que no es simplemente un agotamiento consecuencia de una acción, ya que en ocasiones corresponde a formas de inactividad. También cabe agobiarse por lo que no se hace. Y ello no deja de cansar.
En cierto modo, en la propia palabra cansancio encontramos la acción de plegar o de doblegar, y no tanto por interrumpir, sino por verse en la necesidad de una desviación, la del camino emprendido. Pero no para renunciar sino para tal vez proseguir. Se cesa en la dirección, aunque a fin de tratar de llegar. Sin duda supone un cierto término, aunque no siempre una finalización.
En este sentido, hay algo bastante razonable en sentirse y saberse cansado, y no constituye en absoluto ni necesariamente un síntoma de lo que habría de evitarse. Al contrario, la entronización de la euforia de no precisar descanso, la proclamación de quienes no parecen requerirlo, e incluso la celebración de quienes menos lo toman, como emulación de lo que merece imitación, más bien muestra una cierta obsesión que no constituye indicio alguno ni de entrega ni de inteligencia. Ni es en sí mismo ejemplar.